3
Al día siguiente, como en compensación de no haberla traído a nuestra fiesta, telefoneé a Verna y la invité a almorzar. Sabía que le repugnaba verse atrapada de nuevo conmigo en su apartamento. Una extraña ética del amor dice a la mujer que, cuando se ha roto el hielo, una negativa es demasiado ofensiva para el hombre; sus sentimientos maternales y protectores comprometen ahora sus propios deseos sexuales. Sentí que Verna no quería enfrentarse con el problema de aceptarme o rechazarme, igual que yo no quería tomarme la molestia (el trabajo, como solían decir en el texto de Física del Instituto, refiriéndose a subir pesados cubos imaginarios por una rampa sin fricción) de plantearle la pregunta. Pues, si fracasaba al hacerle mi proposición, también esto resultaría doloroso. Nos habíamos convertido en obligaciones recíprocas.
La llevé al ostentoso restaurante llamado «360» porque, situado en la cima del rascacielos más alto de la ciudad, gira lenta y silenciosamente y da una vuelta completa cada hora y media, lo cual es una forma cortés de decirle a uno lo que debería tardar en comer.
Aquella mañana, leí en el periódico (la cara de Esther parecía abotagada y enojada al otro lado de la mesa de la cocina, sobre la cual había dejado Richie su pequeño «Sony» y su montón de estridentes y gastadas historietas) que se calculaba que trescientos mil niños americanos intervenían en la producción de pornografía infantil. La cifra parecía absurdamente elevada, como la estadística extrañamente similar que había leído unos días antes en el mismo periódico (una pomposa publicación liberal que trata de sazonar su soso elitismo con lágrimas de cocodrilo sobre la «decadencia» de los «barrios»): el cálculo de que más de cien hectáreas de bosque son consumidas para la producción de una sola edición dominical de un importante periódico metropolitano. ¿Pueden ser exactas tan enormes cifras, o será que un chiflado redactor jefe se ha enamorado de esos números? Desde luego, la mayoría de los números parecen más elevados de lo estrictamente necesario, incluido el setenta. Por lo que atañe a la reserva de genes, hacemos nuestras entregas ahora mucho más temprana de lo que quisiéramos.
Verna esperaba sentada bajo el sol casi veraniego en un banco de la zona infantil. Los árboles se habían cubierto súbitamente de hojas y el sector parecía más sombrío y dividido en partes, delimitada cada zona por las paredes de follaje, en pobre imitación de las bien cuidadas «estancias» de los jardines de Versalles. Esta sensación de estar a un tiempo dentro y fuera de casa debió bullir en la mente del violador de la hija de Ellicott cuando la llevó detrás de los rododendros y después la estranguló como si retorciese una servilleta sucia. Cuando Verna se levantó y caminó en dirección a mi «Audi» de color ambiguo, varios jóvenes y ociosos negros silbaron con admiración. Tacones altos, traje de lino blanco marfil. Los rebeldes cabellos sujetos hacia atrás con horquillas de concha. Unos rubios mechones, sobresaliendo de su peinado como cohetes peludos, y un exceso de brazaletes de pasta en las muñecas, eran lo único que quedaba de la rebelde vestida de harapos.
De repente, y con gran sorpresa, me di cuenta de que la amaba. Su cara grande y obstinada, su pecho opulento bajo las solapas de lino y la severa blusa beige, sus anchas caderas y la silueta que se afinaba hasta las pantorrillas y los tobillos envueltos en reluciente nylon, y los afilados tacones de dos tonos: toda una joven mujer. Mi cita del mediodía. Paula estaba en la guardería, y habíamos convenido que Esther la llevaría hoy directamente a nuestra casa, donde pasaba más tiempo cada día. Verna, con su paso vivo y su taconeo, se había despojado de los arneses de la maternidad.
—Una dama cabal —dije, al acomodarse ella sobre el asiento tapizado de terciopelo.
—Un pijo total —dijo ella a su vez.
Me sentí realmente ofendido.
—¿Por qué has dicho eso?
—Por nada, Nunc. Me pareció que rimaba. Consonancia, o aquella otra cosa.
Se quedó mirando fijamente a través del parabrisas, demorando nuestra inevitable pelea. Su nariz, tal vez lo he explicado ya, parece no formada del todo, un poco granulosa y tosca; pero de perfil es bastante recta. Una nariz recta es un don de Dios para una mujer; casi todo lo demás puede ser falsificado.
Nos dirigimos hacia el centro de la ciudad, cruzando el río por el viejo puente de piedra parda; a través de los viejos barrios de casas de ladrillos, donde el perpetuo atasco del tráfico y sus gases envuelven en una neblina los antaño graciosos inmuebles de cuatro plantas que hace tiempo fueron convertidos en apartamentos para estudiantes, y ahora están siendo implacablemente divididos en propiedad horizontal. Las ventanas superiores vertían yeso y trozos de paneles viejos, que caían, por rampas de madera, a los herrumbrosos contenedores emplazados en la calle, los cuales dificultaban aún más el tráfico. Tal vez aquella neblina brotaba también de los árboles de las aceras (sicómoros, castaños de Indias, olmos provistos de verdes cajas de transfusión en sus troncos, como pacientes de transplantes de corazón encaminándose hacia la muerte), así como de los automóviles inmovilizados. En el mes de mayo, una terrible fiebre de polinización, de candelillas filamentosas y polvillo flotante y fertilizante, ataca al mundo arbóreo. Como señaló una vez nuestro enjundioso presidente, siendo injustamente criticado por ello, la Naturaleza es su propio y peor contaminador. Los credos sustituyen a los credos; nuestros liberales ateos no permiten blasfemias contra la Naturaleza y hacen interpelaciones y derriban senadores para salvar la charca más contaminada de la cristiandad.
Saliendo de este maldito y antaño rico distrito, nos dirigimos a trompicones, a través de monóxido de carbono y de la tortura óptica del brillante sol incidiendo en metal curvo, al centro de la ciudad propiamente dicho, donde una plaga de insolentes aparcamientos en doble fila reduce las calles a callejones de un solo carril. En un intento de resolver el constante embotellamiento, la Policía ha resuelto recurrir a los caballos, grandes, incongruentes y arcaicos animales que pasan con sigilo entre los vehículos paralizados, mientras jinetes de uniforme azul, varones y hembras a menudo más negros que sus monturas y tan nerviosos como éstas, miran de arriba abajo con imperiosa ineficacia. Imponentes edificios de cristal, hectáreas de reflexión y transparencia, parecen flotar sobre tiendas que ofrecen artículos extrañamente modestos, donuts, objetos de adorno, tarjetas de felicitación, discos de fonógrafo (aquí el aparcamiento en doble fila era particularmente insolente), como si toda aquella grandeza arquitectónica y económica dependiese de nuestro deseo de comprar extravagantes y a veces un poco lascivas felicitaciones de cumpleaños.
Verna y yo bajamos en nuestro vehículo por una rampa curva (trabajo realizado a la inversa; pero las rampas, en los libros de Física nunca eran curvas) y aparcamos en el garaje subterráneo del rascacielos, donde un débil olor a humedad me recordó una granja donde había un manantial que mi padre, Veronica, Edna y yo solíamos visitar no lejos de Chagrín Falls. El granjero vendía huevos y maíz dulce, cuando era la temporada, y siempre nos invitaba (como el encargado de una bodega invita a probar un raro vino añejo a los entendidos) a beber agua de su manantial, sorbiéndola de un viejo cucharón metálico cuyo frágil aroma estaba también presente aquí, en este depósito subterráneo de automóviles, grandes conchas vacías y pintadas, abandonadas momentáneamente como engorrosos gabanes. Había muchas plantas en este garaje, numeradas y marcadas con colores diferentes, sostenidas todas ellas por columnas de hormigón en forma de conos invertidos. En un húmedo rincón, adornado con charcos de orina y latas vacías de bebidas, se abría una sencilla puerta que daba a un ascensor forrado de vinilo que nos subió suavemente y a gran velocidad. Una orquesta incorpórea tocaba en pizzicato una antigua pieza de los Beatles. El ascensor se detuvo para recoger a otros pasajeros en la planta baja (turistas que, con calzado deportivo cargados de guías y de cámaras, se dirigían a la plataforma observatorio; hombres de negocios que ya vestían trajes de verano de tonos grises o beige, en busca de un almuerzo a cargar en la nota de gastos) y ascendió después con tal rapidez que las puntas de nuestros dedos se congestionaron y las rodillas amenazaron con doblarse. Los números de las plantas se encendían y apagaban sobre nuestras cabezas en dígitos electrónicos compuestos de bombillas diminutas como bacilos alargados, cada vez más de prisa, y después de nuevo más despacio hasta que nos detuvimos. Los turistas se encaminaron hacia el Observatorio, con sus tiendas de souvenirs y la grabación constantemente repetida de la historia de la ciudad, como entonada por un maestro de ceremonias en un funeral. Nosotros fuimos en dirección opuesta, sobre la mullida alfombra azul del «Restaurante 360», con sus cordones de terciopelo, sus helechos salvajes, su tintineo de cubiertos y sus altos ventanales dominando las manzanas de casas y los parques sesenta pisos más abajo. Nuestra vieja ciudad, contemplada desde arriba, es predominantemente roja, y la vista es impresionante, como un vasto quirófano o un matadero.
Al ser conducidos a nuestra mesa por el maítre de cuadrada mandíbula inferior, caminamos sobre la alfombra como sobre una nube en deslumbrantes volúmenes de atmósfera, y tuve la impresión de que Verna y yo quedábamos expuestos tan vivamente como en una fotografía. Varios ojos nos contemplaron, y algunos de ellos demoraron sus miradas. Años atrás, habrían supuesto que éramos un padre y una hija o, como era el caso, un tío y una sobrina. Ahora, las miradas registraban una jovencita y su canoso y maduro amante, como en cierto modo, era también el caso. En contraste con la juventud fresca, brillante y como de pez, de Verna, yo debía parecer, bajo aquella cruda luz, un rudo y viejo pescador, con todas las huellas que la lujuria y el rencor habían estampado, durante medio siglo de egoísmo más o menos recordado en la fláccida y arrugada textura de mi astuto y cauteloso semblante. Sin embargo, sentía una extraña despreocupación de ser visto con Verna. A ninguno de mis conocidos de la Escuela de Teología o de sus aledaños se le habría ocurrido venir a esta trampa celestial de turistas. Modestos pero preciosos restaurantes (siete mesas y un patio fuliginoso embutidos entre una lavandería y una tienda de comestibles de régimen; un cocinero que había sido estudiante, y el menú escrito en una sencilla pizarra) estaban más de acuerdo con nuestro estilo académico. Verna se movía con naturalidad entre las mesas de los curiosos, con aire de simpática indiferencia (su joven vida, mísera en muchos aspectos, había sido rica en invitaciones a comer en público), y, dejando aparte los brazaletes de pasta y los llamativos pendientes, su atuendo no era inadecuado. Pensé, por primera vez, que no era un desdoro para su/nuestra familia, sino un miembro más de ella, con la misma redondeada, casi encorvada y paciente espalda que había tenido Edna, y Veronica antes que ella, cuando la arpía había engordado. Cada generación es como un palo metido en el agua y sólo aparentemente torcido.
Nuestra mesa estaba en la circunferencia móvil, desde la que se apreciaba toda la vista. Sentado allí, podía sentir cómo el suelo nos trasladaba lentamente de una arista de acero de las altas ventanas a la siguiente, mientras se confundían los tejados angulados y los panoramas que se alejaban, y se desplegaba nuestra ciudad hacia el brumoso e indescifrable horizonte.
Ella debió de instruir la causa de que la hubiese llevado allá arriba para hablar, pues pasó en seguida al ataque.
—¿Qué le has hecho a Dale, Nunc? —me preguntó, inclinándose sobre el plato vacío, el vaso lleno de agua, la servilleta plegada y los tenedores y cuchillos con sus diminutos y brillantes arañazos—. Está fatal.
Advertí, bajo la viva luz, que habían aparecido unas cuantas pecas en su frente y en su nariz, y recordé que a Edna también le salían pecas después de jugar al tenis, nadar y gandulear en el club, durante aquellos monótonos e inestimables veranos.
—¿Cómo es eso?
—Dice que ha perdido su fe. Un tipo al que conoció en aquella fiesta a la que no me invitaste le hizo ver lo tonto que era todo aquello. Además, creo que el asunto de su ordenador no funciona muy bien. Es como si él hubiera estado esperando un milagro que no se ha producido.
—Tú no te habrías divertido en aquella fiesta. Es algo que celebramos todos los años sólo para cumplir nuestros deberes sociales. En cuanto al asunto del ordenador, como tú le llamas, era conseguir una prueba de la existencia de Dios. Si la hubiese obtenido, el mundo habría tenido que acabarse forzosamente. El muy bastardo estaba tratando de traernos el fin del mundo. Le conviene presentar algo mejor el primero de junio, o no le renovarán la subvención.
—No creo que quiera que se la renueven. A juzgar por lo que dice, desea marcharse de aquí y volver a su tierra. Cree que hay personas que no pueden soportar el Este, y piensa que él es una de ellas. Y que yo soy otra.
En aquel momento, mirábamos hacia el Este, hacia el puerto: los detalles de los viejos muelles, los largos almacenes de granito con sus abovedados techos de pesada pizarra perfilados con destellos de un verde pálido de cobre, algunas casas de apartamentos del barrio marítimo, de esquinas redondeadas como de naipes, y a sus pies unos viejos y deteriorados edificios comerciales de ladrillos y alquitrán, y una estropeada autopista en vías de ser ensanchada. Los nuevos carriles eran un margen rebosante de hombres y de máquinas diminutos, de tierra arañada de color naranja. ¿Quién diría que una ciudad está tan poco separada de la tierra y de la roca? Más allá de los muelles había agua, a franjas azules y grises, con unos cuantos barcos de juguete y algunos islotes de aspecto lastimoso, bancos de arena que dijéranse pintados a brochazos. En uno de ellos, estaba instalado un reformatorio; y en otro, una fábrica de fertilizantes. La larga nube baja y azul de una península, más pálida cuanto más se alejaba, estaba rematada por un faro. El borde sur de nuestra vista mostraba un trozo llano de aeropuerto, con una pista escorzada y, sobre dos pilotes blancos, la torre de control, con sus verdes ventanas como pequeñas esmeraldas. Y sobre todo ello, más alto de lo que solemos verlo, el sereno horizonte que parece despedirse con un beso, liso como el oscilógrafo que revela la muerte del cerebro. Se acercó el camarero de esmoquin. Pedí un martini, y Verna, un «ruso negro».
—¿De que otra manera le afecta —preguntó— esta presunta pérdida de fe?
—No digas «presunta». Está sufriendo una verdadera depresión.
Era una exageración femenina, que no hay que confundir con infantil.
—Los hombres tratan siempre de que les compadezcan —observé.
—Dice que ahora no puede dormir, porque siempre solía rezar al acostarse y entonces le entraba el sueño. Me ha contado que se pone a trabajar en sus gráficos fantásticos y que esto le marea, porque es una estupidez. Explica —y su voz adquirió aquel tono aflautado, aquel timbre de un pequeño instrumento que se adapta mal a la palabra— que a veces, cuando trabaja delante de la pantalla, le entran náuseas y cree que va a vomitar.
—¿Y vomita?
—Bueno, eso no me lo ha dicho.
—Muy bien. Caso resuelto. Sobrevivirá. Hay varias clases de fe y, en realidad, lo que creemos que creemos es una parte ínfima de lo que creemos.
—Pareces satisfecho. ¿Qué te ha hecho Dale?
Me apresuré a responder con sinceridad:
—Me fastidió. Entró en mi despacho vociferando sobre poner a Dios entre la espada y la pared, y me hizo perder el tiempo. Cuando tengas mi edad, Verna, comprenderás que el tiempo es lo que menos puede perderse. Y no sólo me intimidó a mí, sino que pensé que trataba de intimidar a Dios. La mayoría de las «buenas» personas, según mi limitada experiencia, son unos incordios.
El martini empezaba a hacerme efecto. Todo me parecía ligeramente pulido. El suelo circular tiraba de nosotros y de nuestra mesa. Había aparecido el hoyuelo en la suave mejilla de Verna.
—Por eso debo de gustarte. Porque soy mala —observó.
—Sólo en el sentido negativo: Baad. Es decir, good —aclaré—. Me gustas en este simpático ambiente conservador —me atreví a decirle—; encajas muy bien aquí.
—Trato de hacer lo que los demás quieren que haga, Nunc —dijo—. Pero...
—Pero las chicas quieren divertirse —terminé por ella.
Un joven camarero de chaqueta blanca nos trajo el primer plato: consomé de vaca para mí y cóctel de gambas para Verna, sobre hielo picado. Las gambas estaban enganchadas sobre el borde de la copa, como criaturas vivas y sin rostro que hubiesen trepado hasta allí con la esperanza de beber en la charca de salsa rosa. Mi consomé estaba demasiado caliente todavía. Mientras mi compañera inclinaba la ancha cara sobre su comida, me volví para contemplar de nuevo el panorama. Ahora era el del sur. Un rascacielos vecino, una reja acristalada, llena, como un crucigrama, de empleados de oficina, unos de pie, otros sentados y otros inclinados, se alzaba muy cerca de nosotros. Por encima del hombro de Verna, podía verse un barrio de casas bajas de ladrillos, bellamente concebido hace muchos años, con parques ovalados y calles en media luna y una o dos iglesias de blanco campanario, que luchaba por recobrar su distinción después de un siglo en el exilio. Más allá, barrios demasiado alejados del centro de la ciudad, para ser igualmente distinguidos, se empequeñecían en tonos ahumados de rosa, gris y verde hacia una mancha blanca de depósitos de gas, allende los altos arcos herrumbrosos de un puente de ferrocarril. Los edificios de un gran complejo de viviendas se destacaban como tocones desmesurados sobre las desnudas colinas que, en los mapas, marcaban los límites de la ciudad; pero, en realidad, ésta se extendía, siguiendo la autopista y la línea costera sur, absorbiendo en su órbita pueblos y tierras labrantías, de manera que podía decirse que sólo terminaba donde empezaba el borde suburbano de la próxima ciudad costera.
—Está pasada de moda, Nunc —respondió Verna, limpiando un poco de salsa de cóctel de la comisura de sus labios, con la punta de un dedo infantil y de uña roma—. Me refiero a Cyndi Lauper.
—¿Tan pronto?
—Ahora todas las chicas se visten como Madonna. Mira —dijo extendiendo un brazo y haciendo sonar sus brazaletes—. Esto es Madonna. Y esto —añadió adelantando la cara y, llevando un dedo índice debajo del lóbulo de cada oreja para mostrarme las cruces de oro falso que pendían de ellas—. Muchas chicas están furiosas por haberse hecho afeitar los lados de la cabeza cuando Cyndi era in —me explicó—. Y de haberse puesto mechones purpúreos y todas aquellas cosas estrafalarias que son, en realidad, una automutilación. Estuve hablando de ello con mi consejera. Mira, Cyndi es un prototipo de víctima. ¿Viste, cuando no le dieron todos aquellos premios a que tenía derecho en el Grammys, cómo sonreía durante toda la sesión? En cambio, Madonna es dura. Sabe lo que quiere y va por ello.
—¿Y tú? ¿Sabes ya lo que quieres?
Era una manera de dar a la conversación el rumbo que yo quería; pero tal vez me había precipitado.
—Mi consejera dice que sólo quiero ser normal —dijo Verna—. Por eso la tenía tomada con Poopsie. Me recordaba que no lo era, con sólo mirarla. Me refiero a todas las tonterías que he hecho con los negros, probablemente sólo para fastidiar a mi padre...
—¿Qué es lo normal para ti?
Recordé algo que había dicho ella, y repetí: —¿Menear el trasero en los cócteles de Shaker Heights?
—Eso podría ser parte de ello. Pero sólo una parte. Yo quiero estructura, Nunc.
El barthiano que yo llevaba dentro protestó: ¿Qué derecho tenemos las criaturas caídas, que nos hemos entregado al caos por nuestro libre albedrío, a exigir estructura? ¿Quién es el garante de este orden puramente humano?
—Háblame de tu consejera —le pedí.
—Está muy bien. La quiero mucho.
Sentí una punzada de celos.
—¿Es joven?
—Vieja. Incluso más vieja que tú. Pero creo que no tengo que hablar demasiado de esto.
Bajó la mirada hacia la copa vacía del cóctel de gambas, hacia el hielo picado que se fundía en un cuenco de plata. Había llegado el camarero para llevarse todo aquello; pero yo tuve la impresión de que ella se habría callado de todos modos. Después, sin duda debido a una asociación de ideas, inició un nuevo tema, o un tema que parecía nuevo.
—Otra cosa que inquieta a Dale —me dijo—, ya que hablamos de menear el trasero, es que ha tenido amores con una mujer mayor que él, una casada que supongo debe ser muy ardiente.
—¿Eh? —dije, sintiendo que el suelo nos llevaba en el sentido de las agujas del reloj.
—Sí, y esto le reconcome de veras, en primer lugar porque sabe que no deberían hacerlo y sin embargo sigue haciéndolo, y en segundo lugar porque él no quiere que termine, y está terminando.
—¿Cómo sabe él que está terminando?
—Supongo que la dama le ha dado señales. Ésta es otra razón de que quiera volver a Ohio, para alejarse de ella. Una noche, él y yo nos despedimos a las seis en mi casa; ahora ya no es tan rígido como antes en lo que se refiere a la bebida, y me explicó el tipo de cosas que solían hacer. Debo decir que parece que ella no se andaba con chiquitas. Era capaz de todo. Como si quisiera volverle loco. Dale me ha dicho que vive en una casa muy grande y lujosa. Me dio la impresión de que estaba en alguna parte de tu barrio.
—Es un barrio muy extenso —le dije—. Y cuando se llega a la edad de esa dama, hay muy pocas razones para contenerse. En cambio a tu edad —le aconsejé, compitiendo con mi desconocida rival consejera—, tienes que tener mucho cuidado con lo que haces.
—¿Qué edad crees que tengo?
—¿Diecinueve?
—He de darte una noticia, Nunc. Cumplí veinte la semana pasada.
Por su tono, parecía que la noticia era una derrota para mí. Sin embargo, yo sentí como si el suelo me diese un tirón de alivio. A esta edad, ella parecía estar un poco menos a mi merced, a la merced de todos.
—Feliz cumpleaños, querida Verna.
El camarero me trajo un filete de lenguado y a ella un escalope de cordero. No pareció sorprendido cuando pedí una botella de champaña. Llevaba el pelo muy corto y bien peinado, como solía llevarlo todo el mundo cuando yo era joven; pero que ahora sirve para distinguir a los homosexuales, y a los militares (otra casta marginal, considerada con desconfianza, como posible causa de desastres).
La vista, hacia el Oeste, mostraba cómo se había desarrollado la ciudad a principios de siglo, cuando el suelo era barato. Había adquirido sus establecimientos cívicos: la biblioteca pública y el museo de Bellas Artes, ambos de estilo italiano, con patios y con rojos tejados; el irregular y profundo cuenco verde que contenía nuestro campo de béisbol de primera división, bordeado de hileras de luces como luciérnagas gigantes y flanqueado de asientos de color de cereza o de arándano; la larga y reflectante piscina, y la cúpula de mazapán de la catedral de la Ciencia Cristiana (¡Ciencia Cristiana! Como si pudiese existir una cosa semejante). Muchas de las antiguas mansiones con sus jardines y vallas de hierro habían sido derribadas no hacía mucho, levantándose en su lugar nuevas construcciones: garajes públicos, cuyos terrados mostraban alegres dibujos de flechas, y una combinación de hotel y galería comercial vertical, cuyas formas geométricas irregulares, vistas desde arriba, sugerían Lego. Las perspectivas de esta novísima estructura conducían caprichosamente a unas entradas cuyos toldos, de un azul brillante, no parecían más grandes que las pestañas de clasificación en un armario archivador. A la altura en que nos hallábamos y a través del grueso cristal, llegó hasta nosotros la única voz de la ciudad anestesiada, el hipo apremiante de una sirena de la Policía.
Llegó el champaña y, con su chispeante acidez, brindé por mi acompañante.
—¿Qué tal tu carne? —le pregunté.
—Muy buena. Ha sido una comida magnífica y cara. Nunc...
—¿Qué, Verna?
—¿Estabas tratando de decirme que te arrepentías de haberte acostado conmigo?
—De ninguna manera, mi querida niña. Me alegro mucho. Fue delicioso. Y, como tú dijiste, representó también un alivio para mí. Me ayudó a prepararme para la muerte. —Había llegado el momento, ella lo había querido—. Pero tal vez no debemos repetirlo, y hay algo que no me gusta...
—Paula.
—No, Paula no será ningún problema en cuanto le quiten la escayola y deje de rascar todos los suelos. Lo que no me gusta es toda esa actuación del Departamento de Servicios Sociales. Dada mi posición en la Escuela de Teología...
—Debes tener las manos limpias.
—Limpias en cierto modo, o mejor dicho, no sucias de una manera que pueda parecer absurda a mis colegas. Nosotros somos capaces de tolerar allí la obscenidad, lo que llamamos «naturaleza humana falible», pero tiene que tomar ciertas formas tradicionales. Lo de la lesión de Paula, etcétera, es peor que malo, es torpe.
Ella dijo bruscamente:
—Dale quiere que vuelva a Cleveland con él. Tal vez ya te lo he dicho.
—No. No creo que me lo hayas dicho. ¿Cuándo fue eso? ¿Después de una trompa de cerveza?
—Sigues teniendo una idea equivocada acerca de él y de mí. Sólo piensa que debería tratar al fin de hacer las paces con mamá. Y dice que podría obtener mi certificado, pues en Case Western dan unos cursos nocturnos magníficos.
—No vuelvas allá, Verna —le dije, contra mi propio interés—. Allí hay personas horribles.
—Mi consejera afirma que son las únicas personas por quienes me intereso de verdad.
—Bueno, supongo que se ha inspirado en Freud —suspiré en alegre rendición—. ¿Te gustaría que te comprase el billete?
—¡Oh, claro que sí! Si lo hicieses, sería estupendo.
Sus ojos, con frecuencia bastante apagados bajo los párpados un tanto oblicuos, brillaban ahora. Tal vez debido al champaña, o quizás a la luz que había allá arriba y que hacía que brillasen hasta los mínimos arañazos en la plata. Cuando sonrió, mostró unos dientes menudos y redondos como perlas.
—Iba a pedirte otro favor —dijo.
—¿Cuál, querida?
Estaba tratando de decidir por qué encontraba repulsivas las cruces que ella lucía en las orejas. ¿Era porque simbolizaban una religión cruenta de expiación por la sangre, o por algún escrúpulo supersticioso atávico al ver que las llevaba de una manera tan frívola? Sin embargo, hacía siglos que las cruces saltaban en la suave hendidura entre los senos de las mujeres. ¿Quién hizo el cuerpo de la mujer? Dios, no debemos olvidarlo.
—Me gustaría que telefoneases a mamá y averiguases lo que piensa sobre mi vuelta a casa. Yo no tengo valor para hacerlo.
—Yo tampoco.
—¿Por qué no, Nunc? Es tu hermana. Tu medio hermana. ¡Oh! Ya sé lo que es. —Aparecieron los hoyuelos en sus mejillas—. Tienes miedo de que lo perciba en tu voz.
Mi lenguado estaba ligeramente seco y se demoraba en mi boca. Lo tragué de prisa y me hizo daño en la garganta.
—Que oiga ¿qué?
—Que te acostaste conmigo —dijo claramente, después de carraspear.
En las mesas vecinas, varias caras impecables y exangües se volvieron en dirección a nosotros.
—No grites —le supliqué.
Sus ojos, ambarinos y llenos de polvo de oro bajo la viva luz, se fruncieron con la satisfacción de una percepción imaginada.
—Por eso quieres librarte de mí, viejo truhán. Soy una prueba ambulante. Podría empezar a ponerme tonta y dar al traste con todo lo que te interesa, no solamente tu empleo sino también esa mierda de mujercita tuya. Ella es la que tiene el dinero que os ha permitido comprar todas las cosas bonitas que hay en vuestra casa, ¿verdad? Tú no habrías podido hacerlo con tu sueldo de profesor. Dale me dijo que su padre es una especie de personaje.
—Esther es parte de mi vida —expliqué sincera y pausadamente—. Antaño, tuve que pasar por grandes dificultades para que formase parte de ella; y ahora soy demasiado viejo para hacer nuevos arreglos.
Para postre, Verna pidió baba au rhum con café irlandés, y yo, sintiéndome satisfecho con el champaña, sólo una espesa taza de espresso. Un montón de opúsculos sobre los herejes me esperaba en mi despacho.
Ahora la vista correspondía al Norte. Desde nuestra altura, el río parecía mucho más ancho, más grande, más primigenio, que cuando uno pasaba en coche por uno de sus puentes. La Universidad, que parecía tan grande en mi mente y en mi vida, casi se desvanecía en la vista aérea de esta parte de la metrópoli; los edificios rematados por cúpulas de la Facultad de Ciencias, el Cubo y los varios sectores dedicados a Humanidades y a residencia de los estudiantes, sobresalían menos que algunas fábricas de la orilla del río que antes me habían pasado inadvertidas, con sus hectáreas de terrados planos y sus admonitorias chimeneas. Sobre esta parte de la ciudad, flotaba como sobre una charca al amanecer, una niebla pegadiza, una neblina que me impedía localizar los edificios de piedra caliza de la Escuela de Teología. En cambio, podía reseguir con la mirada la línea recta del Sumner Boulevard, desde el río, y encontrar el verde intenso, las hayas y los robles ya con hojas de mi barrio. Pensé que incluso podía distinguir la verdeante mancha del Dorothea Ellicott Memorial Park y el tejado de mi propia casa y hasta las ventanas del tercer piso. Allí, en aquel trozo espumoso de la nebulosa charca, tenía yo mi vida; allí había luchado con éxito por esta vida. Si Verna se iba de la ciudad, yo tendría más espacio, y los hechos acaecidos en la oscuridad tendrían tiempo de borrarse por sí solos. Sin embargo, mi corazón se encogió al imaginarme a Verna dirigiéndose a aquella tierra fangosa, a aquella maraña de olores corporales y rancia piedad, de maldiciones paternas y mediocridad complaciente. Su vida, tan vivida ante mí en su momento de insolente floración, parecía yerma, tanto si la pasaba en Cleveland con Edna y Paul, que tratarían de atarla de nuevo a la podrida estaca de las viejas prohibiciones, como si se quedaba aquí con nosotros, en nuestras libertades sin Dios que habían llegado a ser, con el uso diario, extrañamente triviales. No podía evitar que mi ánimo se hundiese más y más, como si hubiese sido yo quien condenó a esta criatura a la vida.
—Hagas lo que hagas —dije, de nuevo en tono suplicante, debes conseguir tu certificado.
—Es lo que dice también ella, mi consejera. Pero, ¿por qué? ¿Para que me convierta en una boba como todos vosotros?
En la lejanía, mirando hacia el Norte, la ciudad con sus tejados en punta perfilados en cobre y asfalto, se confundía en una especie de bosque, verdes lomas salpicadas, cada vez más escasamente, de ladrillos y que, al ascender se convertían en montes azules, cerro tras cerro, pasando del verde al azul y a un gris insustancial como la niebla. Esta ciudad se extendía tan ancha y multiforme a nuestro alrededor y debajo de nosotros que era más de lo que la mente y los ojos podían abarcar. Sin embargo, ¿era esto todo? ¿Era suficiente? No parecía serlo.
Abajo, en el gran vestíbulo neo Art Deco de ónice de imitación, tratamos de calcular lo que costaría un billete de ida.
—Además —dijo taimadamente ella—, están los gastos de viaje.
—¿Por qué tengo siempre que sobornarte para que hagas lo que más te conviene?
—Porque crees que soy estupenda. ¿No te acuerdas?
Yo le había dado trescientos dólares para el aborto que seguramente costaba menos. Ella pensaba que costaba más, porque la cosa tenía más alcance, en cierto modo, y la afectaba directamente a ella y no a algo no nacido y tan pequeño como una sardina. Por suerte, mi importante Banco había instalado una caja automática en el vestíbulo del rascacielos, y la cantidad límite que se podía percibir en efectivo era de trescientos dólares. Convinimos en esta cifra. La máquina, con un zumbido y algunos chasquidos, aceptó mi tarjeta, reconoció mi palabra clave (AGNUS) y contó, con ruido sordo y rítmico, los billetes necesarios. ¿DESEA USTED MAS TRANSACCIONES? Apreté el botón de NO.
—Algún día —dije a Verna, entregándole el dinero (unos billetes tan nuevos que parecían abrasivos, como de un finísimo papel de lija)—, tendrás que apañarte sin un tío amable que te hace regalos.
Mientras tomaba ella el dinero, advertí que tenía ganas de reír, tan alegre le parecía aquello (los pulcros y frescos billetes salidos de la máquina, un maná que hasta ahora se había librado del contacto humano); pero que, después, dominaba una reacción elemental, inmadura.
—Pareces deprimido, Nunc —me pinchó—. ¿Qué te pasa? ¿No te sale todo como esperabas?
—Prométeme una cosa —farfullé, sin poder contenerme—. Que no te acostarás con Dale.
—¿Con Bozo?
Se echó a reír. Su risa rebotó en las paredes de ónice y su ancha cara tuvo destellos maliciosos entre las dos cruces.
—Eres demasiado fantasioso —me dijo—. Tú sabes la clase de tipos que me atraen. Dale no es atractivo. Ni siquiera es malo, como tú.
Como espontánea prueba de gratitud, me dio un beso en la mejilla. Lo sentí como una gota de lluvia en el desierto.