2

Llamé, indeciso, a la puerta verde anónima. Nunca había estado aquí a esta hora del día. El sol mañanero iluminaba el final del rayado y desconchado pasillo, y reinaba un casto silencio en el inmueble: los niños se habían ido al colegio, y los adultos, a su trabajo, o permanecían en la cama con sus pecados. Verna abrió la puerta; llevaba una falda negra como el carbón y un jersey color lila de lana grueso. Desde luego, se había levantado y salido para llevar a Paula a la guardería aquella fría mañana del día de Reyes. Abrió rápidamente la puerta, como si estuviese esperando a otra persona. Pero cuando me vio, su cara ancha y plana, su cara de torta, sufrió una transformación que borró el hoyuelo de la mejilla. Me hizo entrar en el apartamento de un tirón y se derrumbó en mis brazos. A través de mis varias chaquetas, sentí la sucia presión de sus senos, el calor y el pulso encerrados en su joven y frágil caja torácica. Estaba llorando. Un lado de mi cuello recibió su aliento cálido y sus lágrimas.

—¡Oh, Nunc! —jadeó, con su voz inmadura y aflautada—. Me preguntaba a dónde habrías ido.

—No me he movido de la ciudad —dije, pasmado—. Habrías podido telefonear, si querías vernos. Verme.

Las personas del verbo expresaron, primero, la presunción de que podía habernos necesitado a los dos, a Esther y a mí, como madre y padre sustitutivos; y, después, la reflexión de que Esther y ella debían verse a diario en la guardería. Y quedaba la alegre deducción de que sólo me necesitaba a mí.

Parecía reacia a soltarme. Por primera vez en catorce años, supe lo que era abrazar a una mujer que pesaba más de cuarenta quilos. Pero mi abrazo era ligero, confuso, aparentemente familiar.

—¡Oh, Dios mío! —berreó, sorbiendo por la nariz—. Ha sido horrible.

—¿Qué?

—Todo.

—Tengo entendido que has aprobado un examen —dije—. Y supongo que te gusta no tener que cuidar de Paula por las mañanas.

Nos habíamos separado, aunque una especie de sombra del calor de su cuerpo permanecía en el mío, arrugando mi camisa y mi pantalón.

Su jadeo se convirtió en bufido.

—Poopsie —dijo, despectivamente—. Ella es lo de menos.

Verna me miró con sus ojos ambarinos, sin pestañas, sesgados como los de un gato irritado. Después prosiguió resuelta:

—Estoy haciendo otro, Nunc.

—¿Otro... hijo?

Verna asintió con la cabeza. Sus rizos bastos y descoloridos cayeron más sobre su baja frente. Su voz se contrajo en una especie de disculpa:

—No sé lo que me pasa. Es como si esos tipos sólo tuviesen que hacerme un guiño.

—¿Qué tipos?

—Vamos, Nunc —dijo vivamente, como citando un pasaje de Cosmopolitan o un despreocupado anuncio—. La joven de hoy en día tiene el campo abierto.

La repetición de «Nunc» parecía una burla. Pero ella se había sentido aliviada y agradecida al verme delante de su puerta.

—¿No te lo dijo Dale? —preguntó, sorprendida.

—No. Sólo me dijo que creía que yo debía verte.

—Y por esto has venido. Gracias.

—Bueno, ¿qué vas a hacer? —le pregunté.

Se encogió de hombros, y la manera abstraída en que miró a su alrededor sugirió que había dejado el problema a un lado, junto con su arrebato y su abrazo. La radio funcionaba en la otra habitación; la música era continuamente interrumpida por una voz rápida y jocosa, una voz de mujer que hablaba a trompicones. «¡Eh, vosotros! —decía como desorientada—. ¡Aquí la emisora L.O.C.A.!» El televisor estaba apagado, reposando mudo sobre el cajón de botellas de leche. La estancia parecía una habitación de estudiante. Había aparecido una pequeña librería pintada de blanco; su contenido consistía en unas cuantas revistas de modas y en la resbaladiza antología azul que yo le había traído. Y había un sillón nuevo, un sillón excesivamente mullido que me recordaba algo. No sabía qué.

Mi pregunta, parecida en cierto modo a las preguntas teológicas con que Dale y yo irritábamos el espacio que había entre nosotros, había expresado lo que hubiese debido callar: Verna seguía olvidando que las acciones tienen consecuencias. Su cara inestable amenazó con dejarse llevar de nuevo por el pánico, como cuando me había abierto la puerta.

—No lo sé. No quiero hacer nada.

Decidí ir directamente al grano.

—No puedes tenerlo —le dije—. Esto te pondría en mayores apuros.

Ahora descubrí lo que me recordaba el nuevo sillón: aquel colchón de pana de color de melocotón que transportaba sobre la cabeza un joven y esbelto negro, cuando yo vine andando a este lugar, por Sumner Boulevard, antes del día de las elecciones. Y no es que el color o la forma fuesen exactamente los mismos; pero ambos tenían un aura de esperanza marcada por el destino. Toqué la pana anaranjada.

—Veo que has empleado el dinero que te di.

—Éste es el sillón de mi tío —dijo ella, imitando la voz de una niña pequeña—. Para que se siente cuando venga a visitarme. Si lo hace alguna vez.

Me senté en él. Sus cojines tenían la rígida resistencia de la gomaespuma nueva.

—¿Cuántas faltas has tenido? —pregunté.

—Creo que dos —dijo con tono triste.

Me di cuenta de que había comprometido mi dignidad al sentarme. Mi cara estaba al nivel de las caderas de Verna. Todavía persistía en mis nervios la sensación del abrazo: el peso, la densidad y la responsabilidad de su cuerpo. Y es que se produce una extraña iluminación erótica cuando, por un instante, vemos a las mujeres simplemente como las hembras de nuestra especie animal, otra serie de criaturas bípedas condenadas a la rutina diaria de la ingestión y la defecación, el sueño y el trabajo. En esto somos iguales. In carnem.

—Crees —le dije un tanto severo—. ¿Es que no sabes contar?

—Ahora, más o menos, tendría que ser la tercera —fue su resentida respuesta.

Las caderas oscilaron dentro de su falda negra. Empezaba a coquetear como quien no quiere la cosa.

—Entonces —le dije— no hay problema. Puedes abortar. Afortunadamente para ti, vives en una época en que se puede abortar con sólo pedirlo. Cuando yo tenía tu edad, la mujer tenía que arrastrarse y suplicar que se lo hiciesen. Era ilegal y peligroso, y había mujeres que morían por esta causa. Y ahora esos idiotas quieren que volvamos al oscurantismo.

—¿Tuviste tú que arrastrarte y suplicar alguna vez, Nunc?

—No. Mi primera esposa —dije, de mala gana— no podía tener hijos. Fue la tragedia de su vida.

—Si hubiese podido tenerlos, ¿habrías hecho que se jugase la vida y matase al feto?

—Estábamos casados, Verna. Tu situación no se puede comparar con la nuestra.

—Mira, Nunc, yo estoy de acuerdo con esos idiotas. El feto vive. No hay que matarlo.

—No seas ridícula. El feto, como tú le llamas, tiene aproximadamente, en este momento, el tamaño de un cacahuete, de un pececillo. Si has comido sardinas alguna vez, deberías estar dispuesta a abortar.

—No seas tú ridículo. Está dentro de mí, no de ti. Puedo sentir que quiere vivir. Hay una película en la que se ve cómo aplastan la cabeza del bebé.

—Deja de razonar como una niña. Piensa como Verna. ¿Para qué quieres tener otro negrito, si el que tienes te vuelve loca y está arruinando tu vida?

En toda discusión, por acalorada que sea, llega un momento en que el centro se desliza lejos del tema que se discute ostensiblemente y en el que el verdadero interés de los partícipes se ha desviado hacia el propio acaloramiento. Se genera entonces el tira y afloja de la pasión. El coqueteo de Verna se había agudizado; se pegaba a sus caderas como un sarong. Su voz se había vuelto grave y sensual.

—¿Quién dice que el niño será un negrito?

Yo seguí gritando:

—Cualquiera que fuere su color, aunque ese pequeño sea tan blanco como la nieve, no habrá sitio para él en este mundo. ¿Por qué has de torturarlo?

Lamenté no haber traído mi pipa.

—¿Quieres saber una cosa, Nunc? Me gusta tener niños. Sentirlos crecer y, después, ese suceso increíble del desprendimiento y de ser súbitamente dos.

Apoyé la cabeza en las puntas de los dedos y pensé que ninguna respuesta habría podido ser más elocuente.

Ella se acercó más al sillón.

—¿Quieres saber otra cosa?

—No estoy seguro —dije, sintiendo que se secaba mi garganta.

—Mi madre quería abortar cuando estaba encinta de mí, pero mi padre, que era muy religioso incluso antes dé tener miedo de padecer cáncer, no se lo permitió. Por eso no puedo enfadarme demasiado contra él por ser tan malo con Poopsie y todo lo demás. De no haber sido por él, yo no estaría aquí. No estaría en ninguna parte, Nunc.

Alguien llamó a la puerta. La resonancia de la habitación desamueblada era tal que la llamada pareció tremenda, tan fuerte como si hubiesen disparado un arma contra nuestras cabezas. Sin embargo, había sido suave, insinuante.

—¿Verna? —dijo una melodiosa voz de barítono, aunque ligeramente ronca—. Verna, querida, ¿estás ahí?

Los dos nos quedamos como petrificados, yo sentado y ella de pie, con los muslos a pocos centímetros del brazo cuadrado y acolchado del sillón. Yo la estaba mirando y ella me miraba a mí. Desde arriba, formándosele pliegues de piel debajo del mentón. Me sonrió, con una sonrisa maliciosa y maternal, que hizo surgir los hoyuelos en sus mejillas, para sellar nuestra conspiración de silencio.

El hombre de la puerta llamó de nuevo, ahora más fuerte, y después pudimos oír que restregaba los pies y silbaba débilmente entre dientes para dramatizar su paciencia.

—Verna, ¿estás jugando al escondite?

La sonrisa de Verna y su mirada maternal no cambiaron. Pero las rollizas manos de cortas uñas que pendían junto a su falda negra se cerraron y levantaron la tela sobre los muslos, con un susurro tan débil que sólo yo podía oírlo. No llevaba bragas. Mi boca acabó de secarse, como bajo los efectos del aspirador de saliva de un dentista.

—Está bien, Verna —dijo la voz del hombre, como si hablase consigo mismo, y sus nudillos repicaron en la puerta marcando un pequeño ritmo distraído.

Los muslos de Verna eran como columnas curvas, cetrinas y brillantes; la mata de vello del pubis era ancha, como su cara, más oscura que los cabellos e incluso más rizada, de modo que arcos de luz reflejada centelleaban en ella y los ricitos abrían al azar pequeñas ventanas redondas hasta la piel. El hombre de la puerta lanzó un hondo suspiro y, aunque sus pisadas parecían todas iguales, la vibración de las paredes nos indicó que se estaba alejando. Ella se bajó la falda y se echó atrás, todavía sonriendo; pero con ojos solemnes y hostiles.

—¿Por qué has hecho eso? —murmuré.

—¡Oh! —dijo ella, con voz normal y aflautada—. Sólo por hacer algo mientras matábamos el tiempo. Pensé que tal vez te interesaría. Pero no hace falta que hables en voz baja. Él debió de oírnos hablar, y sólo hizo aquello para incordiarme.

—¿Quién era?

—Un amigo, como dirías tú.

—¿Es el padre?

—En realidad, lo dudo.

—¿Podría ser Dale el padre?

—¿Crees que sería mejor? ¿Que entonces podría conservar la criatura?

—Creo que no. Pero si él fuese el padre, entonces podríais decidir los dos.

—Imposible, Nunc. Como ya te dije otra vez, él y yo no nos acostamos juntos. Él no es como tú. Él no cree que soy estupenda.

—Yo sí lo creo.

Lo que ella me había mostrado hacía que la viese en mi mente como una criatura distinta, un erizo de mar sobre el blanco fondo del océano. Cuando se había levantado la falda, había percibido un olor parecido al aroma almizcleño de cacahuetes machacados que se remontaba a mi primera infancia, pero con un origen todavía más remoto, el nacimiento de la vida. La humedad volvía lentamente a mi cavidad oral.

Empezó a pasear de un lado a otro, satisfecha de sí misma.

—Si me hiciesen abortar, Nunc, no sería de balde.

—Yo creía que sí, en una clínica. ¿Acaso no tienen esas clínicas por objeto evitar a las adolescentes como tú el engorro de tener que decírselo a los padres?

—Sí; pero ahora siempre cobran algo. Es parte de la economía de Reagan. En todo caso, tal vez no quiero ir a una clínica y salir de ella tambaleándome al cabo de una hora. Quizá me espantan las operaciones y tendría que ir a un hospital corriente. Además, si me someto a ello, ¿no crees que debería ganar algo para indemnizar mi sufrimiento mental?

—¿Por qué tendría yo que sobornarte para que hicieses algo para tu propio bien?

—Porque quieres joderme. Quieres lamerme el coño.

—Verna. Tu lenguaje...

Ella sonrió, con una sonrisa infantil.

—Es estupendo, ¿no? Mamá nunca habría conseguido hablar así.

Para comprobar hasta dónde llegaba su corrupción, o para descubrir el precio de un feto, le pregunté:

—¿Qué te parecerían trescientos dólares?

Frunció los labios como si estuviese tratando de arrancar con la lengua algo prendido entre sus dientes. Un gesto amanerado de los años cincuenta que hizo que se pareciese mucho a su madre. Después de considerar mi pregunta, dijo:

—Tengo que pensarlo. Hablo en serio, Nunc; creo que hacer eso es pecado.

—Todos creemos que lo es. Pero el mundo está encenagado en el pecado y, en este lodazal, tenemos que tratar de decidir cuál es el mal menor. Tenemos que elegir y aceptar las consecuencias. Es lo que hacen los adultos.

—Vamos, ¿crees que incluso los niños pequeños son malos?

—Agustín lo creía. También Calvino. Y todos los más grandes pensadores cristianos. Hay que creerlo. De lo contrario, el mundo no habría caído realmente, no habría hecho falta la Redención, el cristianismo no tendría historia. En todo caso, Verna, se trata, como dijiste, de tu vida. De tu lindo cuerpo.

Todo el edificio estaba en silencio a nuestro alrededor, como si sólo existiésemos nosotros. La nieve se arremolinó centelleando sobre el alféizar. Aunque no había caído mucha, enero habla sido tan frío que se conservaba toda, no se había fundido; crujía bajo los pies y se agitaba de un lado a otro en mil pequeñas, resplandecientes y falsas tormentas.

Verna parecía inquieta, como cautiva. Pero, ¿a dónde tenía que ir en esta brillante mañana, sin un coche, sin un empleo al que acudir?

—Mi bonito cuerpo, ¿eh? —dijo.

—¿Debería significar algo —pregunté con cuidado y sintiendo de nuevo la garganta seca— el hecho de que me parezcas estupenda?

Ella no comprendió al principio lo que quería decir. Abrió mucho los ojos y después entornó los párpados.

—Pues, no lo sé —dijo al fin—. Parece raro fornicar cuando se está en un ambiente de familia. Es igual que comer cuando se tiene el estómago lleno o algo parecido.

Su rechazo, como la mayoría de las posiciones de tanteo, era excesivamente resuelto.

—De todos modos —concluyó—, me disponía a pintar una acuarela. Dale dijo que quería una para mostrársela a alguien. Y también me dio este libro para repasar las Matemáticas para los tests de equivalencia. Además, le prometí a mi asistenta social que pasaría a recoger algunos impresos de AFDC, pues siempre están cambiando las normas. Mira —me dijo, abriendo de nuevo los ojos—, si tuviese otro hijo, podría cobrar otros setenta y cuatro dólares al mes de AFDC.

—Verna —le reproché—, ¡vaya una manera de ganar dinero! Haciendo hijos.

—No es peor que ganarlo por abortar.

—Yo no te pagaría nada. Sólo sería una indemnización.

—Una distinción muy sutil.

Me miró de nuevo desde arriba, de aquella manera que producía arrugas debajo de su mentón.

—Hablando de ti y de mí, ¿no parecería raro, siendo tú el bueno de mi tío?

Me tocó la cabeza, los espesos cabellos plateados de los que estoy tan orgulloso.

—Pero podrías besarme —dijo—. Sería un signo de amistad.

Me dispuse a levantarme de su sillón nuevo; pero ella se acercó más y dijo:

—No te levantes. Aquí.

Se levantó de nuevo la falda. Algún amiguito debió decirle alguna vez que tenía un hermoso bajo vientre. Había un suave y pálido valle, con venas enterradas de un débil azul, en los lugares donde el abdomen se juntaba con los muslos. Y elegí el de la derecha. Unos cuantos pelos pubianos se erguían como centinelas en el borde del terreno velloso, al lado del monte de Venus. Verna rió desde arriba.

—Te hará cosquillas.

Aumenté la presión de mis labios para reducir el cosquilleo, y cuando pensaba en moverlos hacia la izquierda, ella se echó de nuevo atrás y se bajó la falda negra. Me satisfizo advertir, más abajo de mi cintura, el comienzo de una erección. No todas las hembras pueden alcanzar nuestro cerebro de reptil. Es una cuestión de feromonas, una oscura adaptación de muescas neurales. Esto no tiene ninguna relación con las cualidades socialmente admirables de la dama; antes bien, éstas son un obstáculo. Nos apareamos no para complacernos a nosotros mismos, sino al gran lago genético que chapotea a nuestro alrededor.

Verna recobró su humor de niña que quería divertirse.

—Tal vez sería divertido que al menos nos quitásemos la ropa —dijo—. Si no me rechazas otra vez.

—Nunca te rechazo, ¿verdad?

—Continuamente, Nunc. Es desolador. Tú me incitas.

—¡Qué raro! Yo habría jurado que eras tú la que me incitaba.

—Apuesto a que te preguntas por qué no llevo bragas.

—Lo he pensado, sí.

—Me gusta esta sensación. Cuando salgo a la calle, es como si llevase conmigo un secreto.

—Entre otros muchos.

Sus ojos oblicuos se fruncieron al aceptar el desafío.

—No tantos como crees. Tú piensas que soy una mujerzuela.

Mientras hablaba y me miraba con fijeza, una pared de cristal se materializó entre nosotros. Los pequeños eslabones que se habían forjado cuando mi cara se apoyó en su cuerpo, se habían roto en su totalidad. Y ahora vi que aquella joven delincuente y vulgar significaba para mí menos que un maniquí de esos que hay en los grandes almacenes. Esta sensación fue un alivio. En cuanto ella formuló su invitación a desnudarnos, me asaltaron ideas inquietantes, de herpes, del hombre de la puerta que volvía con los puños apretados, de los esfuerzos que tendría que hacer, de mi carne de cincuenta y tres años[9] gastada y poco de fiar, de las burlas de que tal vez me haría objeto aquella loca adolescente, de las cómicas explicaciones que daría ella a desconocidos negros en el «Domino».

—Creo —le reprendí solemnemente— que no sacas el mejor partido de tu vida.

—Bueno, vete al diablo, Nunc. No volverás a oler mi conejito. Y tampoco necesito tu dinero. Como íbamos diciendo, tengo un capital.

—¡Jesús! No empieces a hacer eso, o acabarás realmente mal. A propósito, ¿te drogas?

—Nunca fumo un porro hasta después de las cinco. Y sólo tomo cocaína cuando otro la paga. Depende del hombre con quien esté.

—¡Dios mío, qué chica tan mala!

—Soy una buena chica, Nunc.

Estábamos pasando a un simple parloteo. Examiné mi cartera y pensé que me detendría en la caja automática del Banco de camino para la Escuela de Teología: GRACIAS POR EMPLEAR NUESTROS SERVICIOS Y QUE LO PASE USTED BIEN.

—Toma estos ochenta y cinco. Es todo el dinero que llevo encima. Sólo como alivio momentáneo. Pero debes ir a la clínica, Verna. Yo te acompañaré si quieres. Tal vez te convendría hablar de esto con Esther.

—¿Con Esther?

—Es otra mujer.

—Una presumida impertinente que ni siquiera me mira a la cara cuando la encuentro en la guardería.

—Lo más probable es que piense que no quieres hablar con ella. Es tímida con casi todo el mundo.

—Entonces creo que no conozco a la gente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Es lo que tú deberías preguntarte, Nunc.

No me atreví a indagar si Dale se había ido de la lengua. Quería encontrarme lejos de este apestoso apartamento y de nuevo en la Escuela de Teología, entre los muros de piedra caliza, los antiguos y raras veces manoseados libros (el otro día abrí una gruesa edición de dos volúmenes de Tertuliano, publicada por los jesuitas de París en 1675; sus páginas no habían sido cortadas en más de tres siglos); en la majestuosa paciencia del lugar.

A pesar de lo volátil e insensata que era mi relación con mi sobrina, nos despedimos en la puerta con un beso afectuoso, dado de lleno a sus cálidos labios sin pintar, y en cuanto se cerró aquella puerta, la imagen de su cuerpo desnudo, un tesoro que yo había despreciado, me asaltó como una ola gigantesca mal calculada al hacer surfing.

Me disponía a pintar una acuarela. Dale dijo que quería una para enseñársela a alguien. Esther mira y dice:

—Conmovedor. Debajo de todo ese metal, este jarrito de violetas. Unas violetas pequeñas y muy pálidas.

—Tal vez no tenía la pintura adecuada para darles un tono purpúreo —dice fielmente Dale.

Ambos están desnudos. Dos cuerpos blancos, blancos, sin una pizca de grasa, suspendidos como globitos alargados en una alta copa de sombras y de mugre de nuestra ventosa ciudad. Ella ha accedido a venir, en aras del amor, a este sórdido apartamento de estudiante, cerca de los edificios científicos de la Universidad, estructuras con cúpulas y antenas, sostenidas con grandes y misteriosas infusiones financieras del Pentágono y de las corporaciones gigantes. Él vive en un bloque de tres plantas que posee la Universidad; pero todavía no dedicado al desarrollo, a aparcamiento o a nuevas funciones académicas. Ha subido los descoloridos escalones del porche, cuidando de no introducir los puntiagudos tacones de sus rojas botas de cuero en la rendija de una tabla podrida. Con el corazón palpitante, se ha abierto paso entre la multitud de bicicletas herrumbrosas del vestíbulo y, sobre una serie de estropeados buzones de correspondencia con dobles o triples tarjetas, ha llamado a KOHLER/KIM.

¿Quién es Kim? Uno de esos esforzados y jóvenes orientales que, en el siglo XXI, moverán todas las palancas del mundo. Dale se lo ha descrito brevemente: cara plana e incolora; cabellos negros y lisos; inesperados rasgos de humor. Su primer nombre, o el último, pues esto no está muy claro, es Tong-Myong. Dale ha prometido que el alegre y brillante Mr. Kim no estará aquí (asistirá a su seminario de Hidrogeología y después aparcará automóviles en el cine) desde las dos y media, en que termina el trabajo de ella en la guardería, hasta dos horas después, en que ella deberá regresar a Malvin Lane para recibir a Richie, y después a Roger, al volver con sus respectivas escuelas.

Con un dedo enguantado, Esther, mi Esther (¡puedo oír los latidos de su corazón!, ¡puedo sentir su libidinosa impaciencia!), pulsa el botón y espera, con la mano en el tirador de metal de la puerta, el zumbido indicador de que ésta puede abrirse. El desgaste del pestillo, descorrido por miles de pulgares, primero de obreros irlandeses y ahora de estudiantes de todas las razas del mundo, y en el intermedio sabe Dios cuántos otros pulgares cansados y doloridos, le recuerdan algo. ¿Eh? Sí, ahora lo sé: aquellas piezas metálicas para apoyar los pies que solían tener los antiguos sillones de los limpiabotas, con curvas graciosas y barrocas sosteniendo la estrecha reproducción en metal de una suela y no un tacón, el tacón siempre más bajo que la suela.

Su padre, al encumbrarse en el mundo de los negocios, había sido fanático de los zapatos lustrados; y ella, de pequeña, había tenido que esperar más de una vez junto a uno de aquellos tronos múltiples, antaño de rigor en los hoteles y las estaciones de Albany y Troy, con su olor a betún y a colillas; con sus trapos encerados, sus cepillos, y los negros riendo entre dientes y sacudiendo la cabeza al frotar el trapo. Mientras esperaba que acabasen de abrillantar los zapatos de su padre, la pequeña Esther se daba cuenta de que hombres rudos la miraban fijamente y de que la voz de su padre era más gruñona y lenta que cuando hablaba en casa. Pensaba cómo mancharían su vestido las negras manos del limpiabotas si éste, entre gruñidos y risitas, decidía tocarla. La cabeza del limpiabotas se bamboleaba al dar los últimos y más vigorosos restregones; las palmas de las manos y la cara inferior de sus dedos tenían el color rosado del líquido que mamá y la doncella empleaban una vez al mes para dar brillo a la plata. En aquellos extraños y graciosos puntos de apoyo para los pies, lo mismo que en este pestillo, el metal había sido desgastado hasta su núcleo dorado. Átomo a átomo, el mundo se desgasta.

Esther lleva guantes de gamuza y un abrigo de esté mismo color. Con su gorro de piel, su ceño fruncido y sus botas granate, tiene aspecto de esposa de un profesor, picara y ratonil, resuelta y atildada; una mujer bien vestida al borde de la edad madura. Por consiguiente, ¿qué está haciendo aquí? Tal vez es la madre de un inquilino, o alguna clase de asistenta social. Suena el zumbador, con un ruido casi tan desagradable como el de nuestro timbre de la entrada, la puerta se abre con un chasquido al ser empujada, y ella sube la escalera llevando su palpitante y tímido corazón escondido como un niño debajo de las gruesas solapas de su abrigo. En cada descansillo, ruidos estudiantiles (máquinas de escribir, música rock, fugas de Bach, fuertes voces enzarzadas en peleas masculinas) la amenazan desde detrás de las puertas cerradas; y mientras sube, reza, o diríamos mejor que su mente espera en su intenso deseo, que no se abra ninguna puerta y que ningún joven rudo la vea, se enfrente con ella, la sorprenda dirigiéndose resuelta al lugar de la cita.

Dale vive allá arriba, en la cuarta planta. Estirando el cuello, ella ve su pálido, querido y culpable semblante, asomando sobre la baranda del descansillo como una especie de sol enfermizo. Sus palpitaciones se aceleran. Una fuerza, más poderosa que el miedo al rechazo social, la empuja escalera arriba. Cuando llega a su rellano, entra con la torpe resolución de un muchacho en la extraña estancia, que embarga sus sentidos con sus chillones carteles, su desorden y el penetrante olor de jóvenes machos que conviven en un espacio reducido. Él cierra la puerta y coloca la cadena de seguridad. Ella se convierte en su amante, cuarenta kilos de carne desvergonzada y tierna. Se desnudan, hacen el amor.

Pero primero (¡esperad, palabras impacientes!) se besan: juntos abren, por encima de la gruesa y helada ropa de Esther, una ventana de labios cálidos y de saliva, un calor que desde este pequeño y fruncido punto de origen se extiende por sus cuerpos y reafirma su relación, el derecho que cada uno se atribuye sobre la sangre del otro. Ella no había estado nunca en esta habitación; e, incluso mientras siente que el beso de él se expande dentro de ella, trata de observar a través de las móviles pestañas los grabados de Esther, los pósters donde automóviles y cuerpos de mujer parecen atacarse; las paredes de color mostaza, en las que el yeso se ha pandeado ligeramente; la única ventana de altos y finos cristales, cuyos bordes se han agrietado en un siglo de aguantar el viento y han sido reparadas con cinta adhesiva que se ha vuelto amarilla. Un toque coreano: un gran biombo negro, decorado con atareados y apretujados personajes con extraños sombreros, y llevando todos las mismas sombrillas inclinadas y tensas, divide la habitación en las zonas separadas donde duermen los dos jóvenes, exudando los olores del descuido. El espacio de la izquierda está lleno de mesas, equipo de alta fidelidad, librerías improvisadas con bloques de cemento y tablas de pino de Grove Lumber, unos cuantos sillones con las bisagras rotas y la lona descosida, y una incongruente colección de muñecos, peludos, escamosos y metálicos.

—Ésos son de Kim —explica Dale, en tono de disculpa—. Colecciona muñecos espaciales.

E. T. con su triste cabeza de patata; R2-D2, el robot de cabeza ovoide, y su compañero y mayordomo de plata; C3-P0, el sagaz Yoda de largas orejas verdes; los peludos y parlanchines Ewoks de La guerra de las galaxias. Esther los reconoce gracias a Richie y a las películas que solía llevarle a ver cuando tenía unos años menos y no le molestaba que ella le llevase. Alguien, era de suponer que el alegre Mr. Kim y no el serio Dale, se había tomado el trabajo de ataviar a los personajes más grandes con caprichosas gafas de sol y esas gorras de visera que ella relaciona con los campesinos; pero que aparecen ahora en todos los anuncios de cerveza y son llevadas por gente de la ciudad, una especie de chic de obrero del Sur.

—Kim hace todo eso —confirma Dale—. Resulta que esos orientales no son exactamente como nosotros. Adoran lo grotesco. Adoran Godzilla.

En la pared, debajo de un póster de Reagan con Bonzo, pende un grabado de un gran ordenador que, cuando Esther aguza la mirada, se convierte en una mujer desnuda a su lado, con el triángulo púbico, los grandes senos y el cabello suelto hechos con símbolos matemáticos y alfabéticos de variada densidad. Debajo de un estante lleno de grandes libros en rústica sobre ordenadores, encima de la cama que debe ser de Dale, aparece colgada una pequeña cruz negra, cuatro ángulos rectos. La única ventana de la habitación no mira sobre el río a los rascacielos del corazón de la ciudad, sino, más allá de las cúpulas, al barrio virtualmente suburbano donde están emplazados los edificios de Humanidades, la Escuela de Teología y su propio lugar de trabajo. Esther puede distinguir, por encima de las copas de los árboles, el campanario de piedra caliza de la capilla de la Universidad que, cuando hacía poco que se había trasladado aquí con su marido, le servía de punto de referencia para encontrar el camino de Malvin Lane al volver de sus compras.

—¿Crees que puedes sentirte relajada aquí? —pregunta tímidamente Dale—. ¿Tomarías una taza de té?

—Desde luego —dice ella, apartándose rápidamente de la ventana, dándose cuenta (como si al girar sobre sus talones hubiese pasado una década) de que es una mujer de casi cuarenta años que se encuentra en una parte de la ciudad donde no debería estar; una adúltera a la vista del campanario de la capilla, una mujer mala que debía parecer, bajo la implacable luz que se filtraba por la alta y estropeada ventana, tener la edad que en realidad tenía, con patas de gallo, con pecas en el dorso de las manos y éstas tan secas que diríanse de yeso. Como había venido directamente de su trabajo, no había tenido ocasión de prepararse, de ducharse, refrescarse y aplicarse una loción hidratante.

—Tomé un zumo de fruta y una galleta a las diez y media y un bocadillo de mantequilla de cacahuete al mediodía.

Lo ha dicho como burlándose de sí misma, de su dieta infantil, pero también como se explican todos los amantes, confiando en que lo de uno interesa al otro.

—Mira, tal vez no querrás hacer el amor aquí —dice Dale trajinando en la pequeña cocina, que no es más que una alcoba donde un doble hornillo está colocado encima de un pequeño frigorífico.

Por el tono de su voz, parece que casi prefiere que sea así. Ella se desabrocha el abrigo y lo pliega sobre el respaldo del raído sillón, que casi se vuelca bajo el peso. Deja el gorro de piel (rojizo, como sus cabellos, como sus botas) sobre el abrigo, y después su bufanda de lana. Una ola resentida de lujuria ha brotado dentro de ella al oír su observación. Y mira cómo el cuerpo de él traza ángulos en la pequeña alcoba al estirarse para alcanzar una caja de galletas «Pepperidge Farm», agacharse para sacar de la alacena el bote rojo de bolsitas de té «Lipton» y el cartón de leche del frigorífico, e incorporarse de nuevo para coger el azucarero. Se inclina sobre la tetera que está en el hornillo, esperando ansiosamente a que hierva el agua. ¡Qué conmovedoras son las espaldas de los hombres, ciegas e indefensas! En la base de su larga espalda, el trasero de Dale parece atractivo, estrechamente ceñido por sus tejanos gastados y saliendo a medias el faldón de su camisa a cuadros. Como ella ha observado antes, lleva un ancho cinturón de vaquero, con una hebilla mostrando en bajorrelieve la cabeza de un novillo de largos cuernos y abiertos ojos. Ella se sienta en la cama para quitarse las botas de altos tacones. Las caras de los niños con quienes ha estado luchando todo el día, los hijos multirraciales de madres trabajadoras o perezosas, flotan sobre un fondo rojo detrás de sus párpados y desaparecen con las botas. Se pregunta de qué estará hecha la pequeña cruz. No parece tener nudos, como la madera, ni aristas como el metal. ¿Puede ser de plástico? Le gustaría tocarla; pero él podría verlo y considerarlo un atrevimiento. Cupido y Psiquis. Luego decide. Y va a plantarse junto a él para esperar a su lado a que hierva el agua, sabiendo que encontrará sexy su súbita mengua de estatura y la vista de sus pies calzados con medias sobre las tablas del suelo no alfombrado. Apoya la mano sobre su lindo e indefenso trasero.

Después, desliza el brazo alrededor de su cintura y sus dedos exploran el pequeño triángulo de piel que la camisa abierta ha dejado al descubierto sobre el cinturón. Él juega, en respuesta, con el cogote de ella, pasando los dedos por debajo de los rojizos aladares hasta los mechones más finos y más sueltos de la nuca. Alejada de su casa y del desván repleto de sus propias, fuertes y salvajes pinceladas, Esther ha sacrificado su autoridad. Aquí, en esta desacostumbrada habitación, los amantes se muestran tímidos, como si de pronto fuesen expuestos al mundo. Una pareja discordante y absurda, salvo para ellos mismos. Es un espasmo de remordimiento y proteccionismo, Dale la abraza, y las reacciones moleculares de su química se apoderan de ellos. Hierve el agua y silba la tetera. Pero ya no se preocupan de hacer el té. ¡Oh!, piensa ella, recibiéndole en su cuerpo aplanado. Él se ha excitado tan de prisa que todavía está seca y, al principio, le duele; pero entonces el escozor de sus labios cerrados y enrojecidos es mitigado por la sensación de creciente plenitud, de estar tan llena que incluso el miedo a la muerte es arrojado por la borda, de un eclipse de redondeces, de agujeros y de soles, que no recuerda que Roger le hubiese dado nunca, aunque debió dárselo, ya que ella le amó lo bastante para arrancarlo de su esposa y unir a la de él su propia vida, que tenía ya algunas fibras de independencia.

Dale está encima de ella y solloza. La suave curva blanca de la huesuda espalda revela unos pocos granos a las yemas de los dedos de la mano izquierda de ella, que le acaricia, mientras la ociosa derecha se extiende y toca la cruz. Lo que pensaba: no es de madera ni de metal. Es de plástico. Pero no hay ningún hombrecillo de plástico en ella, ningún muñeco espacial montado en su cohete. Sólo la vacía rampa de lanzamiento.

—Ha sido sorprendente —dice Esther—. Estabas tan dispuesto... ¿Por qué lloras ahora?

—Precisamente por eso. Porque ha sido perfecto. No deberíamos hacerlo. Pero lo peor es que no me importa que no debamos hacerlo. Lo que me preocupa es que tendrá que terminar algún día. Pronto.

Sorbe con tanta fuerza su flema que la pequeña cama oscila.

—¡Oh! —dice perezosamente Esther.

Y juguetea con el cogote afeitado de él, mientras su mente asciende y sale por la ventana hacia el campanario, viajando hacia lo alto, con el Jesús ascendido, como aquel globo de helio que se escapó una vez accidentalmente de su mano en una mísera feria a la que la llevó su padre cuando tenía unos ocho años. Entonces se había mareado con una mezcla de manzana confitada y pastel de cangrejos, y cuando volvieron a casa, mamá se puso furiosa con su padre. Al cabo de un tiempo, años que ahora parecían días, su madre había muerto, y papá y ella pudieron ir a todas partes a su antojo.

—Podrías llevarme contigo.

—No puedo —dice Dale, con un estremecimiento que revela que ya lo ha considerado—. No podría mantenerte. Ni siquiera puedo mantenerme yo. Vivo a base de pizzas y de esos paquetitos transparentes que se hierven en veinte minutos. Kim hace jogging todos los días; pero yo no le acompaño porque no quiero agotar mis calorías. ¿Y qué sería de Richie? ¿Qué sería del profesor Lambert?

—¡Oh, el profesor Lambert! Creo que se apañaría.

—¿Cómo podría prescindir de ti?

—Con él no soy la misma que contigo —declara Esther.

—Él te adora. Tiene que adorarte.

—Lo hizo; pero eso fue hace mucho tiempo.

Empieza a sentir que el peso de Dale le oprime el pecho. Pesa casi el doble que ella, a pesar de la presunta dieta impuesta por su pobreza. La confesión de que vive a base de pizzas le ha hecho un poco repulsivo. Y las lágrimas parecen repulsivas en su pálido semblante; ruedan hacia el mentón en grasientas bolitas mate. A fin de cuentas, ella le ha ofrecido irse a vivir con él, y él ha rehusado. Ha hecho el gesto definitivo de la total impotencia femenina, y él la ha dejado a merced de sus propios recursos.

—Esa triste cruz pequeña y negra... —le dice.

Y deja que él vea que la toca con los dedos que minutos antes dirigieron su alarmante y cálido miembro que parecía hecho de cartílagos y sugería, al tacto, las ondulaciones de un río helado en un día ventoso.

—¿De qué está hecha?

—No lo sé. No es mía; es de Kim. Muchos coreanos son cristianos, ¿sabes? Y soñadores. Supongo que es de asta de algo. Podría ser de yak o de buey almizclero o de algún otro animal con cuernos lisos y negros, de esos que cazan los coreanos.

—Parece de plástico —insiste perezosamente Esther.

—Ahora recuerdo una cosa. Dijiste que te interesaban las acuarelas de Verna y he hecho que pintase una para mí. Está allí, sobre la mesa.

Se separa de ella y salta de la cama. Su miembro en semierección oscila de un lado a otro, como una serpiente buscando algo que la ha molestado.

Mientras tanto, Esther, que sigue en la misma posición en que él la ha dejado, le dice:

—¿Podrías traerme unos «Kleenex» o una toalla de papel? Estoy nadando en tu esperma.

Conmovedor. Debajo de todo aquel metal, este jarrito de violetas. Dale no dice esto a Verna, sino que miente:

—Lo ha admirado de veras. Opina que posees un sentido muy delicado del color. Cree que tienes talento, y ella entiende de esto.

Verna se encuentra irritada. Por muchas cosas; pero es precisamente Dale la persona que se ha presentado este día de perros, este domingo sin sol, después de un sábado de ventisca. Paula está enferma, tiene fiebre, y Verna no puede salir.

—No te lo habría dado si hubiese pensado que ibas a enseñárselo a esa zorra engreída. Y a propósito, ¿cuándo la ves?

—Cuando doy lecciones a Richie. A veces me invita después a tomar el té.

—Será mejor que te andes con cuidado, grandullón. Esas amas de casa esnob y hambrientas de sexo toman a cualquier hombre por un semental.

—Es mucho mejor de lo que te imaginas —le dice Dale, poniéndose colorado.

—¿Sabes una cosa, Bozo? —le dice Verna, mirándole duramente, como si hubiese tomado de pronto una decisión—. Eres un don nadie. Me vuelves loca.

Él adopta su tono enloquecedoramente paciente, benévolo, un poco atolondrado.

—No soy yo quien te vuelve loca —dice—. Es algo que llevas dentro, Verna.

—Ahórrame el sermón.

Lleva su albornoz y flota en el aire un olor a agua caliente, espuma de jabón y algo agridulce. Tiene los ojos irritados por falta de sueño y su cara parece más gorda, aunque esto podría deberse a que él se ha acostumbrado a la cara delgada de Esther, con su espesa cabellera y su boca inteligente, astuta y melancólica.

—¿Qué crees que tiene Paula?

—¡Quién sabe! La gripe o algo parecido. Hay millones de gérmenes en la guardería; estoy pensando en sacarla de allí.

—No debes hacerlo.

—¿Quién lo dice?

La boca de Verna se entreabre, con expresión fría y terca.

—Tú necesitas la... libertad. Necesitas desarrollar tus propias facultades. ¿Haces algo respecto a los restantes tests de equivalencias?

—No. No hago maldita la cosa, salvo fumar porros baratos, compadecerme y escuchar a Paula cuando dice «¿Da? ¿Da?». En realidad, ahora habla mejor. Temo las preguntas que va a hacerme dentro de un par de años.

—¿Puedo echarle un vistazo? —pregunta Dale.

—Como quieras.

Verna enciende un cigarrillo. Dale pasa detrás de la cortina marrón que divide las dos habitaciones. La niña está dormida en su cuna con barandillas, a pocos centímetros del aparato «Hitachi» donde atruena la cassette: «Toooda la noche —canta una voz ronca de mujer, tierna y cascada—, estaré despierta y estaré contigo.» Paula parece más negra. El tono de su piel es ahora menos parecido al de Diana Ross y más al de Natalie Cole. Su respiración es ruidosa, fatigosa, en la naricita de puente plano y ventanas redondas y solemnes. Dale le toca la frente. Está caliente, aterciopelada, furiosa, con la furia que el movimiento de los átomos infunde incluso a las cosas muertas.

De nuevo en la otra habitación, pregunta a Verna:

—¿Le has dado algo? ¿Aspirina para niños?

—Partí un «Tylenol» por la mitad; pero la pequeña zorra no quiso tragárselo.

—Si no está mejor dentro de un par de días, deberías llevarla a un médico.

—¿Has estado alguna vez en una de esas clínicas? Tienes que pasarte dos horas sentada en la sala de espera con todos aquellos imbéciles, inhalando todos los microbios que Dios ha inventado. Y el médico es un iraní, o algo parecido, que apenas sabe hablar inglés. ¡Jesús, qué estúpido eres, Dale!

La nieve reluciente se ha fundido al fin sobre los alféizares de ladrillo, por efecto de la lluvia fría del día anterior. Algunas ramas de los maltratados árboles grises conservan todavía espectrales envolturas de hielo.

—¿Qué preguntas temes que ella te haga? —quiere saber Dale.

—Oh, algo como «¿Por qué estás siempre acostándote con hombres, mamaíta?». Pero, ¿qué te importa eso? ¿Y qué te importa que haga o no los tests de equivalencia? ¿De qué me serviría? ¿Me sacaría de todo esto?

Sus paredes, sus ventanas, su estera, sus sillas. Su ropa, su piel. Ahora su cara, con sus engañosos hoyuelos y rollizas mejillas, experimenta una convulsión, se pinta en ella la ira. Y Verna grita:

—¿Acaso no ves lo desgraciada que soy? ¿No ves que tengo cosas en las que pensar? ¿Por qué te empeñas en venir aquí, con tu bonachona y estúpida sonrisa? ¿Por qué no me haces el favor de dejarme en paz?

—Porque te quiero.

—¡No!, yo sé que no me quieres, que decir esto es una estupidez.

Las lágrimas asoman a sus ojos ya enrojecidos. Que él esté aquí y vea las tristes pruebas la enfurece todavía más.

—No me quieres, y no quiero que me quieras. Creo que eres un chiflado, un bobo. Vete. Eres como una carcoma en mi cabeza, Dale. Tienes que dejar de incordiarme. ¿No te das cuenta de que me han preñado otra vez? ¡Oh, vete, por favor!

Empieza a pegarle, al principio, de forma tan ineficaz que parece un gatito ensayando sus primeros zarpazos. Él se echa a reír, levantando los antebrazos en ademán defensivo; pero su risa hace que ella pegue más fuerte, tratando de borrar su benévola sonrisa, de la misma manera que su propia cara, sus ojos ambarinos sin pestañas parecen borrados por un ciego furor. Acompaña cada golpe con un sonido gutural, una especie de disculpa, un gruñido parecido al que los jóvenes jugadores de tenis emiten al efectuar cada saque.

—¡Bastardo, bastardo, bastardo! —dice.

Dale retrocede hasta la puerta, aguantando todavía la risa. Pero ella ha empezado a darle también patadas y esto podría ser un poco doloroso.

Cuando la puerta verde se cierra en sus narices, oye golpes y gritos de protesta de otros inquilinos del inmueble que han oído la trifulca.

Preñada otra vez. Esther golpea la cruz negra, hecha quizá de cuerno de yak coreano.

—Dime —pregunta, con la presunción de la mujer que acaba de fornicar—, ¿qué significa esto para ti?

Él no sabe si ella se refiere al coito, y está a punto de decirle que muchísimo, cuando ve con sorpresa lo que miran sus ojos y tocan sus dedos. Los mismos dedos. Los mismos dedos delgados que han dejado caer al suelo los empapados «Kleenex».

—Muchísimo —dice, vacilando todavía—. Yo no puedo seguir la doctrina en todos sus detalles como hace tu marido...

—Él cree que son graciosos —dice ella—. Para él, todos esos hombres que discuten y se matan por esas ridículas distinciones son una especie de broma pesada.

Dale tiene ganas de argüir algo en mi favor (los hombres observamos cierta lealtad entre nosotros, contra viento y marea, frente a nuestras presuntuosas y elásticas contrincantes); pero entonces percibe la franqueza de la pregunta de Esther y decide ser sincero.

—Sin esto —le dice—, me espanto demasiado. Me espanto tanto que no puedo actuar. Me vuelvo terriblemente letárgico, como si estuviese en el fondo del mar. Aquel año, en Idaho, rodeado de bosques que se extendían, por todos lados, hasta el horizonte, en los que se producían numerosos murmullos, aquello me parecía odiosamente sin Dios. No sé si me entiendes. Quiero decir que podía sentir el Diablo. Estaba allí fuera...

Los instintos maternales de ella se despiertan, tal como él esperaba a medias; le estrecha de nuevo contra su cuerpo delgado, sus cuarenta quilos de carne, venas y huesos de mujer.

—Pobre querido mío —dice.

Él vierte en el oído de ella palabras húmedas y apremiantes, tratando de explicarse.

—Sin ello, quiero decir sin fe, hay un gran vacío y, aunque parezca extraño, el vacío tiene su forma, y esta forma lo llena exactamente. Mejor dicho, Él lo llena exactamente.

Todo esto le parece a ella tan confuso, triste y desesperado que estruja la espalda encorvada y huesuda del hombre, la fría piel constelada de granos. ¿Por qué excita su sexualidad esta confesión de terror y desesperación de aquel muchacho, a quien solamente el juguete, la antigua artimaña del cristianismo, distraen y le permiten, como al resto de nosotros, vivir de un día a otro, dormir de una noche a otra?

—¿Estás siempre espantado? —pregunta ella.

—¡Oh, no! —dice Dale—. A veces, en realidad la mayoría de las veces, por ejemplo cuando paso por una calle, me siento exultante, seguro. De veras. Sólo en ciertos momentos aquello me parece frágil. Y hay que tener estos momentos de desaliento. El Nuevo Testamento está lleno de ellos; no sólo Pedro, sino también el propio Jesús, los experimentaron. Forman parte de la fe. Gracias a ellos se consigue esto. Y se superan. Aquí mismo está la prueba. Tú vienes del otro lado, y lo único que necesitas, como dice el Evangelio, es un grano de mostaza. Reza conmigo alguna vez, Esther. Hoy no. No aquí, pues sé que este lugar te parece sucio. Pero alguna vez. Sería bueno para mí.

Bajo este chorro de palabras en su oído, el alma de ella está tan embargada por el deseo que apenas puede expresarse, como si estuviese al borde de un desmayo. Por fin consigue preguntar:

—¿Puedo ahora hacer algo para que vuelvas a poseerme?

—Creo que no tendrás que esforzarte mucho —responde él, también con la voz tensa.