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A la fiesta acudieron Closson, con su encogida, pequeña y bonita esposa, Prudence, de claros ojos azules tan duros e intensos como cuentas esmaltadas cocidas en toda una vida de comidas de régimen, agua de manantial, pacifismo militante y bondad sin ilusiones. Los Vanderluyten, que dieron a nuestra reunión el aire de artificial alegría racial de un anuncio de «Coca-Cola» en la televisión; y Ed Snea, que estaba aquellos días «solucionando las cosas» con Mrs. Snea, y trajo en su lugar una estudiante graduada en problemática, de cabellos rubios, ojos brillantes y caderas completamente lisas, con la que mantenía una relación que a todas luces había dejado de ser puramente consultiva. Rebecca Abrams trajo una amante, una inglesa fornida y de rosadas mejillas que lo sabía todo sobre los restos de alfarería mochica y nazca, y Mrs. Ellicott, un hijo de mediana edad fruto de uno de sus muchos matrimonios desgraciados, un hombre alto y calvo, que pestañeaba continuamente y tenía un tic que hacía que su boca se torciese cada minuto en dirección a una oreja. Hablaba correctamente; pero tenía el aire extraño del hombre que no se ha vestido él mismo y que ha dejado que otras manos le abrochen los botones. En cuanto a la acompañante de Rebecca, saltaba a la vista que se ponía todos los días el mismo traje impermeable a cuadros escoceses, que era tan adecuado para una excavación como para una fiesta, y de una lana tan gruesa y tupida que causaba envidia a quien vistiese de tweed como yo.

Algunos de mis alumnos graduados acudieron también; pero nadie habría podido imaginar que yo tuviese una aventura con Corliss Henderson, la cual se dirigió inmediatamente a la inglesa para preguntarle si la alfarería, en las culturas precolombinas, habían sido producto de manos masculinas (como sostenía la doctrina patriarcal) o femeninas (como ella creía firmemente). La inglesa, con su gruesa falda y sus zapatos planos del color del barro, declaró con visible regocijo, que la mujer inca era pura y simplemente una bestia de carga. La esposa de un importante economista, famoso por su afición a aparecer en entrevistas televisadas, discrepó de ello, fundándose en una excursión al Machu Picchu realizada en el invierno anterior. El marido de una poetisa boliviana, persona non grata al régimen actual, tenía su propia opinión al respecto y suscitó la cuestión feminista latinoamericana. ¿Había tenido Norteamérica, con todas sus famosas sufragistas, un personaje como Eva Perón o como Gabriela Mistral? Y así continuó la cosa. La fiesta estaba rebosante de invitados que permanecerán anónimos en esta narración; pero todos los cuales tenían derecho, por su belleza, su inteligencia o su cuna, a ser considerados excepcionales, a figurar entre los que, en la antigua Nueva Inglaterra, habrían sido llamados los elegidos.

Mientras yo recibía y saludaba a los invitados, riendo como un tonto y tratando de recordar, por decir algo, los nombres de sus hijos y sus favoritos, y Esther se atrafagaba y repiqueteaba los tacones en la cocina, donde se hacían las remolonas las dos muchachas irlandesas, patológicamente tímidas, contratadas para servir los entremeses, surgieron en todas partes estridentes y unánimes comentarios deplorando la última plancha del presidente, más que una plancha, la terrible atrocidad de ofrecer una corona en un cementerio alemán. Los reunidos se cebaron en el cuerpo ausente de Reagan. Y es que el personal universitario tiene la firme pero gratuita convicción de que podría gobernar el país mejor que el presidente elegido, sea el que sea. Sin embargo, yo tenía la impresión de que todos existíamos dentro de la plácida y despejada cabeza de Reagan como dentro de una burbuja gigantesca, y que podía llegar un día en que estallase la burbuja. Entonces, quienes sobreviviesen, considerarían que la América actual había sido un paraíso.

Yo quería que Dale conociese a los Kriegman y, afortunadamente, llegaron todos juntos: Dale, pálido y demacrado, con su traje gris y su chillona corbata, mientras los cinco Kriegman irradiaban salud y cordialidad. Myron y Sue siempre dan un toque singular a las fiestas. Las forsitias y las magnolias habían sido sucedidas, en nuestros jardines adyacentes, por los cornejos y las azaleas, y los divertidos Kriegman habían cortado sus azaleas rojas en fleur y tejido guirnaldas gemelas para sus cabezas. Las tres hijas se habían contentado con sendos capullos prendidos en sus peinados semipunk. Estas jeunes filies tenían, respectivamente, diecinueve, diecisiete y quince años, y sus nombres, Florence, Miriam y Cora, podían ser fácilmente recordados por su feliz consonancia con Flopsy, Mopsy y Cottontail. Las presenté a Dale y dije al muchacho:

—Tiene usted que hablar de sus teorías a Myron. A diferencia de mí, es un verdadero científico y puede darle alguna información inteligente.

—¿Qué teorías? —preguntó en seguida Myron con gran interés.

Su apetito intelectual es tan intenso como su sed de buenos vinos y su glotonería de buenos ratos. Con los años, su constante ingurgitación ha acortado la distancia entre su cabeza y su pecho, de manera que su grande y atezada cara parece arraigada debajo de los hombros, y su papada oculta el nudo de la corbata. Sus tres hijas, cada una de ellas deliciosa a su manera, luciendo blusas de color pastel y estampadas, y pantalones bombachos de pintor, se fijaron en Dale y decidieron participar activamente en la fiesta. En realidad, él parecía terrible por dentro: el gusano interior estaba royendo a más y mejor.

—Volveré en seguida, joven amigo —le prometió Myron—. No puedo absorber teorías sin un vaso en la mano.

Los Kriegman cruzaron el vestíbulo para recibir los teatrales abrazos de Esther y, aunque los ojos azules de Dale (un tanto mejorada su fría serenidad desde el día en que nos habíamos conocido) miraron por encima de mi hombro para captar la imagen de su amante en su afectado papel de esposa. La retuve un momento, fingiendo solicitud, junto al banco cargado de libros teológicos que la marea de una fe inquieta deposita a mi puerta.

—¿Cómo va la cosa? —le pregunté, en el apremiante y misterioso murmullo con que solemos hablar a los enfermos.

—¿A qué se refiere?

Sus ojos se nublaron y, sin volver la cabeza, pude ver, como en un espejo retrovisor, que Esther salía de su campo visual.

—Al proyecto —aclaré.

—Oh, muy bien. Están apareciendo algunas cosas interesantes. Todavía no he conseguido perfeccionar al ciento por ciento la metodología de los gráficos de animación; pero tal vez lo logre dentro de una o dos semanas, cuando mengüe la presión del trabajo diurno.

—Esperan que traiga algo positivo antes de junio —le recordé—. Para que pueda renovarse la subvención.

Dale apartó la mirada de los sitios donde podía reaparecer Esther y trató de centrarla en mi persona, en su amigo y enemigo. Sentí que, forzando un poco su voluntad, quería ser sincero.

—Tal vez no deberían renovarla, profesor Lambert. Es posible que la empresa sea demasiado grande para mí.

—Tonterías —le dije—. A mí me convenció, y he sido acérrimo fideísta desde que tenía quince años. A propósito, ¿qué le parecen las señoritas Kriegman? Un poco jóvenes... Pero tengo la intuición de que a usted le gustan jóvenes.

Era una vulgaridad, pero las fiestas nos obligan a ser muchas personas, ninguna de ellas agradable del todo.

—No me he fijado mucho en ellas. Me parecieron bastante típicas —respondió Dale, que de nuevo decidió ser franco conmigo—. No tengo muchas ganas de discutir mis teorías con su padre, dicho sea de pasada. Incluso a mí me parecen ahora un poco extrañas.

Vi con sorpresa que habían aparecido unos cuantos cabellos blancos en la descuidada y rizada mata de pelo, que caía sobre su frente tal vez para ocultar las entradas sobre las sienes. Lo más chocante era que fuesen tan pocos.

—Tonterías —dije de nuevo, en mi papel de profesor anfitrión que no temía las repeticiones—. Kriegman tiene una mentalidad muy abierta. Usted le desconcertará.

¡Pobre Dale! Se halla marcado. Se sienta en un sofá de seda roja. El gusano interior está royendo la boca de su estómago, donde desemboca el esófago y empieza la úlcera. La vista de Esther, taconeando y yendo de un lado a otro entre el vocinglero y abigarrado jardín de su fiesta, le aturde como un mal tan arraigado en el fondo de las cosas que nunca podrá reconciliarlo con su propio Gesetz interior. Para esta ocasión, mi esposa se ha puesto, no el suave e iridiscente traje de terciopelo verde del Día de Acción de Gracias, sino un vestido alegre de color amarillo polen, con volantes en las mangas y en el borde de la falda, y con franjas negras horizontales en las caderas de manera que parece un abejorro gigante. Que esta hembra atildada, animada, casi oficial, haya podido yacer desnuda en la estrecha cama de él, en una habitación oliendo a zapatos deportivos y a salsa de soja; que esas caderas envueltas en franjas negras hayan podido separarse para él en las contorsiones del amor, para revelar el ano pardo y rosado, y que aquella boca pintada y charlatana haya podido dilatarse para absorber su inflamada virilidad, parece ahora un sueño, una visión del Bosco plasmada en una tela agrietada, una antigua e inestimable imagen del Infierno en las paredes de un museo a prueba de ladrones. Mi pobre Dale experimenta un fútil y furioso afán de posesión, un desesperado deseo de reclamar, de arrancar a Esther de la sólida y animada matriz social en que yo la he introducido, y extender a toda una vida aquellas pocas horas de éxtasis que ella le ha brindado licenciosamente, por sus propias razones que, como todo lo de este mundo sublunar, no son inmutables. En las dos semanas en que Paula ha sido una inquilina a horas, los amantes han tenido que prescindir de sus citas en el ático. La última vez se despidieron sin concertar el encuentro siguiente. Él se enfrenta con un vacío sin Esther, y ahora las miradas de ella sólo expresan irritación porque él sigue mirándola con tanto amor, en un lugar donde la flor y nata de nuestra academia local puede observar y tomar nota.

Richie percibe que es otro huérfano y se sienta a su lado, junto a la mesa de cristal. Las cenizas de la chimenea han sido barridas con el invierno y un gran jarrón de peonías ocupa ahora la negra cavidad. Unos cuantos pétalos han caído sobre los ladrillos del hogar y se están volviendo pardos en los bordes.

Dale pregunta con tono amigable:

—¿Cómo te va, Rich? ¿Cómo marchan las bases?

Sus sesiones docentes no se han reanudado desde las vacaciones de Pascua, otra señal de que la pasión de su amante se ha mitigado.

—Suspendí los dos últimos exámenes —confiesa el muchacho, demasiado afectado todavía por el fracaso para adoptar un tono de disculpa—. Creí que dominaba la teoría; pero me parece que no era así. Se multiplicaba algo por otra cosa. No recordé lo que era. Fue como si todo se revolviese en mi cabeza. Mi madre cree que soy disléxico.

—¿De veras?

—¿Dónde está tu novia?

—¿Mi novia?

—Ya sabes, Verna, la que aparca a su niña en nuestra casa algunas veces. Me gusta. Es muy graciosa.

—¿Qué hace que sea gracioso?

—Pincha a papá. Pero muchas veces parece que él no se dé cuenta.

—Nunca ha sido mi novia. Es sólo una amiga. Quizá no ha sido invitada porque pincha demasiado a tu papá.

—No; ha sido porque mamá no le tiene simpatía.

—¿Ah, no?

La simple introducción de Esther en la conversación hace que el corazón de Dale se agite. El amor latente en cada una de sus células transpira a través de su piel, como cuando una lámina perforada recorre la pantalla, de izquierda a derecha, de arriba abajo.

—¿Por qué crees que no le tiene simpatía?

—Dice que es una mujerzuela. No quiere que yo le hable; pero lo hago de todos modos, cuando viene a dejar o a llevarse a Paula. Una vez le mostré mis Clubs y se echó a reír. Dijo que aquellas chicas no eran tan sensuales como aparentaban. Que todo era simulado por pura propaganda.

Dale se hace preguntas acerca de la simulación, sobre las mujeres que simulan. ¿Había estado simulando Esther? Imposible, piensa. Pero la idea hace que su cuerpo se ponga colorado de vergüenza debajo de la ropa. Le gustaría preguntar mil cosas al muchacho acerca de su madre (qué aspecto tiene por la mañana, qué come para desayunar); pero decide que sería un abuso y cambia de tema:

—¿Te gusta tener a Paula aquí?

—Es un incordio —declara mi hijo—; pero me parece que no puede evitarlo. Además, tiene un color muy raro, aunque creo que tampoco es culpa de ella. Yo le enseño cosas. Por ejemplo, cómo usar el control remoto en el VCR. Y es lista, sabe hacerlo.

Dale se pregunta si Richie, que nunca llegará a ser un matemático, podría ser en cambio maestro o clérigo. El chico tiene sus defectos, pero parece bueno. Hay personas persona y personas cosa, piensa Dale. Y considera que él mismo fue una persona cosa, desde un error tan grande como materializar las personas. Desde luego, algo había andado mal.

Esther se acerca al sofá donde se encuentran los dos. Las franjas de su vestido se convierten, de pronto, en rayas brillantes a los ojos de Dale, que no se atreve a levantar los ojos para mirarle la cara, el agresivo y gordezuelo labio superior y la fina barbilla que tiene la flojedad de la madurez. La voz de ella desciende, para hablar a Richie en tono maternal:

—Querido, ¿quieres hacerme el favor de ayudar a las muchachas a servir los entremeses? Lo único que hacen es esconderse y zangolotear en la cocina, y si los hígados de pollo envuelto en tocino no se sirven calientes, se vuelven grasientos y harinosos.

Estas últimas observaciones parecen ir dirigidas a un adulto, y Dale levanta los ojos, esperanzado. La cara de ella, allá arriba, mirando hacia abajo, tiene una expresión interrogadora y neutra, como si él no fuese más que una muestra de tejido en un portaobjetos, cuya patología no hubiese sido aún determinada del todo.

—No lo está pasando muy bien —observa Esther.

—Sí. Muy bien. Es una fiesta magnífica. Es bonito ver una casa tan llena de gente.

Lo ha dicho recordando las veces que la han tenido para ellos solos, como Adán y Eva tuvieron el paraíso.

La boca de ella se comprime en un círculo, un capullo abultado de carne.

—Yo la prefiero con una compañía más selecta —dice, todavía en tono de conversación; pero en una voz tan baja que sólo él puede oírla.

Todavía le ama, todavía lo desea. Esta renovada fe interior hace que Dale se ponga en pie. Pero comete un error; su altura la asusta, y su complexión huesuda y desmesurada hace que formen una pareja que llama demasiado la atención.

—Richie me ha dicho que le han suspendido de nuevo —comenta Dale—. Tal vez le convendrían algunas lecciones particulares. No me vendría mal... el dinero.

Esther parece distraída, mirando a un lado y a otro para ver si hay alguien junto a ellos. Está fumando un cigarrillo.

—El fin de curso se halla tan cerca —dice— que no sé si vale la pena. La verdad es que Roger y yo no sabemos qué hacer con Richie. Pilgrim es tal vez demasiado académica para él. Con tantos niños judíos inteligentes y, ahora, esos orientales terriblemente motivados.

Exhala el humo con irritación, aplasta el cigarrillo en nuestro cenicero de plata, mira distraídamente la pitillera, ve que está vacía; sólo hay unas hebras de tabaco. Cierra la tapa de golpe.

—Usted manda —dice Dale.

Su sentimiento de incapacidad le parece, en medio de mi fiesta, un disfraz de degradación, unos harapos de mendigo manchados de estiércol. ¡Si al menos estuviesen desnudos! Ella no podría dejar de venerar su hermoso pene erecto. La incitaría con él, la torturaría, y cuando ella se abriese sobre el manchado colchón del ático para que la penetrase, él se arrodillaría junto a su carita, le frotaría los labios, haría que lo besase, y sus tensas y distraídas facciones mostrarían sumisión y gratitud en el relajado ensueño de la concupiscencia.

—Tiene mi número de teléfono —sugiere él. A través de la imagen mental de su juego amoroso, percibe la posibilidad de que las mujeres sean incitadas a estos festines de amor por la sensación de su propio poder, por el gozo del poder, y que, después de demostrado éste, pierdan su interés. Pero la representación del papel de anfitriona en una fiesta como ésta, en una casa tan seria y correcta, demuestra un poder de otra clase y proporciona otra agradable sensación.

—Lo tengo —asiente Esther y, al volverse, choca con Myron Kriegman, que se inclina, con el vaso de vino en la mano y su guirnalda en la cabeza.

—¡Huy. Lo siento, Es.

—Myron, todos estáis divinos.

—Fue idea de Sue. Yo me siento como un maldito bufón.

—Tengo que ir a la cocina. Están ocurriendo allí cosas espantosas.

—Ve, querida. Muy bien, joven amigo, pásmeme con sus teorías. En este momento, tales teorías son tan odiosamente irrelevantes y oscuras para Dale como las palabras exactas que se intercambian en la alegre cacofonía de mis muchas habitaciones, donde el vocablo Bitburg suena continuamente como un gorjeo de pájaro. La proximidad de Esther y la ambigüedad de su conversación le han tentado. Al renovarse la visión y el aroma de la amante, del radiante animal que espera agazapado en lo alto de la escalera, al final de todos estos retorcidos, ruidosos y obstruidos corredores sociales, se ha quedado aturdido. La mente le duele como un cuerpo que ha realizado un ejercicio excesivo. Sin embargo, presenta cortésmente los argumentos cósmicos del mismo modo que, en el otro lado del mundo, venden velas los curas entre el clamor de los viejos santos lugares. La enorme, infinita improbabilidad de que el Big Bang diese por sí solo tan buen resultado; los problemas del horizonte y la lisura; la increíble y necesaria precisión de las constantes de fuerza débil y fuerza fuerte, por no hablar de la constante de conexión gravitatoria y de la masa del neutrón, que, si en cualquiera de ellos hubiese sido una diezmilésima diferente de lo que es, el universo habría sido demasiado explosivo o difuso, demasiado efímero o demasiado homogéneo para contener galaxias, estrellas, planetas, vida, y el hombre.

Kriegman escucha todo esto con rápidos movimientos de asentimiento, que hacen rebotar su papada sobre el nudo de la corbata, al tiempo que oscila la guirnalda de azaleas que sigue luciendo. Como para entenderlo mejor, se ha calado sus grandes gafas trifocales de cuadrada montura de concha. Detrás de aquellas lentes, mientras toma, de su vaso de plástico flexible, sorbos de vino blanco «Almaden Mountain Rhine», 8,87 dólares la jarra de tres litros en Boulevard Bottle), sus ojillos saltan y cambian de tamaño al pasar por cada uno de los tres niveles de longitud focal.

—Bueno —dice al fin, sonriendo como el hombre que incluso cuando habla está escuchando una música de fondo con implicaciones sentimentales—; nadie niega que el Big Bang tiene unos cuantos aspectos que todavía no comprendemos y que tal vez nunca comprenderemos. Por ejemplo, el otro día estuve leyendo que incluso los enjambres de estrellas más viejos muestran señales de elementos pesados, lo cual es muy extraño, porque no existe una anterior generación de estrellas que las haya cocido y, como usted sabe, la mecánica de partículas del Big Bang sólo habría podido proporcionar helio e hidrógeno, ¿no es verdad?

Dale se pregunta si debe decir que es verdad. Presiente que no tendrá ocasión de explicar gran cosa.

—Escuche, siempre habrá lagunas —sigue diciendo Kriegman, con brusquedad paternal—. Esa bola de fuego primigenia etcétera, y toda esa teoría de campos en las primeras fracciones de un segundo, son sucesos virtualmente incomprensibles, ridículamente lejanos. Esos astrofísicos están silbando Dixie la mayor parte del tiempo.

—Es verdad —reconoce Dale—. Es lo que yo digo.

—Sí; pero tampoco hay necesidad de ser oscurantista. Permita. Deje que le indique un trabajo para hacer en casa. ¿Quiere que se lo diga?

Dale asiente con la cabeza, sintiéndose débil, con la agradable debilidad del niño a quien le dicen que está enfermo y tiene que quedarse en la cama.

—Busque en Sky and Telescope, creo que fue en uno de los números del último verano, un artículo muy curioso relativo a esto y que copiaron de algún libro. En él, un puñado de rotíferos, sabe usted lo que son los rotíferos, ¿verdad?, unos bichitos acuáticos microscópicos con un disco retráctil anterior de cilios, que hace que parezca que sus cabezas están girando; aunque en realidad no es así, no pueden hacerlo, como no puede un búho volver en redondo la cabeza, sino sólo dar esta impresión... Bueno, como iba diciendo, el autor describe a unos cuantos de estos rotíferos en culta conversación sobre por qué su charca tenía que ser exactamente como era: temperatura, alcalinidad, el barro del fondo albergando bacterias productoras de metano etcétera; algo, como le dije, terriblemente ingenioso. Se ponía de relieve el hecho de que, si cualquiera de estas cosas fuese un poco diferente, por ejemplo «si el calor no alcanzase el grado necesario para vaporizar el agua o la temperatura de congelación de ésta fuese ligeramente más alta, ellos no estarían allí. Esta Pequeña Sociedad Filosófica de la Charca, creo que se llamaba así pero puede usted comprobarlo cuando lo lea, deduce que toda la operación fue providencial y que, evidentemente, ¡el universo fue creado para producir su pequeña charca y ellos! Esto es más o menos lo que está usted tratando de decirme, joven amigo; con la única diferencia de que usted no es un rotífero.

La constante y benévola sonrisa de Kriegman se transforma en una risita audible. Sus labios tienen la rara cualidad de ser exactamente del mismo color que su cara morena, como los músculos en una estampa de anatomía en sepia. Cuando acerca el vaso a aquellos labios singulares, Dale interviene diciendo: —Yo creo, señor...

—Al diablo lo de «señor». Me llamo Myron. No Ron, fíjese bien. Myron.

—Quiero decir que creo que hay algo más que esto. La analogía de la charca es como si el principio antrópico fuese argüido desde la Tierra como opuesto a los otros planetas, los cuales sabemos ahora, si alguna vez lo hemos dudado, que no reúnen condiciones para la vida. En este sentido, sí, estamos aquí porque estamos aquí. Pero en el caso del universo, que sólo es uno, ¿por qué, pongo por caso, la velocidad de retroceso es tan exactamente igual a la necesaria velocidad de fuga?

—¿Y cómo sabe usted que sólo hay un universo? Podría haber miles de millones. No existe una razón lógica para afirmar que el universo que podemos observar es único.

—Sé que no hay una razón lógica...

—¿Acaso no hablamos lógicamente? No me venga con cosas intuitivas y subjetivas, amigo mío, porque soy bastante pragmático en algunos aspectos. Si le gusta creer durante la noche que la Luna es un queso... —Yo no...

—¿No lo cree? Me alegro. Tampoco yo. Las piedras que trajeron de allí no eran de queso. Pero mi hija Florence sí que lo cree; algún punk chiflado de cabellos rojos se lo dice cuando ella está tan drogada como él. Florence piensa que es budista tibetana, salvo en los fines de semana. Su hermana Miriam habla de ingresar en cierta comuna sufí en el Estado de Nueva York. Yo no me meto en ello, pues se trata de sus vidas. Pero usted, si no me equivoco, joven amigo, me está tomando el pelo.

—Yo...

—En realidad, a usted le importa un bledo la cosmología. Le diré dónde se está realizando precisamente ahora el trabajo interesante: la explicación de cómo salieron las cosas de la nada. El cuadro se está llenando desde muchas direcciones, esto está clarísimo.

Echó la cabeza hacia atrás para ver mejor a Dale, y sus ojos parecieron multiplicarse en las trifocales.

—Como usted sabe —dijo—, dentro de la longitud de Planck y la duración de Planck tenemos esa espuma espacio-tiempo donde las fluctuaciones quantum de materia a no materia tienen realmente muy poca importancia, matemáticamente hablando. Tenemos un campo de Higgs abriéndose paso en una fluctuación quantum a través de la barrera de energía en un estado seudovacío, y obtenemos esta burbuja de simetría rota que, por presión negativa, se expande exponencialmente; y, en un par de microsegundos, podemos tener algo que va desde casi nada a la dimensión y masa del universo observable actual. ¿Tomamos un trago? Parece usted muy seco, plantado ahí.

Kriegman toma otro vaso de vino blanco de la bandeja que está pasando de mala gana una de las chicas irlandesas, y Dale sacude la cabeza, rehusando. Su estómago ha estado nervioso durante toda esta primavera. El pastrami y la leche no combinan bien.

Mi querido amigo y vecino Myron Kriegman echa un largo trago, se relame los labios sonrientes y prosigue, con su voz rápida y ronca:

—Está bien. Sin embargo, tenemos que empezar con algo antes de tener un campo de Hitts. ¿Cómo se obtiene casi nada de absolutamente nada? Bueno, la respuesta está en la sencilla, vieja y buena geometría. Usted es matemático y profundizará en esto. Pero, ¿qué sabemos de las estructuras más simples, de los quarks? Sabemos... Vamos, amigo, piense.

Dale busca a tientas la respuesta. El ruido de la fiesta ha aumentado y le duele la boca del estómago. Esther está riendo al otro lado del cuarto de estar, debajo de la historiada moldura del arco, exhalando una bocanada de humo, mientras echa garbosamente atrás su cabecita.

—Se manifiestan en colores y aromas —dice—, y llevan cargas positivas o negativas en incrementos de un tercero.

—¡Ya lo tiene! —le interrumpe Kriegman—. Se presentan invariablemente en tríos, y no pueden separarse. Y ahora, ¿qué le sugiere esto? Piense. Tres cosas inseparables.

Padre, Hijo y Espíritu Santo, cruza el campo visual interior de Dale, pero no lo expresa con palabras. Tampoco Ello, Ego y Superego. Ni las tres hijas de Kriegman.

—¡Las tres dimensiones del espacio! —proclama Kriegman—. Tampoco pueden separarse. Y ahora preguntémonos: ¿por qué han de ser siempre tres dimensiones? ¿Por qué no vivimos en dos o en cuatro o en veinticuatro?

Es raro que el hombre haya mencionado estos números casi mágicos, casi reveladores, que Dale solía marcar minuciosamente con un círculo rojo. Ahora ve que han sido ilusiones, ondas en la nada como diría poéticamente Kriegman.

—No está usted pensando. Porque —responde él mismo alegremente— no se necesitan ni más ni menos que tres dimensiones para hacer un nudo, un nudo que se estrecha por sí solo y no podrá deshacerse. Y esto es lo que son las partículas últimas: nudos en el espacio-tiempo. No se puede hacer un nudo en dos dimensiones porque en ellas no hay encima o debajo; y, a ver si puede imaginarlo ya que es lo más fascinador, es posible hacer una maraña en cuatro dimensiones; pero no será un nudo, no aguantará, se deshará, no persistirá. Sé que va a preguntarme, puedo verlo en su cara, qué es este concepto, la persistencia. Para ella se necesita tiempo, ¿no es cierto? Y aquí está la clave: sin tiempo, no se tiene nada, y si el tiempo fuese tridimensional en vez de unidimensional, tampoco se tendría nada, y no se podría dar la vuelta en él y no habría causalidad. Sin causalidad no habría universo, ésta se invertiría. Sé que estas materias deben resultarle bastante elementales; lo deduzco de su manera de mirar por encima de mi hombro.

—No; sólo...

—Si ha cambiado de idea en lo de tomar una bebida, no será Esther quien vaya a buscársela; tendrá que pedirla a una de las chicas.

Dale se pone colorado y trata de centrar la atención en la prolija exposición, aunque se siente como un nudo de cuatro dimensiones, deshaciéndose.

—Discúlpeme —pide—, ¿cómo ha dicho usted que pasamos de la nada a algo?

Kriegman se toca ligeramente la cabeza para asegurarse de que la guirnalda sigue en su sitio.

—Muy bien. Es una pregunta oportuna. Precisamente, iba a apelar a la geometría para que usted vea la necesidad de que el espacio-tiempo sea como es y no me venga con toda esa teología. Tal como son las cosas, un número menor de dimensiones espaciales no podía ofrecer yuxtaposiciones suficientes para obtener moléculas de cualquier complejidad, por no hablar, digamos, de las células del cerebro. Con más de cuatro, que son las que tenemos con el espacio-tiempo, la complejidad aumenta; pero no de modo significativo: cuatro es mucho, suficiente. ¿De acuerdo?

Dale asiente con la cabeza, pensando en Esther y yo; en él y Verna. Yuxtaposiciones.

—Bien —dice Kriegman—. Imagínese nada, un vacío total. ¡Pero espere! ¡Hay algo en él! Puntos, geometría potencial. Una especie de polvo de puntos sin estructura. O, si esto le parece demasiado vago, imagine «una serie de puntos de Borel todavía no reunidos en una multiplicidad de cualquier dimensionalidad particular». Piense que este polvo gira en remolinos. Como todavía no existe dimensión, no hay proximidad ni lejanía, no gira exactamente como usted y yo concebimos un remolino; pero, sea como sea, algunos de ellos salen disparados en línea recta y se desvanecen, porque no hay nada que sostenga la estructura. Lo mismo ocurriría si, por casualidad... Todo esto es casualidad, tiene que ser casualidad ciega, Jesús...

Kriegman se está encogiendo, encorvando; su papada se adhiere más sólidamente a su pecho; y mueve la cabeza como si le diesen repetidos golpes en la nuca.

—Si por casualidad —continúa—, se configurasen en dos dimensiones, en tres o incluso en cuatro; pero, no siendo el tiempo la cuarta, todos se desvanecerían, serían meros accidentes en esta polvareda de puntos; no se podría decir que existiese algo hasta, incluso la palabra «hasta» es engañosa pues implica una duración que todavía no existe, hasta que... ¡bingo! El espacio-tiempo. Tres dimensiones espaciales, más el tiempo. Liga. Se solidifica. Ha nacido la semilla del universo. De la nada. De la nada y de la geometría en bruto, leyes que no pueden ser de otra manera, que nadie dio a Moisés, porque nadie tenía que hacerlo. Y una vez se ha obtenido esta semilla, este pequeño grano de mostaza, ¡bum! El Big Bang está a la vuelta de la esquina.

—Pero...

Más que por lo que dice aquel hombre, Dale está impresionado por su fervor, por la fe que brilla en sus pequeñas gafas trifocales, por el monótono color tostado de su cara y por los pliegues de su papada; por sus cabellos erizados y con entradas, por sus gruesas cejas proyectadas hacia fuera y hacia arriba, como pequeños cuernos de rinoceronte. Este hombre vive, está en la plenitud de su vida. La vida no es una carga para él. Dale se siente aplastado bajo su viva, móvil, alegre y despreocupada mirada.

—Pero —arguye débilmente— «polvo de puntos», «solidificación», «semilla», todo esto son metáforas.

—¿Hay algo que no lo sea? —responde Kriegman—. Como dice Platón, sombras en el fondo de la cueva. Sin embargo, no se puede prescindir de la razón. Si lo hiciésemos, pronto vendría alguien como Hitler o el amigo de Bonzo a dirigir las cosas. Mire, usted, que entiende de ordenadores, piense en binario. Cuando la materia se encuentra con la antimateria, ambas se desvanecen en pura energía. Pero las dos han existido; quiero decir que hubo una condición a la que llamaremos «existencia». Piense en uno y menos uno. Juntos suman cero, nothing, nada, niente. ¿De acuerdo? Imagínelos juntos e imagine después que se separan.

Tiende su vaso a Dale y le hace una demostración juntando las palmas de las manos, levantándolas y separándolas.

—¿Lo entiende? —pregunta cerrando los puños a la altura de sus hombros—. Ahora tiene algo, tiene dos algo, donde antes no tenía nada.

—Pero, en el sistema binario —observa Dale, devolviendo el vaso de plástico—, la alternativa de uno no es menos uno, es cero. Esto es lo que tiene de bello, mecánicamente hablando.

—Está bien. Comprendo. Me está preguntando qué es este menos uno. Se lo diré. Es un más uno moviéndose hacia atrás en el tiempo. Todo esto se encuentra en la espuma espacio-tiempo, dentro de la duración de Planck, no lo olvide. La polvareda de puntos da origen el tiempo, y el tiempo da origen a la polvareda de puntos. Elegante, ¿eh? Tiene que serlo. Es la casualidad ciega, más las puras matemáticas. Lo están probando todos los días. La astronomía, la física de las partículas, todo se relaciona. Piénselo y descanse, joven amigo. Es estupendo. La espuma espacio-tiempo.

Kriegman bromea. Dale lo prefiere cuando está cargado de celo, evangelizando en pro de la incredulidad. Esther ha desaparecido del arco. Van llegando nuevos invitados: Noreen Davis, la recepcionista negra que hace siete meses le dio sonriente aquellos impresos, con su calvo colaborador en la oficina principal de la Escuela de Teología, y alguien que se parece a Amy Eubank; pero no puede serlo; su aparato de reconocimiento debe de estar estropeado. Con cierto sentimiento masoquista, pregunta a Kriegman:

—¿Y qué me dice del origen de la vida? Sus probabilidades son también prácticamente nulas. Me refiero a un organismo que se reproduzca por su propio sistema de energía.

Kriegman resopla; agacha la cabeza como en un súbito ataque de timidez. Debajo de la guirnalda, todo su cuerpo parece encogerse dentro de la sucia chaqueta de pana, de codos remendados, y erguirse de nuevo en una actitud casi militar.

—Se da el caso de que ésta es precisamente mi especialidad —dice a Dale—. Todo aquello no era más que una gilipollez adornada fuera de mi cuerpo; no sé qué diablos es una serie de puntos de Borel. Pero, en cambio, sé exactamente cómo surgió la vida; es una noticia de última hora, al menos para los legos como usted. Arcilla. La arcilla es la solución. Una formación cristalina en finas capas proporcionó la plantilla, el andamiaje para los compuestos orgánicos y las formas de vida primitivas. Lo único que hizo la vida, compréndalo, fue apoderarse del fenotipo que había desarrollado por su cuenta la arcilla cristalina, siendo el factor transmisor genético enteramente controlado por el crecimiento y la epitaxia del cristal, y derivándose el factor de mutación de los defectos del cristal, que proporcionan, no hace falta que se le diga, las configuraciones alternativas estables que se necesitan para el almacenamiento de la información. Entonces, me preguntará: ¿Dónde está la evolución? Imagínese, joven amigo, el espacio poroso de una piedra arenisca. Con cada temporal de lluvia, se filtran a través de él toda clase de soluciones minerales. Se hallan presentes varios tipos de cristales que se duplicarán, reproduciendo cada uno de ellos sus defectos característicos. Algunos se adoptan con tal fuerza que forman un conjunto impenetrable. Éstos no sirven. Otros están tan flojos que son arrastrados cuando llueve. Tampoco sirven. Pero hay un tercer tipo que permanece allí y deja que las soluciones geoquímicas, que podemos llamar incluso nutritivas, pasen a través de ellos. Esto es bueno. Este tipo de cristal se multiplica y crece. Crece. Ahora tenemos en aquel poro de piedra arenisca una pasta pegajosa y permeable que se duplica. Tenemos un prototipo de la vida.

Kriegman echa un largo trago de mi Almaden y chasca los labios. Un vaso medio lleno está abandonado sobre la mesa de nogal que hay, junto al rojo sofá, y mi querido vecino lo cambia hábilmente por el suyo vacío.

—Pero... —dice Dale, esperando que su interlocutor le interrumpa.

—Va a decirme usted: pero ¿y nosotros? ¿Cómo se formaron las moléculas orgánicas? ¿Y por qué? Bueno, para no ser demasiado técnico, le diré que algunos aminoácidos, los ácidos bicarboxílico y tricarboxílico, hacen más solubles algunos iones de metales, como el aluminio. Esto nos da una protoenzima. Otros, como los polifosfatos, son muy adhesivos, lo cual, como yo digo, tiene un valor de supervivencia en el mundo prezoico que estamos tratando de imaginar. Las bases heterocíclicas, como la adenina, tienden a pegarse entre las capas de arcilla; muy pronto, relativamente hablando, tendremos algún polímero parecido al ARN, con carga negativa, accionando recíprocamente con los bordes de las partículas de arcilla, que tienden a tener una carga positiva. Entonces..., Escuche, sé que le estoy aburriendo; puedo ver en sus ojos que se está muriendo de ganas de ligar con alguien a quien mira por encima de mi hombro, tal vez una de mis chicas. Quizá le tomaría cariño a Miriam, si es capaz de soportar un poco de propaganda sufí; el aspecto antialcohólico de su doctrina es lo que no puedo sufrir. Entonces, como le iba diciendo, cuando se ha obtenido algo como el ARN, esta vez no en la sopa primordial (nadie se ha sentido hasta ahora demasiado satisfecho con esta loca teoría; es demasiado..., ¿cómo diría?, caldosa), sino en una buena y fresca pasta de genes de arcilla, la duplicación orgánica está a la vuelta de la esquina, primero como subsistema, una especie de paralelo extra opcional con el crecimiento del cristal, y después tomando el mando con aquel cambio genético que mencioné antes, y desapareciendo los genes de arcilla, ya que las moléculas orgánicas, compuestas principalmente de carbono, pueden hacer mejor el trabajo, una vez establecidas. Créame, amigo, esto llena muchas lagunas teoréticas. De la nada a la materia, de la materia a la vida, todo va como una seda. ¿Dios? Olvide las viejas patrañas.

Esther ha vuelto al cuarto de estar, en el otro lado del cual ha empezado a hablar con un joven a quien Dale no conoce, un estudiante graduado, del séquito de algún profesor, un guapo chico de harén, con unos revueltos cabellos lacios que no para de echarse atrás con los dedos. La cabecita de Esther, de ancha y reluciente frente y recogidos aladares rojos, está inclinada con aire divertido, como lo estaba con Dale el Día de Acción de Gracias del año pasado.

—¿Y qué me dice del paso de la vida a la mente? —pregunta Dale a Kriegman.

Su propia voz resuena muy lejana dentro de los huesos de su cráneo.

Kriegman resopla.

—No insulte a mi inteligencia —dice.

Su sonrisa se ha secado. De pronto, le fastidia todo aquello.

—La mente no es más que una manera de hablar —sentencia—. Es lo que hace el cerebro. El cerebro es lo que evolucionó, principalmente para regir nuestras manos. Si lo que me ha dicho es todo lo que hay en sus teorías, mi joven amigo, tiene aún mucho camino por recorrer.

—Lo sé —dice Dale con humildad.

A su morbosa manera cristiana, disfruta con el sabor a ceniza que tiene en la boca, con la sensación de haber sido intelectualmente aplastado.

—¿Tiene usted una amiga?

La brusca e impertinente pregunta deja pasmado a Dale.

—Será mejor que busque una —le aconseja Kriegman—. Para que le limpie las telarañas.

Viendo que Kriegman vuelve los encorvados hombros y se sumerge entre el grueso de los concurrentes a la fiesta, Dale da instintivamente un paso para seguirle, para prolongar aquel embrollo, para aprender más. El viejo se tambalea achispado, como un Minotauro que ha comido demasiado, con su cabeza sin cuello luciendo todavía la guirnalda que empieza a marchitarse. Dale se queda solo. Ve a todos los demás enzarzados alegremente entre sí, como una pasta filtrante de genes. Incluso la más joven de las chicas Kriegman, la quinceañera Cora, con un aparato corrector en los dientes y los cabellos peinados en cola de caballo, está departiendo animadamente con un círculo de admiradores: Jeremy Vanderluyten, que viste un temo completo, con leontina y todo, y que asiente solemnemente con la cabeza; el hijo tonto de Mrs. Ellicott, sonriendo con vaga cortesía, y Richie Lambert, observando con una mezcla de asombro y disgusto los esfuerzos inexpertos, pero confiados de Cora por mostrarse como una mujer hecha y derecha. Esther se ha desvanecido de nuevo. Todo lo que ha preocupado a Dale durante el invierno y el comienzo de la primavera, inflando tiernamente su cerebro, ha resultado ilusorio. Echa en falta a Verna, otra perdedora. Se pregunta por qué no ha venido. Pero aquí llega un hombre que lo sabrá: un anfitrión, de ojos grises, de cabellos grises, opaco como la piedra caliza. Irónicamente, exuda falsa solicitud.

—¡Pobre diablo! —le digo—. ¿Ha estado Kriegman apretándole las clavijas?

—Tiene muchas cosas que decir.

—Sobre cualquier tema. No le preste atención a ese viejo farolero. Parece usted afligido.

—Me preguntaba dónde está Verna.

—Esther y yo pensamos que era mejor no mezclarla en esto.

—Pero, ¿cómo está? Hace algún tiempo que no la veo.

—Está bien. Luchando contra el Departamento de Servicios Sociales, que quiere quitarle a Paula.

Conté a Dale la historia, omitiendo lo mejor, nuestra fornicación. Él pareció aliviado al desviar su atención de los problemas cósmicos.

—Necesita ayuda —dijo—. Tendría que ponerme en contacto con ella.

—Creo que debería hacerlo —le corroboré.

Esther se acercó a nosotros. Pero no me prestó atención.

—Dale —dijo, en tono acusador—, no se divierte usted. Venga a comer un poco de chile y charlaremos.

Le tiró de la manga. Su labio superior, ligeramente peludo, estaba sudoroso. Pude verlo desde mi ventajosa posición, a un lado y un poco por encima de su cara, y pude ver también la protuberancia de sus córneas, con sus iris de un verde pálido; y sentí que el pobre Dale creía que aquellos ojos húmedos querían transmitirle algún mensaje íntimo, algún secreto celular crucial, como que ella se estaba muriendo de leucemia o se hallaba embarazada.

—Lo ha pasado muy bien —repliqué—. Ha estado discutiendo su proyecto teológico con Kriegman.

—Ha sido una crueldad tuya —dijo Esther, para que Dale lo oyese— dejarle a merced de ese aburridísimo Myron. Habría sido mejor que conociese a sus hijas.

—Ya me las han presentado —informó Dale—. Flopsy, Mopsy y Cottontail.

Los tres nos echamos a reír, apreciándonos mutuamente, a nuestra triste manera.