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Caminando hacia casa a la luz del crepúsculo, después de haber dejado atrás mi seminario y una conferencia con una molesta estudiante, tuve la sensación de que estaba siguiendo sus pasos. Al salir de Hooker Hall (nombre que se daba en broma a nuestro edificio principal, pues Thomas Hooker era un distinguido teólogo puritano cuyas opiniones relativamente liberales sobre la eficacia del bautismo y la preparación interior para la gracia fueron causa de que le desterrasen de Massachusetts a las tierras salvajes de Connecticut). Dale habría recorrido las mismas calles que yo, las calles de mi barrio. Yo vivo a tres sombreadas manzanas de mi lugar de trabajo, en una pequeña calle residencial, relativamente retirada y cada vez más cara, llamada Malvin Lane. Las aceras son de ladrillo y, en algunos tramos, de pizarra; las losas son alzadas a trechos, con cierta gracia, por las hinchadas raíces de unos árboles que, a esta hora del anochecer, se abren en lo alto como frondosos abanicos alternativamente convertidos en brillantes o cavernosos por los rayos de las farolas, islas de luz en un revuelto océano arbóreo. El barrio se halla compuesto de grandes casas de madera, muchas de ellas detrás de vallas de madera de dos metros y medio de altura; pero ninguna ocupando una fracción más de la superficie que, en un suburbio, habría acompañado a sus pretensiones y dimensiones, a sus buhardillas y chimeneas, a sus pórticos con columnas, a sus ventanas en arco y a sus recargados aleros. Los viejos y domesticados árboles (hayas, arces, algarrobos y robles) invaden los estrechos patios, enredando sus ramas en los cables del teléfono y en las barandas de las galerías altas. En esta época del año, finales de octubre, hojas mojadas y aplanadas cubrían la acera con una riqueza de brocado. La conferencia a que aludí al principio y a la que me había visto obligado por una insistencia inoportuna, habíala celebrado con una excepcionalmente seria y repelente candidata a profesora de Teología, que había introducido en su disertación (Elena y Mónica. Dos Mujeres de la Iglesia primitiva) una complicada y desafiadora política sexual que me fatiga discutir con tacto. Esta presunta teóloga, casi cuadrada, testaruda, con una desagradable berruga incolora al lado de una ventanilla de la nariz, y tímidas pero inflexibles palabras de protesta temblando continuamente entre sus labios también incoloros, persistía en mi mente, con insistencia fastidiosa, mientras yo arrastraba los pies bajo el oro de las hayas y la herrumbre de los robles. Advertí a mis plantas, bajo un brillante rayo de luz que atravesaba las sombras de dos árboles, una hoja rosada de arce azucarero que parecía una manita extendida para agarrar la riqueza desparramada de las hojas de las hayas, y tuve el convencimiento de que él, aquel alto y pálido intruso, había observado esta extraña hoja emblemática tres horas antes, al cruzar mi barrio en dirección al suyo, triste y lejano.

La mayor parte de estas casas están ocupadas por miembros de la Facultad, por hijas solteras de difuntos profesores clásicos y por retoños enfermizos de familias cuyas fortunas fueron acumuladas hace tanto tiempo que el dinero se ha convertido en abstracto, en una simple cuestión de números y papel. Hay cierta vaga delicadeza narcótica en estos bloques de casas que sosiegan las vidas, infundiendo la noción de que no hay un sitio mejor a donde ir, y mi joven visitante debió sentirse atraído y calmado por esta cualidad, tratando de imaginar a su paso, partiendo de la visión fugaz de libros, lámparas y chucherías, permitida por las cortinas entreabiertas de las ventanas, la forma y el sabor de nuestras vidas, envidiando nuestros bienes antes de salir del barrio. Tal vez no se dirige Dale a su casa, sino que va a visitar a mi inmoral sobrina, Verna, en esa casa parecida a una cárcel en la que vive con su hija de dieciocho meses. Rejas en las ventanas inferiores. Pintadas en la entrada y en las paredes de la escalera metálica y temblona. Verna abre la puerta y saluda a Dale sin entusiasmo. Lo conoce y sabe lo que puede y lo que no puede hacer (tal vez es marica). Pero finge que se alegra de verle. Hablan de mí y de mi reacción a su plan de demostrar la existencia de Dios por ordenador. Oigo que ella dice algo por este estilo: «El tío Roger siempre fue un incordio. Tendrías que oír lo que dice mi madre de él.» Tiene una voz chillona y afectada, una voz casi de niña. Y también la suave carne mate y casi fluida de Edna, una carne con la acre y triste facultad de cambiar la atmósfera de toda una casa. La hijita de Verna, de cutis moreno claro, se tambalea hacia delante sobre sus piernecitas nudosas y señala a Dale, repitiendo la sílaba «Da». Hace esto hasta que Verna chilla: «¡No es Da, maldita seas!» Y agachándose con eficaz brutalidad, le da una zurra a la pequeña. Dale permanece allí como atontado, observando, proyectando su fuga a otra parte de la ciudad, para volver a sus investigaciones.

Realmente, su pregonada esperanza de deducir a Dios de las estadísticas de la física nuclear y de la cosmología del Big Bang es absurda. Siempre que la Teología choca con la ciencia, sale chamuscada. La astronomía en el siglo XVI, la microbiología en el XVII, la geología y la paleontología en el XVIII, la biología de Darwin en el XIX. Todas ellas ampliaron de modo fantástico el marco del mundo e hicieron que los eclesiásticos buscasen refugio en rincones cada vez más reducidos y oscuros, pequeñas cavernas sombrías y ambiguas de la psique donde, ahora, incluso la neurología les hostiga cruelmente, expulsándoles de los múltiples pliegues del cerebro, como a carcomas de debajo de un montón de leña. Barth tenía razón: totaliter aliter. Sólo situando a Dios al otro lado de lo humanamente comprensible se puede hallar un lugar seguro para Él. El positivismo de la revelación, según lo definió Vonhoeffer. Todo lo demás es mera filosofía, según lo definió Vonhoeffer. Todo lo demás es mera filosofía, remover el vacío con la esperanza de hacer mantequilla, como dijo el joven Oliver Wendell Holmes, juez del Tribunal Supremo, que dejó todos sus bienes terrenos al Gobierno de los Estados Unidos: uno de los testamentos más tristes que hizo jamás un hombre cuerdo.

Mi vecina Mrs. Ellicott, venía en dirección a mí, tambaleándose en la penumbra, con su perrito Lhasa que tiraba de una larga correa roja. Con su pelambre rubia cayéndole sobre los ojos y en los costados, de manera que las patas quedaban cubiertas por completo, el animal parecía moverse sobre pequeñas y rápidas ruedas, mientras husmeaba afanosamente al pie de los árboles y de los postes de las vallas buscando un lugar digno de su orina.

—Buenas noches, profesor —graznó la anciana.

Había tenido, en su juventud, una facultad peculiar para inducir a sus maridos al suicidio. Al menos dos de ellos se habían quitado la vida, dejándole sus bienes inmuebles y su mobiliario, de modo que sus actuales posesiones eran como capas de roca sedimentaria condensadas por la presión de los años. Las oscilaciones de la economía en los últimos decenios podía advertirse en la composición de su cartera.

—Las perspectivas no parecen muy buenas, ¿verdad? —añadió.

Acabé deduciendo que se refería a las próximas elecciones. Yo esperaba una pregunta acerca del tiempo.

—Ha bajado la temperatura —dije, pensando todavía en ello.

Como casi todo nuestro vecindario, era una liberal militante, que luchaba para que le quitasen su dinero. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, no se lo quitaron nunca.

—¿No es terrible? —me gritó, detenida en aquel punto de la arruinada acera por la súbita decisión de su mimado perrito de obsequiar con unas gotas de oro a cierta mata de alheña, ya por completo mancillada.

Esperé que achacase mi silencio a su dureza de oído. Pero las personas de su clase están tan abroqueladas en su propia dureza que apenas sienten la de los demás.

Mi alta casa, con sus acogedoras luces, se levantó ante mí. Entré por el portillo del seto de tejos y, con un gruñido satisfecho de propietario, me detuve y recogí varios prospectos de propaganda desparramados en el paseo de ladrillos y en el porche semicircular, con cuatro columnas jónicas y una bella moldura tallada debajo de un tejado de cobre. Me gustaba esta casa, construida a principios de nuestro viejo siglo, cuando las clases trabajadoras y la ética del trabajo iban todavía del brazo y la mano de obra especializada era barata, como lo demuestra la abundancia de detalles refinados; por ejemplo, las altas y graciosas ventanas laterales de múltiples cristales, a través de los cuales, al inclinarme para buscar a su luz la puerta de la entrada entre el kilo de metal que uno debe llevar consigo en estos difíciles tiempos, percibí a mi esposa, con su fina y menuda figura y sus cabellos rojos y encrespados, moviéndose con paso preocupado para llevar un vaso ladeado, lleno de lo que parecía sangre o borgoña, desde el cuarto de estar, y a través del vestíbulo, hasta el comedor.

La observación secreta, aunque sea tan inocua como ésta, del curso de la vida, sin ser visto, siempre me ha excitado. De los días de mi ministerio recuerdo con gran nitidez las ventanas iluminadas de mis confiados feligreses cuando caminaba sin ruido y con paso de ladrón por el paseo de la entrada para una visita no anunciada, y les sorprendía en su desorden nocturno para exponerles las exigencias del Absoluto. Las ventanas parecían ojos (indefensos, dulces y brillantes) y los arcos del respaldo del sofá, del sillón y de la base de la lámpara, imitaban las curvas acolchonadas de una carne interior. Esther, espiada y descuidada, parecía una presa, alguien a la que se puede sorprender y violar, la esposa preciosa de otro hombre a quien deshonrar como en una especie de mensaje dirigido a él y garrapateado en semen. Su boca se movía con indolencia, formando palabras que yo no podía oír; pero que presumía dirigidas a nuestro hijo, el cual debía estar en la cocina, más allá del comedor, haciendo sus deberes sobre la mesa en la que comeríamos más tarde. No podía imaginarme por qué, teniendo a su disposición un cuarto de estar, una biblioteca y su propio y amplio dormitorio, se empeñaba Richie en hacer sus deberes sobre la mesa donde su madre trataba de colocar los tapetes individuales y los platos de la cena, mientras un Sony de diez pulgadas gritaba y charlaba a una cuarta de su cara. O así lo decía yo, en repetidas reprimendas. Desde luego, lo comprendía en secreto: era la primitiva atracción del hogar. La televisión, con su Irresistible encanto, es como un fuego. Al entrar en una habitación vacía, la encendemos, e inmediatamente cobra vida una cara parlante: mejor que la zarza ardiente. Comparado con el calor y el bullicio de la cocina, el resto de la casa debía parecer un lugar solitario a un niño de doce años, un lugar frecuentado, si no por los fantasmas en que se creía casi piadosamente, en mi bendita infancia, sí por ladrones bastante reales, por asaltantes y por intrusos drogados, contra los cuales todos los habitantes del respetable e invitador barrio llevaban un manojo de llaves, tan necesario como un breviario para un cura. Pues ninguna parte de la ciudad estaba a más de una hora de cualquier otra, en autobús o en Metro, y los ideales democráticos, y la actual y pragmática democracia en el vestir, hacían imposible limitar el acceso. Ahora, un hippy y un delincuente visten de manera muy parecida, y en estas calles sombreadas por los árboles, un políglota e idealista estudiante africano y un furioso vengador del ghetto son gatos del mismo pelaje. Ciertamente, hace diez años que la hija de Mrs. Ellicott, de treinta, había sido arrastrada desde la acera hasta un pequeño y lindo parque a menos de dos manzanas de distancia, donde los rododendros estaban prodigiosamente floridos, y había sido violada y estrangulada, mientras los vecinos confundían sus gritos con el ruido del tráfico o los chillidos de la televisión. Después, pusieron su nombre al parque; pero el agresor no fue encontrado jamás.

Entré en el vestíbulo. Los bancos empotrados, destinados a recibir bultos y paquetes, estaban cargados de libros y revistas. Desde el éxito comercial de la reciente investigación de un rabino sobre la teoría de que ocurren cosas buenas a las personas malas (¿o era al revés?), los clérigos parecen producir libros con enorme rapidez. Y muchos me son enviados, lo mismo que el último tratado de cantos dorados, subvencionado oficialmente, sobre Atanasio y los Padres de Capadocia. Colgué mi bufanda y mi gorro de piel (sé que resulta pomposo; pero me ha salvado de muchos resfriados de cabeza desde que lo cogí impulsivamente en el aeropuerto de Shannon un día después de haber echado una inquietante ojeada al Libro de Kells) en el oscuro perchero de roble y, con mi pipa entre los dientes y mi cartera en la mano, entré en la biblioteca, a mi izquierda. He sido feliz en mi biblioteca.

Tal como había supuesto, Esther oyó la puerta al cerrarse y cruzó el vestíbulo para venir a buscarme. ¿Por qué las pisadas de las mujeres suenan siempre más agresivas que las de los hombres? No puede ser simplemente por los tacones altos; debe existir una energía, una agresividad, propias del sexo. Aquella mujer de cuarenta kilos, que conocía tan bien, se acercó a mí; e inmediatamente se disipó aquella impresión de estar con la preciosa esposa de otro hombre. El tedio fluía de ella como un olor a sudor rancio, un tedio tan intenso que se contagiaba a los demás. Me dolieron las articulaciones de las mandíbulas al esforzarme en contener un bostezo de simpatía.

Esther, de treinta años, tiene catorce menos que yo, una diferencia de edad que no se ha encogido, sino que ha aumentado, durante los catorce años transcurridos desde que nos conocimos y emparejamos y, después de mi divorcio, nos casamos. Aunque yo era a la sazón pastor de una parroquia, ella no figuraba entre mis feligresas. Una de las cosas que me atraían de ella era su indiferencia, más allá del desprecio, por las cuestiones religiosas. Estar con ella, con su resuelta incredulidad, era como beber un largo trago de agua tónica después de un exceso de vino agrio. Una amiga de su tía la había traído para reforzar nuestro coro de Navidad. Esther, que a la sazón tenía veinticuatro años y era secretaria de un abogado especializado en derecho fiscal, adoraba el canto, que era para ella como una manera de abrirse al viento, una transformación irreal de su cuerpo en tubo de órgano, en mecanismo con llaves musculares. Sorprendía con una voz fuerte de mezzosoprano, que no guardaba proporción con su cuerpo menudo, y era más cálida que la expresión de su semblante. Cuando estaba en reposo, su boca parecía fruncida y torcida; sin embargo, al cantar, se convertía en un agujero grande y alegre. Durante mi ausencia, había estado llenando la casa con los mugidos y sollozos de Luciano Pavarotti al abrirse paso en los ininteligibles recovecos de un aria. Me lo imaginé con su smoking, su pañuelo blanco colgante, su odiosa barbita moteando la inmensidad de sus mejillas temblorosas. Mis padres, cuando estábamos en South Euclid, conectaban todos los sábados por la tarde la emisora WHK, que transmitía desde el «Metropolitan Opera House» de Nueva York, y yo lo encontraba deprimente. Las voces llenaban el caserón con sus súplicas y sus protestas, e incluso me perseguían hasta el piso de arriba, donde leía yo mi novela de misterio, o hasta el sótano, donde mi avión de aeromodelismo esperaba a ser delicadamente montado; el clímax del tercer acto sacudía el techo y las tuberías sobre mi cabeza, y llovía polvo sobre el pegamento húmedo del aeroplano que, emitiendo aquel olor inolvidable a éter, trataba de endurecerse en las junturas de dos tablillas de balsa. Mi personal gusto musical prefiere los suaves cuartetos de cuerda, las delicadas composiciones del Renacimiento, los casi inaudibles conciertos de oboe y las pequeñas piezas de Mozart para viejos y frágiles instrumentos. A te, oh cara, vociferó Pavarotti, haciendo vibrar los cristales de mi librería.

—Hola, querido —dijo Esther con sequedad, ofreciéndome una mejilla para que le diera un beso.

Aunque no soy alto, ella es bastante más baja que yo. Éste no era el caso de mi primera esposa, aunque Lillian llevaba siempre zapatos bajos e incluso se encogía un poco en mi obsequio. Mi impresión de dominio sobre Esther, en los vertiginosos días de nuestra ilícita relación, había sido reforzada por la forma de su cara: su frente ancha y pura y sus grandes ojos verdes confluyendo sobre una naricita pecosa; su boca torcidamente fruncida, y su pequeña barbilla colgante. Incluso cuando se la ve al mismo nivel, parece más bajita. Es inteligente; la presión de su agudeza empuja los ojos hacia fuera, con una mirada casi de alarma que su irónica boca trata de desmentir. Su labio superior parece hinchado, y el inferior se encoge debajo. Su boca es muy compleja; a veces, una nube pasa por ella, una tensión de gozo o de dolor, como un vaho sobre un espejo, e incluso ahora, después de todos estos años de matrimonio, tengo la impresión de que está a punto de expresar algo maravilloso.

—Llegas muy tarde.

El borgoña, mezclado con humo de cigarrillo, agriaba un poco su aliento. Me pregunté cuántos vasos habría bebido, junto con Pavarotti y su cara.

—Una conferencia —le dije—. ¡Maldita sea Corliss Henderson con sus Santas heroicas! Hoy ha estado tratando de decirme que Mónica sería famosa aunque no hubiese sido madre de Agustín. Ahora que ha profundizado demasiado en su tesis para volverse atrás, se ha dado cuenta de ello: aquellas dos mujeres se hicieron famosas por sus hijos; si no los hubiesen tenido, nada sabríamos de ellas.

—Siempre ha sido así —dijo la madre de mi hijo.

—¿Cómo está el resfriado de Richie?

—Él dice que le ha bajado al pecho. Y no me extrañaría, con lo que les hacen correr en el campo de fútbol después de la clase.

—¿No podría excusarse?

—No quiere hacerlo. Prefiere estar enfermo. Yo creo —prosiguió en un tono burlón y cantarín— que se tiene por bastante bueno en el fútbol.

—¿Y tú piensas que no lo es?

Su desconfianza de los hombres se extendía a su propio hijo, ahora que se acercaba a la edad viril.

Me miró, mi querida feminista manquée. ¡Y qué mirada la suya! Como si un pez blanco de ojos grandes se hubiese acercado a la verde pared de cristal del acuario y soltado un destello de tedio furioso, por dar vueltas y vueltas en él todos los días.

—No, mi querido Roger, no digo eso —declaró con su voz suave y cariñosa de mujer, sólo ligeramente enronquecida por los años y los cigarrillos—. Supongo que es buen futbolista. Pero no sé por qué tiene que serlo. Siempre me han horrorizado los deportes y creo, querido, que tú nunca fuiste un gran campeón.

—Cuando yo iba al colegio no se jugaba al fútbol —le dije—. Sólo al rugby, que es bueno para los brutos. Mi padre me despreciaba por no jugar; aunque tal vez me habría costado la vida. Si hubiese jugado al fútbol, a lo mejor habría sido bueno. ¡Quién sabe!

—¿Quién sabe nada de nada? —preguntó Esther.

—Pareces deprimida.

—Es el otoño —confesó—. Hoy estaba ahí fuera y he pensado que necesitamos algunas ramas de pino para que las hojas muertas no caigan sobre los macizos durante el invierno, a lo largo de los setos. ¿Dónde se pueden comprar ramas de pino en esta ciudad? Todos los años hablamos de esto.

—Si pudieses esperar hasta después de Navidad, podríamos cortar el árbol.

—Dices lo mismo cada año. ¿Y qué digo yo?

Me lo pregunté; miré mis estanterías de libros y recordé que quería consultar algo de Barth.

—Dices que sería demasiado tarde. Las hojas habrían vuelto a llenar todo el jardín.

—Es verdad. Así es, Rog.

—¿Y qué hacemos los otros años acerca de las ramas de pino? Esto lo he olvidado.

—Vamos en coche al campo y los robamos de los bosques próximos a la parada de los camiones. Pero cada vez desaparecen más arbolitos pequeños; deberíamos llevar aquella sierra de mando largo que se está oxidando debajo del tejado del garaje.

—Creo que Richie la rompió, cuando trataba de hacer una casa de madera.

—Siempre le echas la culpa a Richie.

En realidad, no culpaba a Richie de nada; estaba claro, para mí, que, sin el chico, Esther y yo casi no tendríamos de que hablar, y aumentaría la frialdad entre nosotros. Busqué algo que poder mencionar, un mendrugo para arrojarle mientras me miraba con su tedio bestial.

—Tuve otra conferencia —le dije—. Antes. Con un muchacho realmente chalado, repulsivo en cierto modo, aunque su aspecto físico parecía bastante normal, uno de esos tipos de Informática de la sección de Ciencias de la Universidad. Sólo Dios sabe lo que le trajo a la escuela de Teología. Aunque, en realidad, también yo lo sé. Por lo visto es buen amigo de Verna, la terrible hija de la terrible Edna, ya sabes, la que tuvo un hijo negro ilegítimo y vive en algún tugurio de los barrios bajos...

—Sigue hablando —dijo Esther—. Tengo que ir a ver si la coliflor está hirviendo.

Echó a correr por el pasillo, torció para pasar por debajo del arco del comedor y se metió en la cocina. Yo la observé de la manera que más me gustaba, desde atrás: la cabecita erguida, el firme y redondo trasero, los ágiles tobillos. Esto no había cambiado desde los tiempos en que yo la observaba afanosamente mientras se alejaba contoneándose por el pasillo de la iglesia, después del ensayo del coro, levantando polvo con los pies. En aquellos días, en la primavera de la minifalda, llevaba sueltos sobre la espalda los largos y vivos cabellos rojizos, que parecían igualar en volumen a su cuerpo. Después, con el paso de los años, han aparecido algunas hebras blancas, más espesas en las sienes, y se retuerce y sujeta este crespo adorno de su cráneo en una ilimitada variedad de moños y aladares, en más o menos severos y recatados rizos de Frau-Professorish. Por la noche, cuando se suelta los cabellos, resultan más atrevidos aún que su todavía eficiente desnudez. Esther conserva su delicada figura por un procedimiento muy sencillo: se pesa en la báscula cada mañana, y si pesa más de cuarenta quilos, sólo come zanahorias y apio y bebe agua, hasta que la báscula registra aquel peso ideal. Las matemáticas son su fuerte. Solía ayudar a aquel abogado especialista en derecho fiscal a revisar los números.

En vez de seguirla, aproveché el momento para repasar una cita de Barth. Recordé que contenía una serie de vías conducentes a Dios. Estaba casi seguro de que era de La Palabra de Dios y la Palabra del Hombre. Tomé mi viejo ejemplar, un libro en rústica casi destrozado por el frecuente uso, desencolado y marcado reiteradamente por el lápiz de un joven que pensaba que había encontrado en él, definitivamente y para siempre, el camino, la voz, el estilo y el método para conservar la fe cristiana y exponerla a los demás. Con sólo hojearlo, sentí la fuerza soberbia de los párrafos de Barth, su magnífica y cabal integridad y su energía en el reino de la prosa, concretamente de la prosa cristiana, que suele caracterizarse por su flojedad intelectual y su falta de sinceridad. «El hombre es un enigma, y su universo, aunque vividamente visto y sentido, es una pregunta... La solución del enigma y la respuesta a la pregunta, la satisfacción de nuestra necesidad, es el acontecimiento absolutamente nuevo... No hay camino que conduzca a este acontecimiento.» Aquí radicaba la cosa, pensé, en «La labor del Ministerio»; pero no, el pasaje, aunque elocuente, no tenía el tono que, diez decenios atrás, se había grabado en mi agitado oído interior. Más adelante, en el mismo ensayo, tropecé con una frase, marcada con un asterisco al margen, que parecía confirmar en cierto modo la argumentación de Dale Kohler: «En relación con el reino de Dios, toda pedagogía puede ser buena o puede ser mala. Un taburete tal vez sea demasiado alto y la escalera más larga demasiado corta para tomar por la fuerza el reino de los Cielos.» Por la fuerza, desde luego. Yo había llamado su blasfemia precisamente a esto. El muchacho trataba a Dios como un objeto, que no tenía voz en Su propia revelación. Busqué con impaciencia, al azar. Podía sentir el tedio de Esther que tiraba de mí, que me absorbía, que me llamaba a la cocina para que pudiésemos aburrirnos juntos. Y al fin, cuando había abandonado ya toda esperanza, las hojas llenas de garabatos se abrieron por la página donde el joven que era yo entonces había subrayado al margen, con una triple línea en lápiz, indicadora de mi tensión espiritual, en «El problema de la ética hoy en día», y donde uno menos habría pensado encontrarlo:

No hay camino que nos conduzca a Dios, ni siquiera una vía negativa, ni siquiera una vía dialéctica ni paradójica. El dios que estuviera al final de algún camino humano, incluso de este camino, no sería Dios.

Cerré el libro y volví a dejarlo en su sitio. El dios que estuviere al final de algún camino humano no seria Dios. Sí. Hay algo que me avergüenza en secreto: siempre me siento mejor, más limpio y revitalizado, después de leer teología, aunque sea teología barata, como si acariciase y sondease todas las grietas de lo incognoscible. Para que no se me tome por un gazmoño, diré que encuentro un consuelo y una inspiración parecidos en la pornografía, la tan lamentada y detallada descripción de partes humanas increíblemente largas y profundas, rígidas y extensibles, que se entrelazan, bombeando y rezumando. Ni siquiera la Opus Pistorum del difunto Henry, tan asquerosa que tuvo que ser póstuma, era demasiado para mí, pues, a mi entender, tenía cualidades redentoras al exaltar, como lo hacen las obras de su clase, nuestra cara inferior, la húmeda cara inferior de nuestros insomnios ordenados, bajo la cual se arrastran demonios de muchas patas. ¿Y qué sale de ese pozo negro sibilante de nuestro ser, de nuestros sinceros e inexpresables deseos? Catedrales e hijos.

Richie estaba encorvado sobre su mesa de trabajo, mientras trataba de seguir una reposición de Gilligan's Island. Revolví los cabellos del chico, de color castaño intenso como los míos antes de que el gris se infiltrase en ellos. Aunque no en las cejas, que siguen siendo espesas, oscuras, largas y severas.

—¿Qué tal el colegio?

—Muy bien.

—¿Y cómo está tu resfriado?

—Muy bien.

—Tu madre dice que ha empeorado.

—Papá, estoy haciendo mis deberes. ¿Qué es veintisiete a la base seis?

—No tengo la menor idea. Cuando yo iba al colegio, allí no tenían bases.p.....p

En realidad, había tratado de comprenderlas con él, y al prestar atención a su libro de texto, me pareció que lo había conseguido; pero lo escurridizo de la exponencialidad me repelía, y la revelación de que la base diez no era sagrada en modo alguno, abría un agujero innecesario en mi universo. Cuando pienso en las matemáticas, veo curvas que se mueven en el espacio según ciertas leyes misteriosas e insoslayables, generando la belleza de las trayectorias, extendiéndose, llevando la verdad sobre la comba de sus arcos, como querubines que cabalgasen a lomos de delfines y se fueran alejando, sumergiéndose y emergiendo de nuevo. Las jerarquías angélicas y los grados de susceptibilidad humana al pleroma, de los gnósticos, y la «medición del cuerpo de Dios» enunciada con tan laboriosa aritmética alfabética en el misticismo Merkabah, seguramente anticipaban y pretendían representar las arrolladoras fórmulas inmateriales que medían entre nosotros y los absolutos de materia y energía.

Después, le dije a Esther:

—Y ese tipo de Ciencias de quien te hablaba en la biblioteca ha tenido la desfachatez de pedirme, más o menos, que le consiguiese una subvención para poder demostrar la existencia de Dios mediante los ordenadores.

—¿Por qué te muestras tan contrario a ello? Tú crees en Dios, o al menos creías.

Percibiendo su estado de ánimo, no estuve seguro de si era prudente que Richie oyese las palabras que iban a salir de sus labios.

Pero estábamos todos en la cocina, donde era ella quien más derecho tenía a estar. Si compartíamos su comida, debíamos compartir también su humor.

—Claro que creo en Él —dije, severamente—. Pero no porque me lo diga un ordenador. Eso es vulgarizar la idea.

—Tal vez ese joven piense que Dios es más que una idea.

—Es curioso; hablas casi como él.

—¿Qué estatura tiene?

Era una pregunta curiosa; pero le respondí:

—Un metro ochenta, por lo menos. Demasiado alto.

—¿Le conseguirás la subvención?

La pequeña Esther estaba ahora encendiendo, lenta, cansada y afectadamente, un cigarrillo en la espiral al rojo de un hornillo de la cocina eléctrica. Bajó la cara hasta dos o tres centímetros del lacerante instrumento. Un movimiento en falso, un simple roce, y quedaría marcada para siempre.

—Me gustaría que dejases de fumar —le dije.

—¿A quién perjudico con ello?

—A ti, querida.

—A todos los de la casa, mamá —observó Richie—. En el colegio dijeron que los que viven con personas que fuman tienen los pulmones tan enfermos como los propios fumadores.

En Gilligan's Island, un hombrecillo de voz chillona, vestido con un sarong, trataba de esquivar a un hombrón rubio, con un traje de baño estampado, que le estaba bombardeando, desde un helicóptero, con bolsas de agua.

—Yo no puedo conseguirle una subvención —dije—. No depende de mi departamento.

—Parece un joven bastante interesante —opinó Esther de forma gratuita.

Richie nos interrumpió de nuevo:

—Mamá, ¿qué es veintisiete a la base seis?

—Cuarenta y tres —dijo ella—. Es evidente. Seis cabe cuatro veces en veintisiete, y restan tres para la columna de unidades. Lee tu libro, Richie, por el amor de Dios. Estoy segura de que todo está explicado en él. Para eso os lo dan.

Yo estaba irritado; me daba cuenta de que ella se ponía dé parte del joven desconocido sólo para fastidiarme. Consideré si sería prudente servirme un bourbon antes de cenar. Esther se había llenado otro vaso de vino tinto de la jarra verde Gallo, y la manera en que se había aflojado los cabellos y desgreñado sobre las sienes proclamaba que estaba apercibida para el combate. Si me emborrachaba, esto me ayudaría en la lucha; pero me incapacitaría para la lectura que pensaba hacer esta noche; por ejemplo, el libro sobre Atanasio y los Padres de Capadocia, escrito por un ex alumno mío que deseaba con gran ansiedad mi beneplácito y un pequeño impulso en la escalera de Jacob de los ascensos académicos. Transigí en lo de la bebida, privándome del bourbon pero escanciando en mi vaso un poco de Gallo. Era espeso y sabía a rancio. Yo prefiero el vino blanco. En realidad, lo que prefiero es el champaña.

—¿Desde cuándo —pregunté amablemente a mi esposa— eres teóloga?

—No lo soy —dijo ella—. Ya sabes lo que pienso. No pienso nada. Quiero decir que pienso que la Teología no es nada. Es una tontería. Pero me divierte ver con qué energía defiendes tu propio estilo de tontería contra el de otra persona. Todos esos emperadores sin túnica..., todos tenéis un campo propio que defender. Ese muchacho viene y te ofrece demostrar la existencia de Dios, y tú frunces el labio y el entrecejo, y evidentemente deseas verle muerto, desaparecido, expulsado de la Iglesia. Para ti, es un hereje.

—Yo no le dignificaría tanto —dije, con toda la dignidad que me fue posible—. Es muy joven, y me atrevería a decir que, dentro de un mes, tendrá otra idea genial. Está empleando a Dios como un artilugio para conseguir una subvención. Ha surgido una generación que sólo piensa en las subvenciones. Una clase que confía en la beneficencia académica.

El vino estaba agrio. No era sólo el aliento de Esther. Desde luego, la fermentación es una especie de podredumbre, de la misma manera que la vida es, desde el punto de vista de la energía, una forma de decadencia. Sin embargo, había algo bello, como un agradable centelleo de pompas de jabón, en la impresión que me producían los primeros sorbos al mezclarse con la sangre y fluir rápidamente por mis venas, mientras yo seguía con la mirada fija en los fruncidos, dolientes y finos labios de Esther, prestos a continuar la discusión. Ella hablaba de mi labio; pero el suyo era el complicado; pasaba por su boca aquella nube melancólica, aquella especie de niebla dulce y triste, una expresión apenas perceptible de «resentimiento», un atisbo de alguna súbita y tierna canción triste a punto de formar una O redonda. Antes, había empleado mucho conmigo la sexualidad oral. Ciertamente, cuando hacía poco que salíamos juntos y estaba dominada por la pasión del noviazgo, la pasión femenina de vencer a otra mujer y asegurarse un protector, me costaba librarme de sus labios. En el coche, mientras yo conducía, su crespa cabeza chocaba con el volante y hacía difícil su manejo. En el despacho de mi iglesia, cuando me hallaba sentado en el sillón de cuero artificial que solían ocupar los que venían a pedirme consejo en su confusión espiritual, yo ponía los ojos en blanco, a la manera de santa Teresa (que, dicho sea de pasada, ansiaba una comunión con un anfitrión más grande: ¡Más, más, Dios!)[2] En la cama, cuando estábamos agotados: Esther apoyaba su cabecita dulce y adorable sobre mi vientre, y me asía suavemente con la boca, como para asegurarse de que no iba a escaparme, y yo me excitaba de nuevo en sueños. Ahora, esto era muy raro y ella nunca dejaba de hacerme sentir su disgusto. Francamente, no podía censurarla por ello: nuestras emociones cambian y, con ellas, la química de nuestros impulsos.

—¿Por qué no le invitas a venir un día? —me preguntó con tono inocente.

Y se me ocurrió pensar que sus ojos, como los de mi reciente visitante, estaban como inundados de luz de la ventana, aunque los de ella eran de un azul que se acercaba al verde, mientras que los del joven tendían al gris. Los míos, para completar el cuadro, tienen cierto tono de chocolate desleído, son de un castaño húmedo y oscuro, de oso pardo, que hacen que al espectador le parezcan, según su sensibilidad, enojados o a punto de llorar. Esther añadió con sarcasmo:

—Hace años que no he escuchado una idea genial.

Prescindiendo de nuestro agrio intercambio de palabras, Richie dio rienda suelta a su mal humor.

—Lo único que hace este libro estúpido —dijo— es hablar de conjuntos y armar un lío con esas equis que nada tienen que ver con los números.

Con súbita complacencia, Esther se inclinó, como había hecho minutos antes sobre el hornillo, y leyó en el libro de texto por encima del hombro del muchacho.

—Cuando escribimos veintisiete —le dijo—, expresamos taquigráficamente dos conjuntos de diez más siete unidades. Para hacerlo en la base seis, tienes que preguntarte cuántas veces cabe seis en veintisiete. Piensa. Empieza con c.

—¿Cinco? —preguntó el pobre muchacho, hecho un lío.

—Cuatro —aclaró ella, disimulando a duras penas su disgusto. Señaló el libro, rascando la página con la uña, lo que produjo un ruido desagradable—. Cuatro veces seis son veinticuatro. Si añades al cuatro el tres que resta, obtienes cuarenta y tres. ¿Lo ves?

¿Lo ves? En la pantalla, Gilligan's Island se había interrumpido para dar paso a un anuncio. De comida para gatos. Un hermoso gato color caramelo, un gato actor con corbata de lazo, olía un bistec crudo y un pescado fresco. Acto seguido, enterraba la cara, hasta el cuello, con verdadera ansia, en una fuente de bolitas de un castaño grisáceo. A lo lejos, Pavarotti se estiraba hacia uno de los estantes más altos de emociones envasadas. Sobre nuestras cabezas, el techo de nuestra anticuada cocina, orientada al servicio doméstico, mostraba grietas y unas preocupantes manchas amarillas, como si las tuberías de la segunda planta goteasen ectoplasma. A través de la gran ventana «de cine» de la cocina (una mejora introducida en los años cincuenta), yo podía ver, al otro lado del jardín y de la verja, el comedor de nuestros vecinos, los Kriegman. Myron enseña Bacteriología en la Facultad de Medicina; Sue escribe libros infantiles, y sus tres hijas adolescentes son una belleza triplicada. Las cinco cabezas estaban alineadas bajo la luz de la lámpara Tiffany, sobre la mesa del comedor, y yo podía ver incluso los movimientos de la boca de Myron (gacha la cabeza, encorvados los robustos hombros, agitando pesadamente la mano que no sostenía el tenedor) y los aureolados peinados de sus mujeres asintiendo rítmicamente, como en un contenido éxtasis de conformidad y adoración. Myron y yo nos encontramos a menudo en las fiestas. Él es un ávido charlista, dispuesto a hablar de todo y sin que le aburra ningún tema, salvo, quizá, los de su especialidad. Aunque hemos intercambiado miles de palabras y pasado horas juntos, con whisky aguado en una mano y resbaladizas tapas en la otra, nunca me ha dicho nada sobre el único tema de verdad: las bacterias. Ni ha tratado de sacarme la menor información sobre las herejías cristianas.

En contraste con la agria y belicosa atmósfera y con el techo deteriorado de nuestra cocina, los Kriegman parecían felices en su comedor, con su lámpara multicolor iluminando con suavidad las oscuras paredes que ellos, a semejanza de la mayoría de las familias académicas, han llenado de numerosos objetos eclécticos (máscaras y tambores africanos, cuernos de pastor de los Cárpatos, cruces etiópicas, balalaikas soviéticas), exhibidos como prueba de sus viajes al extranjero, de la misma manera que una clase social de otros tiempos y en otro imperio, exhibía cabezas disecadas de kudú o de leopardo. Yo envidiaba a los Kriegman su visible beatitud, la absoluta comodidad de su refugio ecológico, cuya tercera planta estaba ocupada por una pareja de inquilinos, útiles para evadir impuestos y como defensa contra los ladrones, y su casa de verano en un islote convenientemente subdesarrollado de Maine. Las hijas tenían pretendientes inadecuados hasta el escándalo, amiguitos derrochadores e inútiles (algunos de los cuales se convirtieron en maridos) que, según supongo, eran a nuestro nivel visible de consumo lo que los yates y los cottages de veraneo para los ricos de Veblen. Esther y yo, con nuestro segundo matrimonio y único hijo y con mi relativamente mezquino trabajo en el remanso de la Escuela de Teología, no estábamos tan cómodos en nuestro nido como los Kriegman en el suyo, y ni siquiera nos tomamos la molestia de instalar, como se hacía ahora, un apartamento en la tercera planta, prefiriendo emplear estas viejas habitaciones de la servidumbre como desván. También los usaba Esther como estudio, cuando le daba uno de sus cada vez menos frecuentes ataques de afición a pintar. En los diez años que llevábamos aquí, había plasmado vistas chillonas y bastante abstractas de los tejados que podían verse desde las ventanas de la tercera planta, en todas las direcciones de la brújula, sacando así partido de su mundo. Con los años, su estilo se había hecho cada vez más violento: grandes manchas viscosas realizadas con el pincel, con la espátula, con goteo de trementina y con moscas desgraciadas presas de patas en la tela. Aunque parezca extraño, los libros infantiles de Sue Kriegman describían familias en desorden, destruidas por el divorcio, afligidas por apuros económicos o sumidas en una frenética suciedad, con demasiados gatos y el relleno saliendo de la desgarrada tapicería de los muebles. Algo incomprensible para los que visitábamos su pulcro hogar, al otro lado de la calle, aunque sus ventanas miran a las nuestras.

—¿Por qué no lo haces? —preguntó Esther, tratando todavía de aliviar su tensión, de remediar el tedio del día, con una pelea.

Durante los últimos años, empezando como voluntaria y ascendiendo a ayudante mal pagada, ha estado trabajando en un centro de asistencia diurna en otra parte de la ciudad, cuatro días a la semana. Pero esta actividad parece que no le sirve más que para exacerbar su sentimiento de vitalidad inútil, su convicción de que está malgastando la vida.

—¿Por qué no hago, qué? Estaba observando a los Kriegman y envidiando su felicidad.

—Ellos piensan lo mismo de nosotros. No te preocupes. Todas las familias parecen estupendas a través de la ventana.

—Cora Kriegman es una zorra —afirmó Richie.

—¿Qué es una zorra? —le pregunté.

—Vamos, papá. Lo sabes muy bien.

Volvió a refugiarse en Gilligan's Island, donde parecía celebrarse una especie de reconciliación, con abrazos masivos al pie de palmeras portátiles. El sol del Pacífico, hecho de luces de estudio, no proyectaba sombras.

—Invítale a tomar el té —sugirió la mujer—, con tu sobrina.

—¿Por qué habría de traer a mi bendito hogar a ese insoportable as de los ordenadores? Me las apañaré con él en mi oficina, que es donde hago el trabajo desagradable.

—No creo que te las vayas a apañar muy bien. Pareces preocupado e inquieto.

—Pues no lo estoy.

—Sus ideas son más divertidas de lo que tú, por alguna razón, estás dispuesto a reconocer.

—Me duele que me pinches acerca de él. También me duele la manera en que él me pinchó respecto a Verna. Daba la impresión de que pensaba que yo tendría que hacer algo más por ella.

—Tal vez deberías hacerlo. ¿No crees que es antinatural que no la hayas llamado una sola vez, llevando más de un año en la ciudad?

—Edna me pidió que no lo hiciera. Habló conmigo por teléfono. Dijo que la muchacha se había deshonrado y había deshonrado a su familia, incluido yo. Y también tú y Richie, desde luego. Casi podríamos decir que incluidos los Kriegman y Mrs. Ellicott.

—No te enfades, Rog. A ti no te importa lo que te dijo Edna. Nunca le has tenido mucha simpatía.

—Para ser exacto, no puedo soportarla. Era liosa, superficial y mandona. Estoy seguro de que su hija es como ella.

—¡Con qué alma tan mezquina me casé! —dijo Esther.

Sus ojos verdes, con síntomas de hipertiroidismo, habían sido empañados por su último trago de vino. Todo un lado de su cabellera se había derrumbado y caía en ondas sobre sus hombros. Concluyó:

—Eres un frío bastardo que siempre quiere ir sobre seguro.

Me apresuré a interrumpirla, como suelo hacer con los estudiantes demasiado parlanchines.

—Desde que he llegado a casa, querida, has estado buscando un pretexto para atacarme y creo que aún no lo has encontrado. Yo no soy tutor de mi sobrina. ¿Dónde diablos está la cena?

Richie, indignado con nuestra discusión (los niños se toman demasiado en serio los altercados amistosos de los adultos), cerró la televisión y dijo:

—Sí, mamá. ¿Dónde está la cena? Estoy muerto de hambre.

En ese mismo momento, Pavarotti, en el lejano cuarto de estar, había agotado su rosario de historias lacrimosas y calló de repente.

Durante catorce años, habíamos usado el mismo reloj despertador, blanco y barato, un regalo de boda que nos hizo una anciana de mi antigua parroquia. Parecía no darse cuenta de que yo me había deshonrado y caído en una oscuridad incompatible con estas cosas tan hogareñas. El aparato tenía una dócil y pequeña esfera con una larga saeta que se hacía girar hasta el minuto requerido, y, una vez transcurrido ese tiempo, producía un sonido grave y fuerte. Con el aire de un personaje travestido de Shakespeare, un muchacho de pecho plano y enmarañada peluca roja, Esther se inclinó ante el reloj como si éste fuese un compañero actor. Extendió dramáticamente una mano, con la palma hacia arriba, y anunció a su público de dos:

Voilá. Le meatloof.

Oh mia cara —dije yo, pensando más, más. Me encanta la empanada de carne; es fácil de masticar.

Su muñeca, que sobresalía de la manga del holgado jersey, se veía tan delgada como la pata de un perro. Su un tanto desesperado descaro al representar el papel de ama de casa, despertó en mí aquel viejo hechizo, la impresión que había sentido, a los catorce años de que el espacio que la rodeaba era sagrado, cargado con electrones que agitaban los míos. La catexis, según dice reiteradamente Freud (¿dónde?) nunca se pierde, sólo se extravía, como una muñeca manca que se guarda en el desván, entre raídas alfombras enrolladas y marcos sin cuadros.