Capítulo IX

 

LA TRAMPA

 

Los siete años siguientes, entre 1970 y 1977, fueron los más alienantes de todos porque nos aislaron de nuestra gente. Los presos a los que se separa del resto del mundo, crean una cultura para ellos mismos, desarrollan un punto de vista propio. Cuando se nos aisló de los otros presos y, sin embargo, no nos devolvieron al mundo, fue como abandonarnos al poder del espejo: nos convertimos en nuestro propio punto de referencia sin saber si «yo soy yo o soy el otro».

Pasamos estos siete años en un lugar solitario, donde se nos aisló del resto del mundo excepto de nosotros mismos y de los guardianes. Taparon las pocas puertas y ventanas que había. Si dejaban que un preso viera a un visitante, la visita tenía lugar en solitario, con un familiar elegido, siempre el mismo, y con un guardián mirando atentamente. Si teníamos que ver al médico o al dentista nos escoltaban uno por uno; el resto, guardianes y presos, eran apartados para que nadie pudiera vernos ni hablarnos. Trasladarnos suponía una operación más complicada. Saludar a alguien con la mano, incluso a gran distancia, era todo un riesgo.

Los presos tuvieron momentos muy difíciles entre ellos debido a su propia cercanía. Si un grupo de personas que están muy unidas son obligadas a vivir en una casa herméticamente cerrada, sin ninguna intimidad ni salida al exterior, pueden ser felices durante unas pocas semanas, pero a los pocos meses los demás se convierten en un estorbo y, después, en un infierno. Es justo lo contrario que un monasterio, donde uno está porque lo ha elegido, protegido del mundo. En prisión estábamos a la fuerza y vivíamos bajo una constante amenaza.

Primero nos llevaron a la sección Sexta de El Príncipe. Este lugar, que había sido el pabellón de enfermos mentales del hospital de la prisión, se componía de dos zonas grandes, dos más pequeñas, cuatro celdas y un patio. Las celdas y las zonas pequeñas estaban cerradas; el resto era nuestro. El patio estaba separado del interior por una reja y rodeado por un muro de un grosor de unos tres metros y medio. Siempre estaba vigilado desde la torre por un centinela especial y las ventanas estaban tapadas por una fina red metálica que ni siquiera dejaba entrar o salir a un mosquito. La reja de entrada estaba cubierta por una gruesa pieza de lona. En lo alto del muro, a unos siete u ocho metros, había unos agujeros por los que se podía ver el patio central del castillo, pero solo un buen atleta podía escalar y asomarse, y eso con el riesgo de caer y romperse el cuello.

La misma noche que llegamos trajeron a Pedro Luis Boitel. Estaba tan delgado como un cadáver y muy agitado. Venía de una de sus largas huelgas de hambre y le habían confinado en una habitación del hospital durante años.

Más de un año después trajeron de Boniato a mi amigo Silvino Rodríguez. Más que un cadáver era una especie de monstruo extraño. Tenía la piel del color de un papel ceniciento debido a la falta de ciertas vitaminas, el rostro enjuto y flaco, los nervios hipersensibles. Había pasado el año anterior en Boniato, dentro de una celda asquerosa con la puerta y las ventanas cerradas por un muro de forma que no podía entrar nada de luz. Le habían golpeado sistemáticamente. Cuando finalmente sufrió un colapso por el hambre, le llevaron a un hospital y le alimentaron lo mínimo necesario para que siguiera vivo. El resultado era que tenía unos dolores espasmódicos terribles para los que le dieron un analgésico y le devolvieron a la celda.

Deshabituado a ver la luz o estar en un espacio mayor de dos por tres metros le costaba estar de pie o caminar. A pesar de su valor o, quizá, por él, se comportaba como un animal enjaulado, siempre dispuesto a saltar hacia su muerte. Nos habló de aquellos que recientemente habían muerto de hambre en Boniato; del peligro constante de que un preso muriera por un «incidente» o un «accidente».

Para los que estábamos en El Príncipe la comida no era demasiado mala y el espacio era bastante amplio, con mucho aire puro.

Pero poco a poco nos iba a suceder algo más. Nuestras visitas mensuales empezaron bien, pero cada vez que las autoridades querían atormentarnos, sucedía algo. El guardián nos vigilaba a pocos pasos, inhibiéndonos de disfrutar el poco sabor de libertad que tanto necesitábamos. A veces se acercaba y se sentaba justo delante de nosotros, como un sapo, y echaba a perder la visita porque la intimidad era imposible. Cuando uno de nosotros besaba a su esposa, el guardián interrumpía con el pretexto más estúpido. Cuando querían privarnos de una visita nos provocaban, bien durante la inspección bien durante la visita.

Durante este período hubo un notable arranque de violencia que tuvo lugar durante una inspección que parecía dirigida a confiscar objetos religiosos. Al final se empeñaron en registrarnos desnudos, sin la ropa interior. Había varios presos ancianos que llevaban años sin recibir visitas por negarse a soportar este tipo de registro. En esta ocasión, cuando se negaron, los guardianes les agarraron, les inmovilizaron con una llave de judo en el cuello y les quitaron la ropa. Uno de los presos que quiso defenderse fue terriblemente golpeado y sufrió la rotura de varias costillas.

Según los funcionarios del Ministerio del Interior, nos dejaban tener libros. Pedí permiso para recibir unos clásicos y la contestación fue: «Sí, por supuesto». Pero cuando mi esposa (ya libre) me trajo un volumen de las obras completas de Shakespeare me lo prohibieron porque «estaba en inglés, una lengua extranjera». Alguien más de mi familia me trajo otra edición con el mismo resultado. Al final, todo lo que me permitieron tener fue un volumen con tres obras de Shakespeare... en español.

Lo peor de todo es que perdí gran parte de mis libros: trabajos de filosofía, las obras de Schiller y muchos otros. Cualquier libro que me enviaban corría el riesgo de ser robado. Muchas obras en español estaban prohibidas, por ejemplo los escritos de Santa Catalina de Siena, Don Quijote, e incluso una revista publicada por el Gobierno llamada Tricontinental. Un día, con el pretexto de que teníamos demasiados libros (todos con el visto bueno de las autoridades) vinieron y nos quitaron la mayoría. Esto se convirtió en una costumbre; nos dejaban recibir libros que más tarde nos robaban.

Se burlaban de los presos de muchas otras formas. Se suponía que los que tenían enfermedades del estómago recibían una dieta especial, según la prescripción médica. Un día la comida estaba bien, al día siguiente no, al tercero ni llegaba. Todos los días repetíamos nuestras discusiones con los guardianes, sin demasiado resultado.

El más anciano entre nosotros, un hombre de unos setenta años, tenía un régimen especial debido a su edad y a varias enfermedades. Un día vinieron a decirnos que no volvería a recibir su dieta por orden del Ministerio, no del doctor. Por otro lado, yo, que aparentemente estaba bien, iba a tener un régimen especial. Por supuesto, me negué. Era su forma de atormentar al anciano.

Con el tiempo nuestra mente empezó a fallar. Intenté dedicar la mayor parte del tiempo a la meditación y la oración, pero mi capacidad de concentración se debilitaba día a día. Nunca estaba solo, pero en realidad tampoco estaba con nadie más; mi sentido de la realidad empezó a desvanecerse por no tener punto de referencia al que acudir. Rara vez se nos permitía leer un periódico, y en caso de dejarnos era el del Gobierno, Granma. Las visitas eran tan tensas que acabábamos diciendo tonterías. Repasábamos durante semanas todo el cúmulo de historias personales que teníamos en la mente.

¿Cómo podíamos conservar el sentido de la realidad si ni siquiera podíamos estar con otros presos?

Empecé a perder el control de mi memoria. Mi mente se empeñaba en volver a sucesos acaecidos muchos años antes, amistades y actividades de cuando yo tenía dieciséis años y pertenecía al Consejo Juvenil de la Orquesta Sinfónica. El recuerdo de mi amistad con dos jovencitas empezó a ser obsesivo, ¿qué les habría ocurrido? Era imposible averiguarlo, pero no podía borrarlas de mi mente.

Surgían diferentes escenas de mi vida antes de la prisión, y me preguntaba si había actuado correctamente o no, si fui sensato o no.

¿Fui cobarde? ¿Qué pensaba la gente de mí? Volvía a mi infancia; una vez me fabriqué unos juguetes y luego los destrocé. ¿Por qué hice aquello? ¿Era un síntoma temprano de locura?: Con el tormento de estos pensamientos tenía miedo de hacer o decir cualquier cosa, todo me salía mal. Insultaba a mis amigos sin razón y me castigaba a mí mismo para intentar restablecer mi autodisciplina.

Yo no era el único que estaba perdiendo el equilibrio. Recuerdo una noche en que todos estábamos acostados en la cama a punto de dormirnos. Uno de los presos se había pasado todo el día echado, con los ojos fijos en un punto, rezongando, casi inadvertido por los otros internos. Otro preso estaba preparándose para acostarse y dio una palmada al aire intentando matar un mosquito. De repente, el primer hombre agarró una botella y se la tiró al otro a la cabeza. El segundo reaccionó con cierta calma, pero enseguida nos pusimos todos en pie, enloquecidos; unos trataban de frenar la pelea y la habitación sonaba como un frontón de pelota vasca. Más tarde todo se había tranquilizado y ninguno tenía ni idea de cuál había sido la causa de la discusión.

Otro día uno descubrió que la toalla que le habían dado se deshilachaba por algún defecto de fabricación. «Debe haber sido alguien anoche», gritó enfadado. «Si le pongo las manos encima...». Luego se quedó desconcertado por haber sido él quien hiciera una acusación tan ridícula.

Por entonces trajeron a un tipo llamado Nerín. Había cumplido su condena y le habían puesto en libertad, pero le habían vuelto a arrestar sin razón unos días después. Le llevaron a la Seguridad del Estado donde pasó una semana más o menos, y luego le enviaron a El Príncipe. Los pocos días de libertad y el arresto inesperado le habían desquiciado; aceptaba su arresto como algo norma l, pero se empeñaba en recibir una explicación. Escribía cartas, enviaba mensajes y ni vivía ni dejaba vivir.

Un día vinieron unos funcionarios del Ministerio. Quiso hablar con uno de ellos, así que salieron al patio para tener mayor intimidad. Yo podía verles desde lejos, pero no podía oír lo que decían. El funcionario debía ser experto en técnicas psicológicas porque el preso parecía irse encogiendo a lo largo de la conversación. El funcionario se fue del patio triunfante y Nerín ni siquiera sabía qué le había dicho.

Pedro Luis Boitel era diferente del resto de los presos. Se mantenía a cierta distancia, más como un héroe literario que como quien se ha manchado las manos en la guerra civil. Cuando estuvo en la Isla de los Pinos decidió no trabajar, y pasó años confinado en solitario. A menudo se declaraba en huelga de hambre, reclamando algún derecho o quejándose de alguna violación. Pensaba en la guerra no como una lucha entre dos facciones, sino como su propia lucha individual contra las autoridades.

Un día Boitel empezó a discutir con un guardián delante de un familiar que le visitaba. Después ·no quiso coger la bolsa de comida que le había enviado su familia. Desde entonces estaba en huelga de hambre. No explicó sus razones a los demás; por el contrario, nos dijo que nos metiéramos en nuestros asuntos. Tuvo varias charlas con los guardianes, pero no pudieron llegar a un acuerdo. Tumbado en la cama se fue quedando en los huesos.

Al poco tiempo era un esqueleto cubierto de piel. Su cama estaba al lado de la mía y yo no podía entenderle: Sentía que debía hacer algo, pero no sabía el qué. Pensé en pedir una entrevista con el director de la prisión para rogarle que no dejase morir a Boitel, que intentase verle como un caso psicológico. Me reuní con los demás presos y decidimos llamar al director y a alguien del Ministerio y pedirles que intervinieran haciéndoles responsables del destino de Boitel. Se lo llevaron. Al día siguiente nos enteramos de que había muerto.

 

***

Una mañana temprano todas las alarmas de El Príncipe empezaron a sonar y alguien maldecía por los altavoces. Iban a matar a todos los reclusos en sus celdas. Hacía dos días que se habían escapado tres presos; habían capturado a dos y los iban a juzgar.

Los fugitivos eran muy jóvenes. En principio habían sido arrestados por intentar abandonar el país. Ahora se decía que habían herido o matado a un guardián en su intento de fuga. Fueron capturados a las pocas horas y devueltos a El Príncipe entre insultos y golpes. Una multitud depravada, los peores de ellos mujeres, les gritaban obscenidades. Parecía ser que habían traído a la madre de uno de los chicos para que asistiera el juicio de su hijo.

Había micrófonos y altavoces instalados por toda la prisión. El lugar elegido para el juicio era la antigua capilla, convertida ahora en una fábrica de muñecas. El espectáculo empezó después del mediodía. El fiscal y los jueces rivalizaban en insultar a los presos y la chusma se ponía en pie y rugía pidiendo su muerte.

El procedimiento habitual exigía que las autoridades realizaran una prueba de parafina para demostrar que había restos de pólvora en las manos de los presos, probando así su responsabilidad en la muerte o lesión del guardián, pero como los resultados de la prueba no estaban disponibles se decidió que no eran necesarios. Cuando se permitió a los defensores responder a la acusación negaron los cargos con valor pero sin esperanza. Se iba a leer la sentencia.

La multitud gritaba: «¡Paredón!, ¡paredón!». Los sacos de arena ya estaban amontonados en su sitio. Se leyó la sentencia. La chusma gritó triunfante y peleó por conseguir el mejor sitio para verlo. El pelotón de ejecución ocupó su lugar delante de los sacos de arena y trajeron a los condenados. Tuvieron que saltar una pequeña valla, y lo hicieron con rapidez y agilidad; mientras, sonreían. Oímos la orden y el chasquido de las armas. El tiro de gracia. Una de las víctimas se resistía a la muerte, retorciéndose en el suelo y el guardián le dio una patada en la cabeza. La chusma rugió y aplaudió.

Después, limpiaron el patio. Los sacos de arena permanecieron algo más; unas horas después se los llevaron. Pero el charco de sangre duró varios días.

 

***

En 1974 o 1975 (no recuerdo cuándo) nos trasladaron de nuevo a La Cabaña. Nos sacaron al atardecer, como hacían con los presos que iban a fusilar. Ya entrada la noche nos instalaron en la Galería número 23, justo debajo de la carretera. No había ventanas, solo dos agujeros en el techo, tapados con una cubierta de madera que nos impedía ver, pero que dejaban entrar los humos de la calle. Si mirábamos a lo alto, podíamos distinguir una estrecha franja de cielo. La entrada también estaba bajo el nivel del suelo, cubierta con una plancha de acero. Del techo abovedado colgaban telarañas que a veces nos daban en la cabeza.

Unas semanas después instalaron en uno de los agujeros que daban a la calle un ventilador eléctrico para que renovase el aire. Cada vez que pasaba un coche o un camión el lugar se llenaba de humo. Cuando fumigaban era imposible respirar durante horas. La única fuente de luz eran unos grandes globos que nunca se apagaban. El calor hacía que nos deshidratáramos y solo nos aliviaba bañarnos cuatro o cinco veces al día. Dos veces por semana nos sacaban a la azotea a tomar el sol. Allí, en lo alto de la colina que dominaba el puerto, contemplábamos nuestra amada ciudad.

Cuando llegamos acababan de encalar la galería. Había sido utilizada como antesala de la muerte para los condenados y todavía se veían sus huellas. En aquel agujero nos desesperábamos cada vez más. Mi amigo Silvino provocaba a los guardianes y un día acabó arrojando los platos al techo. Pasábamos horas escribiendo textos que solo servían para perderse. Nos volvimos hipersensibles y discutíamos por cualquier cosa. Yo miraba mi cuchilla de afeitar preguntándome una y otra vez si era mejor hacerlo esta noche o podría esperar a mañana.

Como en El Príncipe, trajeron a otro grupo a vivir con nosotros por unos pocos meses. Por lo visto, pensaban que nos estábamos volviendo tan locos que podría ser bueno ampliar nuestro círculo social durante algún tiempo. Si en El Príncipe no había suficiente sitio, la Galería número 23 estaba superpoblada. De cualquier modo, era mejor estar con ellos.

Pero el tormento constante no se acabó. Un día dos presos, que daba la coincidencia de que los dos se llamaban Sergio, chocaron cuando jugaban con un guiñapo de pelota en la azotea. Uno de ellos se rompió una mano y el otro las dos. El guardián anotó los dos nombres pero solo se llevó al hospital a uno. El otro insistía en que también él necesitaba atención. La respuesta era: «Sí, pero un poco más tarde». Ese día no sucedió nada, ni al siguiente, ni después.

Había algo de perversidad en una respuesta tan amable que nunca se cumplía. Este preso pasaba sus revisiones habituales, pero nunca le trataban de otros síntomas; el doctor anotó su nombre para enviarlo al hospital pero no le tocaron la mano. Cuando por fin el dolor empezó a ceder, seguía esperando. Meses después vino un ortopédico a ocuparse del caso. Dijo que, efectivamente, había habido una fractura. Ya se había soldado y su mano torcida no tenía remedio. Ahora se necesitaba una operación quirúrgica más delicada, pero no se podía llevar a cabo de momento. Se limitó a sonreírle. La sonrisa significaba: tenemos un resentimiento especial contra ti y no vamos a curarte. Arriésgate a protestar si quieres, pero te puede ocurrir algo peor.

Huber Matos sufrió una experiencia parecida. Tras la pelea de El Príncipe se quejaba de fuertes dolores en las costillas, que podían deberse a una fractura, y también tenía en el brazo y en los hombros unos dolores que le impedían el movimiento. Continuó así durante un año. Finalmente trajeron un especialista y le examinaron por rayos-X. El diagnóstico fue que un músculo se había separado y no se le podía hacer volver a su sitio. Se había atrofiado y solo se recuperaría parcialmente el movimiento adaptando otros músculos a su función.

A otro preso, llamado Eloy Gutiérrez Menoyo, le llevaron al hospital para examinar su ojo ciego, a una habitación de alta seguridad. Le dieron por error una dosis de atropina provocándole un trastorno óptico que le duró varias horas.

La alienación era constante, pero no solo para los presos. Ya he explicado que pasamos años vigilados por oficiales elegidos expresamente. Sabían nuestra dirección y quiénes eran nuestros parientes. Como todos aquellos que se relacionaban con nosotros, estaban entrenados para odiarnos acusándonos de ser cualquier cosa, desde agentes de la CIA a los carniceros responsables de la masacre de los indios.

El oficial en jefe era joven y, en cierto modo, ingenuo; obedecía ciegamente a sus superiores. Entre otras, tenía la misión de escoltarnos ante el doctor. Tenía que explicar a sus superiores cualquier alteración en su comportamiento respecto a nosotros, desde abrir una puerta para aceptar la cerilla que le ofrecía un preso. También nosotros sabíamos algo sobre él; sabíamos que había vuelto de la guerra de Angola con problemas psíquicos y había pasado algún tiempo en un hospital psiquiátrico.

Pujals era un preso alto y notable, de alrededor de los cincuenta años, con un aguante estoico y una voz firme. Su habla y sus gestos eran perfectamente educados, aunque también fuertes y directos, y mostraba verdadero dominio de sí mismo al tratar con las autoridades. Esto era más que suficiente para granjearse el odio de los guardianes ignorantes.

Un día el oficial escoltó a Pujals para ver al médico. Se quedó sentado en la puerta mientras asistían al preso y, de repente, empezó a mascullar como si estuviera muy enfadado: «...porque tipos como tú son los responsables...». Cegado por la furia se levantó y empuñó su arma: «...y por eso tengo que matarte...».

El doctor se dio cuenta de lo que ocurría y empujó a Pujals para que se quitara de en medio. Luego detuvo al oficial antes de que pudiera disparar. Había sufrido un ataque de locura temporal. Poco después, todavía no totalmente restablecido, acompañó a Pujals de nuevo a la galería.

Este fue el período de las «conspiraciones en prisión». Desde que llegamos a El Príncipe se habían llevado a la Seguridad del Estado a un grupo de presos, entre los que estaban Eloy Gutiérrez Menoyo y Huber Matos, acusa dos de conspiración. Docenas de presos de otras penitenciarias fueron llevados con ellos. Las autoridades nunca explicaron sus acusaciones ni podían demostrar nada, pero era una excusa útil para alargar las condenas de los que estaban a punto de acabar las primeras.

Uno de estos presos era Silvino Rodríguez. Su condena original de doce años acababa en 1976. Fue el único juzgado por una conspiración cuyo cabecilla se suponía que era Huber Matos, pero a Matos ni siquiera le llegaron a nombrar. De acuerdo con la Seguridad del Estado no tenía «responsabilidad punible», mientras a Rodríguez, acusado de estar subordinado a él, le condenaron a otros nueve años más.

Alrededor del otoño de 1976 más de uno se dio cuenta de que su salud iba empeorando. Era como si nuestros cuerpos se negaran a realizar sus funciones naturales y se prepararan para declararse en huelga. Un preso tenía horribles dolores en el abdomen y una diarrea interminable; otro tenía enfermedades de la piel. Más de uno tenía violentas alteraciones de la tensión arterial, y a uno le dio una hipoglucemia.

César era el que presentaba los síntomas más extraños. Se le hincharon las encías y se le pusieron muy blancas, y le salieron extrañas manchas en la piel. El dentista le dio una receta pero acabó confesando que no sabía qué tenía. El médico le dio unos ungüentos para que se los extendiera por la piel, pero no le sirvieron de nada. Pedimos a los médicos de la prisión que le enviaran al hospital para hacerle un examen más profundo. Estuvieron de acuerdo, pero por aquellos días se iba a celebrar el Congreso del partido y no cumplieron su promesa (siempre que pasaba algo importante en el país encerraban a los presos y no les dejaban salir de sus celdas). Entonces, la diarrea llevó a César al borde de la deshidratación. Nada podía detener los síntomas ni aliviarle. Finalmente, cuando el Congreso acabó, vinieron por él.

Por un lado nos consoló pensar que por fin iban a curarle, pero por otro nos preocupaba su deterioro repentino. Era el más joven de nosotros y generalmente gozaba de buena salud. Unos días más tarde Silvino empezó a tener las mismas llagas en las encías, aunque más leves. Estábamos alarmados. Pedí que me concedieran una entrevista con un oficial para exponerle mi temor de que fuera una epidemia. Me escucharon sin hacer un solo comentario.

Las semanas pasaban y no sabíamos nada de César. Por fin, un día que me encontraba solo en la galería (los demás habían salido a tomar un poco el sol) vino el director y me dijo que César tenía leucemia. Me preguntó si sabía de alguien de su familia con quien pudiera hablar, además de sus padres que eran muy ancianos. Cuando les dije a los otros lo que ocurría se entristecieron mucho. «Es mentira, estaba bien hace poco. Están intentando matarle», gritó un preso. Todavía hay gente que duda que César muriera de muerte natural. Yo no puedo afirmarlo ni negarlo.