Capítulo I

 

ARRESTO E INTERROGATORIO

 

Debía ser poco antes de medianoche cuando la Seguridad del Estado, la policía política de Cuba, llegó a la casa donde yo estaba de visita, golpeando la puerta y dando gritos. «¿Pero qué es esto?», repetía la señora de la casa. Estaba acostumbrado a los arrestos nocturnos pero todavía me producían una sensación de vacío en el estómago. Habían venido a arrestar a alguien más, otro visitante, un fugitivo, pero pidieron a todo el mundo su identificación, que en aquel momento era la cartilla militar. Les dije que no tenía y por eso me llevaron a mí también a la Seguridad del Estado.

Es difícil explicar el carácter de todo-poderosa que tiene la Seguridad del Estado en Cuba, también conocida como el DIER (Departamento de Investigaciones del Ejército Revolucionario), el G-2 o, simplemente, «el Departamento». Oficialmente, la Seguridad del Estado es una rama del Ministerio del Interior que supervisa las prisiones del país y, durante muchos años, cualquier procedimiento legal que tuviera que ver con cargos políticos.

En Cuba no es la policía política la que sirve al gobierno, sino el gobierno el que sirve a la policía política. Ellos son los que deciden si se ha de investigar, arrestar, secuestrar o ejecutar a una persona. Un ciudadano cubano puede ser arrestado en cualquier sitio y a cualquier hora sin que nadie lo sepa y permanecer encerrado en la Seguridad del Estado durante unas pocas horas o unos pocos años. Los tribunales están subordinados a la Seguridad del Estado, que se queda con las pruebas y decide qué presos han de ser juzgados y cuáles puestos en libertad.

El Cuartel General de la Seguridad del Estado estaba en «Villa Marista», que había sido colegio religioso y monasterio. Por fuera todavía parecía un colegio, con jardines y patios. Pero por dentro se había convertido en un laberinto de pasillos, oficinas, cámaras de trabajos forzados y celdas.

Los agentes apuntaron mi nombre, mi dirección y otros datos personales; luego me hicieron una fotografía con un número en la parte inferior. Cuando me preguntaron por qué no tenía cartilla militar respondí: «porque no me he alistado». Me repitieron la pregunta y expliqué: «porque no estoy dispuesto a tomar las armas para servir a un gobierno totalitario». El agente al cargo mecanografió su investigación y ordenó a los otros que me devolviesen a la celda.

Caminé a través de un largo pasillo con celdas a ambos lados, herméticamente cerradas con grandes puertas de hierro y enormes cerrojos. Me recordaban las cámaras frigoríficas de una funeraria donde se conservan los cuerpos.

Entré en mi celda, despojado de todo excepto las gafas. Me habían quitado la ropa y mis objetos personales, incluso la cadena de oro que siempre llevaba al cuello. Empecé a vestirme con el traje que daban a todos los presos.

Mi compañero de celda era un tipo alto y fuerte, de mirada bondadosa. Más tarde me enteré de que era basurero y no sabía leer ni escribir. Pasó toda la noche junto a los postigos de hormigón que no dejaban pasar la luz, hablando con Dios.

Hablamos de todo y de nada, él y yo, excepto de lo que pudiera habernos traído a prisión (en todas partes había ojos y oídos proporcionados por la tecnología moderna). Pero sí nos dijimos, como es habitual, quiénes éramos, de dónde veníamos, qué hacíamos. Acabamos hablando de Dios y de nuestros seres queridos. A veces ocurre que, cuando los seres humanos se esperan lo peor, ponen al descubierto sus mejores cualidades.

Al día siguiente me llevaron para interrogarme y comprobar si era cierto lo que había dicho anteriormente. Me dieron una cartilla con un número a la vez que el traje. Para los agentes, uno no tiene nombre, solo un número, y ellos son igualmente anónimos para nosotros. Me guiaron a través del laberinto, por los pasillos escaleras arriba, hasta que llegamos a una habitación que tenía por todo mobiliario una mesa y dos sillas, con aire acondicionado e insonorizada.

El oficial encargado del interrogatorio entró. Era joven, sobre los treinta, y dijo llamarse Rosell. No mostró ningún interés por tomarme declaración sobre organizaciones o actividades clandestinas. Ya sabían sobre mi vida hasta el más mínimo detalle, no porque yo fuera nadie especial; mi padre vendía trajes y mi madre era profesora de piano. Estuve estudiando hasta que se cerró la Universidad en 1957, cuando solo me quedaba un año para la graduación. Había trabajado como maestro desde la adolescencia. Lo que realmente importaba a los que me interrogaban era su idea de que me oponía a Castro incluso antes de que se hiciera con el poder, y les dije que tenían razón.

El oficial dijo: «Ya que has decidido oponerte a nosotros, nosotros nos opondremos a ti». El interrogatorio duró unas dos horas. Una y otra vez repetían preguntas elementales, y volvían a examinar mi vida y mis opiniones. Varias veces el interrogador insinuó que sabían algo sobre mi vida privada, mi vida «sexual», para ser más exactos. Al principio me limité a dejarlo pasar para saber hasta dónde podía llegar, pero finalmente tuve que interrumpirle: «¡Qué sabes sobre Jorge Valls!», grité, «¿has oído alguna vez el nombre de Jorge Valls mezclado en un escándalo? ¡No sabes de qué estás hablando!».

Parecía avergonzado y trató de disculparse: «Solo pasa que tienes muchos enemigos», dijo. «Debe ser eso», respondí y aquello terminó así. A veces la Seguridad del Estado intenta hacer chantaje a sus detenidos con su vida privada. En ocasiones lo hacen con noticias que han reunido, pero en otras no saben nada y aventuran cosas con la esperanza de atraparte.

Hubo más sesiones. Una vez me llevaron a ver a una mujer que, probablemente, habían arrestado unos meses antes y ahora me acusaba de «actividades contrarrevolucionarias». Formaba parte de una pareja con la que había tenido contacto en el exterior. Nunca me habían inspirado confianza. Me habían pedido dinero y me habían ofrecido dirigir una organización antigubernamental, pero no tenía dinero que darles y había rechazado todas sus ofertas. Ahora intentaban implicarme. Debía haber sido una de las muchas conspiraciones organizadas por la Seguridad del Estado para pescar a gente desleal.

Todo esto fue una pérdida de tiempo; ellos sabían por qué estaba allí, y yo también. Finalmente, me llevaron a una oficina y quisieron que firmase una lista de los cargos que tenían contra mí. La miré despacio. No iba a firmar nada aceptando cualquier cargo que no fuese que no me había alistado en el servicio militar. Sabía que la sentencia habitual por evadir el reclutamiento era de tres años. Pero después de mi primer interrogatorio no se había vuelco a mencionar esa infracción y tampoco estaba entre los cargos.

Los agentes sugirieron que mi situación era difícil, y que podía llegar, incluso, a la ejecución. Me dijeron que debía «retractarme» de mi comportamiento (no sabía qué querían decir) y colaborar con el Departamento de Policía. Me negué, sonriendo, pensando que si uno no puede triunfar en una causa justa, al menos puede sufrir por ella. Un poco más tarde un vehículo especial me llevó a la infame prisión para delincuentes políticos, La Cabaña. En el coche me encontré con un viejo amigo, compañero de pasadas luchas, lo que me hizo muy feliz. Pero no hablamos mucho durante el camino.

 

***

La Seguridad del Estado no era nada nuevo para mí. Había estado allí en 1960, 62 y 63. Mis arrestos nunca habían sido justificados. La policía política en Cuba puede arrestar a cualquier persona y retenerla indefinidamente, tanto si ha cometido un delito como si no. Sé de uno que fue capturado con un arsenal de treinta ametralla doras y le pusieron en libertad unos días después; y de otros que no se habían visto en vueltos en nada y pasaron largos años en prisión o, incluso, fueron ejecutados.

Una noche en 1960, miembros de la Seguridad del Estado vinieron a mi casa. Nos visitaba una familia, amigos de mis padres. Los agentes registraron mi habitación y todos mis papeles cuidadosamente. Cuando llegué, poco después de medianoche, nos llevaron a mi padre, a su amigo y a mí a la Seguridad del Estado. Las mujeres quedaron bajo arresto domiciliario. Pasamos más de tres días en la cárcel. No nos dieron ninguna explicación de por qué nos habían arrestado, o por qué nos ponían en libertad; se esperaba que nos sintiéramos agradecidos porque nos dejaban marchar.

En 1962 intenté abandonar el país en un barco lleno de madera de construcción que salía de la Isla de los Pinos. Fuimos detenidos cerca de un lugar llamado Carapachibey y arrestados por un grupo de soldados que parecían estar bajo el mando de un oficial checo. Nos llevaron a una base militar y luego fuimos trasladados a La Habana, donde nos retuvieron treinta días y luego nos pusieron en libertad.

En 1963 quería estudiar ciertas áreas de la provincia de oriente que tiene interés arqueológico. Fui capturado por la rama G-2 de la policía política. Me llevaron a su jefatura en Santiago de Cuba, donde me encerraron en la cárcel, incomunicado durante dos semanas, y donde me interrogaron durante horas. Me preguntaron sobre sucesos de mi vida que habían tenido lugar cuando tenía catorce años. Después me trasladaron a La Habana diciendo que si no encontraban nada en mi contra, me pondrían en libertad. Lo hicieron, pero yo había «desaparecido» durante más de un mes. Nadie sabía qué me había ocurrido.

La Seguridad del Estado tenía sus propias técnicas. Sentaban a los detenidos en banquetas, en pequeñas estancias como cajas de piedra. Allí les hacían esperar indefinidamente, hasta que los llamaran. Las paredes estaban pintadas de lunares y después de mirarlas durante un rato, empezabas a ver cosas raras. A menudo los mantenían con el aire acondicionado a temperaturas extremadamente bajas, de manera que cuando la vista tenía lugar, estaban tiritando. Pero lo peor de todo era la pérdida de la noción del tiempo, y de la esperanza. Las celdas tenían luz artificial, y llamaban al detenido o le llevaban la comida a intervalos irregulares. Al poco tiempo no sabías si era de día o de noche, todavía ayer o ya mañana.

Esto desquiciaba a algunas personas. Un caso así tuvo lugar en la jefatura de la Seguridad del Estado en Santiago de Cuba en 1963. Nos habían encerrado en celdas construidas en una habitación muy larga; las paredes, que no llegaban al techo, estaban cubiertas con rejas, como una jaula. Desde mi celda podía oír la voz de un hombre. Parecía ser un campesino muy viejo procedente del interior de la sierra. Preguntó la hora al guardián. Este contestó que era la una del mediodía, aunque yo calculaba que debía ser de noche, ya muy tarde. El labriego, asombrado y con miedo de volverse loco, dijo: «¿Entonces, lo que me trajiste era la comida, y no la cena?». El guardián asintió. Más tarde pude oír al anciano murmurar en voz baja: «¿Pero por qué me tiene que pasar esto a mí?». Al amanecer me despertaron las maldiciones de los vigilantes: el pobre campesino se había suicidado.

Una vez, en un momento en que el guardián se había ido, pude hablar con otro detenido cuyo rostro nunca vi. Me dijo que llevaba allí más de ocho meses, y que nadie en el exterior tenía ni idea de dónde estaba. Lo peor era perder la esperanza. Si ibas a parar a la Seguridad del Estado, nadie sabría qué te había ocurrido, ni nadie podría hacer ningún esfuerzo en tu favor. Podías desaparecer por una semana o por años. Los detenidos estaban sujetos a varias técnicas de interrogatorio. Pasado un límite, podía bien guardar silencio acerca de absolutamente todo, con el riesgo de la esquizofrenia, bien confesar que se había comido a su madre cruda, aunque una confesión no le ayudaría en su situación.

Las palizas y torturas eran prácticas habituales, pero lo más grave era el trato «despersonalizado». Se llevaba a cabo en interrogatorios sin fin, en los que hacían al detenido las mismas preguntas (como el nombre y la dirección) cientos de veces. No permitían que el detenido durmiese hasta que empezaba a hablar y actuar como un zombi; le desorientaban al servirle el desayuno a las ocho, la comida a las ocho y media, la cena al día siguiente, etc.

Hacían todo lo posible por confundirle. Un vigilante podía preguntarle: «¿Qué te apetece comer?». El detenido dice: «Cualquier cosa». «No, no», responde el primero, «tienes que decirme lo que quieres». Finalmente el detenido contesta: «pollo». Al poco rato el vigilante vuelve con un trozo de pollo que cabría en un dedal. El detenido supone que es una broma y espera unos minutos. El vigilante vuelve. El detenido pregunta: «¿Me vas a traer la comida o no?». «Esa es tu comida», responde aquel, «justo lo que me pediste. ¿Algo más?». Si el detenido le sigue el juego, el vigilante seguirá trayendo dedales de diferentes platos hasta que el oficial al cargo se acabe aburriendo.

Hay muchas historias como esta. Por eso no es sorprendente que un detenido sin experiencia previa en la Seguridad del Estado intente suicidarse a los cuarenta y cinco días. Le hablan, pero no sabe qué o cuánto le han dicho. Pero tiene muy claro que no volverá a ser el mismo.