Capítulo XI
BONIATO, LOS ÚLTIMOS DÍAS
Aquella noche, cuando los guardianes pasaron lista, nuestra primera reacción fue: «¿Qué pasa?». Sabíamos que había algo en el aire; en el país estaba teniendo lugar un fenómeno llamado «diálogo», una especie de reunión entre las autoridades cubanas y los cubanos en el exilio. Durante años habían llamado a los exiliados «gusanos» o «traidores». Ahora, de repente, eran «la comunidad cubana en el extranjero». Habían puesto en libertad a cientos de presos y, aunque el Gobierno siempre había estado muy lejos de ser generoso con nosotros, todos supusimos que la prueba de los presos políticos acabaría pronto. Quizá nos dejaran a todos abandonar el país.
No creíamos que esta fuera, en modo alguno, una solución ideal.
Queríamos que soltaran a todos los presos, dejándolos libres para que todos los cubanos pudieran tener su lugar en el país, unidos en el ejercicio de las libertades civiles; con libertad para ir y venir a nuestro antojo; con el derecho de participar en el futuro de nuestro país. En vez de eso, parecía que iban a expulsar a los presos. Pero después de tantos años de sufrimiento, los supervivientes al menos teníamos la esperanza de vivir libres de temor y de morir en paz.
¿Pero por qué iban a trasladarnos? ¿Iban a mantener a un grupo incomunicado ames de echarlo de Cuba? Durante meses los guardianes de la prisión habían sido más tolerantes de lo habitual, pero ahora volvían las inspecciones a la antigua usanza.
Nos hicieron montar en vehículos demasiado llenos, sin ventilación, haciendo que nuestro entusiasmo fuera aún menor. Íbamos al otro extremo del país, a Boniato. Nos habían elegido para un castigo especial. Después de más de treinta y cinco horas agotadoras, llegamos a nuestro destino, sudorosos, sucios y exhaustos.
Al principio no fue demasiado malo: nos instalaron en cuarenta celdas que dejaron abiertas. Había un comedor con mesas y bancos y suficiente sitio para que nos reuniéramos. Hubiera sido maravilloso si no hubieran puesto a un grupo en celdas oscuras, faltas de aire, con barrotes; una jaula dentro de una celda, «hasta que se decidiera su alojamiento».
Cada vez que nos llevaban a una prisión nueva había problemas y esta no fue una excepción. Pasamos varios meses sin una sola visita y tuvimos que ir a la huelga de hambre para ganar unas mejoras mínimas. Estábamos a mil kilómetros de distancia de nuestras familias y la mayor parte de ellas no podían venir a vernos por las dificultades del transporte cubano y las altas tarifas. Pero Boniato también tenía una ventaja. Su construcción y organización eran más antiguas que las de las grandes prisiones de La Habana, lo que significaba que podíamos tener un contacto mucho más directo y frecuente con otros presos. Esto abarcaba a los presos en el plan de reeducación, los comunes y los locales.
Nosotros (el grupo elegido para un castigo especial) llevábamos muchos años en prisión y procedíamos de una larga tradición de lucha. Había oficiales revolucionarios, profesionales, políticos y escritores. Entre nosotros estaban algunos de los presos más jóvenes (que rondaban los treinta años y tenían quince o veinte de prisión a sus espaldas). Había un deficiente mental, un comandante del ejército, un vendedor callejero, un médico y un trovador campesino, además de gente sencilla que cumplía largas condenas por delitos menores.
Pronto hicimos amigos y pudimos comprobar cómo funcionaba una verdadera prisión cubana para presos comunes. Entre ellos había testigos de Jehovah y otros disidentes religiosos. Los trataban peor que a los delincuentes. Generalmente sabían que iban a pasar mucho tiempo en la cárcel. Sus familias estaban rotas; hombres y mujeres en sus prisiones respectivas y los niños en centros educativos especia les. Esta gente creyente estaba acostumbrada a la vida clandestina e intentaban estar preparados para enviar a sus hijos a vivir con otros familiares antes de que les cogieran.
Supimos de primera mano cómo habían torturado a algunos de ellos. Habían atado a un joven de veinte años a un poste para obligarle a saludar a la bandera. Cuando se negó le golpearon salvajemente hasta que empezó a sangrar y se desmayó. Le hicieron volver en sí, pero siguió negándose y le golpearon una y otra vez. Un anciano de setenta y cinco años fue obligado a tumbarse desnudo en el suelo de piedra, frío y húmedo. El pobre diablo sonreía pacíficamente y recitaba versículos de la Biblia. Su hijo, que estaba en huelga de hambre, sufría por los dos y acabó contrayendo tuberculosis. Uno de los jóvenes más inteligentes solía discutir conmigo sobre teología y filosofía. Le habían traído para seis meses. Pasó allí un año y fue puesto en libertad, pero le trajeron de nuevo a las dos semanas. Quizá siga allí.
Entre los presos comunes estaban algunos jóvenes oficiales del ejército que habían servido en Angola y Etiopía. Nos enteramos de que los habían encarcelado por problemas de disciplina. Se quejaban de haber ido a África para luchar contra los sudafricanos y haber acabado persiguiendo a los angoleños.
Un día Guillermo Rivas, escritor y periodista encarcelado con nosotros, encontró a un viejo amigo entre los presos comunes. Tenía cargos de «desviación ideológica». También había hombres encarcelados porque las autoridades les consideraban «peligrosos». Les habían metido en la cárcel sin que cometieran ningún delito y les habían condenado a cuatro años. No eran borrachos ni camorristas; solo habían cometido el error de trabar amistad con personas que «no simpatizaban con el régimen», encarcelados, parientes de ejecutados o exiliados.
Los presos comunes y los que estaban en el plan de reeducación solían ayudarnos por lo lejos que estábamos de nuestras familias y por el hecho de que los presos siempre necesitan apoyo mutuo. A través de ellos manteníamos contacto con el exterior. Sus familias, estudiantes jóvenes y otras personas que simpatizaban con nosotros, nos conseguían todo tipo de cosas, desde agujas e hilo a libros o, incluso, dinero. De esta forma también nos enterábamos de lo que pensaban y hacían, de cómo escribían y hacían circular la literatura clandestina y de cómo crecía el descontento.
Un día los guardianes empezaron a hostigarnos justo antes de la hora de visita y nos dimos cuenta de que había algún problema. Al día siguiente hubo una inspección muy larga que trajo más destrucción y pillaje de lo normal. Se llegaron a perder gafas y dentaduras postizas; papeles, manuscritos y libros fueron lo más vulnerable. Cuando aquello acabó provocaron otro incidente al anunciar que los barberos de los presos comunes, también reclusos, nos iban a cortar el pelo. Todo se tradujo en que aquella noche en una pelea se produjeron algunas fracturas de cabeza y nos encerraron en nuestras celdas. Decidimos rechazar la comida hasta que viniera el director o un oficial de alto rango. Al día siguiente era domingo, por lo que no quedaban oficiales en la prisión. Seguimos rechazando la comida. Al tercer ·día vinieron diciendo que llevábamos setenta y dos horas sin comer y, por tanto, nos consideraban en huelga de hambre. Hubo otra inspección y nos trasladaron a diferentes celdas, privados de todos nuestros objetos personales.
No tuvimos otra elección que aceptar el desafío. Acordamos que los ancianos y los enfermos no participaran y luego respondimos:
«Sí, estamos en huelga de hambre» y presentamos una lista de reclamaciones que se limitaba a devolvernos nuestras condiciones primitivas.
La huelga duró treinta y dos días. Éramos mucho más viejos que en 1968 y estábamos muy lejos de ser modelos de resistencia física. Algunos se deshidrataban y vomitaban horriblemente. Notábamos que algunos oficia les parecían querer que muriésemos, mientras otros querían resolver el problema. Finalmente, cuando nos prometieron de palabra que iban a mejorar nuestras condiciones, decidimos terminar con la huelga.
Cuando el oficial que solía pasar lista abrió las celdas vio espectros que vagaban por allí, sucios, con barba de muchos días, que olían a carne muerta. Gritó: «Esto es peor que un campo nazi».
Las autoridades rompieron la mayor parte de sus promesas con el pretexto de que no estábamos bien y primero nos teníamos que recuperar. Sin embargo, permitieron que algunos de nosotros recibiéramos visitas y, durante varios días, tuvimos las celdas abiertas. Pero unas pocas semanas después vinieron al amanecer y nos hicieron pasar una inspección mucho peor que las anteriores. Nuestro representante increpó al oficial: «¡Si nos diste tu palabra de honor!». El oficial respondió: «Lo mismo que te la di te la puedo quitar».
Ahora vivíamos tres en cada celda herméticamente cerrada, con una puerta blindada que solo se abría para dejar entrar los cuencos de la ración diaria. Daban el agua durante cinco minutos al día y tenía que servirnos para beber, lavar y bañarnos. En las frecuentes inspecciones nos confiscaban libros, fotos, cartas e, incluso, los objetos más absurdos, como la cuerda en la que tendíamos la ropa. Una vez nos quitaron las cucharas haciéndonos comer con los dedos. Días después nos trajeron otras, tan bastas que nos cortaban la boca. Durante dos meses nos estuvieron dando pescado cocido en cuatro de cada cinco comidas. Se rompía en trozos muy menudos, tan llenos de espinas que difícilmente se podían comer. Les pedimos que hirvieran el pescado, o lo asaran o que lo hicieran de cualquier forma pero que lo dejaran entero. Después de cuarenta días, cuando ya éramos esqueletos de ojos hundidos, lo cambiaron por macarrones.
Nunca veíamos el sol y nuestra piel tomó un color ceniciento. Como no nos dejaban pasear se nos entumecían y atrofiaban las piernas. Algunos presos continuaron en huelga cuando todos los demás la habíamos abandonado. Durante un tiempo les estuvieron dando suero o té; luego les confinaron en calabozos de castigo. Durante cinco meses les mantuvieron vivos con las dosis de suero (glucosa o sal) mínimas necesarias para seguir biológicamente vivo, pero siempre al borde del colapso.
Un día, después de tantos años, volvieron a intentar que nos pusiéramos el uniforme azul de los presos comunes. Una vez más nos dejaron en ropa interior incomunicados. En esta época ya habían dejado de poner en libertad a los presos que terminaban sus condenas, como habían estado haciendo por una breve temporada.
A José Oscar Rodríguez le trajeron junto a su padre y hermano tras un levantamiento en la provincia de Oriente. Procedía de una gran familia de campesinos que participaron primero en la lucha contra Batista y después contra Castro. Uno de sus hermanos murió en la guerra y a otro lo ejecutaron. José Oscar había cumplido los dieciséis años en la cárcel y ya llevaba veinte entre rejas.
El día en que se suponía que le pondrían en libertad, sus ancianos padres vinieron a esperarle muy temprano. Traían un par de zapatos nuevos. Cuando José Oscar estaba sentado en la oficina con sus padres, esperando que terminaran los últimos papeleos para ponerle en libertad, el oficial al cargo entró y explicó que no le daban la libertad por varias razones e hizo salir a sus padres deprisa. El anciano levantaba los zapatos en el aire y los agitaba despidiéndose.
José Oscar fue llevado a juicio e incluso el abogado estaba indignado diciendo que debía ser puesto en libertad inmediatamente. Pero siguió allí otros dos años y unos días antes de su liberación le dieron un papel según el cual le habían condenado a otro año más. A algunos presos no les comunicaban por escrito que alargaban su condena; a otros ni siquiera verbalmente.
Por aquel tiempo se celebró en La Habana un congreso internacional de parlamentarios. Vino gente muy importante y Fidel Castro habló con gran ardor de los presos irlandeses que el gobierno británico tenía en la prisión de Maze. Casualmente, algunos de los funcionarios del Ministerio del Interior de Santiago se detuvieron para vernos y escuchar nuestras quejas. Uno de ellos preguntó: «¿Pero qué queréis?». Alguien contestó rápidamente: «¡Salir de aquí!». Atónito el funcionario repitió: «O sea, que queréis salir de aquí».
En octubre de 1983 había unos treinta presos que, pese a haber cumplido su condena, no les habían puesto en libertad. Decidieron arriesgarse a lo que fuera mediante una huelga de hambre en la que solo pedían una cosa: su libertad. En esos días nos permitían, ocasionalmente, estar en el corredor durante unas horas bien porque no hubiese agua, bien porque hubiéramos de bañarnos en depósitos colectivos o por cualquier otro problema. El grupo implicado en la huelga tuvo la oportunidad de pasar de contrabando mensajes a algunos amigos de Santiago informándoles de sus planes. El 10 de octubre, fiesta nacional, se declararon en huelga. Escribieron una carta explicando sus razones y pidiendo la atención de las autoridades, la gente y el mundo. Unas horas más tarde les confinaron en una habitación del hospital.
Mientras tanto, yo estaba en la sección llamada 4-D, en el mismo piso que los condenados a muerte. Había varios que esperaban la ejecución y muchos otros recibían castigo especial. Les atosigaban y atormentaban todo el tiempo. Los guardianes les pinchaban con lanzas afiladas, como a osos salvajes, para tenerlos controlados dentro de sus celdas. No podían recibir visitas ni hablar con amigos; mucho menos recibir a un sacerdote. Dormían en el suelo húmedo y sucio y la única forma de mirar a través de los muros de su celda era agarrarse a las ventanas como monos. Iban a la muerte acompañados por los insultos y procacidades de los guardianes. Había presos tanto políticos como comunes, hombres que esperaban la única libertad que no te pueden negar: la muerte.
Un día vimos a un grupo de músicos vestidos de civiles que metían sus instrumentos en la prisión. Quisimos aprovechar la oportunidad por lo que nos reunimos junto a la reja delantera y uno, gritando todo lo que podía, empezó a improvisar un discurso denunciando el trato que recibían nuestros compañeros que estaban en huelga de hambre. Los guardianes quisieron detenernos pero no pudieron, por lo que empujaron a los músicos a una galería y les dijeron que tocasen. Estaban asustados y no sabían qué hacer, pero, finalmente, empezaron a tocar una tonadilla bailable. En la sala había un ruido enloquecedor entre el alboroto de las voces de los guardianes, que intentaban obligarnos a entrar en nuestras celdas, nuestras voces que se negaban y, por encima de todas ellas, las tonadillas machaconas.
Al principio los oficiales de la prisión fueron al hospital a negociar con los presos que estaban en huelga, primero persuadiéndoles, luego amenazándoles. Los presos respondieron que no había una sola frase en las leyes que justificara su permanencia en prisión. Lo único que pedían era su libertad.
Tras los primeros quince días les dejaron de dar agua. Pasaron más de dos semanas sin ingerir ningún líquido. Sus entrañas ardían y sus bocas estaban destrozadas. Echados en el suelo buscaban la fría humedad de las piedras y sufrían frecuentes alucinaciones. Finalmente, vinieron unos oficiales de La Habana. Prometieron a los presos que aquellos que hubieran terminado sus condenas (y solo aquellos) iban a ser puestos en libertad y podrían abandonar el país en pocos días. Sin embargo, llevó más de seis meses la puesta en libertad de aquel grupo y solo les dejaban salir de dos en dos. Uno de los que se declaró en huelga de hambre no se vio libre hasta dos años después.
La huelga marcó el principio de una nueva era. Muchas manos habían colaborado en sacar de contrabando los mensajes de los huelguistas fuera de la prisión. La gente de Santiago los había transcrito y divulgado por toda la ciudad junto a noticias sobre los presos. Una nueva generación de cubanos se identificaba con nosotros.
Observamos que grupos de diez o doce jóvenes, entre los dieciséis y los veinticuatro años, ingresaban en la prisión de Boniato cada mes. Estaban acusados de hacer pintadas, de conspirar, de divulgar propaganda manuscrita, de sabotaje, etc. Uno de estos jóvenes era Diego Roche Periche, un joven negro de veinticuatro años, de origen campesino, nacido y criado en un entorno totalmente progubernamental. Escribió poemas y compuso canciones. Llegó a convertirse en un crítico del gobierno y fundó un grupo de jóvenes llamado PULAC (Partido Unido de Liberación Anti-Comunista). Se había visto envuelto en acciones políticas y, tal vez, en algún sabotaje. Le cogieron, le juzgó un tribunal popular, le sentenciaron a muerte, pero le hicieron sufrir durante más de un año en un calabozo de castigo antes de ejecutarle en 1983.
Jesús Cánova fue encarcelado por un delito común, sin cargos políticos. Le arrestaron ames de los catorce años y más tarde volvió a meterse en líos por lo que añadieron más años a su condena original. Cuando llegamos los presos políticos nos admiraba y trataba de ayudarnos todo lo que podía. Pasaba por nosotros mensajes de contrabando y no ocultaba la simpatía que nos profesaba. También le ejecutaron; sabíamos que le hubieran soltado si no hubiera hecho amistad con nosotros. Junto a él ejecutaron a un chico de dieciocho años que estaba loco; solo era un niño contra el que habían amañado las pruebas que le acusaban de violación sexual para, así, ocultar al verdadero culpable.
Tan pronto como se acabó la huelga nos trasladaron a Boniatico, un edificio dentro de Boniato. Durante la inspección que acompañó al traslado perdimos todo, incluso la ropa interior; ni siquiera nos dejaron elegir nuestros compañeros de celda. Todo estaba premeditadamente organizado. Boniatico obedecía a una idea de aquel funcionario que nos había visitado cuando se celebró el Congreso de parlamentarios, el que se había quedado tan pensativo cuando alguien les dijo que queríamos salir de allí.
Habían reservado para nosotros toda un ala del edificio Número 2, los dos pisos. Justo delante había un muro de nueve metros de alto y si te asomabas a las ventanas el reflejo del sol en el muro encalado te deslumbraba. Permanecíamos encerrados todo el tiempo, excepto los dos o tres minutos que nos daban para comer. Después de la última inspección solo nos permitieron conservar unos cuantos libros. Sin ver el sol, sin visitas, apenas sin correo; no nos dejaban pasear ni casi hablar, ni llevar reloj. No había otras expectativas que seguir igual.
Había inspección al menos una vez a la semana. Cada día había algo que no funcionaba: el agua, la comida, lo que fuera. A veces nuestra paciencia llegaba a su límite. Golpeábamos continuamente la cubierta de acero de la puerta para atraer la atención de alguien. Los guardianes venían con las porras y nos golpeaban, nosotros gritábamos: «¡Queremos ver a nuestras familias, a nuestras madres y a nuestros hijos! ¡Esta noche contadles a vuestros hijos lo que hacéis con nosotros! ¡Contádselo a vuestras madres, por lo menos vosotros lo podéis ver! ¡Decidles cómo vivimos! ¡Entrada pegarnos, pero recordad cómo vivimos cuando estéis en vuestras casas!».
Más de un guardián bajaba los ojos y no sabía qué hacer con la porra. Pero al día siguiente llegaban los oficiales con altavoces y se pasaban una hora gritando para destrozarnos los nervios, hasta provocarnos náuseas y dejarnos al borde del desmayo por un rato. Después nos encaramábamos a las ventanas y gritábamos: «¡Mirad, los oficiales también están con nosotros! ¡Están haciendo ruido por nosotros! ¡Respaldan nuestra protesta! ¡Queremos ver a nuestras familias!», Los oficiales, asombrados, no sabían qué hacer. Así pasaba un día y otro, de locura en locura, intentando todo tipo de tácticas.
Un día vinieron y se llevaron a Casasús. Era poeta y novelista, de treinta años; le habían arrestado cuando tenía diecinueve; un gran hombre, muy valiente. Quería luchar cuerpo a cuerpo con los oficiales. También se llevaron a mi amigo Silvino, exteniente del ejército revolucionario. Y más tarde a Fernando Villalón, de veinticuatro años. Su condena era por difundir propaganda (pintadas), pero también tuvo un incidente con un guardia, otro chico y una bicicleta. El guardia rompió la cabeza del otro chico y Fernando acabó en la cárcel. Le condenaron a un año, pero pasó allí cuatro.
Anees de que acabara el mes les volvieron a traer. Casasús había recibido grandes palizas. Le habían inyectado algo que le hizo perder el conocimiento y le despertaron para propinarle una nueva paliza. Silvino nos dijo: «Si oís que me he suicidado, no es verdad. El capitán me ha amenazado con matarme». El mayor riesgo que se corría en la Seguridad del Estado era que te encontraran muerto, como un suicidio aparente. Tanto Casasús como Silvino fueron llevados de nuevo a la Seguridad del Estado, donde pasaron los dos años siguientes. Trajeron a Fernando unos días después. Nos contó que en la Seguridad del Estado había otros presos políticos que no podían soportar el «tratamiento»; en cuarenta días dos de ellos ya habían intentado suicidarse.
A Sancos Orlando Miraba) le cogieron cuando tenía doce años junto a un puñado de críos, todos menores de diecisiete. Su delito había sido macar a una vaca. Les arrestaron como si fueran guerrilleros de verdad; mataron a tres de ellos. A Santos le condenaron a permanecer en prisión hasta que alcanzara la mayoría de edad, pero ya tenía treinta y un años. Era alto y bien parecido; le sangraban las encías debido a una infección crónica y no podía mover las piernas si pasaba muchos días sin comer. Siempre había un pretexto para mantenerle en prisión. Cuando Jesse Jackson fue a Cuba llevaron a Santos al autobús con otros presos que iban a ser puestos en libertad, pero se acercó un oficial y le hizo volver a su celda.
Pitágoras era un anciano que había sido soldado raso en los días de Batista. No tenía demasiada responsabilidad, pero tal como estaban las cosas en Oriente, si alguien le hubiera acusado de dar una bofetada 1a otro, podrían haber llegado a ejecutarle. Había estado veinticinco años en prisión. Un día lo llevaron al hospital por un dolor de garganta crónico. Era cáncer. Le trataron con aspirina. Los otros presos rogaron al director de la prisión que le dejara morir en su casa, con su hija. Poco después supimos que había muerto solo, en la cámara de confinamiento del hospital.