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El Comité de Subvenciones suele reunirse en el «Roland L. Partch Memorial Room». El padre de Partch, su abuelo y su bisabuelo, habían sido pastores presbiterianos, y aunque el propio Partch, en vez de ceder a aquella vocación, prefirió invertir dinero en fincas urbanas (había previsto su auge antes de que nadie hablase de ello), sintió, al llegar a una edad mediana, la necesidad de realizar obras benéficas, como previendo su tristemente prematura muerte, que ocurriría al estallar una bombona de propano que alimentaba su parrilla al aire libre. Su hijo, Andy Partch, en los primeros cursos que enseñé allí, era un estudiante de mejillas coloradas; y ahora, según creo, rige una simpática parroquia en el Maryland suburbano, en la población neobíblica de Bethesda. Antiguamente, el «Partch Room» había formado parte del sótano-almacén de Hooker Hall, y mientras interrogábamos a Dale Kohler, las ventanas a nivel del suelo resplandecían sobre nuestras cabezas como una serie de pantallas de televisión por las que desfilaban los zapatos deportivos, los calcetines de lana y las raídas vueltas de los pantalones de estudiantes que pasaban por el pavimento de cemento exterior, y en las que aparecía de vez en cuando un platillo volante que cruzaba oblicuamente el blanco cielo, y es que, en el campus, se estaba jugando un partido temprano de Frisbee sobre la mezcla de hierba seca, barro y sucios restos de nieve, propia de finales de invierno.
Ya he descrito a Jesse Closson. Es un ex cuáquero de cabeza cuadrada, ecuménicamente imperturbable. Sus hombros son más anchos y sus muñecas más gruesas de lo que podría yo explicar, y huele muy mal, porque toma rapé, no por la nariz, sino frotándolo en las encías. Cuando vuelve la cabezota hacia uno, sonriendo amistosamente y mostrando los dientes amarillos, el hedor de su saliva es casi insoportable. Pero entiéndase bien, conoce perfectamente a Husserl y Heidegger, a Schleiermacher y a Harnack, a Troeltsch y a Overbeck.
Rebecca Abrams, nuestra profesora de hebreo, Antiguo Testamento y estudios intertestamentales, es delgada, alta, breve y ágil en sus movimientos, con largas ventanas nasales, centelleantes gafas de acero, cejas hombrunas y pelo negro recogido hacia atrás en un moño. Sin embargo, sus cabellos, en su ensortijada energía proyectan un halo alrededor del severo peinado, y su cara tiene ese don judío de adquirir bruscamente un calor trascendente y un encanto confiado, como el chorro de agua que hizo brotar Moisés de la roca en Horeb. Jeremy Vanderluyten, el negro del Comité de Subvenciones, de la Facultad de Ética y Logística Moral, es un hombre grave del color del hierro forjado; se mueve en su terno con cierta rígida pesadez, y sus rojos párpados inferiores forman bolsas, como si también ellos sintiesen el peso de la praxis cristiana. Y Ed Snea (dos sílabas, Sne-a) especialista en Bultmannismo y Holocáustica, es un presbiteriano de nombre, bajito, delgado y rubio, que, por uno de esos caprichos de la moda que animan a las comunidades académicas, se ha convertido en el Marrying Sam de las bodas ateas. Cuando la hija de un astrofísico checo emigrado se casa con un budista japonés graduado, estudiante de Semántica, Ed se encarga de adaptar el rito a su exacto matiz de cortés incredulidad, poniendo los ojos en blanco, en silencio, cuando una sola palabra de apelación al cielo parecería demasiado. Para aquellos a quienes incluso la más vaga mención de armonía natural o de amor eterno sonaría indebidamente a bárbaro teísmo, Ed, con su acento meridional y su bigote de color de gamuza, tiene el don de pronunciar frases vacías de manera que no sufra en absoluto la integridad de la agnóstica pareja, mientras la abuela entenada de la novia, acérrima episcopaliana (que no oye demasiado bien), sale asimismo satisfecha de la ceremonia. No se ha hecho rico con esta actividad suplementaria; pero gracias a ella ha bebido mucho champaña y comido muchos trozos de pastel con capas de vainilla. En realidad, Ed es tan conocido de los proveedores locales que a veces le llevan en su camioneta a casa y él puede ofrecer a su desatendida familia un banquete de banderillas sobrantes de hígado de pollo envuelto en tocino entreverado.
Dale no tenía muy buen aspecto el día de la entrevista. Su palidez de cera se había vuelto enfermiza. Parecía sudoroso, y se había puesto una chaqueta deportiva a cuadros encima de la camisa de leñador, produciendo un efecto discordante. Antes, me había confiado que estuvo en el Cubo, realizando una investigación adicional.
Me permitieron estar presente en el interrogatorio, teniendo en cuenta el interés que había demostrado; pero sin darme voz en la cuestión. Desde el lado en que me hallaba sentado, en uno de esos anticuados sillones de aula de brazo izquierdo atrofiado, mientras el derecho se ha ensanchado como una pinza de cangrejo, podía ver, medio de perfil, las caras de los tres miembros del Comité, envueltas en sombra, salvo la cima de sus cráneos, y patéticamente alterada la calva de Closson por los mechones sin cortar de las sienes. Los hombros a cuadros de Dale estaban un tanto vueltos de espalda en mi dirección. Cuando se torcía, debido a alguna pregunta inquietante, podía ver de perfil su agitada y manchada mandíbula inferior y las muchas sacudidas nerviosas de sus largas pestañas. Encima de este cuadro, pies indiferentes pasaban constantemente bajo el apagado sol de mediados de febrero.
Dale explicó al Comité, como me lo había explicado a mí, la enorme improbabilidad del tan delicado equilibrio de las fuerzas desatadas en el instante del Big Bang, el único equilibrio de fuerzas que había podido producir un Universo sostenido y lo bastante estable para que la vida se desarrollase en él y, en el caso de nuestro planeta, los primates, la conciencia, el pensamiento abstracto y la moral.
El Comité escuchaba en sombrío silencio, bajo el desfile de relucientes pies. Cuando Dale se perdió un poco en la relación de la fuerte energía con la producción de deuterio y, en consecuencia, con la reacción nuclear, Jeremy Vanderluyten, locuaz y compasivo, carraspeó y observó, con su grave y elegante elocuencia:
—Todo esto es sin duda muy interesante, Mr. Kohler; pero, y corríjame si me equivoco, hace ya varios años que estas cifras están sobre la mesa. La cosmología cambia, y espero que no haya cambiado por última vez. Lo que me choca, si puedo expresarme así, es la manera en que persisten las preocupaciones éticas y religiosas, sea cual sea la cosmología dominante. Piense en el siglo XVII y en lo convencidos que estaban sus científicos de que el materialismo mecanicista lo solucionaba todo. El Universo era como un reloj al que se hubiese dado cuerda, decían, y la física de Newton se consideraba irrebatible. Sin embargo, ¿qué ocurrió dentro de la fe judeocristiana? Pietismo, y la reavivación de Wesley, y la gran oleada misionera en todas las partes del mundo. Observe a los jóvenes de hoy, cuando se ha declarado reiteradamente la llamada muerte de Dios: es la generación más religiosa a lo largo de un siglo, y todo a consecuencia de imperativos interiores.
El negro apoyó una mano sobre la corbata de reps, y su férreo semblante, surcado de profundas arrugas, pareció a punto de sonreír.
—Las estrellas no son las únicas causantes. Son las estrellas, más algo. Más la ética. ¿Recuerda usted lo que dijo Kant?
Pude ver que Dale sacudía negativamente la despeinada cabeza. No había sido un buen corte de pelo, visto desde atrás. ¿O se lo había cortado Esther, sintiéndose Dalila en medio de un juego erótico? ¿O había sido Verna?
—Der bestirnte Himmel über mir —pronunció Jeremy, con voz tonante—, und das moralische Gesetz in mir. «El cielo estrellado encima de mí —tradujo amablemente, levantando el largo dedo índice y golpeando después su corbata—, y la ley moral dentro de mí.» Las dos cosas juntas, ¿lo ve usted?
—Lo veo, desde luego —dijo el pobre Dale, impaciente en su fatiga y fuera de su campo—. Pero es que la gente debería saber que el Universo tiene estas cosas singulares, estos signos reveladores, para que nuestro impulso moral y nuestra voluntad de creer tenga algo a que agarrarse, si me entienden ustedes.
—Le entendemos, Mr. Kohler —dijo con acritud Rebecca Abrams—. Estamos aquí para entenderle. Y ahora, ¿a dónde más quiere llevarnos?
Él esbozó, con agitación creciente de las manos, los fallos de la teoría evolucionista, sus inevitables pegas si se observaba de cerca, desde la práctica imposibilidad de que se formase por sí sola la primera unidad con capacidad para reproducirse en la llamada sopa primordial hasta los absurdos saltos hipotéticos, inalcanzables por cualquier acumulación gradual de pequeñas mutaciones accidentales, para llegar a maravillas como el globo ocular del hombre o la cola de la ballena. A diferencia de su anterior conversación conmigo, prescindió del cuello de la jirafa y de los callos del avestruz.
Rebecca lanzó un profundo suspiro, expulsando el aire por la majestuosa nariz, la cual no tenía la forma ganchuda propia de los semitas, sino que era recta y sobresalía anormalmente de su cara, dándole un aire desafiador cuando se quitaba las gafas.
—Pero, Dale —dijo, llamándole por su nombre, inclinándose en su dirección y echándose luego atrás con tanta rapidez que su nariz dejó una mancha blanca en la sombra, o al menos así me lo pareció—, ¿cree usted realmente que la doctrina creacionista es más convincente? ¿Cómo se imagina aquellos acontecimientos? ¿Cree de verdad que Dios alargó una mano y moldeó y pulió la arcilla? Como usted sabe, «Adán» significa «arcilla», «tierra roja». He dicho doctrina creacionista; pero, en realidad, no es doctrina; sus defensores no intentan explicar ningún detalle de cómo se formó la materia, por qué se extinguieron tantas especies, o cuál fue la causa de que todo requiriese tanto tiempo. Lo único que nos ofrecen es el primer capítulo del Génesis, versículos veinte y siguientes. Pero incluso allí está escrito que Dios dijo: «Hiervan de animales las aguas y vuelen sobre la tierra aves», etcétera: «Vayyomer elohim tose ha'ares nefesh hayyah leminah», etcétera. Simples subjuntivos. En otras palabras: «Que ocurra esto y aquello.» Como si Él no pudiese evitarlo, como si, en realidad, sólo diese su permiso, o una especie de bendición. Por otra parte —y volvió a suspirar majestuosa—, si ustedes lo toman todo en sentido literal, se colocan en una posición demasiado grotesca, como argüir que las rocas no son realmente tan viejas, ya que fueron creadas el año 4004 antes de Cristo, que ni siquiera son tan viejas como los pinos cuyas anillas podemos contar, tal como hacen algunos de mis alumnos creacionistas, pobrecillos —y miró a sus colegas de Facultad, que sabían lo mucho que sufría—, que moverían a compasión si no fuesen tan exasperantes.
Entonces desafió a Dale:
—¿Es esto lo que usted nos ofrece?
Me compadecí de él, al observar su erizada nuca. Los cabellos permanecían tiesos como si acabase de quitarse el gorro de lana, y éste hubiese soltado su carga de electricidad estática. Dijo:
—Yo soy acérrimo partidario de la Ciencia, señora —e hizo una pausa, dudando de que el tratamiento fuese el adecuado para una profesora, pero incapaz de encontrar otro mejor—, sea lo que sea aquello que nos enseña. Adoro la Ciencia, y no he pretendido abordar —y su ademán fue tan vago que pareció desesperado, y dio la impresión de que abarcaba con él la sala, el cielo que se percibía a través de las ventanas del sótano y a nosotros cinco— esta cuestión teológica. Creo que me enseñaron la Biblia en la escuela dominical; pero, francamente, nunca le presté mucha atención desde entonces. El Dios que nos muestra es el que correspondía a la tecnología y a los conceptos sociales de la época. Ahora, nos parece bastante brutal con todos aquellos sacrificios y aniquilación de los enemigos, con aquella declaración de Yo soy el que soy, etcétera. No quiero criticarlo; pero no, no me imagino exactamente una mano bajando del cielo para modelar la arcilla. No sé lo que me imagino. Lo que sé es que a veces siento que soy tocado en mi interior y moldeado, que algo me toca desde lo alto; aunque, si quieren ustedes llamarle sensación subjetiva, alucinación, histerismo o de cualquier otro modo, no lo discutiré, Creo que muchas veces los nombres que damos a las cosas muestran nuestros sentimientos más que la cosa misma. Quiero decir que algunos dicen «visión» y otros dicen «alucinación», con lo cual expresan opiniones opuestas acerca de si algo se hallaba o no se hallaba allí.
Closson, creyendo tal vez que el muchacho se estaba enredando y queriendo ayudarle, dijo:
—Y como indicaron Berkeley y Husserl, y a su manera Wittgenstein, entre otros, el problema básico de si hay o no hay algo allí, y, en su caso, de cuál es su naturaleza, no es en modo alguno indiscutible, depende mucho de cómo definamos el allí. Esse est percipi —añadió amablemente el viejo cuáquero, echando la cabeza atrás de manera que sus arrugados párpados de reptil quedaron cubiertos por los gruesos cristales curvos de sus gafas de media luna, mientras sus encías pardas parecían esbozar una sonrisa.
—Ni siquiera digo exactamente eso —repuso Dale, rebullendo en su sillón, y excitándose a pesar de su fatiga, a pesar de los estragos hechos en su cuerpo y en el funcionamiento de su mente, por el amor y los labios absorbentes de Esther—. Me gustaría que la religión dejase de ocultarse dentro del ser humano, renunciase a esa especie de cobarde apelación a la llamada realidad subjetiva, al pensamiento ilusionado, en cierto modo. Lo que estoy tratando de ofrecerles, ya que ustedes me lo han preguntado, es lo que la Ciencia trata de decirnos objetivamente, con sus números, ya que los propios científicos no quieren hacerlo y prefieren mantenerse al margen, permanecer puros. Existen notables coincidencias numéricas —explicó.
Y habló al Comité de cómo diez elevado a la cuadragésima potencia se repite en muy variados contextos, desde el número de partículas cargadas en el Universo observable hasta la razón de la fuerza eléctrica a la gravitatoria, por no hablar de la razón entre la edad del Universo y el tiempo que tarda la luz en pasar a través de un protón. Trató de explicar la curiosa coincidencia de que la diferencia entre las masas del neutrón y del protón sea casi igual a la masa del electrón, y además, de que la velocidad de la luz al cuadrado es igual a la temperatura en que los protones y los neutrones dejan de transmutarse unos en otros y los números de ambos en el Universo quedan congelados. Igualmente maravillosa, para él, era otra ecuación que mostraba que la temperatura en que se disociaba la materia por la radiación, era igual a aquella en que la densidad energética de los protones igualaba a la de la materia, sobre todo protones. Además, el elemento carbono, tan crucial para las formas de vida, es sintetizado en las estrellas a través de una serie extraordinaria de resonancias nucleares que por lo visto sólo se producen...
Ed Snea, cuyas ceremonias eran siempre laudablemente breves, intentó interrumpirle diciendo: —Mr. Kohlur, me pregunto... Pero Jeremy Vanderluyten intervino en seguida: —Como dije antes, todo esto parece ser de índole repetitiva, de síntesis ecléctica. ¿Dónde está el contenido "original que justificaría nuestro apoyo y ayuda financiera?
Dale sacó del bolsillo interior de su extraña chaqueta de tweed un fajo de papel de ordenador, plegado en acordeón y con perforaciones en ambos lados. Yo pude ver, desde el lugar en que me hallaba sentado, que el papel estaba lleno de columnas de números, de masas grises.
—Una de las razones de que esté tan aturdido —explicó al Comité, con un aire tan claramente suplicante y fatigado que Rebecca levantó su brillante nariz y Jeremy bajó los severos ojos— es que he pasado gran parte de esta noche pasada estudiando algunas constantes universales a través de varias transformaciones al azar, tratando de obtener algo para ustedes.
—¿Y qué podía ser ese algo? —preguntó Clossen, sacando el labio inferior ansioso de rapé.
—Algo inesperado —anunció Dale—. Algo más que casual.
Su voz se había fortalecido. Levantó la barbilla, enfrentándose con sus inquisidores. Pensé que a todos nos gusta ser desafiados. La pequeña descarga de adrenalina se lleva muchos problemas y orienta nuestra vida por el buen camino, que es donde debe estar. Vale más ponerse furioso que estar muerto. Nos gusta la pelea, porque aparta las dudas.
Dale desplegó el largo y grotesco impreso, que cayó entre sus rodillas, y dijo:
—Por ejemplo, la velocidad de la luz por la constante gravitatoria de Newton, ambas en unidades. En unidades SI, desde luego, y una de ellas un número enorme y la otra muy pequeño, nos da casi exactamente el sencillo número dos: uno coma nueve nueve nueve cinco tres dos seis.
Miró hacia arriba. Ninguno de los del Comité había pestañeado.
—Es una coincidencia increíble —explicó—. Otro resultado unitario inesperado fue que la constante de Hubble, es decir, la velocidad en que las galaxias se apartan las unas de las otras y en que se expande el universo, dividida por la carga del protón, que está naturalmente en el otro extremo de la escala de constantes cósmicas, nos da doce y medio, sin ningún resto. Estuve observando esto la noche pasada, a eso de las dos y, al cabo de un rato, advertí que, en toda la hoja, parecían destacarse estos veinticuatros. Dos, cuatro; dos, cuatro. El tiempo de Plank, por ejemplo, dividido por la constante de radiación nos da una cifra próxima a ocho veces diez, de nuevo en el negativo veinticuatro, y la permisividad de espacio libre, o constante eléctrica, en el radio de Bohr, nos da casi exactamente seis veces diez en el veinticuatro negativo. En el lado positivo, la constante de estructura fina electromagnética por el radio de Hubble, o sea, el tamaño del Universo tal como ahora lo percibimos, nos da algo muy próximo a diez elevado a veinticuatro, y la constante de fuerza fuerte por la carga del protón produce exactamente dos coma cuatro veces diez al decimoctavo negativo. Empecé a marcar con un círculo el veinticuatro siempre que aparecía en el papel —dijo mostrando su hoja de papel rayado, adornado con numerosos círculos escarlata—. Aquí pueden ver ustedes que esto es más que casual.
—Me parece que yo no puedo verlo —respondió Jesse Closson, mirando por encima de sus gafas de media luna.
Dale levantó más el papel y todos pudimos darnos cuenta de que sus nudosas manazas estaban temblando. Con ellas sostenía el Universo.
—El azar, o la carencia de él, no es una clase de categoría... —empezó a decir Jeremy Vanderluyten.
—Amigo mío —intervino Ed Snea, como si llamase al orden a un parlanchín en una fiesta al aire libre—, ¿qué significan las interrelaciones entre esos números? ¿No está usted sumando naranjas y manzanas, como suele decirse, y dividiéndolas por pomelos?
—No son simples números, sino las constantes físicas fundamentales —le explicó Dale—. Son los términos de la Creación.
—¡Oh, esto me gusta!. —exclamó efusivamente Rebecca.
Comprendí que era el primer aliado de Dale en el Comité, y él lo advirtió también. Volvió la cabeza para enfrentarse con ella.
—Estos números —dijo intensamente, con una seriedad casi paternal y ansiando ser comprendido, mientras desfilaban pies por la ventana sobre la cabeza de ella— son las palabras con que Dios ha querido hablar. Podía haber elegido muchas otras, señora; pero escogió éstas. Tal vez nuestras mediciones son todavía imperfectas, es posible que mis transformaciones no sean las más inteligentes... Estaba muy cansado y también nervioso pensando en esta reunión. Podría haber una ecuación diferencial que nos diese algo definitivo; no lo sé. Pero tiene que haber algo aquí, si es que lo hay en alguna parte. ¿No le gusta la manera en que la velocidad de la luz, por la constante de la gravitación, da dos como producto?
—Sí, me gusta —repitió Rebecca, con un énfasis diferente—; pero...
—Esto es cabalismo —gruñó Jeremy Vanderluyten—. Con un poco de habilidad, se puede hacer decir cualquier cosa a los números. Sólo para satisfacer mi curiosidad, ¿quiere ver si tiene un seis seis seis en alguna parte?
Dale, moviendo la cabeza en pequeñas sacudidas, miró su papel y declaró:
—Sí, señor, ciertamente lo tengo. Y no sólo tres seises, sino diez, en hilera. El radio de Bohr dividido por el radio de Hubble.
—Vean —dijo el negro—. Éste es el número de la Bestia, y dicen que significa que el fin del mundo está cerca.
—O que Dios está siendo dividido por tres —opinó Closson, ahora con una pizca de impaciencia en sus afables modales—. Estos cálculos, joven, tienen para mí cierto sabor de desesperación. Como podría decir Heidegger, su Verstehen ha sido alcanzado por su Befindlichkeit.
Los demás miembros del Comité rieron con disimulo.
Dale confesó en tono muy digno:
—Me siento desesperado algunas veces. Pero entonces pienso: ¿Por qué había de hacerlo Dios fácil para mí, si hasta ahora no lo ha hecho para toda la Humanidad? Hubo un momento —declaró—, la noche pasada, en el que me sentí cansado, y creo que exasperado si no desesperado. Empecé a pulsar órdenes al azar y, en medio de toda la basura que aparecía en la pantalla, resplandeció de pronto este hermoso número: uno coma cero cero cero cero cero, cero cero cero. No sé exactamente cuántos ceros, tal vez diez, y después un uno. Ahora bien, en ninguna parte de la Naturaleza va a dar un cálculo un resultado tan extraño, uno y una diez mil millonésima de lo que sea. Pero los números generados seguían pasando por la pantalla, y cuando traté de volver a aquél para imprimirlo, el cálculo había desaparecido.
Se hizo un silencio. Pensé que Dale no había mirado una sola vez en mi dirección. Esther y él debieron pasarlo en grande ayer, en el desván. Ella se había mostrado lánguida y picara cuando yo volví a casa a las seis menos cuarto. Dale, Richie y ella estaban inclinados sobre la mesa del comedor bajo la lámpara «Tiffany», como un grabado bíblico sentimental, formando sus tres cabezas un triángulo cuyo vértice correspondía a la de Esther. Habían estado trabajando en números hexadecimales.
—¿Y dos D? —había preguntado Dale—. ¿Qué nos daría esto, Richie?
La pausa se había prolongado, mientras, en la cocina, el frigorífico se preguntaba si tenía que hacer más hielo.
—Cuarenta y cinco —dijo al fin Esther—. Es evidente.
—Tu mamá tiene razón —había reconocido Dale, confuso por ella—. Mira, Richie —había explicado—, el dos de la izquierda significa dos dieciséis, o sea treinta y dos, y la D representa... Recuerda que tenemos que asignar una letra a los números de dos dígitos por debajo de dieciséis...
Había esperado un segundo y dado después él mismo el dato:
—Trece. Treinta y dos más trece ¿hacen...?
—Cuarenta y cinco —había dicho el niño, con voz débil y turbada.
—¡Exacto! Mira, ¡lo estás consiguiendo!
—Ya era hora —había comentado Esther, con tono lánguido y pícaro.
Su boca, a pesar de la reciente aplicación del lápiz de labios, parecía escoriada, y tuve la impresión de que sus ojos verdes resplandecían con el recuerdo de lo lejos que habían despertado sus instintos naturales unas horas antes. La noche anterior, en nuestro oscuro lecho conyugal, cediendo a un impulso de concupiscencia, había tratado torpemente de ejercitar en mí algunos de sus sucios trucos. Yo había golpeado su hombro desnudo con el dorso de la mano y le había vuelto la espalda, protegiendo lo que en Ohio solían llamar, con picante intención, las joyas de la familia.
Ed formulaba ahora a Dale, con delicado disgusto, la pregunta crucial:
—¿Tiene usted alguna otra idea de cómo utilizar un ordenador en esta búsqueda de... —no podía permitir que sus labios, debajo del ínfimo y como desmitificado bigote, pronunciasen el viejo y para él torpe monosílabo— ...de lo Absoluto?
—¿O de cómo hinchar su cartera? —rió Closson, demasiado inocente, como cuáquero que era, para comprender, según creo, lo vulgar que era la frase.
Rebecca sí que lo comprendió y se inclinó hacia delante para suavizar las cosas y proteger al joven.
—Dale, ¿cómo piensa usted plasmar el resultado final de su investigación? ¿En un documento técnico o en algo más inspirador?
Se retrepó en su sillón y quitó de su larga y blanca nariz las gafas de montura de acero. Esto hizo que cambiase de aspecto. Era una mujer: Eva, Hawwab, «vida». Tuve la impresión de que el corazón de Dale volaba hacia ella, un foco de calor dentro de aquel juicio frío. Ella sonrió y siguió diciendo:
—Lo que pregunto es: ¿Cómo podríamos usar sus teorías, para justificar una subvención?
Jeremy, todavía irritado por la falta de respeto a das moralische Gesetz, intervino:
—¿Qué está usted tratando de demostrar al barajar todos esos números?
—Señor, intento de dar a Dios la oportunidad de hablar —dijo Dale con energía.
Les describió, más extensamente de cómo me lo había descrito a mí, su noción de hacer un modelo de realidad partiendo de los principios de los gráficos de ordenador. Las formas, dijo al Comité, pueden ser sustraídas unas de otras, en cuanto están representadas en la memoria maquinal como primitivas sólidas, y las secciones transversales pueden ser computadas bajo cualquier ángulo y a lo largo de cualquier corte, en cuanto se dan unas pocas órdenes. En un diseño industrial computerizado, como hacer un dado o un molde, las formas negativas tienen una importancia igual a la de las positivas; también (y aquí entraron detalladamente en juego sus expresivas manos) pueden crearse formas sólidas moviendo una figura plana a lo largo de un trayecto específico en el espacio. Haciendo actuar recíprocamente estos sistemas, introduciendo reglas locales para la evolución de estas formas y usando más algoritmos de planificación global, creía Dale que podía simular nuestro mundo real, no tanto en su contenido como en su complejidad, a un nivel que daría claves gráficas o algorítmicas de un diseño subyacente, suponiendo que existiese. Era, dijo, un poco parecido al proceso corriente en los gráficos de ordenador, mediante el cual la primera imagen «en alambre» de un objeto sólido es generada por líneas de vector y entonces, con una sencilla fórmula operando sobre la coordenada z, se eliminan los bordes ocultos, los bordes que en el mundo «real», es decir, el mundo que experimentamos con nuestros sentidos, serían ocultados por la opacidad del objeto. Teológicamente hablando, nos movemos en un mundo cuyos bordes ocultos han sido removidos, y lo que Dale intentaba hacer, con la ayuda indispensable del Comité, era restaurar aquellos bordes, eliminando la opacidad y devolviendo a la Creación su transparencia primitiva, en la cual, desde la Caída, sólo unos pocos místicos y locos, y tal vez algunos niños, han podido verla. O bien, si el Comité prefería una analogía con la física de las partículas, pretendería someter el macrocosmos, transpuesto en gráficos de ordenador, a un proceso parecido a la desintegración del átomo.
Sin embargo, la exposición de Dale era vacilante y, en ocasiones, su voz se extinguía en una larga pausa. Era como si, mentalmente, hubiese ensayado tanto este momento que, cuando al fin llegaba, había agotado su energía. Ya no le quedaban fuerzas. Parecía resignado al rechazo.
Con su voz áspera y opaca, Jeremy dijo en tono agresivo:
—Desde Kant y Kierkegaard hasta William James y Heidegger, la religión se ha fundado en la subjetividad. La subjetividad es el campo propio de la religión. No debemos dejarnos tentar para salir de este campo. Si empezamos a jugar con esta clase de seudociencia, volveremos directamente a una magia y a un fundamentalismo totalmente indefendibles. Adiós, imperativos morales; sé bien venido, vudú.
Rebecca intercedió:
—Pero, Jere, ¿no se muestra usted un poco antibíblico? El Dios de Abraham y de Moisés no era tan sólo un fenómeno subjetivo; los israelitas lo experimentaron con todo su ser, como Historia. Discutieron con Él, incluso lucharon con Él. Pactaron con Él. Uno no ha de querer decirle a Dios: «No puedes entrar en la Historia, no puedes entrar en el mundo objetivo.»
—Todos los días de la semana —dijo Closson, carraspeando a causa de la nicotina—, la oración le invita a entrar, y lo malo es que, después de tantos años, ¡nadie sabe si ha entrado o no!
—Lo que a mí me preocupa —intervino el reverendo Ed Snea, con su ceremonioso deje del Sur— es que, suponiendo que los ordenadores, tal como los ha descrito Mr. Kohler, adquieran algo parecido a inteligencia, ¿no significará esto que adquirirán también una subjetividad y que, si uno de ellos declara en sentido objetivo que existe un Absoluto, tendrá su testimonio más importancia que el de un devoto montañés de los bosques de Tennessee?
—O que el de la doncella azteca que creía lo bastante en Huitzilopochtli para dejar que los sacerdotes le arrancasen el corazón del pecho en vida —dijo Closson, haciendo pestañear sus ojos de reptil y entreabriendo su boca fétida en una risita silenciosa.
La religión, pensé, nunca dejaba de divertirme.
—Lo que yo quisiera hacer —dijo Ed— es dar a esos ordenadores cuerda suficiente para que se ahorcasen. Para mí, no son más que archivos de fantasía.
—En mi opinión, sería una malversación lamentable —declaró Jeremy— en una época en que los estudios de los negros y de las mujeres necesitan urgentemente fondos...
Rebecca le interrumpió:
—Algunas de las mujeres con quienes hablo están hartas de ser estudiadas. ¿Acaso ser mujer es todo lo que hacemos? ¿No podemos decir nada acerca de nosotras mismas, salvo que la sociedad patriarcal nos ha obligado a usar desodorantes? Mis dulces y pequeñas militantes diríase que nunca se han lavado los cabellos ni limpiado las uñas, como si fuesen los hombres quienes inventaron los baños...
Sabía que no debía continuar; pero siguió adelante con una ligera e irresistible sonrisa:
—Yo creo que es delicioso que ese joven quiera venir a echarnos una mano desde el fondo del departamento de Ciencias de la Universidad.
Closson carraspeó una vez más y volvió a mí su cabezota.
—Roger, ¿quiere usted comunicarnos alguna opinión o idea antes de que terminemos con Mr. Kohler?
Uno de sus mechones se había despegado y oscilaba en un lado de la cabeza como una antena inquisitiva.
Me chocó que quisieran sacarme de mi aislamiento, donde mi existencia era como una sombra.
—Usted ya me conoce, Jesse —dije, con una falsa jocosidad que sonó mal a mis propios oídos—. Siempre he sido barthiano. Temo que Barth habría considerado el proyecto de Dale como la clase más fútil e insolente de teología natural. También estoy de acuerdo con Jere: no hay sitio para la apologética, cuando ésta ha hecho una y otra vez que la religión parezca ridícula. Como Rebecca, no creo que Dios tenga que ser reducido a la subjetividad humana. Pero su objetividad debe ser de una clase totalmente distinta de la de esas ecuaciones físicas. Y aunque no fuese así, la posibilidad de demostración plantea problemas adicionales. Un Dios que se dejase demostrar, más exactamente, un Dios que no pudiese ayudar a ser probado, ¿no sería demasiado sumiso, demasiado pasivo y dependiente del ingenio humano, en una palabra, un Dios impotente y contingente? También veo un problema en la facticidad divina, tal como nos sería demostrada. Todos sabemos, como maestros, lo que ocurre con los hechos: se pasan por alto, se olvidan. Los hechos son aburridos. Los hechos son inertes, impersonales. Un Dios que fuese meramente un hecho permanecería sobre la mesa con todos los demás hechos: podríamos tomarlo o dejarlo. Tal como están las cosas, siempre nos encontramos en movimiento hacia el Dios que huye, el Deus absconditus; Él, con su ausencia aparente, está siempre con nosotros. Lo que hoy se nos pide que financiemos, lamento decirlo, me parece una especie de fisgoneo cosmológico obsceno que poco tiene que ver con la religión tal como yo la entiendo. Como dice el propio Barth en alguna parte, no puedo darles la referencia exacta, «¿Qué clase de Dios es el que tiene que ser demostrado?»
Después de este beso de Judas, Dale me miró por primera vez, y tuve la impresión visual de que su acné se estaba curando, gracias a los cuidados de Esther. Sus ojos azules estaban pasmados, nublados. No comprendía el favor que acababa de hacerle.
Jesse, desde luego, es un tillichiano ecumenista y sentimental, y Ed, un bultmannita profesional, y Rebecca, sensible al fondo de reprimido sentimiento antisemita presente en el declarado filosemitismo de Barth[10], y Jeremy, un activista social y un lógico ético. Al introducir tan estruendosamente en la discusión a Barth, desdeñoso enemigo de los humanistas religiosos y acomodaticio, y viejo enemigo de Tillich y Bultmann, habían hecho que el Comité se volviese contra mí, es decir, en favor de Dale.
Jesse vaciló un poco y trató de resumir:
—Bueno, sí, supongo que el Fundamento del Todo Ser debe tener un sentido superior. No puede tratarse simplemente de un ser más. Pero esto plantea una serie de cuestiones interesantes, si el ser esse, sein, es un simple esto o esto otro, una condición binaria, en el lenguaje de Mr. Kohler, o si hay grados, intensidades..., en realidad, todo esto es muy interesante. Nos ha dado usted que pensar, joven, lo cual no es fácil en los círculos académicos. ¡Ja, ja! Tendrá usted noticias nuestras dentro de dos semanas.
Cuando, diez días después, dije a Esther que Closson me había comunicado que el Comité había acordado conceder a Dale una subvención provisional de dos mil quinientos dólares, renovable en setiembre próximo, si él lo solicitaba y presentaba el primero de junio una comunicación de cuarenta páginas, resumiendo los primeros resultados concretos, ella me dijo:
—Mala cosa. En realidad, es terrible.
—¿Por qué?
—Ahora tendrá la impresión de que ha alcanzado algo, y lo que trata de hacer es imposible.
—Mujer de poca fe.
—Es él quien está perdiendo su fe. Y esto hará que acabe de perderla.
—¿Cómo sabes que está perdiendo su fe? —le pregunté.
Giró sobre sus ruidosos tacones y se alejó por el pasillo ofreciéndome esa visión desde atrás en que incluso la mujer más menuda parece algo grande, un pedazo de la Tierra. Llevaba pantalón caqui ceñido. Había estado en el jardín, haciendo una poda de invierno, preguntándose cuándo habría que quitar el pajote, al ver que los primeros lirios de nieve asomaban sus corolas sobre el extremo caldeado por el sol de nuestra valla junto al cobertizo donde guardaban los Ellicott sus herramientas.
—¿No la estamos perdiendo todos? —me gritó, antes de desaparecer en la cocina.
Yo nunca había creído que Esther tuviese fe; lo cual formaba parte de su encanto, la suculenta libertad de que hacía gala.
Le había pedido que llevase a Verna a la clínica para abortar, y ella se había negado, diciendo que era mi sobrina y que, en todo caso, Verna le había tomado antipatía, pues se mostraba muy ruda en la guardería. Y a propósito, llevaba allí a Paula cada vez con menos frecuencia y, cuando lo hacía, la pobre criatura no podía hallarse más sucia. Las cosas se estaban deteriorando en aquel frente, dijo. Como si hubiese varios frentes, y ella y yo nos encontrásemos en el cuartel general.
Verna había dicho por teléfono, con toda claridad, que no quería ir sola. Manifestó que, a fin de cuentas, la idea había sido mía.
Entonces le dije que la llevaría yo. Mejor esto que dejar que se escabullese. Estaba resuelto a conducir este asunto a buen fin. La tarde señalada, una canguro del barrio, se desdijo típicamente del trato en el último minuto. Por consiguiente, la pequeña Paula tuvo que venir con nosotros. Era muy avanzada la tarde, una hora en la que, hasta hacía poco, había sido ya noche cerrada y que ahora nos sorprendió con su luz, demorándose la claridad del día en las hileras de casas de tres pisos, en las tiendas con grandes escaparates de las esquinas, en los sicómoros y algarrobos sin hojas, en los doblados rótulos de «Prohibido aparcar» pintados con spray. La luz me molestaba al llevar a aquella mujer de diecinueve años y a aquella niña de uno y medio en mi sólido, pulcro y un tanto aerodinámico «Audi», a lo largo de aquellas calles flanqueadas de herrumbrosas glorias de Detroit, coches petrificados como montones de lava. Yo no tenía nada que hacer allí. Pero lo hacía. Estaba matando a un niño por nacer, tratando de salvar a otro que había nacido. A dos que habían nacido. La clínica era un edificio bajo de ladrillos blancos, no precisamente nuevo y con los ladrillos sólo bastante blancos para que el mortero pareciese oscuro. Estaba a varias manzanas de la residencia de Verna, más en el interior de aquella parte de la ciudad a la que nunca solía yo ir.
También me molestaba entrar en la oficina de la clínica con la pequeña mulata y la joven de lengua procaz, tez cetrina y ligeramente entrada en carnes. Para este acontecimiento, se había puesto Verna su atuendo más barato, un conjunto de falda ancha de lana verde, jersey amarillo canario con cuello de tortuga y chaquetón de cuero de color naranja, debajo de una especie de sarape a cuadros. Parecía una pelandusca ingenua. Y se había peinado con aquellos rizos oleosos, húmedos y serpentinos, que vemos cada vez más a menudo incluso en las secretarias de la Escuela de Teología.
Las luces fluorescentes del interior de la clínica, que zumbaban un poco, no podían hacer mucho contra el lúgubre ambiente. Había dos mesas en la antesala, y en ellas, una enfermera y una secretaria. La enfermera levantó la cabeza y me lanzó una mirada que parecía acusadora. Para llenar los impresos, Verna tuvo que poner a Paula en mis brazos, y me pareció que la niña pesaba más que la última vez que la había levantado, no sólo por la ropa de invierno, sino también porque había crecido, porque sus músculos eran más exigentes. Aunque era muy pequeña, estaba llena de vida, con el valor unitario de la personalidad. Se estaba volviendo patilarga. Ahora, su cara tenía una expresión más compleja, más pensativa. Se sentía inquieta en mis brazos, contraía suavemente los músculos, sin saber todavía si tenía que hacer, o no, un esfuerzo supremo para liberarse. Desde unos centímetros de distancia, me miró muy fija a los ojos, sin sonreír, como valorándome.
—No caer suelo —dijo con sonsonete.
Sus ojos, que antes me habían parecido de un color azul marino, se habían vuelto castaños, un poco más oscuros que los de Verna.
—Paula no caer —le dije—. Hombre sostener fuerte.
Me pregunté de qué sería aquel débil olor que brotaba de ella al calentarse entre mis brazos. Recordé que Esther había dicho «sucia»; pero no era de excrementos, sino un olor rancio y agradable que guardaba yo en lo más profundo de mi memoria, de cuando saboreaba los espacios encantados detrás de cómodas o de armarios con los estantes forrados de hule. Recordé a la abuela de esta niña en el desván de techo abuhardillado, aquel día, y las motas de polvo, y el triste blanco grisáceo del babero, al hurgar Edna debajo de su jersey para abrirlo. Recordé el afán con que nuestras pobres mentes se aprietan contra los cuerpos de otros, como el agua contra los nadadores.
—Nunc, ¿te importa que te ponga aquí como mi pariente más próximo? —preguntó Verna, con su voz estridente y llamativa.
Varias caras se volvieron hacia mí. Había una hilera de sillas en aquella habitación, de cuyo techo titilaba la luz fluorescente. Las persianas ocultaban la vista de la calle y las paredes estaban pintadas del color pastel tradicional. Un extraño y pesado silencio interior diluía el ruido del tráfico exterior. Las sillas de plástico, de diferentes colores primarios como en una escuela elemental, se hallaban ocupadas en un tercio por mujeres jóvenes, en su mayoría negras, y algunos acompañantes de variado aspecto. Una madre en ciernes mascaba chicle y, con virtuosa indiferencia, formaba perfectas esferas de color rosa delante de sus labios, hinchándolas hasta que reventaban, y empezaba de nuevo. Otra llevaba un «Walkman» y tenía los ojos «errados para amortiguar el estrépito que llenaba su cabeza. Un muchacho negro, que parecía poco mayor que el chiquillo que había guardado mi coche, murmuraba ansiosamente algo al oído de una muchacha y le ofrecía de vez en cuando su cigarrillo para que lo chupase. Ella tenía las mejillas húmedas, pero, por lo demás, permanecía impasible, como una máscara africana, de labios y mentón majestuosamente prominentes.
—Es que no lo soy —dije en voz baja, acercándome más.
—Hombre malo —murmuró Paula junto a mi cara, insinuante, coqueta.
Sus dedos elásticos y mojados tocaron mi boca y tiraron de mi labio inferior. Las uñas diminutas rascaban.
—No quiero poner a mamá ni a papá —dijo Verna, en voz despreocupadamente alta—. Ellos dicen que me joda, y yo digo que se jodan ellos.
Estalló otra pompa. Un coche, con el silenciador roto, pasó por la calle armando un ruido infernal. La enfermera, con un gastado jersey azul sobre el almidonado uniforme blanco, condujo a Verna a otra habitación más iluminada. Paula y yo pudimos ver, a través de la puerta entreabierta, que la sentaban en una silla para tomar la presión de la sangre en su brazo desnudo. Un termómetro se irguió desafiador en la boca de Verna. La niña se puso inquieta, temerosa de que le hiciesen daño a su madre. La saqué de allí.
En la calle, vimos que era ya de noche. Desde el lejano corazón de la ciudad, donde una cúpula de luz teñía el cielo y centelleaban las señales para los aviones en las cimas de los rascacielos, llegaba un ruido apagado, un rumor oceánico, como si la atascada corriente del tráfico hubiese adquirido un significado eterno. Aquel barrio parecía casi suburbano. Una tienda de comestibles resplandecía en una esquina, y transeúntes sin rostro pasaban arriba y abajo por la calle, intercambiando breves palabras de saludo. Paula se agitaba en mis brazos. Estaba aprensiva, hambrienta, y cada vez pesaba más. No paraba de dar pataditas a mi chaquetón de piel de cordero y de rascar con curiosidad mi labio inferior. Antes que aventurarme de nuevo en aquella mal iluminada sala de espera, preferí refugiarme con Paula en el «Audi», y una vez allí, traté de encontrar en la radio una canción que le gustase. Busqué aquella canción tan animada, pero, dada la proliferación de nuevas piezas y de nuevas estrellas, no pude dar con Cyndi Lauper, aunque hice girar en todas direcciones el suavemente resplandeciente disco.
—Música —dijo Paula.
—Música bonita —dije.
—Terrible —dijo ella, en el tono exacto de su madre, como ligeramente pasmada.
—Y que lo digas.
Moví el disco, tratando de encontrar música en vez de las noticias y las llamadas telefónicas tan abundantes a aquella hora de la tarde. La mitad de los que llamaban estaban borrachos y todos se sentían incitados a hablar demasiado por el milagro de estar en la radio. Me asombró la rudeza con que les interrumpían los locutores. «Está bien, Joe, todos tenemos derecho a sostener nuestra opinión... Lo siento, Kathleen, tiene usted que hablar con más sensatez... Tenga cuidado, Dave, y muchas gracias por llamarnos.» Paula se quedó dormida. La coloqué en el asiento de al lado y me di cuenta de que habla mojado mis rodillas. Apagué la radio, aquella Torre de Babel.
Me embargó una fatiga espiritual, un reconocimiento de que mi vida, pasados los cincuenta y tres años, requería cuidados, supervisar mi cuerpo como el de estos pobres inválidos que son mantenidos vivos gracias a tubos e inyecciones en las codiciosas clínicas, y de que siempre había sido así, que los focos de ambición y de deseo que habían iluminado mi camino cuando era más joven y dado a mi vida un carácter de drama teatral o de sueño cargado de símbolos, habían sido mecanismos químicos, ilusiones con que la carne y el cerebro me habían engañado. Como sabían los santos, hay una satisfacción en esta fatiga, como si al hundirnos más allá de la desesperación y la acedía nos acercásemos a la condición abismal que llevó a Dios a decir tímidamente en su vacío: Júntense en un lugar las aguas, y aparezca lo seco.
Empujé hacia abajo la manija de la portezuela y escuché para ver si el ruido despertaba a Paula. Su respiración se interrumpió un instante; pero recobró en seguida su confiado ritmo. Entonces, salí de nuevo al aire libre, a la calle. Se había materializado una fina y fría llovizna que oscurecía el asfalto y me cosquilleaba la cara. Nos gusta que nos toquen desde arriba, sea la lluvia, sea la nieve. Pensé en Esther, trajinando en nuestra cocina, con los movimientos retrasados por el vino y la reflexión; y en Richie, llevándose mecánicamente la comida a la boca mientras sus ojos devoraban la temblorosa y pequeña pantalla, y me alegré de no estar allí por una vez, de hallarme envuelto por el aire fresco de aquella parte extraña de la ciudad, tan extraña para mí y tan llena de promesas de lo desconocido como Tientsin o como Ouagadougou. Me pregunté si había dejado entreabierta una de las ventanillas del «Audi» para que entrase un poco de aire, como habría hecho si hubiese dejado un perro allí, y volví atrás para comprobarlo. Paula, dormida, no habría atraído a ningún ladrón; no era más que un montón de harapos. Vista a la luz de la farola, su cara y sus pequeños y fláccidos miembros eran tan incoloros como una fotografía de periódico.
La enfermera había abandonado su mesa y la secretaria me dijo que mi sobrina tardaría todavía un rato. Sólo había un médico y por esto se hacía todo con retraso. De las tres jóvenes negras que había visto antes, sólo quedaba la máscara africana. Su acompañante se había marchado; se habían secado sus lágrimas y tenía el aire regio e impasible de la princesa de una raza que viaja desde la cuna hasta la tumba a expensas del Estado, como los aristócratas de antaño. Me pregunté cuántas horas habría necesitado para peinar sus cabellos en tantas trenzas finas, adornadas con abalorios de colores y diminutos aros de oro falso.
Cuando salió al fin Verna de las cámaras ocultas de la clínica, diez minutos antes de las ocho, también ella parecía impasible. Se movía con cuidado, como si caminase sobre unos pies insensibilizados. Bajo la luz lechosa y vacilante, vi que traía varias hojas de papel, unas grandes (impresos oficiales) y otras pequeñas (prescripciones para cumplir). Y también un paquete pequeño, algo blando envuelto en papel de seda. Cuando terminó los breves trámites con la secretaria, le ofrecí el brazo. Pero ella hizo caso omiso de mi codo solícitamente doblado. Tal vez no lo vio. Sus ojeras, de un delicado color malva, aparecían abultadas, como si le hubiesen hinchado la cara y, al desinflarse, la piel no se hubiese adaptado del todo a los huesos.
—¿Qué hay en ese paquetito? —le pregunté.
—Compresas —dijo.
Y con la voz fuerte e irónica de una niña entusiasmada, añadió:
—Me han dado un cinturón monísimo color rosa. ¡De balde!
En la calle, la lluvia se había reducido a una neblina. Sin embargo, yo quería todavía protegerla, ser un toldo para ella mientras se dirigía al coche a paso lento. Como un vuelo de mariposas alrededor de una estatua, mi solicitud aleteaba inútilmente en torno a su estoica y erguida figura. Su dignidad me pareció alarmante, afirmada ahora contra una historia personal de indignidad, y envolviendo una determinación de ser vengada. Permaneció de pie delante de la portezuela mientras yo, a tientas, introducía con torpeza la llave en la rendija del curvo tirador. Esperando pacientemente, miró al interior del coche y vio a través del oscuro cristal el cuerpo dormido de Paula.
—Bueno, Nunc —dijo, con aquella voz amortiguada que parecía salir de una garganta demasiado estrecha—, uno se acabó, y la otra sigue.