Capítulo X

 

POSIBILIDADES

 

Cuando dejamos la Galería número 23 ya no me importaba si nos llevaban al paredón o no. Muchas veces habíamos pensado que era un destino inevitable y yo soñaba con él como la única forma de salir de nuestra miseria.

Nos llevaron con otros a La Cabaña. Osvaldo Figueroa no había visto a su hermano desde hacía años, aunque habían estado viviendo a pocos metros uno del otro, separados solo por una pared. No sabíamos qué vida habían llevado, ni ellos cómo había sido la nuestra. Nos sentíamos terriblemente extraños, encontrándonos unos a otros muy viejos.

Íbamos a inaugurar el «Combinado del Este», una prisión al este de La Habana. Los oficiales la alababan como si fuera un nuevo hotel de lujo. Todo iba a estar tan limpio e iba a ser tan moderno...

El Combinado era un grupo de cuatro edificios de varias plantas con salas que iban desde celdas para dos hombres hasta galerías que albergaban a sesenta. A doce de nosotros nos instalaron en un espacio de unos seis metros por cuatro. Entre las celdas y la salida del edificio había unas dieciséis rejas y tenías que detenerte delante de cada una y esperar a que el guardián la abriera «electrónicamente» cuando le apeteciera. Los muros tenían algunas aberturas; cuando llovía el agua entraba con las ráfagas de aire y cuando hacía frío el viento nos hacía tiritar. Los techos tenían goteras y si queríamos mirar a través de las celosías de hormigón teníamos que hacerlo con un solo ojo.

Pronto hubo escasez de agua y las brillantes duchas y grifos nuevos fueron sustituidos por latas y barreños. Las ratas jugueteaban libremente por allí. Las moscas formaban una piel negra y móvil sobre la basura depositada en el patio y había tantos mosquitos que era indispensable el mosquitero.

Un mes después de llegar se suspendió toda atención médica. Yo tenía horribles dolores de cabeza que me dejaban sentado en el suelo, castañeteándome los dientes, sin nada que me aliviara. Hasta los analgésicos eran escasos.

No era nada nuevo, porque la atención médica siempre había sido un problema. Los médicos militares afirmaban que eran revolucionarios antes que médicos. Esto significaba que utilizaban la asistencia como arma con la que regatear al tratar con los presos políticos. Te curaban o no dependiendo de lo que conviniera a los intereses del Estado. Incluso cuando lo hacían lo llevaban a cabo de una forma rutinaria, como quien realiza una tarea. El médico no examinaba sino tantos casos al mes y recetaba tantas pastillas, sin tomarse ningún interés personal por el paciente.

Por todo eso, solo confiábamos en los doctores que estaban en prisión con nosotros: eran amigos nuestros y conservaban su honor profesional. La mayor parte de las veces intentaban curarnos con las medicinas que sobraban del tratamiento de otro y nos orientaban lo mejor que podían. No tenían permitido asistir a los enfermos, recetar medicinas y ni siquiera recibir libros o publicaciones sobre sus especialidades respectivas.

Más de una vez los presos habían rechazado la asistencia médica oficial porque no querían participar en aquella farsa. Pero cuando empeoraban se veían obligados a humillarse y pedir tratamiento, lo que suponía un triunfo para las autoridades de la prisión.

Esta fue la situación de Lauro Blanco. Era un anciano, un líder sindical muy activo desde su juventud. Tras cierto incidente rechazó la atención médica durante mucho tiempo. Sus amigos estaban muy preocupa dos porque le veían apagarse poco a poco. Tenían miedo de que acabara contrayendo alguna enfermedad grave.

Un día se levantó con fiebre y la tensión arterial alta. Tuve la oportunidad de enviar un mensaje a Fibla, médico preso que vivía en otra galería (no nos dejaban tener contacto con otras galerías). Le expliqué los síntomas lo mejor que pude y contestó diciéndome lo que se debla hacer y pidiéndome que le mantuviera informado porque el caso podía agravarse.

Unas horas más tarde Blanco estaba peor. La tensión le bajó de repente. Esto era alarmante porque generalmente sufría de hipertensión y tenía una larga historia de problemas clínicos. Ahora le dolía el abdomen y la fiebre le había subido más.

Pedí al oficial al cargo que, considerando la avanzada edad de Blanco, autorizase al doctor Fibla para que viniera a verle. Como siempre, dijo: «Sí, un poco más tarde».

Pero más tarde la situación empeoró. Los mensajes iban y venían al Dr. Fibla, pero nada podía ayudar al enfermo. Nos había advertido que un ataque al corazón podía ser fatal. Insistimos al oficial y nos dio la misma respuesta. El tiempo pasaba y el anciano estaba cada vez peor. Seguía rechazando la asistencia sanitaria de la prisión y los guardianes no dejaban que le viera nuestro médico. Esa noche vino otro oficial a decirnos que deseaban ocuparse de él, si él cambiaba su actitud. El anciano había pasado setenta años arriesgando su vida una y otra vez en defensa de los trabajadores y granjeros, y a hora esperaban que agachara la cabeza y pidiera clemencia.

Nos tuvimos que tragar nuestro orgullo, convencer al anciano de que aceptara y rogara los guardianes que se lo llevaran. Uno de nosotros hubo de humillarse a sí mismo para que el viejo patriarca no tu viera que soportar la vejación. El oficial esbozó una sonrisa victoriosa. Solo entonces abrieron la reja y se llevaron a Lauro Blanco en una camilla.

Rafael del Pino era de otra clase. Había sido amigo personal de Castro unos años antes. Había recibido un tiro cuando le capturaron y desde entonces tenía muy mala salud. Orinaba a través de un catéter y debería permanecer en un hospital bajo constante vigilancia profesional. Esto le había afectado psíquicamente y a menudo hablaba vehementemente del suicidio. También otros presos pensaban en él, pero por lo menos esa idea no era constante en ellos. A pesar de su estado le enviaron a la celda de castigo, desvalido, solo con su humillación e impotencia. Allí se colgó con un par de medias. No le mataron, pero le pusieron en el disparadero para que lo hiciera él mismo.

Cuando operaron a Alberto Cruz todo el mundo sabía que la higiene del hospital distaba mucho de ser la mejor. Días más tarde contrajo septicemia y no había antibióticos disponibles. Murió en brazos de un doctor que no pudo hacer nada. Después unos oficiales fueron a explicar a su familia que todo había estado en orden y que el preso había recibido la mejor atención.

Sergio Ruiz (el mismo que se había roto una mano en la Galería número 23) sufrió una operación de escroto. Dijeron que era una intervención muy simple. Pero la herida se infectó y fue empeorando con los meses. Le llevó más de un año empezar a reponerse y eso gracias a que era un hombre muy fuerte.

Parecía ser que, incluso las operaciones más simples como hemorroides o varices, solían salir mal. Una vez, un médico, hablando sobre las condiciones del hospital con un amigo suyo que iba a sufrir una operación, le dijo: «Si puedes vivir sin ella, sería mejor no intervenirte».

 

***

Pero la experiencia más importante en el Combinado fue el descubrimiento de una nueva generación de presos. Se puede decir que la nuestra había echado los dientes en la rebelión. Cuando fuimos a prisión en 1964 había miles de jóvenes, muchos de ellos niños, que se habían visto envueltos en la violencia civil que arruinó el país: levantamientos en la sierra, actividades de las guerrillas urbanas, terrorismo, sabotaje, etc.; centenares de jóvenes que tenían catorce o dieciséis años cuando se produjo el cambio de gobierno estaban implicados psicológicamente, de un modo u otro, en las acciones contra Batista que continuaron contra Fidel Castro. El régimen siempre había explicado nuestra existencia diciendo que habíamos crecido sin una «conciencia revolucionaria», que nuestras ideas se habían formado antes de 1959 y se habían consolidado antes de que ellos tuvieran la oportunidad de convertirnos en «hombres nuevos».

Pero hacia 1977 nos dimos cuenta de que los jóvenes que habían sido educados para ser «el hombre nuevo» también aparecían en el plan de reeducación. La mayor parte de los hombres del plan tenían ahora entre veinte y veinticinco años. Aunque hubieran nacido antes de 1959 ya se habían educado en los colegios estatales en régimen de internado. Pertenecían a familias que estaban parcial o totalmente integradas en el Gobierno y habían tomado parte personalmente en las organizaciones políticas del Estado. Para ellos la época anterior a 1959 era una leyenda vaga y nosotros, que habíamos participado en los movimientos juveniles de 1959, éramos «viejos».

Cada semana traían diez o doce jóvenes nuevos. Eran muchachos de sangre caliente, rebeldes, entrenados para usar armas de fuego desde la infancia. Se lanzaban a violentas batallas sin esperanza contra los soldados, que a menudo demostraban que se tenían que reprimir al tratar con ellos. No era fácil hacerse con estos niños. Eran valientes e intentarían cualquier cosa. Era preferible manejarles con engaños.

Les habían encarcelado por distintas razones: por tomar parte en conspiraciones muy simples, por criticar sin el más mínimo cuidado al Gobierno, por complicarse en planes para escapar del país, por disentir de la línea oficial del Gobierno. Uno de ellos eran un chiquillo de unos dieciocho años, disminuido psíquico y físicamente púber (sus testículos aún no habían descendido), y estaba condenado a seguir siendo un niño hasta su muerte. Venía de un centro para deficientes mentales y nadie sabía por qué le habían enviado a prisión.

En Cuba codo lo que no está prohibido es obligatorio. La única forma de expresar la crítica es a través de la rebelión y esto se podía llevar a cabo de las formas más inesperadas. Un joven se hizo con un micrófono durante una reunión pública y pronunció un discurso. Otro había intentado hacer estrellarse a un avión con una pistola.

Había un muchacho al que consideraban prometedor hasta que abandonó la Organización Juvenil y expresó públicamente su descontento. Durante el interrogatorio le preguntaron: «Por canco, ¿has pensado en buscar asilo en una embajada extranjera?». El joven contestó: «Bueno, alguna vez lo he pensado». Así «confesó», sin siquiera haber dado el primer paso para pedir asilo.

Un chico había pronunciado una frase prohibida en su lugar de trabajo, otro era «hippie» y componía canciones. También encarcelaban a soldados jóvenes por unirse a conspiraciones. Los casos de intento de abandonar el país merecen ser escritos en una antología de historias fantásticas; incluían poetas, novelistas, pintores.

Condenaron a un colegial de quince años a prisión por tirar un huevo a un compañero de clase durante una pelea; su compañero y el profesor le acusaron de estar en contra del Gobierno. Otro estudiante fue sentenciado a cinco años por dibujar una bandera de los Estados Unidos en su cuaderno, con la frase: «¡Larga vida a Nixon!». Esta generación nueva, creada por el Estado, se rebelaba contra él. Pero no creía en nosotros, los viejos, ni tenían ningún respeto por el pasado. No lo habían vivido y estaban cansados de oír «batallitas». No creían en ideologías ni autoridades y no consideraban válida ninguna enseñanza. Lo único que respetaba era el valor.

Aunque nos llamaban «viejos» y nos acusaban de contribuir a la situación que les aplastaba, estaban ansiosos por hablar con nosotros de muchas cosas: religión, política, sexo, filosofía, arte, platillos volantes, etc. Las autoridades de la prisión querían evitar cualquier contacto1entre ellos y nosotros, pero los jóvenes eran astutos y escurridizos como los peces. Habían inventado mil trucos para eludir a los guardianes y venir con nosotros a compartir una canción nueva o a intercambiar ideas. Despreciaban etiquetas y juzgaban al hombre según su comportamiento hacia el compañero.

Por esto y porque eran demasiados para aniquilarlos, el Gobierno intentaba corromperlos. Los tenían encerrados como animales, sin nada que leer ni que hacer, solo mirarse unos a otros y pelearse. Siempre tenían disponibles píldoras para drogarse, o machetes que llegaban misteriosamente a sus manos durante las reyertas. El Gobierno infiltraba agentes para instigar a las peleas. Homosexualidad, violaciones y prostitución corrían sin freno.

Pero también nos dimos cuenta de que en la cárcel se había desarrollado un nuevo mundo en estos años, paralelo e independiente de la sociedad cubana oficial, pero más rico y humano. «La literatura de prisión» se convirtió en un género que circulaba tanto entre los presos como en el exterior. Durante años mis amigos y yo habíamos estado sacando de contrabando, fuera de la cárcel, nuestros escritos. Los copiábamos a mano en letra muy pequeña en el papel más fino que podíamos encontrar, los doblábamos, los enrollábamos y los cubríamos con nylon. Las «bolitas» pasaban de mano en mano para salir primero de la galería, después de la prisión y, finalmente, del país. Los presos escribían poesía, historias cortas y muchísimos ensayos de gran calidad; esta literatura clandestina circulaba por todo el país, escrita a mano. Las obras no se reducían a temas políticos ni a propaganda antigubernamental. Por el contrario, intentaban investigar en el alma humana combinando el misticismo religioso con la ironía y el racionalismo. Estaba estrictamente prohibida y cuando las autoridades la encontraban destruían los manuscritos y enviaban tanto a los autores como a los lectores a prisión.

Pero eso fue en 1978 y 1979 y había rumores de que se estaban produciendo cambios políticos. Oímos hablar de diálogo y de cubanos que iban y venían a visitar a parientes que vivían en el extranjero. Iban a poner en libertad a algunos presos que ya habían cumplido sus sentencias hacía más de cinco años. Empezamos a soñar.