PRÓLOGO AUTOBIOGRÁFICO

 

Me convertí en preso político, primero bajo Batista y luego bajo Castro, porque creía en los principios de la democracia y de la dignidad del hombre. Muchos otros cubanos compartían mis ideales pero, dado el curso de la historia cubana, tuvimos pocas ocasiones de ponerlos en práctica. Cuba fue colonia española hasta 1898 y luchó en largas y sangrientas guerras para ganar su independencia. Sin embargo, la independencia no resultó ser una medida tan buena como se esperaba porque las tropas estadounidenses ocuparon Cuba hasta 1902 y de nuevo en 1909. Los cubanos pasaron varias épocas bajo dictaduras militares, primero bajo Gerardo Machado y después con Fulgencio Batista. Finalmente Batista cedió el poder, en 1944, tras unas elecciones celebradas de acuerdo con la Constitución, elaborada por una Asamblea constituyente en 1940.

Pero Batista se hizo con el poder por segunda vez el 10 de marzo de 1952 derrocando al gobierno, elegido democráticamente, de Carlos Prío Socarrás. El golpe de Batista fue respaldado por los intereses económicos y gubernamentales de Estados Unidos, que no tenía una idea demasiado clara sobre las tendencias socialdemócratas de Prío Socarrás.

Bajo Prío Socarrás, Cuba había disfrutado de una democracia constitucional que garantizaba amplias mejoras respecto a los derechos civiles. El golpe nos impidió celebrar las elecciones nacionales programadas para más adelante, ese mismo año. La interrupción de nuestro proceso democrático iba a desembocar en una crisis que tendría graves consecuencias para nuestro futuro.

Por aquel tiempo tenía diecinueve años y estudiaba Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana. Me enteré del golpe al amanecer y corrí lo más deprisa que pude hacia la Universidad; siempre que sucedía algo, los cubanos buscaban información y orientación en la Universidad.

Desde el mismo momento en que se inició, la Universidad se negó a aceptar el golpe. Estábamos preparados para luchar, con las armas si era preciso, pero la situación era demasiado confusa. Al final de la tarde convocamos una huelga general, intentando evitar que Batista consolidara su posición. Yo iba con otros estudiantes de un sitio a otro, a las tiendas, fábricas y oficinas, pidiendo que cerrasen en señal de protesta. Hacia las siete de la tarde fui arrestado por un agente de policía y conducido a una comisaría. La policía me metió a patadas en una habitación. Caí de bruces y me cosieron a golpes.

A medianoche me sacaron de la celda para llevarme al patio. Me hicieron dar vueltas alrededor del patio mientras me golpeaban. Antes de amanecer vino un guardia a la reja de mi celda.

«¿Qué crees que hacías incitando a la huelga?», me preguntó.

«Defender la Constitución y las leyes de este país», respondí.

«Idiota», dijo, «¿no te das cuenta de que el primero en escribir la Constitución y las leyes de este país fue Batista?».

Creíamos que el golpe había sido una catástrofe para la República, que no se volvería a recuperar sino a costa de un sacrificio inmenso. La Universidad de La Habana, legalmente autónoma, nunca reconoció al gobierno que se había hecho con el poder por la fuerza y, desde el principio, indujo a la gente a la resistencia. La Constitución decía que cuando los derechos básicos son violados, el pueblo tiene derecho a resistirse. Nosotros éramos el pueblo y resistíamos.

Hacia 1953 ya había sido arrestado muchas veces. Me volví a meter en problemas al aparecer en televisión denunciando al Gobierno por las matanzas cometidas en ese año tras el asalto perpetrado por Fidel Castro y un puñado de sus seguidores al Cuartel de Moncada. Tuve que marchar al exilio en Méjico donde pasé parte de 1954; volví a Cuba en el otoño del mismo año.

El 20 de mayo de 1955 se convocó una reunión en la gran escalera que hay delante de la Universidad, pero la policía bloqueó todos los caminos que llevan a este lugar. Algunos fuimos al teatro Radiocentro e interrumpimos la representación denunciando, tan alto como podíamos, los abusos que se estaban cometiendo. Un golpe en la cara cortó mi discurso en seco. Me llevaron a la comisaría y fui golpeado durante horas. Luego me enviaron a la cárcel, acusado de haber sido cogido instalando una potente bomba a más de una milla del teatro. El fiscal pedía seis meses, pero los jueces, presionados por la policía, me condenaron a un año. Entonces, los estudiantes emprendieron una campaña por toda la isla. Fueron a los jueces y les dijeron: «si le metéis en la cárcel, tendréis que sacarle». Los mismos jueces que me habían condenado me concedieron el perdón y me pusieron en libertad.

En diciembre de 1955 participé en la fundación del Directorio Revolucionario, una de las organizaciones que libraban lucha armada contra Batista. Nuestros ideales (que no he abandonado nunca) eran democráticos, cristianos y socialistas, pero no marxistas. Tuvimos una reunión en la Universidad, en la gran escalera que lleva al campus; asistieron representantes de partidos políticos, de instituciones civiles y de la prensa nacional. Declaramos que «cuando la paz no es honorable, la guerra es necesaria».

Años más tarde llegué a convencerme de que la violencia entraña, necesariamente, la tiranía; a través de la lucha armada, el revolucionario se convierte en marioneta de una serie de intereses que pueden no tener nada que ver con la revolución o, incluso, pueden conspirar contra ella. Pero en aquel momento no nos dábamos cuenta de estos peligros. Nuestro objetivo era luchar contra el «estado opresor».

Los estudiantes universitarios proclamaban que la revolución no reconoce líderes, sectas, partidos ni clases, porque es obra de todo el pueblo; y que solo a través de la participación de todo el pueblo podríamos estar seguros de que los cambios satisfarían a todos los que tenían que vivir con ellos.

Tomé parte en todo tipo de lucha, desde la agitación y propaganda al terrorismo, desde la conspiración militar a la actividad clandestina de los sindicatos. No fui a la sierra porque pensé que el poder se iba a decidir en la capital y porque no me sentía a gusto con Fidel Castro, que dirigía los movimientos guerrilleros en la sierra. Por entonces Castro era un joven abogado recientemente graduado en la Universidad de La Habana. Pero tenía la reputación de ser poco fiable y yo experimenté personalmente su práctica habitual de romper los acuerdos tomados con otros grupos revolucionarios.

Debido a mi labor en la ciudad fui encarcelado y golpeado varias veces y pasé mucho tiempo en la clandestinidad. En 1958 marché de nuevo al exilio en Méjico. Cada vez estaba más convencido de que Cuba corría el peligro de convertirse en un estado totalitario tan fanático como la Alemania de Hitler y lo denunciaba públicamente.

Se había tardado varios años en preparar la revolución cubana porque desde el principio se habían dado graves divisiones entre las fuerzas revolucionarias. Después de que Batista se hiciera con el poder en 1952, la Universidad engendró varias conspiraciones para derrocar al dictador. Las acciones más notables fueron el intento de golpe del Dr. Rafael García Bárcena, el 4 de abril de 1953 y el ataque de Castro contra el Cuartel de Moneada, el 26 de julio del mismo año. Muchos de los seguidores de Castro fueron masacrados y él junto a otros cabecillas, sufrieron prisión durante casi dos años.

Durante los años siguientes la oposición empezó a tomar cuerpo en dos tendencias. Nuestro Directorio Revolucionario sostenía que una revolución debía ser forjada por toda la sociedad, e intentaba construir un frente unido de partidos políticos, sindicatos e, incluso, grupos militares. La otra tendencia estaba encabezada por Castro, exiliado en Méjico. Sus seguidores no se preocupaban por la ideología o el análisis, sino que se dedicaban a fomentar el magnetismo personal de Castro.

Hacia 1956 el conflicto con el Gobierno de Batista se había intensificado. Se abortaron una serie de conspiraciones militares, aumentó la represión y se cerró la Universidad de La Habana. El 30 de noviembre Castro desembarcó en Cuba con un grupo de treinta seguidores y se lanzaron a una guerra de guerrillas. El país padeció huelgas, violencia y rebeliones militares durante unos pocos años, pero todo esto fracasó a la hora de hacer salir a Batista. El movimiento guerrillero de Castro ganó fuerza y, gradualmente, las otras fuerzas revolucionarias se fueron uniendo a su ofensiva. El 1 de enero de 1959 el régimen de Batista se derrumbó y Castro y su movimiento «26 de julio» se hicieron con el poder.

El 1 de enero de 1959 estaba en Méjico. No volví inmediatamente a Cuba porque no confiaba en la actitud del nuevo régimen hacia los derechos humanos elementales. Cuando llegué, el 21 de enero, no vi ninguna señal de que los derechos del individuo, los derechos que consideraba más importantes, fueran a ser respetados.

Poco después de la victoria de Castro un tribunal revolucionario procesó a un grupo de pilotos de las fuerzas aéreas de Batista, acusándoles de bombardear ciudades civiles durante la guerra. El juicio, que tuvo lugar en la provincia de Oriente, fue presidido por un capitán del ejército rebelde, Félix Pena, amigo mío. Todo el tribunal consideró a los pilotos inocentes y les absolvieron, pero Castro, ahora Jefe del Estado, anunció que habían de ser juzgados de nuevo. Se designó un tribunal distinto que les encontró culpables. El capitán Pena apareció muerto, aparentemente por suicidio, pero sus amigos nunca creímos que se hubiera matado a sí mismo.

En octubre de 1959 Huber Matos, oficial del ejército de Castro, renunció a su cargo como comandante en jefe de la provincia de Camagüey. Fue otro acontecimiento crucial, dado que Matos había sido uno de los ayudantes de campo más distinguidos del Ejército Rebelde. Adujo como razón para su dimisión las diferencias ideológicas con el nuevo Gobierno encabezado por Castro.

En 1964, un amigo mío llamado Marcos Rodríguez, que había trabajado a mi lado en actividades revolucionarias, fue procesado porque, supuestamente, había entregado algunos estudiantes universitarios a la policía de Batista, llevándolos a la muerte. Creía que era inocente y recorrí largas distancias para reunir pruebas que lo demostrasen.

Este sería el último capítulo de sus problemas; en 1960 había sido arrestado en Praga acusado de conspiración contra el gobierno checo y pasó casi cuatro años en los calabozos de la Seguridad del Estado cubano. Cuando apareció en público por estos últimos cargos era como un trozo de cuero, incapaz de mantenerse en pie por sí mismo ni de levantar la cabeza.

Su juicio fue una parodia. Quise testificar en su favor y fui al tribunal donde se desarrollaba el juicio. Aunque me permitieron entrar en la sala de testigos, nunca me llamaron a declarar. En vez de eso, me llevaron por la fuerza al apartamento de Fidel Castro, donde él mismo me interrogó. Me preguntó acerca de mis contactos con Marcos en Méjico y sobre otros miembros de nuestro círculo. No se me permitió ofrecerle ninguna otra información y me dejaron volver a casa.

Al día siguiente me llevaron al tribunal, pero el fiscal declaró que mi testimonio era inadmisible porque era cosa sabida que estaba en contra del gobierno. Declaré, pero no hubo ninguna otra comprobación de los datos que di, y fui el único testigo de la defensa. Después, el Viceprimer Ministro se ofreció para arreglarme otra entrevista con Castro. Pensé que podría ayudar y al día siguiente volví al apartamento de Castro, pero me dijeron que no estaba.

Como último recurso fui al Palacio Presidencial. Osvaldo Dorticós, que había sido nombrado Primer Ministro, me dijo: «No nos interesa la culpabilidad o inocencia de Marcos Armando Rodríguez. Nos interesan las consecuencias políticas que pueda tener este juicio».

Marcos fue fusilado el 25 de abril de 1964, el día en que cumplía veinticinco años. El 8 de mayo me arrestaron a mí en una casa en La Habana.