Capítulo II

 

EN LA CABAÑA, 1964

 

Me negué a alistarme en el servicio militar porque pensaba que iban a utilizar el ejército contra la gente en vez de a su favor. Desde 1952, los cubanos vivían en un continuo estado de violencia. El ciudadano no tenía fe en ser protegido por la ley, se limitaba a sobrevivir al antojo de los poderes que hubiera. Los años 1959 a 1965 fueron los más violentos en la historia de Cuba, incluso más sangrientos que las guerras de independencia del siglo XIX, pues mucha gente que luchó contra Batista también se oponía al establecimiento de un estado totalitario.

El 1963 el Gobierno estableció el servicio militar. Muchos de nosotros sabíamos que no se creaba para defender la nación contra una invasión extranjera. Pensábamos que las nuevas fuerzas armadas iban a servir como instrumento de represión.

Aceptar el servicio militar significaba prestarnos como instrumentos para matar a nuestros hermanos. Ya había decenas de miles de presos y su número crecía rápidamente. Habían creado una clase social nueva, los miserables de la tierra, compuesta por representantes de muchos estratos diferentes de la sociedad: campesinos, trabajadores, estudiantes. Muchos de nosotros deseábamos ir a la cárcel como el único lugar en el que un hombre podía mantenerse firme en sus principios.

Yo vivía desde la Revolución con un amigo que tenía esposa y tres hijos. Decidió alistarse en el servicio militar para ganar algún tiempo, con la idea de no acudir cuando le llamasen. Yo ni siquiera me alisté. Lo único que pensaba era que no iba a tomar las armas para un gobierno totalitario. Tanto mi amigo como yo fuimos a la cárcel. Estuve en prisión veinte años; él lleva veintiuno y todavía no ha salido. Nunca pensamos que iba a durar tanto.

Me llevaron a La Cabaña, una prisión política situada en un antiguo castillo español, en el puerto de La Habana. Me metieron en un vehículo blindado (al que los prisioneros llamábamos «la puta») en el que había varias celdillas y muy poco aire.

Al principio, me instalaron en una celda estrecha y asquerosa justo al lado de la oficina de entrada. Estaba solo y parecía que no había nadie más al rededor. Ya conocía el castillo pues había ido a visitar a algunos amigos encarcelados. La vieja fortaleza estaba rodeada de mitos y leyendas. Me acordaba de una noche en 1959 cuando un amigo y yo la contemplábamos desde el otro lado de la bahía. El aire, transparente, cortaba la respiración; sin embargo, una pequeña nube, inmóvil y gris, estaba suspendida sobre sus mu rallas. Mi amigo la señaló y dijo: «Esa es la realidad invisible que hay detrás de todo esto. Todo parece claro, pero la nube gris no abandona el lugar. Ahí es donde todas las noches tienen lugar las ejecuciones». No había transcurrido un mes cuando ese mismo amigo fue fusilado en esa misma fortaleza.

No sé cuánto tiempo estuve allí. Finalmente vinieron por mí y me llevaron al almacén. Guardaron mi camisa y mis pantalones y me dieron un equipo completo de ropa hecho de paño amarillo, que ni remotamente era mi talla. Era un viejo uniforme del ejército, de hacía unos diez años a juzgar por su estilo. Los presos políticos teníamos que llevar los antiguos uniformes del ejército de Batista.

Me vestí. Estaba cansado y quería que me dejaran solo. Me llevaron a una celda por debajo del nivel del suelo. Una vez que la reja se cerró detrás de mí un preso me saludó a la oscura luz amarilla. Me condujo abajo, a otra celda donde dormían, amontonados, muchos hombres. El preso que me guiaba pidió a algunos de ellos que se acurrucaran o se movieran y me consiguió algo de sitio en el suelo donde poder echarme.

«Duerme», me dijo, «me puedes decir tu nombre mañana». Uno de los hombres al que había pedido que se moviera arrastró un trozo de cartón, no sé desde dónde. «Échate encima», dijo. «La piedra está húmeda». Me eché lo mejor que pude, encogiendo las piernas. El hombre sonrió y susurró: «¿Cómo te llamas?». Se lo dije y respondió: «Sabía que tenías que acabar aquí». Había oído hablar del juicio de Marcos y de mi participación en él.

Noté que una gota de agua fría caía en mi espalda. Durante un rato estuvimos tranquilos. Después, en el silencio lejano de la noche pudimos oír el tañido de una campana. «¿Has oído eso?», preguntó. «SÍ», murmuré. «Es la invisible campana sagrada». Recordé las viejas historias sobre la campana que repica, vaga y misteriosamente, en lugares tan remotos como una mazmorra, tan silenciosos como un pozo. Las leyendas dicen que lo oyes cuando estás destinado para una misión sagrada.

 

***

Nos despertamos al amanecer. Ahora podía ver el lugar con mejor luz. Era una gran galería rectangular con una reja; al otro lado de esta había un foso. La humedad formaba una mancha que se extendía por el techo. Los hombres dormían sobre el suelo aunque algunos tenían catres que les habían traído sus familias.

Al fondo de la habitación había unos servicios separados por tabiques. La galería estaba compuesta por tres niveles. El primero, con la reja de entrada, se abría al patio. Al único que se le permitía vivir allí era al «comandante», representante elegido por los reclusos para tratar con los oficiales. Vivíamos en el segundo nivel, comunicado por un túnel horadado en el grueso muro. La entrada que conducía al tercer nivel estaba cerrada con una gruesa puerta de acero. Detrás de ella había otros presos, todavía más aislados que nosotros. La única fuente de aire era la reja que, en la parte de atrás, daba al foso, y era un aire muy caliente.

Había unos setenta reclusos de todo tipo. Unos eran muy viejos, entre los sesenta y los setenta años; otros no parecían tener más de dieciséis. La mayoría rondaba los treinta y casi todos habían pertenecido al ejército revolucionario o habían luchado en la guerra contra Batista. Muchos acababan de llegar de la Seguridad del Estado y todavía no habían sido condenados; otros ya llevaban varios años en la cárcel y estaban allí como castigo o por cualquier otra razón igualmente absurda. Se suponía que todos estábamos allí temporalmente.

Entre los presos encontré viejos amigos míos, algunos de ellos amigos íntimos de los que no había sabido nada durante varios años. Me hablaron del final de Marcos. En la calle todavía oías el insistente rumor de que no le habían matado, que eso era una invención y que le tenían escondido en algún sitio. Ahora que sabía que había muerto, su muerte era más incomprensible que nunca. Los presos, que tienen extrañas formas de conocer la verdad, me contaron algunos detalles: su última comida había sido guayabas y queso; había sido ejecutado a las cuatro menos cuarto de la madrugada. A pesar de mi dolor por Marcos, la prisión me resultó una experiencia reconfortante. Era el único «territorio libre» en Cuba, el único lugar donde podías decir lo que quisieras sin temer el arresto. Por supuesto, podían ejecutarte, pero estábamos acostumbrados a la idea de la muerte.

Mientras hablábamos, alguien empezó a cantar una ranchera mejicana con una voz áspera pero expresiva. La letra contenía poemas metafísicos sobre la muerte, con pequeños gritos que son como los del alma herida por la maldad ajena. Varios presos la encontraron deprimente. Alguien exclamó: «¿Por qué tiene que cantar eso?». Me dio pena que se quejara y miré al cantante. Era un hombre joven, con un pelo espeso, que había sido traído hacía poco tiempo con otros dos reclusos. Era obvio que los tres habían pasado mucho tiempo en la Seguridad del Estado. Pregunté si alguien sabía por qué estaban allí. «Intentaron escapar del país», dijeron. «Mal asunto. Parece ser que hubo muertos». Pocos días después los sacaron de la celda y los fusilaron. El joven tenía motivos para cantar aquella canción.

 

***

Un grupo de reclusos se reía y me llamaron para que me uniera a ellos. Escuchaban a un chico de unos dieciocho años que parecía ser del campo, inculto, ingenuo y sonriente. Había venido del ejército revolucionario o del servicio militar y hablaba de sus proezas, riendo como un niño travieso. Recuerdo que hablaba de sus ametralladoras antiaéreas. Contaba, con todo tipo de gestos y ruidos, cómo había aprendido a disparar. Había manejado aquella arma monstruosa como si fuera un juguete diabólico. Estoy seguro de que no sabía leer ni escribir; todo su conocimiento era práctico. Contaba cómo elegía sus blancos y que, cuando disparaba, sus oídos estallaban y sangraban profusamente. Cuando le preguntaron cómo sabía cuándo tenía que disparar, él intentaba explicarlo con gestos y farfullas. Repetía constantemente la palabra «acimut», que parecía gustarle mucho, para explicar cómo se podía alcanzar el blanco.

Mirando su rostro de indio, suave, podía imaginármelo sangrando y riéndose entre las explosiones que él mismo había producido en el cielo. Me preguntaba qué tipo de crimen podía haber cometido este niño cuya edad psíquica nunca sería mayor de ocho años.

Lo único que sé es que pocos meses después, en la Isla de los Pinos, le cogieron tratando de escapar. Le fusiló un pelotón de ejecución. No me acuerdo de su nombre, pero le recordaré todos los 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes. ¿Qué otra cosa se puede llamar a un niño que es capturado, arrojado en el torbellino de la violencia de los adultos y finalmente sacrificado al ciego enfado del rey?

 

***

Era la hora del rosario de la tarde. Algunos presos lo venían rezando todos los días desde que les llevaron a la Seguridad del Estado. Nos reuníamos en un rincón al fondo de la habitación. Oímos un ruido en la entrada y el joven que iba a dirigir la oración se excitó y dijo unas breves palabras.

«Vamos a rezar», gritó, «y lo vamos a hacer aunque entren aquí a golpearnos y herirnos con las bayonetas. Tendrán que matarnos. ¡Vamos!». Empezó a recitar las oraciones en un tono de voz tan fuerte que más que plegaria parecía una orden militar: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo...» Más tarde supe que los guardianes tenían por costumbre entrar durante el rosario de vez en cuando, golpeando e hiriendo con la bayoneta a los hombres que intentaban rezar. Esta vez pudimos hacerlo sin incidentes.

Todos estábamos de pie, excepto un joven que se arrodilló justo detrás de mí. Rezaba en voz baja y fervorosa. Tendría unos dieciséis años. Era delgado, con un rostro bondadoso y grandes ojos oscuros. Sus modales y su sonrisa eran apacibles, y aunque nada en él le mostraba como enérgico o agresivo, tampoco había nada que sugiriera afeminación u homosexualidad. Tenía la expresión simplona de una estatua de iglesia, y actuaba como si no se diera cuenta de lo que le rodeaba y como si confiara plenamente en una muerte gloriosa.

«No sé qué le pasa por la mente», dijo alguien. «No hay muchos cargos contra él; intento de abandonar el país. Seis, nueve años a lo sumo».

Le volví a ver, cuando me trasladaron al Patio Número 1, y me impresionó lo delgado que estaba y cómo contrastaba su pálida piel con aquellos ojos oscuros sobre un rostro que tenía una incomprensible alegría serena. No volví a oír de él hasta unos pocos meses después, cuando me dijeron que había muerto de una enfermedad de pulmón, o algo así, en el hospital de El Príncipe.

Pocos días después de llegar, me trasladaron con otros reclusos al patio Número 1. Al ir atravesando la galería, los presos me saludaban con muestras de gran afecto. Algunos eran viejos amigos de la lucha contra Batista, a otros les había conocido en mis estancias anteriores en la Seguridad del Estado. Me acomodaron lo mejor que pudieron, incluso me ofrecieron una cama por unas horas para que pudiera descansar. Era estimulante estar de nuevo con ellos, esta vez en un lugar donde podíamos discutir y hablar de política abiertamente hasta quedarnos satisfechos.

Cuando, unos días después, me llevaron de nuevo a la Seguridad del Estado, por poco tiempo, para más interrogatorios, el oficial me preguntó cómo me iba en La Cabaña. Le respondí espontáneamente:

«Muy bien». Se quedó asombrado. Luego dijo, algo irritado, «por supuesto, estás con tu gente».

Si no recuerdo mal, había once galerías con números desde el siete hasta el diecisiete, que daban todas a un patio amurallado. Cada galería tenía un techo abovedado de la antigua construcción militar española. Una gran reja señalaba la entrada de la parte delantera, y otra más pequeña daba al foso de la parte de atrás.

Las habitaciones tenían unos veinte metros de largo por menos de ocho metros de ancho. Cerca de la entrada había dos servicios, uno de ellos con una taza. Había, además, un cubículo pequeño con una especie de ducha y un lavabo. Estaban separados por paredes muy finas y una pequeña puerta de madera o un trozo de tela de cáñamo que colgaba como una cortina. En un lado había un urinario donde podían entrar dos hombres a la vez, y un gran lavabo. Tres metros por detrás de la reja había camas de hierro, apiladas en literas de cuatro, dejando un espacio de menos de cuarenta centímetros entre litera y litera y un pasillo central de unos dos metros de ancho.

En este espacio vivían trescientas cuatro personas y tenían prohibido estar a menos de tres metros de la reja de entrada, a no ser que tuvieran un permiso especial. Cada preso tenía sus objetos personales en una bolsa que colgaba de la cama o de un clavo en la pared. Trescientos cuatro hombres no cabían juntos, por lo que unos tenían que estar de pie, mientras otros se metían en los nichos de las camas. Por la noche, los que no tenían cama se encajaban en el suelo, como las piezas de un puzle, bajo las camas y en los pasillos. No podíamos estirarnos ni encogernos mucho, y una vez que estábamos en una postura era difícil cambiarla. Si alguien tenía que pasar al fondo de la reja de entrada tenía que encontrar los diminutos espacios que había entre los cuerpos y andar de puntillas para no pisar la cara o el pecho de su vecino.

Era verano y el calor nos asfixiaba. El aire estaba enrarecido por los cuerpos sudorosos y la suciedad acumulada. Las camas estaban asquerosas y llenas de chinches, aunque descubrimos que se podía disminuir su número pasando los trozos de hierro por el fuego.

 

***

Nos despertábamos al amanecer para que pasaran lista por primera vez. Teníamos que recoger todo en unos pocos minutos para alinearnos en dos filas de unos ciento cincuenta, hasta que el oficial nos hubiese contado. Luego nos daban algo que quería ser el desayuno: pan y café, a veces solo café. Después teníamos que volver a formar en dos filas, una para el urinario y otra para el baño. Con tanta gente era una locura. Al final nos obligaron a poner junto al urinario un cubo que vertíamos en el servicio cuando estaba lleno; de esta forma, tres hombres podían orinar al mismo tiempo. En cuanto a los servicios, eran absolutamente insuficientes cuando había una de las frecuentes epidemias de diarrea, y tenían que permitirnos utilizar la ducha o cualquier otro sitio.

Teníamos que ponernos en fila otra vez para recoger el agua. Siempre era extremadamente escasa, y la administraba el jefe de la galería. Generalmente tocábamos a cuatro tazas cada uno, y esto era todo lo que teníamos para beber, bañarnos y, a veces, lavar la ropa interior. Intentábamos utilizar la menor cantidad de ropa posible, unos pantalones cortos, o cortados por nosotros mismos, pero, por supuesto, la cantidad de agua nunca era suficiente y teníamos que negociar o robarla para estirarla un poco más. Cada uno tenía una botella de plástico o, incluso, un cubo: sacrificando la bebida o el agua para la colada, acumulábamos suficiente para bañarnos de vez en cuando. Intentábamos no estar demasiado cerca unos de otros, pero era inevitable.

Cenábamos en un comedor colectivo, cada galería a un tiempo. Teníamos que llevar el uniforme completo y comer rápidamente si no queríamos dejarlo a la mitad. La comida era una especie de estofado hervido que contenía algo apenas reconocible como judías o verdura (generalmente guisantes); un plato por prisionero, nunca lleno. Era mejor no mirar tu plato porque podía venir con pequeños gusanos, gorgojos o cucarachas. Teníamos demasiada hambre para ser escrupulosos. Si alguien encontraba una cucaracha o cualquier otro objeto inusual flotando en su cena decía: «proteínas», y se lo comía o lo tiraba. Permitían a nuestros parientes traernos un plato tradicional cubano llamado gofio, una especie de harina tostada, y también leche en polvo y otros regalos que completaban nuestra dieta. Había algunos que no podían soportar las comidas de la prisión y sobrevivían lo mejor que podían a base de gofio y leche.

En un momento determinado de la tarde abrían las rejas y nos dejaban salir fuera, al patio o a las otras galerías. Había tantos presos que no podíamos caminar mucho ni sentarnos en el suelo. Aprovechábamos el tiempo charlando con otros camaradas e intentando mantener algún tipo de intercambio intelectual. Con un poco más de espacio para respirar intentábamos hablar de temas políticos, filosóficos o sociales. Los reclusos no hablan de sus casos porque nunca han concluido; siempre está el peligro de nuevas investigaciones y cargos. Pero era mu y difícil hablar de política con una información mínima sobre lo que ocurría en el país o en el resto del mundo.

A algunos presos se les hacía imposible hablar con aquellos que iban a ser fusilados. Es muy duro hablar de política o de filosofía con un hombre que va a morir. Rápidamente estrechábamos lazos con otros y rompía el corazón soportar la muerte de un hermano que acababas de descubrir.

Aprovechábamos la hora del patio para nuestras lecciones de filosofía. Durante una hora más o menos podíamos encontrar una litera vacía en alguna de las galerías y nos reuníamos siempre que teníamos una oportunidad para explicar y discutir ideas. En el grupo había un seminarista, varios estudiantes y algunos otros jóvenes. Las discusiones eran una forma de reafirmar nuestra humanidad frente a la brutalidad. Pero las sesiones eran muy irregulares. Un día podía durar dos horas, al día siguiente unos minutos, al otro día nada en absoluto. La mayor parte de las veces la sesión terminaba bruscamente, cuando los guardianes entraban golpeando e hiriendo a los participantes con sus bayonetas. Nos hacían entrar a empujones en nuestras galerías provocando una estampida.

Todos intentábamos tomar un baño a la menor oportunidad. En Cuba, especialmente en La Cabaña, era más que necesario; por un lado a causa del clima, por otro porque para los cubanos, que consideran el baño diario una cuestión de honor, estar «Sucio» es la cosa más humillante que les pueda ocurrir. Probablemente por eso nos lo hacían tan difícil. Como no había sitio, corríamos las camas para hacer un pequeño espacio donde la gente se pudiera bañar (después de estar de pie, en fila, guardando un turno muy estricto) mientras otros secaban el agua del suelo.

Todos los días intentábamos limpiar la galería lo mejor que podíamos. Más de trescientos hombres juntos producen suficiente suciedad como para enterrarlos. Nos las arreglábamos para limpiar los suelos con la poca agua que pudiéramos reservar o encontrar, mientras el resto de los presos intentaban no molestar situándose en las literas. Cuanto más tarde limpiásemos, mejor, porque así los presos que tuvieran que dormir en el suelo lo encontrarían menos asqueroso.

Cuando llovía, las galerías se convertían en un verdadero espectáculo, y durante la estación de las lluvias esto ocurría casi todos los días. Los sumideros, que siempre estaban medio obstruidos, se desbordaban y toda la galería se inundaba con agua sucia y materia fecal. Teníamos que esperar a que escampase para limpiar y volver a la normalidad.

El tiempo pasa rápidamente. Aunque teóricamente no hacíamos nada, pasábamos el día entero en un verdadero estado de agitación, intentando conseguir las mínimas condiciones necesarias para la supervivencia biológica. Al final del día estábamos exhaustos.

Alrededor de las cuatro de la tarde nos llevaban al comedor para cenar, menos y peor que la comida. Después de pasar lista por segunda vez era el momento de la oración, el rezo del rosario, charlar un poco más y preparar las camas o el suelo para dormir. Teníamos que ir al servicio a lavarnos los dientes (en rigurosa fila para cualquier cosa) y luego estar listos para acostarnos en cuanto oyéramos el toque de silencio.

Pero ese no era el final del día. Al otro lado del foso había un reflector. Sus destellos penetraban a través de la reja de la parte trasera de la galería. Un centinela, armado con un rifle, nos vigilaba.

Si alguno quería levantarse después del toque de queda de la campana, tenía que informar por medio del jefe de la galería. Si no lo hacía le dispararían desde fuera.

Incluso ir al retrete por la noche era un problema. Recuerdo a un anciano que habían traído hacía unos días al que habían asignado un lugar para dormir al fondo de la galería. Una vez, ya muy pasada la medianoche, se despertó con diarrea. Después de avisar, tenía que atravesar la galería, pisando los cuerpos de los demás presos, hasta llegar al baño que estaba cerca de la entrada. Era muy anciano y caminaba con dificultad, cayendo sobre los presos echados en su camino. Pero no podía controlar sus intestinos, y goteaba de un lado a otro de la galería. El pobre hombre se sentía morir de vergüenza y sus víctimas, no intencionadas, no podían hacer otra cosa que esperar pacientemente hasta el día siguiente.

Prepararse para pasar la noche no era fácil. Primero teníamos que extender una manta o algunos papeles sobre el suelo, porque durante la noche se quedaba muy frío, y luego deslizar nuestros cuerpos bajo las camas. Dormíamos pegados unos a otros, intentando ocupar el menor espacio posible. Si uno quería cambiar de postura, tenía que sentarse. Todas las noches merodeaban las ratas, rozándonos la cabeza. Solía sentir a una de ellas yendo y viniendo; no tengo la menor idea de adónde se dirigía, pero después de su paseo no me volvía a importunar.

Un chico joven solía dormir a poca distancia por detrás de mí. Era un labrador de unos quince años más o menos. El suelo frío era muy malo para él y se pasaba toda la noche tosiendo. Estaba muy delgado y todos le mirábamos con pesimismo.

La noche no era el momento de descanso. Por el contrario, era cuando empezaban los horrores. Alrededor de las nueve comenzaban las ejecuciones en el foso que había detrás de la galería, al otro lado de la reja. Aunque desde mi galería no podíamos ver los fusilamientos, podíamos oír los sonidos más ligeros. La tranquilidad de la noche y el eco del foso los hacían aún más audibles.

Sabíamos con exactitud cuándo se encendía la luz. Oíamos venir al pelotón, desfilando, y al coche que traía a los condenados cuando se detenía. Luego estaba el sonido de una puerta que se abría y pasos en la noche. Oíamos cuándo les ataban al poste, sus últimos gritos, la orden de fuego, la andanada y, finalmente, el ruido de los tiros desvaneciéndose; luego, la retirada del pelotón y el traslado de los cuerpos. El último ruido eran los chillidos de las aves nocturnas que venían a picotear los trozos de carne que todavía colgaban del poste y de la pared.

Después del toque de silencio estaba terminantemente prohibido hablar, pero los presos gruñían, jadeaban, mascullaban maldiciones, etc. Alguno rezaba durante todo el tiempo que duraba la ejecución. Esto se repetía casi todas las noches, y generalmente fusilaban a un grupo entero, lo que alargaba mucho la sesión. Unas veces sucedía a medianoche, otras, entre las tres y las cuatro de la madrugada.

Al amanecer los presos bramaban de desprecio e impotencia. Alguno maldecía incluso contra el aire y nos liábamos en peleas unos contra otros a la menor provocación. Teníamos que mordernos los labios con fuerza una y otra vez, y que rezar pidiendo ayuda para continuar en este pozo de miseria sin que nuestro cerebro estallara y sin odiarnos a nosotros mismos.

El día nunca era tranquilo. Los vigilantes siempre tenían algún pretexto para entrar en la galería y sacarnos a empujones, a base de golpes y pinchazos de bayoneta, como una inspección o cualquier otra actividad sin sentido. Cuando estábamos mortalmente cansados, por fin caíamos dormidos, una breve tregua con la realidad, hasta que nos despertaban bruscamente para volver a sacudir nuestros huesos.

 

***

Los que más sufrían eran los ancianos. No tenían la fuerza física de los jóvenes ni la ciega esperanza en que el mundo podía cambiar de alguna forma. Había muchos ancianos en prisión; para éstos la supervivencia día a día era una lucha contra la fatiga. Uno de ellos se hartó de la crueldad. Se levantó durante la noche y se suicidó en el baño. Horas más tarde otros presos advirtieron un charco de sangre bajo la puerta. Se había cortado las arterias con una cuchilla de afeitar.

Pero la muerte no era lo que más nos aterraba, sino la amenaza de la locura. Aquella tarde era muy cálida. Estábamos amontonados en las literas y en una zona de la galería los hombres se gritaban unos a otros, discutiendo coléricamente sobre qué refresco era el más popular en La Habana. Unos defendían una marca, otros otra distinta. Había un hedor en el aire del que no podíamos escapar a menos que dejásemos de respirar; nuestro sudor ya no era líquido, sino una sustancia pegajosa que nosotros mismos encontrábamos desagradable. El sonido de trescientas cuatro voces era como un rugido profundo. Los cuerpos se retorcían inútilmente buscando una postura en la que fuera posible estirarse.

Alguien gritó histéricamente: «¡Te digo que no, idiota, que es la otra!». «¡Puedes decir lo que te dé la gana!», chilló un segundo. Sus movimientos producían un terremoto en las literas. Luego un tercero vociferó y lanzó una zapatilla a la cabeza del segundo. Durante varios minutos nos vimos envueltos en una batalla campal en la que unos presos golpeaban a los otros como bestias salvajes, hasta que finalmente les separaron. Toda la pelea giraba en torno a unas bebidas que ninguno podía tomar; ni siquiera se vendían en la ciudad desde hacía años.

Otra vez un tipo pareció volverse loco. Era grande y fuerte; jadeaba y resoplaba como un toro. Daba vueltas, dando golpes al aire a un lado y a otro y pegando a cualquiera que se le acercara. Sus ojos sanguinolentos echaban chispas y tenía las venas hinchadas. Otro preso, un hombre equilibrado, más alto que el otro, se me acercó y me dijo en voz baja: «Verás cómo se le pasa». Se dirigió hacia el hombre, mirándole directamente a los ojos, con los músculos preparados para la acción. El tipo enloquecido gritaba, dio varias vueltas, pero no le atacó. Se iba acercando cada vez más hasta detenerse delante del loco, que empezó a relajarse. El arranque de miedo e histeria había cedido al fin.

 

***

Por aquel tiempo, el Gobierno ofreció un plan de reeducación como alternativa para aquellos que no podían soportar las condiciones en que nos mantenían. Si estábamos dispuestos a afirmar públicamente que había sido un error luchar contra el Gobierno y que el Gobierno de Castro era intrínsecamente bueno, nos trasladarían a otras galerías donde tendríamos algo más de comida y menos miedo a la agresión de los vigilante. Llevaríamos un uniforme distinto, parecido al de los presos comunes, y colaboraríamos con los guardianes en el mantenimiento del orden. La colaboración iba desde ayudarles a contar a los reclusos hasta golpear a los presos políticos cuando se presentara la ocasión, tamo en el patio como durante las inspecciones. Los presos del plan también tenían que aceptar la «reeducación», para comprender la teoría, práctica y benevolencia del régimen. Esto significaba dar conferencias tanto como acudir a ellas, porque.se suponía que hablaríamos a otros reclusos en proceso de reeducación para demostrar nuestras nuevas «Convicciones».

Algunas de estas lecciones se impartían de noche, en la galería que se utilizaba como comedor, justo al lado del foso de ejecución. El «profesor» utilizaba un micrófono para que le oyeran todos los que estaban en el patio. Unas veces la lección tenía que ver con la política; otras trataba otros temas relacionados con ella.

Recuerdo una noche en la que los pobres presos tenían una conferencia sobre las culturas indígenas de Cuba. Su voz salía, estridente, por los altavoces: «los guanacahíbes (sic) vivían en la provincia que hoy se llama Pinar del Río. Pertenecían a la edad paleolítica, o la edad de la piedra no pulimentada». Su voz sonaba como un martillo neumático en el silencio forzoso de la noche. Luego oímos el ruido de los coches que traían a los condenados que iban a ser fusilados, y al pelotón que marchaba hacia el foso. El conferenciante continuaba: «los guanacahíbes vivían en cuevas y se alimentaban de la caza». Oímos la voz de mando: «¡Preparados!». «Los guanacahíbes utilizaban trozos de concha como ralladores.» «¡Fuego!» Se oyó la descarga. El pobre hombre seguía hablando de los indios. Trajeron otro condenado al paredón. Nos retorcíamos en el suelo, incapaces de hablar, llorar o salir corriendo. El altavoz continuaba: «Los guanacahíbes enterraban a sus muertos en montículos, una primera capa con los cuerpos y otra capa de conchas y piedras». Parecía que continuaría siempre. Murmurábamos una oración, sin saber si íbamos por el principio, el final o estábamos repitiendo el mismo verso. Solo Dios sabe cuántas veces lo hicimos aquella noche.

Otra descarga. No sé cuántas veces pasó. No sé cuándo acabó o cuándo me quedé dormido.

 

***

Una vez por semana, algo después de las nueve de la noche, cuando la mayor parte nos habíamos dormido, los guardianes entraban silenciosamente en el patio. Luego, de repente, abrían las puertas, entraban de golpe, saltando y gritando, golpeando a los presos con las porras y pinchándoles con las bayonetas, creando auténtica confusión. Salíamos corriendo en calzoncillos, empujándonos unos a otros hasta agruparnos. Entonces nos teníamos que quitar los calzoncillos y ponernos de cara a la pared.

Los guardianes irrumpían en la galería, dispersándose y destruyendo nuestros objetos personales, haciendo todo el ruido que podían. Siempre tenían que llevar después algún anciano a la enfermería por problemas de corazón o subida de la tensión arterial; otros se meaban de miedo. Finalmente, nos hacían correr en fila, desnudos, dando vueltas al patio. Desde lo alto de las tapias mujeres centinela nos miraban y se reían. Antes de dejarnos volver a las galerías examinaban nuestras bocas y otros orificios. En la galería todo estaba revuelto y caótico, roto y destrozado. En menos de cinco minutos teníamos que recoger, barrer lo mejor que pudiéramos y tumbarnos antes del toque de silencio.