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En una sociedad estable, las tradiciones se acumulan. Esther y yo habíamos adquirido la costumbre de ofrecer un cóctel en la segunda semana de mayo, cuando, terminadas las clases, empieza el trabajo menos rígido de los exámenes finales. Ella insistió en invitar a Dale. Yo no pedí que se incluyese también a Verna. Ella no era una universitaria (en realidad, ni siquiera se había graduado en segunda enseñanza, a pesar de mis consejos) y se habría sentido incómoda en nuestra brillante compañía. Su comportamiento el Día de Acción de Gracias no me había parecido muy discreto, y ahora teníamos que guardar los dos un pequeño secreto.

Desde nuestra inmersión conjunta en la desesperación, después de depositar a la pequeña y doliente Paula en el hospital, nuestras comunicaciones habían sido superficiales, restringidas principalmente por la creciente sombra del Departamento de Servicios Sociales sobre nuestras vidas tenuemente enlazadas. El Departamento había sido informado, a la mañana siguiente, de la curiosa naturaleza de la fractura conminuta de Paula, y cuando la diligente estudiante de Arte se presentó en el hospital (más cerca de las dos que de las prometidas doce) para recoger a su hija, encontró allí a su asistenta social, que me había sido descrita como una negra alta, muy elegante y engreída, y que lamentaba ahora haberse perdido el almuerzo mientras Verna disfrutaba del suyo. Temerosa de ver cerrado el camino hasta su hija, Verna invocó mi respetable nombre, cosa que no le agradecí. Se habían abierto bajo mis pies terribles abismos donde se confundían la pobreza y el gobierno. Te acuestas con alguien en un momento de confianza y las obligaciones empiezan a amontonarse como en una pesadilla.

Esther, bendita sea, me acompañó a nuestra conferencia en el gran edificio de ladrillos de delante de la pastelería, y fue ella quien, desacostumbradamente animada y autoritaria, propuso una transacción aceptable a los dos agentes presentes del Departamento: la rolliza pero musculosa asistenta social de Verna, con sus lujosas gafas de media luna sujetas a un cordón de terciopelo que pendía majestuoso de las orejas, y un hombre blanco, irritable y demacrado, con la piel tan sucia como una hoja de papel tiznada. El hombre nos informó de que el hospital había rellenado un impreso 51A, y que éste no podía archivarse sin más ni más.

Esther había trabajado para un abogado, y ellos, desde luego, como los asistentes sociales y los clérigos, vivían en ese claroscuro donde nuestro incorregible egoísmo se entrelaza con la torpe disciplina de la sociedad. El tribunal, que estaba sentado detrás de la asistente social de Verna, de manera parecida a como se había sentado el Concilio de Nicea detrás del cura de pueblo descalzo y bebedor en aquellos siglos imperfectos, había recomendado que Verna buscase un consejero psiquiátrico y también la ayuda de sus padres. Esther hizo observar que sus padres estaban a muchos Estados de distancia y que el padre, como ferviente cristiano, había vuelto la espalda a su hija.

Yo reí entre dientes al oír esto, pero los demás ni siquiera sonrieron; no vieron la paradoja. Tampoco la consideró tal nuestro Salvador: El que ame a su hijo o a su hija más que a mi, no es digno de mí.

También existía el inconveniente, desde el punto de vista del orden social, de que (como señaló además Esther) nadie había confesado ni podía probar que Verna hubiese lesionado a su hija. La propia Paula, pieza de prueba número 1, estaba sentada en el regazo de su madre, que, en la escayola de la pierna había pintado a la acuarela unas flores realistas y unos corazones idealizados. Tal vez aquellos corazones ablandaron a los asistentes sociales, o tal vez fue la aparentemente firme promesa de Esther de que Verna aceptaría de buen grado un consejero. Y nosotros, ella y yo, ofreció inesperadamente, nos comprometeríamos a compartir la custodia de Paula con su madre; la guardería tenía ya de facto la custodia de Paula durante el día, casi toda la semana, y nosotros estábamos dispuestos a encargarnos de la niña durante todas las noches que Verna creyese necesitar para recobrar su aplomo y orientar definitivamente su vida. Estas últimas y bellas frases nos conmovieron a todos y pusieron una especie de marco digno a lo que había parecido un cuadro bastante lastimoso.

Por fin, cautelosa y cansadamente, fueron aceptadas las garantías dadas por Esther, debidamente anotadas en el impreso 51 A, como el mejor trato que el sistema podía concertar hasta que la otra pierna de Paula fuese fracturada y pudiese el Estado iniciar el procedimiento legal para asumir su custodia e ingresarla en una institución benéfica oficial. Esta amenaza fue formulada por el asistente oficial varón, cuyas churretosas facciones eran tan fantásticamente móviles que no cesaba de proyectar hacia fuera el labio inferior, con una especie de pavoneo viscoso, mientras masticaba sus melancólicas y amonestadoras palabras.

Yo observé, para ver si Verna y Esther establecían contacto visual en algún momento de las negociaciones. La química entre dos mujeres con las que nos hemos acostado nos fascina, tal vez con la esperanza de que se produzca una colusión que acabe de una vez con nuestras continuas preocupaciones. Pero, aunque Esther, con sus vivos ademanes, alargó varias veces la mano para tocar a Verna, como pieza de prueba número 2, no vi que se produjese ningún contacto verdadero; antes bien, los dedos de largas uñas de Esther se inmovilizaban a dos centímetros de la piel del antebrazo de Verna, cuyo fino vello reaccionaba erizándose. La joven sostenía a Paula sobre la falda, con la aturdida obstinación de los que se resisten a que les arranquen una muela aunque les duela. Sus ojos ligeramente oblicuos y de cortas pestañas, enrojecían y se llenaban de lágrimas de vez en cuando, y se secaban después, al vaciarse sobre las mejillas, las cuales se enjugaba inútilmente con el dorso de la mano. En su regazo, Paula, de color bastante más claro que la asistenta social de Verna, pero con la nariz igual de chata, balbuceaba, hacía gorgoritos, miraba solemnemente, imitando nuestras solemnes miradas de adultos, y daba cariñosas palmadas en la rodilla de la escayola, donde el tallo de un lirio purpúreo, plasmado con bastante habilidad, seguía la curva del yeso. Las lecciones que tomaba Verna estaban dando resultado.

Y también merecían la pena algunas tardes y noches en que Paula se quedaba con nosotros en Malvin Lane, mientras Verna ejercía en otra parte su derecho constitucional a buscar la felicidad. Mis celos sexuales sólo despertaban después de la medianoche, en aquella hora, pasadas las doce, en que ella y yo habíamos copulado. Esther, drogada por su dosis de maternidad sintética y forzada a una ruidosa respiración bucal por el aire cargado de polen de este mes de mayo, roncaba tranquilamente a mi lado. Incluso entonces recordaba yo el cuerpo blanco, gordezuelo pero firme, de mi sobrina con más temor que deseo. Habían pasado dos semanas, y cada noche y cada mañana me había observado a la fuerte luz del cuarto de baño, por si advertía alguna señal de esas nuevas enfermedades venéreas que, por decirlo así, han cortado de raíz la revolución sexual. Ningún grano sospechoso, ni escozor al orinar, se habían manifestado aún; pero yo no me sentía seguro, no me sentiría nunca seguro. Había sido contaminado, si no por herpes o el SIDA, por el DSS; desde mi ornado recinto académico de piedra caliza, había sido arrastrado a aquella fuliginosa parroquia de ladrillos, de una suciedad y un infortunio irremediables, de la que había escapado ya dos veces con anterioridad, al abandonar Cleveland y al renunciar a mi ministerio. Ahora tenía una hija mulata ilegítima debajo de mi techo, junto con una mujer adúltera y un hijo que no servía para el estudio. Por lo que uses, serás usado, per carnem. He registrado como un simple dato psicológico el sublime optimismo, el gozo de la liberación que había sentido al volver de la casa de Verna aquella noche de niebla y sin luna, a través del campo de trigo de oscilantes esqueletos, mientras el difunto Scarlatti exultaba de alegría. Se me ocurrió pensar que, en mi sensación de paz post coitus, de satisfecha certidumbre teísta debajo del remoto y vago techo, por tener una prueba viva al lado de Verna, era culpable de herejía, la herejía de que fueron acusados hace mucho tiempo los cátaros y los fraticelli entre truenos de anatema: cometer abominaciones deliberadas para ampliar y profundizar el campo en que puede manifestarse magníficamente la misericordia de Dios. Más, más. Pero no tentarás al Señor tu Dios.