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El desagrado que sentía Dale Kohler por las fiestas estableció otro lado secreto entre nosotros; en mi infancia, las zarandeadas excursiones en coche a los llanos rurales de Ohio, por la que era llamada, con mucha propiedad, Kinsman Pike, constituyeron mi primera asociación con las fiestas tribales cristianas americanas. Mi abandonada y desdichada madre sin marido, visitaba, conmigo, a su «gente»; los hombres, con cara de caballo, ruda y plácidamente asexuados; las mujeres, grandes masas inclinadas de grasa temblorosa, al borde, según me parecía, de la indecencia, con sus cohibidos accesos de risa, llevándose las manos a la boca a cada carcajada, con sus dientes cariados y puntiagudos, y colocando sobre la mesa la comida humeante y copiosa, que era como un maloliente double-entendre, algo que las excitaba, servido en un ambiente lleno de insinuaciones de corral, así como de lúgubre piedad.

En casa de mi tía abuela Wilma, un Jesús orante, de colores enfermizos y evasivos, pendía en la cocina sobre el amarillento papel de la pared, detrás del negro tubo de la chimenea que no se podía tocar de caliente que estaba. En el salón, sobre una mesita nudosa exclusivamente destinada a él, se hallaba el único libro, la Biblia familiar; su lomo tenía aristas de cartílago debajo del grueso cuero, arrugado como la piel de un animal sacrificado, con el mismo olor suave de la tenería. Una señal de desvaído color de espliego surgía, como una ancha lengua bífida, de entre las páginas de canto dorado. Flotaba en el ambiente un olor a petróleo e, impregnando los zapatos de los hombres, otro olor a humedad y a alimentos triturados para los animales. Aquellas salidas al campo me deprimían durante días en ambos sentidos, al preverlas y al recordarlas; y durante la actual estancia, tenía la impresión de que me hundía debajo de la mesa, de modo que mis recuerdos visuales se centran en la orla bordada del mantel y en las rodillas, los gordos tobillos y los arrugados zapatos que se ocultaban y frotaban el suelo de aquella oscura y extraña caverna. Es posible que, cuando era muy pequeño, me hubiese arrastrado realmente entre aquellos zapatos y aquellas rodillas.

El Cuatro de Julio se repetía el terrible cuadro festivo, a una temperatura de más de treinta grados y, a veces, al aire libre, sobre toscas mesas instaladas debajo de los tuliperos del jardín trasero, con pirámides de maíz en mazorca, relucientes de mantequilla, y fuentes de chuletas de cerdo que llegaban chamuscadas de la parrilla, entre aclamaciones que igual habrían podido dedicarse a una danzarina turca o al Mesías crucificado.

El opaco, tímido y amenazador silencio de los animales que se criaban en la granja se había contagiado a mis primos campesinos que, como aquellos animales, tendían a arremeter contra las cosas, como una manera de percibirlas. Vestidos con prendas de desvaído algodón, arremetían contra mí, y yo me defendía débilmente o me escondía, aunque también, en raras ocasiones, me engatusaban para que jugase al tejo o me llevaban a hacer una rápida excursión a un riachuelo lleno de berros, con una caña, un anzuelo y unas rojizas lombrices, a cuyos tormentos, al ser ensartadas, permanecían plácidamente ciegos mis atolondrados compañeros de juego. El pez no picaba nunca. La hilaridad de los mayores, debajo de los tuliperos, iba en aumento. La tarde no se acababa nunca; pero se adentraba poco a poco en el pálido crepúsculo del verano y, el fin, en la oscuridad del Pike. Entonces, mi frágil y doliente madre se ponía al volante de nuestro viejo «Buick», alegando que tenía jaqueca y que veía muy mal de noche.

Edna no participaba nunca en estas excursiones, a salvo con mi desgraciado padre y mi malvada madrastra en la suburbana Chagrín Falls, donde sus lecciones de tenis y de golf en «el club» estarían en pleno apogeo. En una majestuosa zona de edificios que imitaban el estilo Tudor y de pistas valladas al final del largo y curvo paseo, había una piscina, donde muchachos de pelo cortado a cepillo ejecutaban ejercicios acuáticos en honor de la figura en ciernes de Edna, y donde ella y sus invitados, de los que yo formaba parte durante un mes de exilio, obtenían milagrosamente innumerables coca-colas y perros calientes en la cantina de la piscina con sólo citar un número, la clave de nuestro padre. Aunque Edna, a quien la pubertad había añadido una vanidad femenina y un esnobismo efervescente a sus defectos, me gustaba muy poco; aquellos parientes del campo hacían que pensara en ella con afecto. La húmeda opresión de la sangre, de los antepasados, de la tradición tediosa y el pasado momificado, aquel pasado rural en que los estúpidos, perezosos y remolones espíritus de la tierra necesitaban periódicas cabriolas humanas que les incitasen a emprender de nuevo la marcha la próxima temporada: esto era lo que significaban las vacaciones para mí.

Con una segunda esposa, como había descubierto mi padre antes que yo, se aligeran las obligaciones sociales. Al principio, Esther y yo, en el arrebato de mi liberación de todos los convencionalismos que se esperan de los pastores, prescindimos por entero de la Acción de Gracias e incluso del árbol de Navidad, celebrando el nacimiento de nuestro salvador anunciado por la estrella (sólo según Mateo) celebrando, la víspera, una cena frugal a base de lenguado y champaña, y con un rutinario intercambio de regalos a la hora del desayuno. Mi primera esposa, Lilian, que era hija de un pastor, había sido ardiente partidaria de la mesa bulliciosa, de levantarse al amanecer para meter en el horno el pavo relleno, y de una hospitalidad caóticamente extendida. Estas ordalías sociales apaciguaban y allanaban la amargura mortal de su incapacidad biológica, una triste cruz que habíamos llevado los dos en común hasta que mi esperma, obtenido por masturbación detrás de una oscilante cortina y vertido en el sustituto de plástico de una vagina suministrado en el hospital (también me habían proporcionado ejemplares de Penthouse para estimular la acción y varios gastados libros en rústica Bee-Line, en los que leí, incluso cuando ya no hacía falta, un pequeño clásico titulado Hot Pants Schoolmarm), fue exonerada al microscopio. Estudiantes errantes, míseros feligreses, primos lejanos; a todos los recibíamos en una sofocante charada de fecundidad. El pavo del Día de Acción de Gracias, el pato de Navidad, la pierna de cordero de Pascua, el cuarto trasero asado del Día del Trabajo... que hacía que me doliese el codo por el esfuerzo de partirlo. ¡Pobre alta, dócil y estéril Lilian! Sólo temporalmente afligida por mi deserción, siguió un curso de secretariado, después de nuestro divorcio, y desapareció en la sede de una corporación en White Plains, una de esas instalaciones con lagos artificiales, abstractas fuentes de aluminio y aparcamientos de varios pisos. Después se casó, sorprendentemente por dinero, con un hombre corpulento y con media tonelada de hijos de anteriores matrimonios. Él la adora y la lleva a Florida cuatro meses al año, como una Perséfone del Nuevo Mundo.

Al madurar Richie hasta el punto de cambiar impresiones con sus iguales, Esther y yo tuvimos que reconstituir algunas observancias festivas. En realidad, la casa, con sus nobles paneles, sus chimeneas revestidas de azulejos y sus habitaciones de alto techo, exige fiestas. Por lo general, damos una, a últimos de mayo, para celebrar el fin del curso, aunque me parece, tal vez porque mi percepción es demasiado delicada, que está poco concurrida; no puedo librarme de la impresión de que los Kriegman, a su manera, y los Ellicott a la suya, se adaptan mejor a este vecindario que nosotros, Esther y yo, instintivamente inclinados a una austeridad bohemia: la antesala llena de libros, el desván oliendo a viejas pinturas. Tal vez por haber escandalizado a una parroquia hace catorce años, seguimos siendo tímidos. Pero hoy había yo encendido fuego en el cuarto de estar, y el baile crujiente de las llamas producía reflejos rojos en los ángulos prismáticos de nuestra mesa de cristal y en los vidrios curvos de nuestra gran ventana en arco. Aunque hacía frío en el exterior, con una película de nieve sobre el césped muerto y el muro de ladrillos, flotaba en la casa el cálido olor de la leña ardiendo y del yantar cociéndose, y Richie se había apartado de los desfiles y partidos de fútbol de la televisión, atraído por el misterio de nuestros invitados, los cuales llegaron por separado, cosa que debilitó su compactibilidad en mi mente, y me complugo. Dale fue el primero en llamar a la puerta, incongruente en su traje gris y su camisa abrochada; sólo su corbata, de un granate violento salpicado de verde, daba la nota chocante que esperamos de los científicos. Traía unas zinnias envueltas en un pequeño cucurucho de papel, el típico ramo que los jóvenes drogadictos venden ahora, procedente de las islas del tráfico, y lo ofreció a Esther, que había llegado corriendo por el pasillo sin quitarse el delantal.

—¡Qué amable! —exclamó ella.

—La amable es usted, por recibirme, Mrs. Lambert —dijo él. El muchacho tenía una delicadeza que yo olvidaba siempre. Además, su alta figura, que a la luz sesgada y como de capilla de mi despacho se plegaba rápidamente en el sillón universitario de delante de mi mesa, se erguía ahora imponente en mi vestíbulo, bien vestida y peinada, como en un disfraz agraciado, una forma de potencia. No llevaba sombrero. Como sus rizados y ralos cabellos castaños habían sido peinados con agua hacia atrás, su frente quedaba al descubierto y parecía curiosamente blanca, con el mismo candor antinatural de sus ojos.

—¡Oh, no! —dijo Esther, ligeramente nerviosa, como parecen estar todas las mujeres cuando sostienen un ramo de flores—. Nos encanta que haya venido. Rog me ha hablado mucho de usted; por lo visto le ha causado una gran impresión.

Llevaba un delantal con volantes sobre un vestido de terciopelo verde de cuello alto.

—Grande pero, según creo, bastante negativa —dijo él, dirigiéndole una sonrisa que yo no había visto nunca en mi despacho. Su boca denotaba nerviosismo y parecía predatoria en su afán de convertirme; en las comisuras de sus labios burbujeaba algunas veces la saliva. Mientras sonreía a Esther no dilataba los labios, sino que les daba forma y los separaba ligeramente como en espera del próximo movimiento de ella. Ahora vi a Esther a través de los ojos de él, a mi pequeña esposa, con su tensa y pulcra figura todavía más acortada desde ese ángulo de visión que desde el mío. Sus cabellos rojizos y el cuidadoso peinado habían sido aflojados y revueltos por el trabajo y el calor de la cocina; sus ojos saltones se veían muy verdes a la luz que se filtraba por la puerta de la entrada. Esther había asumido un aire chispeante, despabilado, con esa alegría potencial, serena e irónica de las mujeres mayores.

—No, en absoluto —intervine—. Precisamente, el otro día hablé a Cosson de su subvención, y él pensó que podría convertirse en una divertida publicidad que se supiese que la Escuela patrocinaba la Teología por ordenador. Dale pareció inquieto.

—No veo en qué podría ayudarnos la publicidad.

—Rog quiere decir —le aclaró Esther— que la Escuela piensa que podría ayudarles a ellos. Iré a poner sus lindas flores en agua.

Se alejó rápidamente, repiqueteando los tacones. Sus caderas tiraban en todos los sentidos, del terciopelo iridiscente de su vestido verde del Día de Acción de Gracias, y la luz resaltaba el zigzag de los pliegues.

Dije en broma a Dale, refiriéndome a la publicidad:

—«Predicad el Evangelio a todas las criaturas.»

—«Cuando rece —citó a su vez—, entra en tu cámara.»

No llevaba abrigo; por consiguiente, no pude tomarlo. Le conduje al cuarto de estar.

—Hola —dijo Richie, con aire culpable, levantándose del lado del fuego.

Había conectado su pequeño «Sony» y contemplaba cómo unos hombrecillos vestidos de rojo luchaban contra otros vestidos de azul.

—Hola. Feliz Día de Acción de Gracias. ¿Quién va ganando? ¿Los Pats o Dallas?

—Los Pats apestan.

—No siempre. Eason ha tenido algunos días grandes esta temporada.

De nuevo me sorprendió el savoir-faire del joven, su rapidez en establecer conexiones humanas, y sentí una absurda punzada de celos: como si quisiera que él, después de nuestros combates verbales sobre el tema de la Creación, fuese solamente mío. Era promiscuo, en su imperturbable convicción de estar en lo cierto, y ésta era otra razón para destruirle. Le ofrecí algo de beber, indicándole que yo tomaba un vaso de vino blanco.

—¿Un Bloody Mary? ¿Tal vez bourbon o whisky escocés? Rehusó, inmediata y suavemente, como el que está acostumbrado a rehusar, y me preguntó si tenía zumo de arándano. Le dije que iría a ver y, para mi sorpresa encontré en el frigorífico media botella de aquel espantoso líquido. El zumo de arándano me deprime, pues me recuerda los pantanos, los alimentos de régimen, los niños con el labio superior manchado y las ancianas que se reúnen en salones polvorientos para aunar los cosquilleos de sus días crepusculares. Parece teñido. Cuando volví con un vaso de aquel zumo, Dale y Richie estaban enfrascados en una profunda conversación, en la mesa de cristal para el café.

—Una computadora no cuenta como nosotros. Muéstrame cómo sacas una raíz cuadrada. Digamos la raíz cuadrada de cincuenta y dos.

Mientras el niño se inclinaba sobre la mesa para resolver el problema y escribía despacio, Dale me miró y dijo:

—Tiene usted una casa preciosa.

—También le impresionó la Escuela de Teología, si no recuerdo mal.

—Tal vez me impresiono con mucha facilidad.

—Es que siempre parece encontrarme en ambientes escogidos —le aclaré.

—Estoy seguro de que los tiene bien ganados —me dijo sin sonreír. Se dirigió al muchacho, sentado a su lado, sobre el sofá tapizado de seda roja que no estaba lo bastante cerca de la mesa de cristal para que pudiese hacer cómodamente sus cálculos.

—¿No es verdad, Richie? Tu padre trabaja de firme, ¿no?

—Lo único que hace es leer libros que no lee nadie más que él.

Yo estaba tratando de recordar toda la cita que había hecho Dale. Correspondía al pasaje de Mateo sobre los hipócritas que rezan en público. Entra en tu cámara, y cuando hayas cerrado la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto. Tu Padre, que está en el secreto, bendito sea Tu nombre.

—¿Cuál es la raíz cuadrada de cincuenta y dos? —le dijo Dale a Richie.

Me pregunté cómo se le habría ocurrido aquel número, que era el de mi edad.

—Me fastidia sacar raíces cuadradas. Me sale siete, coma, dos y un poco más.

—Digamos siete, coma, dos, uno. Muy bien. Mira cómo lo haría una computadora. Hace un cálculo después lo introduce en una fórmula que ha sido programada y obtiene un nuevo número; y después lo conecta con la misma fórmula y repite la operación una y otra vez hasta que obtiene el resultado con todos los decimales imaginables. Aquí está la fórmula.

Tomó una hoja de papel y escribió algo que no me molesté en mirar. Estaba observando a través de la ventana para ver si llegaban nuestros otros invitados. Esther había hablado con Verna por teléfono y me había dicho que la muchacha parecía asombrada y enfurruñada, y que comentó que no estaba segura de encontrar un canguro el Día de Acción de Gracias. Al final, quedó en que telefonearía si no podía encontrarlo; pero no había llamado.

—Digamos que la N mayúscula es el número, cincuenta y dos en nuestro caso, cuya raíz cuadrada quieres encontrar, y sub uno, y sub dos, tres, cuatro, etcétera, son las aproximaciones sucesivas de su raíz. Ahora puedes ver que en ninguna fase será y igual a N dividida por y salvo en un caso. ¿Cuál es?

Mi pobre hijo pensó. Yo podía sentir cómo daban vueltas los tiernos engranajes de su cerebro, sin conseguir nada.

—No lo sé —confesó al fin.

—Está claro —dijo Dale—, si y se ha convertido en la verdadera raíz. Si no es así, hay una diferencia, una discrepancia, entre y y N dividido por y. Pero si tomas el promedio de los dos números, quiero decir si los sumas y los divides por dos, estarás un poco más cerca de la solución, ¿verdad? Tienes que estarlo. ¿Lo ves?

—S... sí. Creo que sí.

Se había hecho la luz, o al menos lo parecía.

—¡Sí que lo veo! —exclamó el muchacho, y el entusiasmo, o su simulación, hizo que se le quebrase la voz.

Había momentos en que me recordaba a mi madre, Alma, que, a veces, parecía, a mis ojos infantiles, que trataba de ponerse al día, de recobrar el ritmo de un mundo que se había movido y seguía moviéndose con demasiada rapidez para ella.

—Estupendo —dijo Dale—. Así, llamaremos y sub dos a esta nueva y, y la pondremos en el lugar de la antigua y en la fórmula y continuaremos hasta que empecemos a obtener la misma solución, como digo, en cierto número de lugares. Entonces, ésta es la solución, y la computadora la proyecta en la pantalla en mucho menos de un segundo. Pero ha tenido que hacer docenas y docenas de pequeñas operaciones, todas ellas en números binarios. Sabes lo que son los números binarios, ¿verdad?

—Un poco.

—¿Qué os enseñan en el colegio, Richie? ¿A qué colegio vas?

—Pilgrim Day —fue la confusa respuesta.

—Muy elegante —dije yo, desde arriba—. Muy conservador. Creo que todavía usan la numeración romana.

La vista desde la ventana salediza, cuyo asiento había provisto Esther hacía tiempo de cojines forrados de una tela cuyos dibujos chinos había descolorido el sol, difuminando los tejados de las pagodas y las igualmente plácidas caras blancas, abarcaba la mal cuidada parte interior de nuestro seto, algunos prospectos de supermercado congelados sobre el césped tapizado de nieve, un envoltorio «Milky Way» castaño, un algarrobo de la miel junto al bordillo y, al otro lado de la calle, la casa de postigos cerrados de la corpulenta y paranoica viuda de un profesor de Arameo. Pero no había señales de Verna, que sin duda habría envuelto en una bufanda su cara rebelde y gordinflona para resguardarla del frío, y cuyos ojos sin pestañas debían ser como rendijas lacrimosas y ribeteadas de rojo.

—Para terminar, Richie. Has obtenido la solución de siete coma dos uno. Pero sigamos adelante y sustituyamos diez como nuestra presunción para la raíz cuadrada; incluso tú puedes ver inmediatamente que la solución tiene que ser siete y un poco más.

¿Por qué?

—Porque... —dijo Richie después de una pausa.

Ahora, yo estaba sudando por él, por mi hijo que se hallaba en un aprieto. Aunque vacilando, dijo:

—¿Porque la raíz cuadrada de cuarenta y nueve es siete?

—Muuuy bien.

Dale, en su papel de hermano mayor, de benévolo monitor, mostraba un interés auténtico que me dio escalofríos.

—Por consiguiente, si introduces diez, la nueva y será igual a la mitad de diez más... ¿Cuánto es cincuenta y dos dividido por diez? Vamos, es fácil.

—Cinco coma dos.

—Exacto.

Halagar, halagar. La aburrida función del maestro: provocar la erección mental.

—Tenemos, pues, la mitad de quince coma dos, o sea siete coma seis; nos estamos acercando a la solución correcta, que es...

—Lo he olvidado.

—¿Cómo has podido olvidarlo? Si tú mismo acabas de sacarlo a tu manera.

—¿Siete coma dos?

—Naturalmente. Muy bien. Así, en la siguiente operación, la nueva y será igual a siete coma seis más cincuenta y dos dividido por siete coma seis, lo cual nos dará, digamos, seis, coma ocho, de manera que la suma dividida por dos nos dará... ¿qué?

—Hum... ¿Siete coma dos?

—¿Y esto es...? —No pudo esperar a que el chico terminase la frase—. La solución. ¡Con un decimal! ¿No es magnífico?

Mi atribulado hijo asintió cortésmente con la cabeza.

Esther entró en la habitación y pareció casi desnuda sin su delantal. Un duendecillo hembra de ojos verdes y vestido verde. El duende de la casa. El mobiliario, incluso los zócalos, parecieron agruparse alrededor de ella para saludar a la Reina Mab de Malvin Lane.

Dale se dio prisa en concluir:

—Todavía no es la solución exacta; ésta no lo es, a menos que N sea un cuadrado; pero cuando la diferencia entre dos soluciones sucesivas para y, es de menos del decimal que hemos programado (punto cero, cero, cero, cero, cero cinco, si queremos ser exactos dentro de cinco millonésimas), el lazo se rompe y la computadora pasa a hacer lo que está programado como su operación siguiente. Un proceso que se repite de este modo recibe el nombre de algoritmo iterativo, o lazo. Ya lo ves, Richie, lo que nuestras mentes captan por intuición y una especie de cálculo instintivo, la computadora tiene que averiguarlo fatigosamente gracias a estos lazos. Pero a ella no le importan todos los pequeños pasos que tiene que dar, porque la electricidad viaja muy de prisa y las distancias entre los circuitos han sido reducidas a casi nada. La computadora es mucho más rápida que nosotros; pero no tiene sentido común, no tiene experiencia. El truco está en hacer que estos lazos converjan hacia la verdadera solución; si no es así, pueden divergir o, como decimos nosotros, explotar y volverse completamente irreales. —Dale miró a Esther—. Un chico muy inteligente —dijo.

—Temo que no en matemáticas. En eso se parece a su padre.

Por primera vez en nuestra antagónica relación, Dale me miró casi con franco disgusto.

—¿No era usted bueno en matemáticas cuando estudiaba en el colegio?

—No. No era bueno. Mi psique se rebelaba. Las matemáticas... —me di cuenta de que estaba hablando con una grandilocuencia bastante tonta— me deprimen.

Necesitaba más vino, y envidié el vaso lleno de Esther.

—Oh, no tienen por qué ser deprimentes —dijo muy serio el joven—. No hay en ellas nada amenazador, como en otras ramas del conocimiento. Por ejemplo, la Geología. Son... —sus largos y flexibles dedos trazaron pequeños círculos en el aire, describiendo un movimiento inofensivo, una rápida música cinética— son limpias —concluyó, dejando suspendido entre nosotros, sobre la mesa de cristal, entre el chispeante fuego y la librería en la que Esther había colocado las zinnias en un florero marrón descantillado, la implicada masa de todo lo que no es limpio, de todo lo que es sucio y lento y nos rebaja.

Mi mujer, agitando un cigarrillo emboquillado de color rosa que acababa de encender, con un ademán que me pareció de una jactancia desacostumbrada en ella, declaró:

—Yo era buena en Matemáticas. Mi padre me decía que no podía imaginarse nada menos útil para una mujer. Pero recuerdo que yo las adoraba. Como cuando haces lo que te dicen los libros y ves que todo coincide.

Dale le dedicó su atención.

—O no coinciden del todo. Ahora, hay una rama de las Matemáticas, en realidad está entre las Matemáticas y la Física, que sólo puede practicarse con ordenador; montan estos autómatas celulares, pequeñas tejas coloreadas cada una de las cuales representa un número, con cierta pequeña serie de reglas sobre qué combinaciones de color en las tejas circundantes producen un color determinado en cada nueva teja, y es sorprendente lo sencillas que parecen tales reglas y cómo se desarrollan los asombrosos y complejos dibujos. Algunos se acaban de pronto, obedeciendo a su lógica interna, y otros dan señales de continuar eternamente, sin repetirse nunca. Mi propia opinión es que, con esta clase de comportamiento matemático, nos acercamos mucho a la textura de la Creación, si puedo expresarme así; las analogías visuales con el ADN saltan a la vista, y hay muchos fenómenos físicos, no solamente biológicos, sino cosas como la turbulencia fluida, que son lo que nosotros llamamos computadoramente irreductibles, es decir, sólo pueden ser descritas paso a paso. Ahora bien, esto se puede imitar en un ordenador, si se encuentran los algoritmos adecuados. Se están empezando a usar los ordenadores para este estudio del caos o la complejidad. Las implicaciones son enormes: si puede ser modelado el universo físico por un sistema de computación y sus leyes consideradas como algoritmos, se podrá modelar la realidad misma en una máquina lo bastante potente y con suficiente memoria, ¡y después interrogarla!

Estaba hablando al vacío. Sólo yo sabía lo que pretendía. Le dije:

—Si es un modelo fiel, defenderá la Quinta Enmienda.

—Pero a Richie le encanta la Historia. ¿Verdad, querido? —preguntó Esther al niño con ese tono de voz un poco fuerte con que simulamos hablar a una persona cuando en realidad nos dirigimos a otra—. Con tal de que no se remonte más allá de la edad de Buddy Holly.

Esto me pareció una ironía innecesaria. Lo que estaba diciendo de forma subconsciente a Dale era: ¿Ves con quiénes tengo que habérmelas? Con un par de zoquetes.

No me resulta fácil saber o imaginarme la actitud de Esther respecto a otros varones. Desde luego, al principio, como reacción por haberme apartado del ministerio, de mi esposa y de unos hijos que nunca habrían de nacer, se encerró en nosotros, Esther y Roger, y durante cuatro o cinco años fue toda ardor nacido de la vergüenza y fidelidad nacida de la culpa. Entonces empezó Richie a ir al parvulario; mi reeducación aseguró mi posición en la Escuela de Teología, y nuestra vida privada, la duramente ganada y antaño ilícita intimidad en la que éramos como dos gladiadores cuya encarnizada lucha fascina a todo un circo, se fue convirtiendo poco a poco, de forma casi imperceptible, en una comedia, en una exhibición, aquí y allá, de imágenes de nosotros mismos en tamaño natural, mientras nuestras personas reales se encogían hasta convertirse en enanos titiriteros, manipuladores invisibles que, cuando se quedaban solos después de la representación, habían perdido la voz. Yo era lo bastante viejo para aceptar nuestra vida sexual menguante como parte de una extinción general, de una retirada biológica. Pero, ¿y Esther? Su nerviosismo y su tedio parecían más intensos algunos días del mes. Daba la impresión de que hoy era uno de estos días; los movimientos de la mano y de la boca tenían una rapidez eléctrica, y se apartaba los cabellos de la frente con desacostumbrada y fogosa «energía»; me daba la impresión de que se tenía que estremecer a su contacto, como al tocar un brillante aparato de cocina que establece un corto circuito. Sus cabellos eran tan vivaces que, si ella se quitaba una horquilla y la sostenía un momento entre los dientes, en seguida se agrupaban de nuevo, se enroscaban y quedaban aún más apretados sobre la parte posterior del cráneo.

—El hombre que realmente me gusta de aquella era primitiva es Fats Domino —dijo Dale después de una pausa, desviando la mirada hacia mi mujer.

Era como si estuviese hablando en un idioma extranjero, valiéndose de un libro de frases hechas, y no estuviese del todo seguro de que su output era también el input de sus oyentes. A mí empezaba a dolerme la cabeza. Los días de fiesta producen en mí este efecto. Ahora tenía en la mano un vaso lleno de vino, sin que recordase cuándo lo había cogido.

—Sí, se le puede ver en películas antiguas —respondió Richie siguiendo el juego, pero con poca convicción.

Salvo cuando está abstraído delante de su televisor, parece hallarse casi siempre en un mar de confusiones.

—Junto con Little Richard y Diana Ross antes de que fuese Diana Ross —concluyó.

Sonó el timbre de la puerta, nuestro timbre infame, sofocado en capas de herrumbre y armando un ruido capaz de poner en fuga a todas las familias de ratones domiciliadas en los listones y en el yeso de detrás de los paneles de nuestras paredes.

—Debe ser tu querida sobrina —me dijo Esther—. No se ha dado mucha prisa.

—Yo le he telefoneado —informó Dale— para que viniese conmigo; pero no me ha contestado. Tampoco respondió la noche pasada.

Ambos parecían dolidos. Ambos eran buenos en Matemáticas. Se avenían bien. Yo me dirigí a la puerta. La casa está construida de manera que no se pude ir rápidamente desde el cuarto de estar a la puerta de entrada; hay que pasar por debajo del arco, con su elaborada ornamentación, y seguir después todo el pasillo, en cuyo extremo, una puerta cierra el vestíbulo. A través de su único, grande y sucio cristal, y también a través de la estrecha lámina de vidrio emplomado junto a la puerta de la entrada, pude ver a Verna que atisbaba indecisa hacia el interior, con sus ojos sesgados en el ancho semblante. Parecía tener frío y estar asustada. Al abrir yo las varias puertas para que entrase, la madera, reseca por la fuerte calefacción y el aire crudo de finales de otoño, crujió y chirrió de un modo alarmante. Y no sólo para Verna, la cual traía consigo a Paula, muy abrigada, con un gorro de lana torcido sobre la cara de manera que nada más mostraba una suave mejilla morena y un ojo azul oscuro lacrimoso.

—Lo siento, Nunc —dijo Verna, con su vocecilla aflautada—. Las he pasado moradas. Primero falló mi canguro. Entonces el hermano de la chica que aquélla me recomendó, vino al apartamento y trató de organizar follón, por lo que tuve que armar un griterío para librarme de él. Después, Poops se ensució en las braguitas y hasta que no le di un puñado de galletas para que se estuviese quieta, no me dejó que la vistiese. Luego, tuve que limpiarle la cara de todas las migajas. Después, el autobús no venía en el bulevar. Y no venía. Empecé a llorar, y los viejos vagabundos y las furcias que esperaban conmigo el autobús empezaron a parlotear y a jugar con la pequeña de manera que tuve miedo de que la secuestrasen o hiciesen alguna locura. Están locos, ¿sabes?, toda esa gente que duerme en los portales envueltos en cartones y otras porquerías. No sé a dónde irían en un día de fiesta. Supongo que a pedir limosna en alguna parte. Entonces, cuando tomé por fin el autobús, me bajé una parada después de la debida y me encontré delante de una planta de estudios químicos que está en construcción y donde nadie sabía nada. ¡Caray! Me parecía que llevaba horas andando. Al llegar al final de esta calle, estaba tan cansada que puse a Paula en el suelo para que anduviese un poco. Sabe andar perfectamente cuando se trata de hurgar en mis cajones en el apartamento y revolverlo todo; pero la pequeña zorra se quedó sentada sobre las frías baldosas, sin querer moverse; y empezó a chillar hasta que llegó una vieja bruja con un perrito blanco de pelos tan largos que le cubrían la cara y las patas. El animal empezó a husmear a la pequeña y le dio tal susto que ella decidió que yo era un mal menor. Y ahora que la llevo de nuevo en brazos, me parece que su abrigo huele a pipí de perro. Cada vez que salgo de casa me ocurre algo parecido. Debería renunciar a hacerlo. Siento haberme retrasado tanto. Ha sido una jodienda. Dijo todo esto, con acompañamiento de murmullos de simpatía paternal por mi parte, mientras se quitaba el abrigo y despojaba a Paula del suyo. Esther había llegado al vestíbulo y oído el final del relato. Tendió a Verna una de sus finas manos. Esther tiene unas manos tan delgadas que intimidan, con pecas en el dorso y unas uñas tan largas que a veces temo que me arañen accidentalmente al darse la vuelta en la cama.

—¡Pobrecita! Parece una pesadilla.

—Más o menos, mi vida es siempre así —le dijo Verna.

Suspirando, y de pronto recordó parte de la aventura:

—En el autobús, un viejo verde con un aliento que olía a mezcla de whisky rancio y dientes podridos, trató de ponerme los puntos, haciendo carantoñas a mi pequeña. Ella le sonreía con picardía. Es toda una coqueta. ¿Verdad que sí, Poops?

Y sacudió a la niña un poco más fuerte de lo necesario para recalcar la broma.

Los grandes ojos azul marino de Paula se habían fijado en mí, y su rolliza manita de color de miel, con sus deditos cónicos y doblados se tendió en mi dirección. La sangre de su padre era visible a la fuerte luz del vestíbulo: un ensanchamiento de las ventanas de la pequeña nariz, y un brillo en las hebras negras de sus todavía finos cabellos, que habían sido peinados hacia atrás y recogidos en dos diminutas colas, como si su madre hubiese querido declarar: Ésta es mi negrita.

—Rog debió haber ido a buscarte en su coche —dijo Esther, aunque no lo había sugerido en ningún momento.

Yo me defendí:

—Pensé que Dale...

La verdad era que el vecindario tenía una zona de aparcamiento para los coches de los residentes. Pero muchos automóviles extraños, de estudiantes de la Escuela de Teología o de las muchas personas que van de compras a Summer Boulevard, invaden nuestro sector, y si uno encuentra un espacio delante de su propia casa, será un imbécil si renuncia a él. Cambié de tema, volviéndome a Verna.

—Me sorprende que hubiese alguien en el Anexo de Química el Día de Acción de Gracias.

—Oh, había unos tipos allí; pero no sé lo que estarían buscando. Nunca había oído hablar de Malvin Lane, esto es seguro. Y yo la encontré al fin con sólo doblar la esquina.

—Las dos culturas —me lamenté, hipócritamente.

—Ven y conocerás a nuestro hijo —dijo Esther, precediéndonos a lo largo de un trozo del pasillo, pero retrocediendo y entrando en la cocina, de donde emanaba el aroma de nuestra cena como el incienso estupefaciente que en tiempos precristianos acompañaba las profecías.

Conduje a Verna al cuarto de estar.

—Hola, Bozo —dijo perezosamente a Dale al levantarse éste o, mejor dicho, al hacerlo a medias y quedar inmóvil. No se tocaron. Una vez más traté de deducir si se habían acostado juntos, y resolví que no, aunque no me satisfizo del todo la conclusión.

Ella alargó un brazo y tocó a Richie, estrechando después la mano que él le tendía, con esa exasperante flojedad de los adolescentes.

—Conque tú eres el chico que lo sabe todo acerca de Cyndi Lauper —dijo.

—¿No es formidable? —respondió él, sorprendido y satisfecho. Necesita amigos. Esther y yo debemos parecerle viejos y remotos. Las niñas Kriegman y él solían jugar juntos, pero Cora, que es la que más se le aproxima en edad, es ahora, a los quince años, tan mujer como las otras dos. Se ha convertido en una cualquiera, como dijo Richie.

—Es muy buena —le dijo Verna, asumiendo el tono reflexivo de los adultos—. Aunque todos esos tipos del rock no son en realidad gran cosa, somos nosotros quienes les damos valor.

Era encantadora, pensé; había traído la vieja despreocupación melosa de Edna a una era en que podía ser un estilo en vez de una tendencia oculta. Llevaba un vestido de lana de color rojo ladrillo con un amplio escote festoneado. Aunque sólo contaba diecinueve años, tenía el pecho bajo, e igualmente desarrolladas y escurridas las caderas. Sin embargo había una elasticidad juvenil y algo imprevisible implícitos en su cuerpo. Su piel era cetrina y sus retorcidos cabellos, con mechas decoloradas, le caían sobre los hombros, en descuidados y al parecer húmedos rizos, de modo que había algo prerrafaelista y etéreo en sus reflejos. Su cabecita, inclinada hacia delante, se apoyaba en un cuello sólido, ancho y plano en la nuca. Las orejas habían sido perforadas varias veces y pendían de ellas unos aros de oro. Lucía algunos anillos en sus dedos; pero había entre ellos, inesperadamente, un ancho aro de cobre en uno de los índices y un pedrusco de turquesa en un meñique. Las uñas eran cortas, como las de una niña, y esto me conmovió. Verna no arañaría, si acariciase.

—¿Da? —dijo Paula.

Su madre le había quitado el mugriento abrigo en el vestíbulo; los pies descalzos de la niña agarraban la pelusa de nuestra alfombra de Bujara, como si temiese caer a través de ella. No estaba claro a quién se había dirigido, si a mí, a Richie o a Dale. Toda una coqueta, había dicho Verna. Con los codos delicada y aprensivamente levantados y apuntando ante sí, la pequeña avanzó tambaleándose sobre sus débiles, estrechos y tiernos pies, hacia la mesa de cristal. Al llegar golpeó victoriosamente la superficie con sus manitas húmedas.

—¡Da! Dale, sentado de nuevo, alargó los brazos y la colocó sobre sus rodillas.

Verna giró la cabeza despacio, sobre su robusto cuello, y dijo: —Una casa estupenda, Nunc. Se ve que los profesores os ganáis bien la vida.

—Es cuestión de tiempo —le expliqué.

En realidad, el padre de Esther se había mostrado generoso. Los leños crepitaron en la chimenea y se derrumbaron de pronto con un surtidor de chispas. Richie se levantó y los arregló con las tenazas. Paula se inclinó, sobre las rodillas de Dale, hacia una cajita de plata para cigarrillos que el padre de Esther (se llama Arnold Prince) nos había regalado por nuestro quinto aniversario. A él, viudo y de Albany, «le habían ido bien las cosas según decía la gente, y al cabo de cinco años de dócil matrimonio, nos habíamos ganado esta señal de su benevolencia. Además, a partir de entonces, con notable magnanimidad, empezó a entregar a Esther partes de su herencia, proporcionándole cierta aureola de independencia y de valor añadido. Nos habíamos casado civilmente en Troy, Nueva York, la ciudad más próxima al pueblo que había encubierto nuestro escándalo. En realidad, enfrentarnos con la opinión pública, había sido una gran satisfacción, como la que a veces reconocen los soldados que vuelven de la guerra que fue el acto de matar; como la que nos produce el sabor de los contratiempos y los fracasos de los demás. Sin embargo, catorce años después, había pasado a una conformidad un tanto reorganizada, con las bendiciones de mi suegro, representadas por el brillante regalo, presa ahora de las resbaladizas manos de mi sobrina nieta mulata.

Pregunté a Verna:

—¿Quieres beber algo?

—¡Oh, sí, tío Roger! —dijo ella—. Pensé que nunca me lo preguntarías. Me encantaría un Ruso Negro.

—Hum... ¿Con qué se prepara? Vodka y...

Kahlúa.

—Me lo temía. No tenemos Kahlúa.

—Entonces, ¿tenéis Grasshopper?

—¿Y sus ingredientes son...?

—¡Oh, vamos! Adivínalo.

¿Estaba jugando conmigo?

—¿Crema de menta?

—Desde luego, pero no sé todo lo que ponen además. Crema de leche, eso sí que lo sé, y alguna otra crema de algo. Entonces lo agitan con trocitos de hielo y lo sirven en una copa de cóctel. Es delicioso, Nunc. ¿No lo has probado nunca?

—¿Cuándo vas a esos bares tan elegantes? —le preguntó Dale, desde el sofá.

Había extendido y juntado sus manazas para impedir que la caja de cigarrillos cayese sobre la mesa de cristal. Paula estaba chupando una punta de la tapa, que había levantado. De la caja, cayeron unos cuantos «English Ovals» de colores y secos, que estaban allí desde la fiesta que había celebrado en mayo con otros miembros de la Facultad.

Verna le sonrió afectadamente, por haberle preguntado aquello, y me miró de reojo, advirtiendo mi interés.

—No tienen que ser tan elegantes —dijo—. En el del final de Prospect, el que tiene un altillo que se quemó, hacen un Grasshopper estupendo.

—¿Quién te lleva allí? —le preguntó Dale, y era precisamente lo que yo había querido preguntar.

—Oh... Muchachos. ¿Qué te importa a ti? Una chica tiene que divertirse un poco, ¿sabes?

—Como dice la canción —intervino Richie, orgulloso de haberlo pensado y satisfecho de arreglar el fuego con tanta competencia.

—Sí —corroboró Verna a Dale—. Como dicen los hombres, como dice la canción.

Me pareció que había en sus modales cierta vulgaridad aprendida, imitada, de las cantantes punk y de Gher y Bette Midler, de cierta vena de descaro norteamericano que se remontaba al menos a las Andrews Sisters.

—Podría prepararte un Bloody Mary —sugerí.

—Sería estupendo —me dijo ella, arrastrando las palabras, como si flirtease con el mozo de un bar para fastidiar al amigo que la había traído.

Una gran conmoción llenó la estancia, se apoderó de ella, desde la alfombra de Bujara hasta las dentadas molduras del techo. Paula había dejado caer la caja de cigarrillos sobre la mesa de cristal. Dale y Richie miraron, con aire sorprendido y culpable. Verna, que estaba encendiendo un cigarrillo, suspiró de modo que se apagó la cerilla, y tuvo que encender otra.

—¿Lo ves, Nunc? —dijo—. Es una mala pieza.

Me acerqué a la mesa y dije:

—No ha pasado nada.

Pero mis agudos ojos detectaron un arañazo en forma de insecto en el cristal y una esquina doblada en la cajita de plata de ley.

Limpie ésta lo mejor que pude con la manga de mi chaqueta de tweed y volví a meter en ella los cigarrillos, tan secos que algunos se rompieron entre mis dedos.

En la cocina, Esther estaba luchando con la comida. Tenía los cabellos revueltos, desprendidas las horquillas. Me hizo una mueca de Medusa y dijo:

—¡Nunca más!

Lo dice todos los años, el Día de Acción de Gracias.

Cuando volví con el cóctel de Verna y otro vaso de vino para mí, los jóvenes estaban agrupados junto a la mesa, murmurando en un lenguaje que yo no comprendía. Juventud: la cadena montañosa que la aísla en un valle lejos del nuestro se hace más escarpada, diría yo, y el capitalismo la explota con creciente ferocidad, como un mercado aparte, exhibiendo en él nuevos mundos de gastos potenciales: juegos de vídeo caseros, botas de esquí abiertas por detrás y millones de fragmentos de lamentos casi musicales cortados por láser en discos compactos. Cada día más técnicas de la información, cada día más información inane. Vi que estaban apretujados porque Dale dibujaba en el dorso de un sobre unas cajitas conectadas por líneas. Observé, con mi talante sociológico, que el sobre era de la compañía telefónica: los guardianes de la nación irrumpieron en «AT & T», con el resultado de que nuestras facturas son ahora tan abultadas como cartas de amor y de que la línea crepita como Rice Krispies cuando levantamos el auricular. Vi que había palabras escritas en las cajitas: O, Y, NO. Los rudimentos del nuevo Evangelio.

—Mira —decía Dale.

Se dirigía a Richie; pero Verna e incluso Paula parecían escuchar también mientras la punta del lápiz se deslizaba a lo largo de las líneas.

—Una corriente y ninguna comente, en uno y un cero en términos del código binario, darán un output caliente del O y no de Y, pero el output de Y entra en un NO, sale...

—Caliente —dijo Verna, en vista de que mi querido Richie guardaba silencio, desconcertado.

Las jóvenes parejas masculinas, vistas desde arriba, tan ovaladas, gachas y ciegas, invitan con su indefensión a que las desgreñaran. El muchacho me miró frunciendo el ceño al sentir mi contacto paternal. Ahora, estaba con un joven mayor y quería triunfar, armonizar con él. Di a Verna su Bloody Mary.

—Bien —dijo Dale—. Y si en vez de un solo bit ponemos cuatro juntos, en un medio byte, de modo que parezca esto...

Garrapateó varios ceros y unos. Su escritura era irregular y desagradable, como tiende a ser por alguna razón la de los científicos, como si la precisión de las ideas impidiese la de su presentación, mientras que, por el contrario, la de los clérigos, sobre todo la de los episcopalianos, es siempre cursiva y bella. Dale continuó:

—Y después otro, que parezca esto, ¿qué saldrá del circuito O?

Tras una pausa, para dar a Richie oportunidad de responder, Verna dijo chirriante:

—Cero, uno, uno, uno.

—¡Eh, lo has captado! —exclamó Dale—. ¿Y fuera de un circuito Y, con el mismo input?

—Es fácil —dijo ella—. Cero, cero, cero, uno.

—¡Muy bien! Y ahora, Richie, ¿si el circuito O fuese conectado a un NO?

—Uno, cero, cero, cero —pronuncié yo desde arriba, cuando el silencio se hizo doloroso.

—Evidente —dijo Dale, manejando todavía el lápiz—. Y todos podéis ver cómo, con sólo estos tres sencillos conmutadores, o puertas, podéis montar cualquier complejidad de ins y outs para analizar vuestro input. Por ejemplo, podéis introducir los mismos dos números de cuatro bits por las puertas Y junto con sus inversos, producidos aquí, en estos NO, y después pasar estos dos outputs a través de una O; el output os dice, cero uno cero, donde coinciden los inputs originales: es frío donde lo hicieron y caliente donde no lo hicieron.

—Claro —dijo Verna.

Había bebido ya la mitad de su Bloody Mary. Ahora fumaba uno de los «English Ovals», de color malva.

—Deberías ir al colegio —le dije.

—Es lo que yo no paro de decirle —convino Dale.

—Tenéis que decírselo a Poopsie —repuso ella.

—Ydida —farfulló Paula, agarrando el papel de Dale con sus dedos untados de saliva y arrugándolo.

Él recuperó el papel, lo alisó y se dispuso a atacar de nuevo nuestra ignorancia con la punta de su lápiz.

—No quisiera pasarme de la raya —dijo—; pero esto nos lleva directamente a la llamada álgebra booleana; y es tan bella que debéis tener al menos una pequeña idea. Boole fue un hombre de mediados del siglo XIX que inventó un tipo de álgebra para conceptos lógicos, básicamente declaraciones verdaderas-falsas; pero resulta ser precisamente la matemática que se necesita para los circuitos internos de los ordenadores. Por ejemplo, una puerta O suma realmente, en términos de la álgebra booleana, donde uno más uno no es dos o cero, como podríais pensar partiendo de la base binaria, sino uno; quiero decir que positivo más positivo sigue siendo positivo. Y una puerta Y realmente multiplica, cuando uno cree que cero multiplicado por cualquier número tiene que dar cero, y así requiere dos positivos para producir un positivo. Lo que hace la puerta NO es invertir realmente, y por esto se pone un acento circunflejo sobre el número: la inversa de cero es igual a uno, y viceversa. Esto es básicamente todo lo que hace el álgebra booleana; pero hay un montón de teoremas que se derivan de aquellas bases, y es sorprendente lo que se puede hacer con ellos. Parece confuso, pero en el fondo es sencillo.

—Que te crees tú eso —dijo Verna, con voz un poco cansada.

Richie se había apartado ya y estaba hurgando de nuevo el fuego: hidratos de carbono volviendo a los átomos de carbono compuestos en el corazón de una estrella hace millones y millones de años. Pensé en la punta del lápiz de Dale. ¿Había sido realmente una vez el Universo tan pequeño?

—No remuevas demasiado —advertí a mi hijo—. Vas a apagar el fuego.

—De todos modos, comeremos en seguida —dijo Esther, desde la puerta en arco.

—Estuve escuchando un poco su lección. Me pareció fascinadora. Y me pregunté si podría usted venir, digamos una vez a la semana, para enseñar a Richie. Las bases no le entran.

—No es verdad, mamá —protestó el chico—. En mi clase nadie las entiende. La maestra es fatal.

—La maestra es negra —dijo Esther a Dale.

—Eso no debería importar —se apresuró a decir Verna.

—Lo sé —suspiró Esther—. Pero es una de esas jóvenes negras con instrucción de tercera clase que las caras escuelas liberales creen que tienen que contratar. A mí me parece bien en principio; pero no cuando hace que los niños sean unos estúpidos.

—Richie no es estúpido —dijo Dale, interrumpiendo el silencio provocado por Esther con su declaración antiliberal—. Me encantaría darle lecciones, si pudiese encontrar un poco de tiempo. Mi horario es un tanto raro en la distribución de la jornada y todo lo demás. Para mis gráficos, tengo que compartir un encerado con una muchacha que enseña dibujo.

—Estoy segura de que podremos encontrar una hora que nos convenga a todos —declaró Esther en tono ligero—. Richie, ven a ayudarme a sacar el pavo del horno.

Perentoria, impenitente, cargada de electricidad, nos volvió la espalda a todos.

—¡Nunc! —dijo suavemente, a mi lado una vocecita aflautada—. ¿Crees que podríamos mangar otro Bloody Mary antes de que llegue la comida?

Durante la cena, el interminable y opresivo festín del Día de Acción de Gracias que exprime todo el aire del pecho y no deja a la mente espacio para maniobrar, no sólo sentí la presencia de Verna, cuya carne cetrina presionaba con tan confiada indolencia el tejido de lana de su vestido rojo y cuyos ligeros ademanes y casuales declaraciones parecían infinita, aunque vagamente, prometedores, a mi conciencia teñida por el vino, sino también la presencia de Esther, como vista a través de los ojos de Dale Kohler: una mujer mayor, menuda y cansadamente juiciosa; pero con una gran dosis de tolerancia maternal debajo de su resuelta y rígida actitud.

—¿Quiere alguien bendecir la mesa? —había preguntado, una vez servida la comida.

Sabía que esto me fastidiaba, aunque era capaz de hacerlo. Las viejas palabras saldrían de forma natural, en cuanto abriese los enmohecidos labios. Había pensado ya la frase inicial e inclinado la cabeza, cuando oí la ansiosa voz de Dale:

—Me encantaría hacerlo, si nadie más lo desea. ¿Quién podía negarse? Éramos sus impotentes víctimas, como los caníbales para su misionero. Hizo que todos nos diésemos las manos. Había aprendido su evangelismo en una escuela de barrio. Mis oídos se cerraron al zumbido de sus palabras, pronunciadas con esa voz que oímos siempre en la Escuela de Teología, la voz monótona de la piedad cristiana de confección casera. Las almas creyentes son cultivadas como fangosas y fragantes coles del interior rural y, al cabo de tres años de finas distinciones y sutilezas exegéticas, las hemos troceado en ensalada de col vendible en cualquier supermercado suburbano. Recogemos santos y enviamos ministros, trabajadores en el viñedo de la ansiedad y el descontento inevitables. La muerte de la cristiandad ha sido prevista desde hace tiempo; pero siempre habrá iglesias que sirvan de almacenes para la cosecha perenne de infelicidad humana.

Ciertas palabras de Dale se clavaron en mi cerebro, una especie de recuerdo, antes de que nos llenásemos la boca, de todos los que pasan hambre y carecen de hogar en el mundo, particularmente en África Central, y mi mente pasó a preguntarse si el Dios de la UNICEF, que recibiría respetuosamente tales oraciones, no era un espantoso anticlímax de aquellas inmensas pruebas, vía megaestrella y colmillo de mamut, y siguió más allá, pensando en comidas y traiciones: la sal vertida por Judas, la dieta crónica de Cronos, las cenas preparadas por Clitemnestra y Lady Macbeth, el círculo de traición que se establece dondequiera que dos o tres personas se reúnen o una familia se sienta como tal. Yo asía con la mano derecha la de Verna y noté que su pulso era rápido; tenía en mi izquierda la de Richie, y también había calor en ella, el ánimo edipiano, y por mi parte, frialdad paterna, la tendencia feroz a considerar al cachorro, desde que nace, como un competidor tan merecedor de ser eliminado como cualquier otro. Un competidor nacido, además, en el corazón del propio hogar, el cual invade con su electricidad estática, sus calcetines malolientes y su feroz y grosero apetito por lo que nuestra cretina cultura popular le asegura que son las cosas buenas del mundo. Emerson tenía razón: todos tenemos el corazón frío. Y mi helada mente, mientras la voz de Dale se acercaba con sonoridad a la fioritura final de la bendición de los alimentos, a punto de ser tan culpablemente digeridos, saltó de nuestra casa a la de los Kriegman, los cuales me imaginé que, como judíos y ateos que eran, se estarían tomando el día con más ligereza, sin una pizca del colesterol espiritual implícito en las congratulaciones de nuestros antepasados puritanos, y se divertirían más. Es probable que los judíos tengan razón: un Testamento es suficiente. En realidad, hubo al principio muchos judíos conversos al cristianismo; pero cuando el Mesías dejó de reaparecer, como se había prometido a la primera generación, y para mayor desilusión, fue destruido el Templo en el año setenta, perdieron, como es lógico, su entusiasmo y dejaron que los griegos asumiesen el control de la operación en marcha.

Por fin terminó la bendición de Dale; y nosotros, haciéndonos cada vez más pequeños en la estratosfera, soltamos nuestras sudorosas manos e, ineluctablemente, apareció en el centro de mi campo visual el pavo que tenía que trinchar. ¡Oh, esas articulaciones diabólicamente escurridizas, condenadas y tenaces! ¡Y la dorada piel que resulta ser más resistente que una correa! Esther, a diferencia de Lillian, hace un pavo muy seco, y se puede cortar la pechuga en lonchas muy finas sin que se desmigaje.

Nos hallábamos sentados a la mesa, en el sentido de las agujas del reloj, Verna, yo, Richie, Dale, Esther y Paula; ésta en la vieja y polvorienta silla alta de Richie, que Esther había traído de la tercera planta y en la que la niña, agotada de pronto por el viaje en autobús, la larga caminata y los mordiscos a la cajita de plata, se quedó profundamente dormida. Yo, aunque no dormía, perdía a intervalos la conciencia; al menos, hay grandes y confusas lagunas en mi recuerdo de nuestra conversación.

Esther, mientras repartía porciones anaranjadas de calabaza y cucharadas blancas de puré de patata, preguntó muy seria a Dale qué significaba exactamente su investigación en gráficos de ordenador. Él dijo:

—Es un poco difícil de explicar. Una gran parte consiste en buscar atajos de programación que puedan hacer que la dinámica de la representación por raster se aproxima más a la representación por vector en términos de costo de tiempo y de memoria de la imagen. Miren, una representación por vector especifica dos puntos en la pantalla y traza después una línea entre ellos, y aunque haya muchas líneas y algunas de las instrucciones requieran sumo trabajo, en general, es tan rápido como pueda captarlo el ojo; quiero decir que se ve cómo se produce el movimiento. Con raster, es como una fotografía de periódico: se tiene una cuadrícula de puntos, llamados pixels, tal vez quinientos doce por quinientos doce, o sea unas doscientas sesenta y dos mil piezas separadas de output, y así, cada cuadro tarda minutos en producirse, en vez de microsegundos, que es lo que se necesita para una animación convincente. Treinta imágenes por segundo es lo que vemos en la televisión. Pueden hacerse una idea de lo que pasa, moviendo los dedos delante de una pantalla en funcionamiento. Además, no hay solamente dimensión y perspectiva, sino también color y luz. La luz rebota de las diferentes texturas siguiendo ciertas normas. Todo esto tiene que estar programado. Observen ustedes la mesa que tienen delante: hay en ella una cantidad tremenda de información visual, de veras, una cantidad enorme, si tenemos en cuenta, digamos, el brillo de la piel de ese pavo, sus pliegues, la manera en que el agua del vaso refracta aquel tazón, y la causa de que las cebollas tengan un brillo diferente al de la taza. Además, hay un vapor tenue, y fíjense en aquel hilillo rojo en el pie de la copa de vino, reflejado del jugo de arándano a más de una cuarta de distancia. Los japoneses hacen cosas admirables basándose en esto: bolas de cristal flotando delante de tableros de ajedrez, cilindros translúcidos, etc. Ello quiere decir que hay que calcular a través del pixel, como ventanillas en el plano de visión, la dirección que seguirá cada rayo de luz que se proyecte por la pequeña abertura, y a dónde irá si choca con algo transparente; incluso es posible que se divida.

Sus dos largos dedos índices apuntaron en diferentes direcciones para ilustrar lo que decía. Su corbata púrpura y verde empezaba a parecer psicodélica bajo la luz rojiza de finales de noviembre que se filtraba a través de los abedules desnudos y de nuestras ventanas con sus ornamentales cristales emplomados de colores, de un oro pálido y un lívido azul y el mismo rojo venenoso del zumo de arándano de Dale.

—En algunos pixels —siguió diciendo—, puede haber cinco o seis inputs separados por término medio. Quiero decir que es impresionante, lo complejo que todo se vuelve cuando empieza a duplicar incluso series de objetos sumamente controlados. En cierto modo, espanta.

—¿En qué sentido? —preguntó Esther, después de haber comido los trozos permitidos por su régimen y exhalando ahora humo de cigarrillo, una pluma gemela y ondulada que brotaba de su nariz y de sus labios, azul a la luz del pálido sol, y formaba después una esfera brumosa tan grande como su cabeza.

—Bueno, quiero decir al tratar de duplicar la Creación sobre este sencillo plano de información visual. Compréndalo, no es como el fotógrafo que se sienta ante una escena, o incluso como el pintor que reproduce a pinceladas lo que tiene delante. En la gráfica del ordenador, se almacena la representación matemática del objeto, y entonces se puede hacer surgir su imagen desde cualquier perspectiva, en diagrama cuadriculado, suprimiendo las líneas ocultas o en sección transversal, digamos con una parte mecánica que se quiere analizar. Y, por lo general (hablamos ahora de vectores) lo hace al instante, según pueden observar nuestros ojos; aunque incluso aquí se puede sentir cómo empieza el ordenador a trabajar y el retraso llega a ser, en ocasiones de hasta un segundo, que parece una eternidad al que está acostumbrado a trabajar con ordenadores.

Una eternidad. En un grano de arena. Me escocían los ojos. Nubes de partículas de comida. Los receptores situados en lo alto de las ventanas de la nariz pueden detectar una partícula entre un millón. Freud sostiene que nuestro sentido del olfato tenía una importancia enorme cuando andábamos a cuatro patas, pegada la nariz al suelo lleno de excrementos. Somos despreciables. El cuello grueso de una mujer parece invitar al hombre a saltar sobre ella y permanecer allí, refocilándose, como un león en celo. La cópula desde atrás es la normal en la Naturaleza. ¿Cómo se nos ocurrió dar la vuelta? La desnudez frontal, valorada en X. En la caída de Adán / Pecamos todos. Verna comía despacio, en silencio. ¿Era posible que tuviese hambre? En estos tiempos y a su edad, ¿puede estar hambriento alguien que no sea africano?

—Me gusta —dijo Richie— esa manera de darle la vuelta a las cosas, como en las identificaciones de los estudios de televisión o en Superman I, donde los tres hombres malos son condenados al espacio.

—Sí, dando volteretas —dijo Dale—. Es bastante fácil conseguir esta clase de deformación y de perspectiva exagerada, cuando se tiene la información; sólo es cuestión de desviar y estirar coordenadas bajo algunas sencillas transformaciones. Simple trigonometría.

—Trigonometría, ¡uf! —dijo el muchacho.

—Vamos, Richie. La trigonometría es bella. Ya lo verás cuando la descubras.

Ya verás cuando descubras el sexo, pensé, alucinado, que estaba diciendo. Es extraño, Richie, pero es verdad. Es una gran sorpresa que nos ha preparado la Naturaleza: el amor, con su aceleración del pulso y su drástica supervaloración del objeto amado, su rítmica progresión y su descarga; pero es así, y es el mejor regalo que puede ofrecerte la vida, si no cuentas el bridge y la muerte.

—Quiero decir su teoría —seguía explicando Dale—. Ahora, con los ordenadores, no hay que consultar las tablas ni hacer las largas multiplicaciones a que estábamos acostumbrados; los ordenadores lo hacen todo por nosotros. Incluso las pequeñas calculadoras que cuentan diez dólares y noventa y cinco centavos. En 1950, se habría necesitado una gran habitación refrigerada para contener todos los circuitos que hoy se pueden llevar en el bolsillo de la chaqueta, si se lleva chaqueta. Pero, ¿por qué estoy haciendo yo todo el gasto de la conversación? Háblenos de la herejía o de algo por el estilo, profesor.

—Debería usted comer antes de que se enfríe lo que tiene en el plato —dijo, solícita, Esther a Dale.

—Nadie quiere saber nada de mis pobres herejes —informé a los comensales—. Por ejemplo, Tertuliano, al que he estado leyendo para refrescar mi latín. ¡Qué escritor! Loco por el lenguaje, cuando se dispara es como Shaw, es capaz de decir cualquier locura para que la bola siga rodando. O como Kierkegaard, cuando le daba la ventolera. Pero Tertuliano tenía también un lado dulce, humanista. Sostenía, por ejemplo, que el alma es naturalmente cristiana: anima naturaliter christiana. Y, para que lo sepan los matemáticos, hizo alguno de los cálculos cristianos. Inventó la Trinidad o, al menos, empleó la palabra trinitas por primera vez en el latín eclesiástico. Y planteó la fórmula una substantia, ter personae para Dios, y la noción de una doble esencia para Cristo, duplex status, non confusus sed conjunctus in una persona: deus et homo. Supongo que sería una puerta Y. ¿Qué le parece esto, Dale?

—En realidad —dijo el joven, engullendo sonriente—, creo que es una O. Es más difícil pasar por una Y que por una O.

—Deja comer al muchacho —me aconsejó Esther—. Esto es muy interesante, querido. ¿Adviertes, Verna, que nadie nos ha preguntado sobre nuestras especialidades?

La joven, bendita sea, hizo oídos sordos a mi maliciosa esposa y se volvió hacia mí.

—¿Por qué fue hereje, Nunc? Parece un hombre muy recto.

—Antes de que conteste a tan inteligente pregunta, ¿quién quiere un poco más de esta ave, de nuestro casero y medio trinchado paráclito?

Richie me acercó su plato.

—Sólo unas lonchas blancas —dijo—. Más finas que las que cortaste antes.

—¡Maldita sea! No se pueden cortar más finas con este cuchillo desafilado. ¡Se desmigaja!

Incluso a mí me sorprendió mi maldición. La atribuí al tercer vaso de vino blanco y al hecho de que Richie lleva correctores en los dientes, en los que se habían enganchado trocitos blancos y anaranjados de comida, cosa tanto más repelente cuando que él no se daba cuenta.

La pequeña Paula, que se había quedado dormida en su alta silla, se despertó y empezó, no a llorar, sino a hacer ese ruido mecánico de descontento infantil, al subir y bajar el aire en la tráquea, lo cual resulta aún más irritante. Esther dijo:

—¡Pobrecilla! Se había quedado dormida en una mala postura. Debe tener calambres.

—¿Tienes calambres, Poops? ¿O sólo crees que es hora de fastidiar a mamá?

Verna, alegre y burlona, acercó la cara a la de su hija, poniendo al alcance de mi vista el delicioso hoyuelo de su redonda mejilla, ahora más pronunciado.

Sobresaltada y molesta, Paula abrió mucho los ojos, hipó y empezó a llorar de veras.

—Dicho en pocas palabras, Verna —respondí levantando la voz—, fue hereje porque era un puritano, un purista, de los que, en aquellos tiempos, llamaban montañistas. Después de luchar contra el paganismo, el marcionismo, el gnosticismo y el judaísmo, consideró que la Iglesia era terriblemente mundana y corrupta. Él era demasiado bueno para este mundo.

—Lo mismo que tú, querido —dijo Esther—. Dame la niña —pidió a Verna.

—Allá vas, Poops —dijo Verna, levantando a la pequeña, que continuaba con su berrinche, y lanzándola por el aire, con sus brazos desnudos y extendidos, hasta la falda de Esther, con una fuerza que asustó a mi delicada esposa.

—Te interesará saber, Esther —le dije— que una de las obras de Tertuliano, Ad Uxorem, está dirigida a su esposa y le dice que, cuando él muera, debe permanecer viuda. Después lo pensó mejor y escribió otro opúsculo diciéndole que, si tenía que volver a casarse, debía hacerlo con un cristiano. Pero entonces lo meditó de nuevo y la exhortó, en De Exhortatione Castitatis, a permanecer casta, a no casarse otra vez, ni siquiera con un cristiano. También decía que las mujeres, fuesen casadas o solteras, tenían que llevar velo.

—¿No crees que los hombres son odiosos? —preguntó Esther a Verna.

—Voy a darte una buena zurra, señorita mala —estaba diciendo Verna a Paula.

—También creía que los cristianos tenían que ayunar más, y no servir nunca en el Ejército romano. Mire, Dale, nadie me escucha. Mis herejes les importan un huevo.

—De buena gana me comería uno —replicó Esther—. Pero no los he traído. Tienen que estar en la cocina.

—Yo sé donde están.

—Para mí no, gracias —me dijo Dale—. Me encantan estas cebollitas hervidas —añadió, dirigiéndose a Esther—. Mi madre solía hacerlas, mezcladas con guisantes dulces.

—Oh, esas antiguallas se han resecado con el tiempo —dijo Esther, viendo que Verna se levantaba de la mesa y se dirigía al cuarto de estar, pasando por debajo del arco con su historiado trabajo, y acercándose a la mesa de cristal y a la cajita de plata que el padre de Esther nos había regalado hacía nueve años.

—¿Qué te pasa? —pregunté con irritación a Richie, que seguía enfurruñado—. Come esas lonchas finas que has pedido con tanto afán.

—No tenías que maldecir —dijo él, a punto de llorar y con la cara inclinada sobre el plato.

De nuevo aquella conmovedora cabeza desgreñada de un joven varón. Un animal sin ojos, andando a tropezones por la vida.

—Nuestra especialidad —dijo Esther por encima de la rizada cabecita de Paula, al volver Verna con un puñado de cigarrillos de colores— es limpiar las porquerías que hacen los hombres. Primero las hacen en nosotras, y después, a nuestro alrededor.

El vino empezaba a surtir efecto también en ella. Cuando una mujer madura se anima en exceso, la garganta se le vuelve filamentosa, como un arpa que toca ella misma. Esther sería menos fibrosa si renunciase a su dieta compulsiva. Es como si no quisiera darme una onza de mujer de más en el cupo marital.

—Tal vez no pueden evitarlo —dijo Verna, volviendo a su silla con una suave y gráficamente improgramable movimiento múltiple de volúmenes que, al transportar tan vividamente el peso fluido de su cuerpo, hacía que se me secase el paladar.

Encendió un ovalado cigarrillo verde con una vela de encima de la mesa.

—Por Dios, no pongas esa cara —murmuré a Richie, torciendo la boca.

—Deja en paz al chico —gritó Esther.

Su tono era, de nuevo, de corneta, como si la pequeña que tenía sobre la falda constituyese para ella un escudo desde detrás del cual pudiese lanzarme dardos. El cigarrillo que tenía entre los dedos tenía un color gris perla.

—Has herido sus sentimientos —agregó.

—Yo no hiero sus sentimientos; el Día de Acción de Gracias le deprime; deprime a todo el mundo.

—Y no sigas hablando de ese espantoso y viejo fanático; él sí que es realmente deprimente. Fue una perversidad, Roger, lo que te indujo a especializarte en esa gente espantosa, en esos antiguos fanáticos de los que ni siquiera deben quedar la piel y los huesos, sino solamente polvo, si es que queda —cambió a un tono un poco más conciliador—. Si nadie quiere más, podrías recoger las cosas de la mesa, querido.

Ella no podía moverse a causa de Paula, cuya tez era de un moreno lechoso.

—Yo te ayudaré —dijo Verna, levantándose entre una nube de humo, de modo que éste se introdujo en remolinos por el festoneado cuello de su vestido.

En la cocina, rozamos nuestras caderas, al parecer sin darnos cuenta; pero en dos ocasiones.

—Echa las sobras en el pequeño fregadero de en medio; tiene un aparato triturador —le dije, como si murmurase un feo secreto.

Al alargar el brazo para coger los platos de postre del sitio donde Esther los había amontonado, rocé con mi manga de tweed la cálida desnudez de su antebrazo; el mismo con que había sostenido a la niña con la facilidad de una amazona. Sólo era hija de mi medio hermana, calculé: nuestra sangre común había sido dividida y subdividida.

—Yo llevaré los platos; si tú quieres llevar uno de los pasteles de fruta que se están calentando en el horno...

—¡Oh! —exclamó ella—. ¡Es de calabaza! Adoro la calabaza, Nunc. Desde que era pequeña; supongo que será porque es tan blanda. Siempre he tenido gran debilidad por las cosas que no hay que masticar, como las natillas y la tapioca.

—Por eso mismo me gusta a mí la empanada de carne —dije.

Después, mientras ponía los platos delante de Esther para que sirviese el postre, dije a ésta:

—Y entonces, en De Monogamia, llegó a la conclusión de que casarse por segunda vez era tan malo como cometer adulterio.

Sin hacerme ningún caso, ella le dijo a Dale:

—Lo poco que he oído me ha resultado más claro que todo lo que había leído o había visto en la televisión. Sería usted un maestro maravilloso.

—Bueno, la verdad es que he dado lecciones de introducción al cálculo hace dos cursos; aunque, por alguna razón, la Universidad...

Volví a la cocina y saqué del horno el pastel de manzana, el plato favorito de mi melancólica infancia, espolvoreado de canela y con marcas de «patitas de pájaro». Sin embargo, recordé que me lo servían muy raras veces, a pesar de que estábamos rodeados de huertos en Ohio. Mi madre estaba siempre reteniendo cosas, no porque no pudiese disponer de ellas, sino como ilustración de algún principio vital que había aprendido dolorosamente e impartía con largueza. Como yo había pesado en su vientre cuando mi padre la abandonó, me sentía en parte responsable de su vida de «privación», y aceptaba sin protestar la parte de ésta que me correspondía.

En la cocina, Verna, antes de traer la calabaza, estaba echando un chorro de vodka en su vaso de Bloody Mary. El poso la tiñó de color de rosa.

—Tampoco esto tienes de masticarlo, ¿eh? —le dije.

Ella rió entre dientes y se tragó el licor. Tenía el semblante sonrosado y le brillaban los sesgados ojos.

—¡Guau! —dijo, con voz de Cyndi Lauper, y esta vez rozó deliberadamente su ancha cadera vestida de lana contra la mía.

—Que no se te caiga nada —le advertí.

Esther, todavía con Paula en la falda, estaba explicando a Dale:

—Y entonces, en verano, tratamos de marcharnos fuera unas semanas; pero la idea de tener otro juego entero de cuchillos y tenedores, y dos tostadoras, y doble ajuar de cama, y más sillas de cocina, y de tener que preocuparme de no estropear nada en la casa de quien sea, es para mí como una pesadilla. No sé cómo se las arreglan otros conocidos nuestros. Querido Dale, ¿quiere usted calabaza, manzana o ambas cosas?

—Un poquitín de cada una, por favor.

—Un poquitín. ¿Ni siquiera todo un bocado?

Él sonrió. Estos alardes de delicadeza eran casi lo que más me fastidiaba en aquel muchacho.

—No; no quedaría para los demás. Un bocado suele equivaler a ocho trocitos.

—Uno de cada uno —le acercó su plato—. ¿Hace esto una O, o una Y?

De nuevo aquella amable sonrisa, más pronunciada en un lado de la boca que en el otro.

—Si uno de ellos no estuviese aquí, y esto hiciera que el contiguo desapareciese, sería una Y.

Al ver ante sus ojos el cuchillo y la pala de servir resplandeciendo en las finas y hábiles manos de Esther, la niñita de color de miel empezó a reír. Alargó una mano para asir su porción. Los deditos se hundieron en el vértice de un triángulo de calabaza.

—Yo me encargaré de ésa —dijo en seguida Verna, y se levantó para tomar a la niña de la falda de la anfitriona—. ¡Maldita seas, Poops! Eres una mala pécora glotona.

Devuelta bruscamente por su madre a la silla que le correspondía, Paula empezó a hacer de nuevo aquel feo ruido interior entrecortado. Verna le puso fin ingeniosamente, agarrando la mano untada de calabaza de la pequeña y metiéndosela en la enojada boquita torcida hacia abajo. Paula chupó, primero contrariada y después satisfecha.

—Dije que miraría los tests de equivalencia en el Instituto —recordé pausadamente a Verna cuando Paula pareció haberse calmado.

—Roger, querido —exclamó Esther—. Nos habíamos olvidado de ti. ¿Sólo manzana?

—Probaré también un poco de calabaza.

—¡Oh! Creía que no te gustaba.

—Si es así, ya lo he olvidado; tanto tiempo hace que no la he comido. Por favor.

—Bien. ¿No nos volvemos aventureros en nuestra vejez?

Sus ojos verdes se estrecharon y miraron de un lado a otro, deduciendo alguna relación entre la joven que estaba a mi lado y el pastel de calabaza. No estaba en el carácter metódico de mi mujer pasar las cosas por alto, dejar que permaneciesen ocultas; de haber sido de otra manera, se habría acostado conmigo unas cuantas veces, con el aliciente de la culpa, y me habría dejado en paz, y Lillian y yo estaríamos todavía agasajando a los huérfanos de la parroquia en una mesa larga, donde no habría habido ningún hijo nuestro. Querida Lillian: creo que nadie pudo ser tantos meses feliz en Florida. Siempre que trataba de imaginármela, me daba la impresión de una fotografía que adoleciese de exposición excesiva.

—Y, por lo visto —seguí diciendo a Verna, entre el ruido de los tenedores de postre—, hay algo a lo que llaman DEG, Tests de Desarrollo Educativo General, que se hace una vez al mes en todas las ciudades importantes; y si apruebas, te dan el certificado de equivalencia de Instituto. Consta de cinco partes: Gramática Inglesa, Literatura Inglesa, Estudios Sociales, Ciencias y Matemáticas, y cada prueba dura hasta un par de horas.

Esther estaba explicando a Dale, alargando las palabras:

—Desde luego, si se tiene un jardín, aunque sea pequeño, no se puede dejar abandonado más de unos pocos días seguidos en cualquier época del año hasta el mes de agosto. Sé que es una tontería ser esclava de esas flores; pero creo sinceramente, aunque sé que usted lo considerará un absurdo, que las plantas necesitan que se les hable. Tienen que ser amadas.

Con la mano que no sostenía el tenedor, no dejaba de echarse hacia atrás los mechones sueltos de sus cabellos. Al hacerlo, se apreciaba cómo le temblaba la mano. Yo, sin olvidar a Verna sentada a mi lado, la veía a través de los ojos de Dale: el efecto era de una imagen en color súbitamente animada, de un ajuste en el canal UHF. Estaba deslumbrante y bulliciosa, con el terciopelo verde de su vestido reluciendo a la luz crepuscular que entraba por la ventana, sus cabellos rojizos centelleando en una multitud de puntos brillantes, resplandeciente su frente inteligente y redondeada, mientras sus ojos saltones procesaban ironía y coqueteo con rapidez electrónica. Sus torcidos labios habían sido pintados hoy hasta un milímetro más allá de sus bordes, para dar a su traviesa cara, casi de miniatura, una expresión desordenada y divertida. La aureola de tedio había desaparecido.

Verna comía pensativa, casi sin masticar.

—Me parece como un juego —dijo—. Tal vez no vale la pena.

—Sí vale la pena —insistí—. Permite saltarse la segunda enseñanza y empezar a pensar en la Universidad. O en estudios de secretariado. O en una escuela de diseño, o de cualquier otra cosa que quieras hacer. Sólo tienes diecinueve años; ante ti se abre un mundo de posibilidades.

Renació el viejo consejero que llevo dentro, respirando fuerte.

—No sé una mierda de estudios sociales —declaró ella.

—Sabes de cheques, de balances y de estatutos, y lo que lees en los periódicos.

—No, no lo sé. Y no leo periódicos.

—Pero escuchas la radio. Las noticias que dan por radio.

—No. Las emisoras que yo escucho no transmiten más que música.

—Las flores son un consuelo para mí —dijo Esther en el otro extremo de la mesa.

Volvió la cabeza y la vi muy cerca, a través de los ojos de Dale; el borde borroso de la mancha de lápiz alrededor de su boca y la pelusilla translúcida sobre el labio superior, el músculo inquieto de aquel labio superior en todos sus detalles, y sentí una agitación sexual al percibir que él, con su religiosidad y su mente saturada de información, reconocía instintivamente que aquella mujer, en cuanto se decidiese a meterse en la cama, era capaz de cualquier cosa. Se lo decían su ligereza, la flexible y provocativa pequeñez del cuerpo de Esther, el verde hambriento de sus ojos, un poco saltones debido al hipertiroidismo. Se lo decía todo.

—Yo no sé ni jota, Nunc —gimió Verna.

—Sabes mucho más de lo que te imaginas —le dije, con impaciencia, sintiendo que me había convertido en una voz inoportuna en una emisora que sólo radiaba música. Esther gritó:

—¿Qué está tratando de hacerte, Verna? ¿Qué son esas pruebas de las que estáis hablando?

—El test de equivalencia de segunda enseñanza —dijo Dale—. Se lo he estado aconsejando desde hace más de un año. Es magnífico que por fin vaya a hacerlo.

—No voy a hacerlo. Sólo estábamos hablando de ello.

—Será fácil —dijo Richie, saliendo de su enfurruñamiento—. Será mucho más fácil que ir todos los días a «Pilgrim Day».

—El profesor Lambert puede ayudarte en la Literatura y la Gramática —dijo Dale—, y yo puedo refrescarte la memoria en Matemáticas y Ciencias.

—¡Oh, no! —le dijo Esther, apoyando una mano larga y fina sobre la manaza nudosa y enrojecida de él—. Se ha comprometido a enseñar a Richie.

—¡Adelante, Verna! —gritó Richie, esforzándose en dar a su voz el tono adecuado.

—¿Por qué no os vais todos al carajo? —dijo Verna—. ¿A qué viene preocuparse tanto de mí?

Se hizo una pausa, durante la cual Paula eructó y trató de chuparse la otra mano, limpia de calabaza. Por fin respondió Esther:

—Porque todos te apreciamos, querida.

En la cocina, mientras amontonábamos los platos sucios y preparábamos el café para tomarlo junto al fuego (que, gracias a los cuidados de Richie, se había apagado), mi esposa me dijo secamente:

—Parece que ambos nos estamos metiendo en asuntos de educación.

—Yo siempre he estado metido —dije, disgustado de que ella (como los viejos togados parlanchines que eran mi pan de cada día) pareciese preferir que las cosas quedaran en la ambigüedad en vez de decirlas claramente.

—Supongo que todos lo estamos —concedió Esther, con un suspiro, llevando distraídamente una mano a los cabellos que se estaban aflojando, mientras una nube de melancolía pasaba por sus gordezuelos labios de una manera que la hacía parecer un poco loca y muy atractiva.