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Entonces, unos días después, me encontré subiendo los peldaños de Dale Kohler, tal como me los había imaginado la tarde en que él salió de mi despacho. Los árboles tenían algunas hojas menos. Por lo demás, el tiempo era parecido, con las nubes flanqueadas de azul retorciéndose y rompiéndose en fragmentos al navegar en su mar de aire, mientras las banderas americanas resplandecían en los soleados intervalos. Mi camino pasaba por delante de parques de bomberos, escuelas y otros edificios entre los que se distribuían los servicios públicos de la comunidad y de la nación. Había buscado a Verna Ekelof en la guía telefónica y me había sorprendido un poco al encontrarla allí, al ver que una muchacha con tan pocos recursos y tan pocas razones para estar en nuestra ciudad había podido procurarse un teléfono.

Nuestra ciudad, hay que explicarlo, es dos ciudades. Más aún, es una masa urbana dividida por el río, cuyas sucias aguas desembocan en el puerto que dio su raison d'étre a la población colonial. Desde los tiempos en que los pueblos se arracimaron aquí y allá en el país, que los indios habían ya evacuado en parte, surgieron municipios, cada uno de los cuales tenía su propio ayuntamiento y sus propios concejos de administradores ansiosos de poder. Pero, en nuestro siglo, los automóviles y las autopistas unificaron toda la zona. Pasamos tan de prisa frente a los rótulos de los límites que no podemos leerlos. Los puentes, alguno de acero pintado, otros de piedra formando arcos, enlazaban las dos riberas del río. Al pasar, de pronto, de un túnel subterráneo a uno de los puentes (digamos un viejo puente de piedra arenisca montado sobre grandes y toscos bloques que se diría instalados allí por una raza de titanes, con contrafuertes y extrañas torres cónicas y floreadas farolas), los pasajeros del Metro se estremecen ante el esplendor de la vista que se ofrece de repente a su mirada; de los hoteles y los emporios de cristal y metal anodizado que brillan en el centro comercial de la ciudad; de los rascacielos rosados y espolvoreados de azul del distrito financiero, en el que se elevan por encima de la silueta de ladrillos de los viejos barrios residenciales construidos hace un siglo sobre marismas que se rellenaron con escombros; de los almacenes que acaban de ponerse en régimen de condominio y de las iglesias abandonadas. También de la cinta del parque de Olmstead, a lo largo de la orilla del río, con el quiosco de música y el planetárium. Las barcas de alquiler cabecean en la resplandeciente superficie del agua. Todas estas maravillas creadas por el hombre, son realzadas con gran brillantez por los rayos sesgados de nuestra impasible estrella local: el Sol.

La Universidad está ubicada en el lado más triste y lastimoso del río. Después de caminar unas pocas manzanas desde la Escuela de Teología, a través del sombrío enclave de altas casas de principios de siglo, cada una de las cuales, incluida la mía, ha doblado varias veces su valor en el último decenio, llegué a la avenida llamada Sumner Boulevard en honor de aquel fanático abolicionista yanqui que es ahora recordado, sobre todo, por haber sido golpeado en la calva cabeza por un congresista igualmente farisaico, pero de opuestas convicciones. Esta desagradable y ancha vía marca el final de la zona universitaria. Envuelto en un sucio abrigo, un joven corpulento, de cabeza grande, cabellos largos de color de serrín y una barba de estilo mormón afeitada alrededor de la boca, estaba plantado, inmóvil, como señalando una frontera. Igual podía ser un estudiante maduro de Teología que un operario de televisión esperando que su compañero aparcase la furgoneta, o un loco dispuesto a estrangularme para silenciar las voces que oía dentro de su cabeza. La manera que el ambiguo y robusto compañero tenía de estar allí, sin moverse, en el centro de la acera, daba al barrio un matiz amenazador.

Sumner Boulevard discurría a lo largo de kilómetro y medio, y se dirigía en diagonal al río. Un supermercado había cubierto con tablas la parte inferior de sus escaparates, para que fuera más difícil romper los vidrios. Un drugstore se anunciaba con un rótulo de neón, apagado. El vinilo sustituía los auténticos revestimientos de madera; las casas adquirían el aspecto de oscilantes embarcaciones de tres cubiertas. Los frondosos robles y hayas de Malvin Lane cedían el paso a árboles urbanos más resistentes, sicómoros de áspera corteza y ginkgos primitivos, espaciados a lo largo de la acera con regularidad de postes de teléfono. En vez de los mullidos y estéticos montones de hojas rastrilladas, esperando junto a las vallas a ser recogidos, se amontonaban bolsas de basura y cajas de cartón aplastadas junto a los bordillos. No había «Volvos» ni «Hondas»; sino solamente «Chevrolets», «Plymouths» y «Mercurys», enmohecidos y abollados, las viejas barcazas de Detroit mantenidas a flote por los pobres. Trans Am. Gran Turino. Sunoco. Amoco. Colonial Cleansers. Boulevard Bottle. Professional Podiatry. Una intersección triangular estaba marcada con el nombre de un soldado italiano muerto en Vietnam. Piedras de imitación, extrañamente abigarradas con su mezcla de tintes artificiales, rodeaban los ventanucos de la abacería de una esquina. Sobre el asfalto de una gasolinera, un charco de color verde de asombrosa pureza indicaba que un coche había sido provisto de líquido anticongelante. Pero tuve la impresión de que este verdor extremo habría sido una maravilla para Dale, habría tenido para él otra significación, la de una señal desde las alturas. Para un creyente de su clase, elemental, la gloria habría estado en el aire: la anchura misma de aquella tosca avenida comercial, y algunos solares donde habían sido derribados los edificios, llenaban los ojos de luz. Sobre los muchos tejados planos intermedios y las chimeneas deterioradas por la intemperie, contra el telón de fondo de las nubes atormentadas, brillaban los bordes de plata y esmeralda prendidos en las cimas de los rascacielos, marcando el corazón de acero de la ciudad al otro lado del río.

Una tienda de artículos sanitarios, que anunciaba instalaciones Crane, no Kohler, exhibía en su polvoriento escaparate un árbol de asientos de retrete, sencillos o acolchados, blancos o pastel y, en el colocado más abajo, un dibujo de mujeres japonesas desnudas y con la chocante particularidad de que no tenían pezones ni vello en el pubis. La avenida, al desviarse poco a poco hacia el río, iba empeorando de tono y aumentaba su vivacidad. Kung-Fú. Locks Master Protection. Santo Cristo Center. Todo para la casa. En esta sección, los irlandeses y los italianos habían sido suplantados por portugueses e hispánicos, que ahora cedían el sitio a los vietnamitas, los cuales acaparaban las pequeñas tiendas de comestibles y habían inaugurado varios restaurantes en los que ofrecían sus platos cargados de especias. Las mujeres vietnamitas no abultaban más que los niños, y los hombres tenían extrañas cabezas cuadradas sobre unos cuellos delgados. Retorcidos bigotes pendían desde lo alto de las comisuras de los labios, y cabellos negros de un mate diferente del de los chinos, japoneses e indios. Nosotros habíamos chapoteado en ultramar y, al salir de allí, habíamos arrastrado a esos inmigrantes que se habían pegado a nosotros como la pintura al palo que la remueve. Había, en estos restos de una vieja aventura, algo desagradable, erótico y, sin embargo, grandioso en su heterogeneidad global, pues aquí, en esta turbulenta vía pública, se debatía la antropología, viva de pieles de todos los colores, y gente del mundo entero compartía y ampliaba la energía de nuestras tiendas y casas de vecindad americanas y los patios llenos de desperdicios. Vi venir una pareja, sin duda no ligada por el matrimonio pero sí de otra manera: un hombre alto, negro pálido, y una muchacha latina, casi de su mismo color de café, exactamente de su misma estatura, y ambos vestidos con ceñidos pantalones tejanos y breves chaquetas de cuero negro, con los cabellos peinados en altas crestas laqueadas, luciendo pequeños pendientes y marchando con paso acompasado, asidos del brazo: una visión inquietante. Se acercaba el día de las elecciones y había carteles blancos y azules en todas partes, en los buzones de la correspondencia, en los parachoques de los automóviles, en las puertas y ventanas tapiadas. Una anciana arrastraba una carretilla de supermercado cargada con lo que parecían ser todos sus bienes, incluida una radio de plástico de color marfil; con su cara colorada, su gorro de punto azul y sus zapatos blancos de lona, tenía el aspecto de una niña que hubiese cumplido demasiados años. También yo daba mi paseo como si fuese un niño, y sentía que el espíritu infantil se sobreponía al mío, aquella codiciosa y ciega beatitud de la juventud, cuando el mundo parecía estar regido por nuestros impulsos, lleno de presagios convenientes, de signos alentadores. Un borracho demacrado, con un gorro de estilo ruso y orejeras de piel, murmuró con enojo al cruzarse conmigo, resentido por la inocencia de mi semblante y por una alegría que no correspondía a mis años.

Las manzanas se hallaban divididas en pequeñas tiendas anticuadas. Una floristería, un salón de belleza, una lavandería y un establecimiento en el que se anunciaban APAREJOS DE PESCA y cuyo escaparate estaba lleno de anzuelos y cebos que no podían ser arrojados al agua en muchos kilómetros a la redonda. El dueño de una mercería advertía con letras rojas e irregulares que estaba AUSENTE POR ASUNTOS DE NEGOCIO. Una pequeña tienda de confecciones situada en una esquina ofrecía trajes de carnaval para adultos alegres. Varias caretas de animales (cerdos, un jabalí, un lobo aullador) yacían entre lencería y ropa interior de encaje, como trozos de carne sobre láminas de hielo brillante. HUEVOS GRANDES: ¡A 49 centavos la docena! Por cada 10 dólares de compra, 1 docena por cliente. Era como decir a todos los pobres que me rodeaban que no podrían hacerse con las docenas de huevos tan atractivamente ofrecidas. MEGABUCKS: ¡Usted puede ser nuestro próximo millonario! Sin embargo, yo había advertido, en las entrevistas publicadas en los periódicos, que los que ganaban parecían pasmados por el súbito montón de dinero, y que algunos vacilaban durante días antes de reclamar un botín que ridiculizar la la vida que habían llevado hasta entonces.

Después, cesaban las tiendas y había un vacío en el bulevar en el sitio donde era cruzado por unas vías de ferrocarril, los raíles herrumbrosos y ya no utilizados de una línea muerta que se desvanecía en una región de grandes edificios de lisas paredes enyesadas que pertenecieron a la industria pesada y no habían sido transformados todavía en estudios de artistas o laboratorios de alta tecnología. Los más recientes edificios de Ciencias de la Universidad se encontraban al otro lado de esta zona industrial. La Universidad y su dinero impregnan la ciudad, cuyos edificios y bloques están empotrados en zonas de viviendas que son propiedad de la Universidad, e incluso hay, a muchos kilómetros de aquí, y en la cima de un monte, un terreno vedado que le fue legado en el siglo pasado y donde los alumnos de Silvicultura, con casco y pantalones de cuero, estudian, talan árboles y reflexionan después de mordisquear brotes, para ganarse sus títulos.

Yo miraba todo aquello con los ojos todavía religiosos de Dale. Al otro lado de los raíles, sobre la acera renovada, vi un excremento de perro de extraordinaria negrura, como el alquitrán. ¿Sería una raza especial, o una comida desacostumbrada? ¿O una pura maravilla, un auspicio, como aquel charco intensamente verde? Después pasé por delante de un taller de lápidas sepulcrales, con una oficina encristalada junto a un solar lleno de mármoles tallados y pulidos. Una lauda de color de rosa mostraba, en una hornacina entre pilares en bajorrelieve, un libro abierto con sólo seis palabras esculpidas en sus dos páginas:

JESÚS RUEGA

TEN POR

PIEDAD NOSOTROS

Había cierta elegancia tipográfica en la disposición de las palabras. Sin duda Dale Kohler, al salir de mi despacho, se habría detenido aquí y murmurado, hurgando en su mente, para establecer la relación entre la súplica tallada mecánicamente en esta piedra metamórfica y el horno cósmico del Big Bang, entre cuyas grotescas e imponentes estadísticas se hallaba la prueba irrefutable de la supervisión divina. Las irregularidades espontáneas de la moteada estructura del mármol no eran muy distintas de las diminutas pero indispensables faltas de homogeneidad dentro del cosmos primigenio, cuando toda la materia instalada ahora entre aquí y los quasars más remotos estaba comprimida en algo más pequeño que una pelota de baloncesto y era tan caliente que los propios quarks se hallaban todavía despegados; los monopolos eran más que hipotéticos y la materia y la antimateria se hallaban enzarzadas, en milmillonésimas de segundo, en furiosa aniquilación recíproca que, por algún misterioso y ligero margen de preponderancia, dejó materia suficiente para formar nuestro atenuado y viejo universo.

¡Las inevitables combinaciones de lo real! Un joven negro, muy alto y esbelto, con la cabeza afeitada y cubierta con un gorro multicolor, transportaba sobre esta cabeza espectacular, como si fuera un fantástico turbante, una de esas medias sillas acolchadas, que tienen brazos y respaldo pero no patas, que utiliza la gente para estar incorporada en la cama. La silla era de un brillante color de melocotón y estaba envuelta en un plástico transparente que crujió cuando él y yo nos cruzamos, caminando en dirección opuesta, sobre las combadas y herrumbrosas vías del ferrocarril. ¿Era este negro exótico, contrariamente a lo que dicen los estudios demográficos, un acérrimo lector nocturno? ¿O llevaba sumisamente aquel apoyo a una abuela o un tío abuelo ancianos? La familia negra, aunque estadísticamente destrozada, todavía mantiene lazos de unión; los hechos que se relatan nunca corresponden con exactitud a los hechos en concreto; cada nueva generación da a América la oportunidad de renovar sus promesas. Estos esperanzados y patrióticos pensamientos pasaban directamente del alma ingenua de Dale a mi mente.

Un parque de bomberos, construido con ladrillos en una esquina de la calle, mostraba, en lo alto de una pared lateral, un mural pintado en el que aparecía George Washington, recibiendo, sin visible satisfacción, lo que parecía ser una prórroga de crédito de una delegación de hombres del establishment vestidos de manera similar y todos igual de serios. Junto a aquel parque, se levantaba un enorme y viejo edificio público, construido con bloques de piedra arenisca de dos toneladas, según el modelo de un palacio veneciano. Sus profundas entradas bizantinas se encontraban llenas de carteles de las elecciones, y los suaves peldaños habían sido desgastados por los pies de los peticionarios a lo largo de un siglo. En las cercanías de estos edificios públicos, la calle se aburguesaba un poco: una hilera de casas de tres plantas pintadas con colores bohemios, como el color espliego y el color limón, albergaban una boutique, una tienda de dietética y, con cierto atrevimiento, un establecimiento denominado Pastelería para adultos, en cuyo escaparate se anunciaban Pasteles eróticos y caramelos divertidos.

Tuve la impresión de que las formas que podían tomar aquellas cosas tan divertidas no interesarían mucho a Dale. La forma y la estructura mucilaginosa y plegada hacia dentro de los arrugados órganos genitales humanos no figuraban, evidentemente, entre los múltiples fenómenos en que hallaba pruebas de la existencia de Dios. Me imaginé su cara cerosa, salpicada de granos de masturbador. Me sentía superior a él, sexualmente sano desde que Esther me había arrancado de la torpe y estéril Lilliam. Mi segunda esposa, antes de casarnos, había sido una maravilla de flexibilidad en la cama, y sus partes más íntimas, a la luz del sol de nuestras tardes ilícitas, habían alimentado mis ojos como golosinas de mazapán rosado.

Después de su jocoso intento de prosperidad, Sumner Boulevard iba cuesta abajo, y sus transeúntes adquirían un aspecto de refugiados desesperados. Sobre un bordillo, se había detenido un hombre tan gordo que hubiérase dicho un traje colgado a secar e hinchado por el viento. Al pasar cerca de él, vi que la piel de su cara enorme y preocupada padecía un feo eccema, con escamas que tenían el aspecto de trocitos de papel desprendido de una pared. En la misma esquina, había un edificio, cuya planta baja, que tenía unas persianas de curiosa irregularidad, había sobrevivido a un incendio de los pisos superiores, tras el que habían quedado desnudos los marcos carbonizados de sus ventanas. Pero el bar seguía abierto, y los ruidos del interior (el estruendo sintético de vídeo, y risas sofocadas y libidinosas) indicaban un negocio floreciente, aunque todavía era muy temprano. La vista, calle abajo, incluía ahora vigas de acero pintarrajeadas de minio antioxidante: la rampa de entrada a uno de los puentes que cruzan el río, en cuyas aguas contaminadas, según tenía ahora motivos para sospechar, esperaban los peces a los pescadores locales.

Prospect Street. Llamada así por una vista hace tiempo eclipsada. Entré en ella, pues la guía telefónica indicaba, que el domicilio de Verna se hallaba en esta calle sin perspectiva, unas cuantas manzanas más allá. Algunas casas tenían aún pretensiones de hogar, con pequeños prados de césped segado e imágenes religiosas pintadas (azul celeste el manto de la Virgen, y amarillenta la cara del Niño) y macizos de flores todavía brillantes con los redondos y vivos capullos de crisantemos rojos y amarillos. Casi todas las casas habían renunciado a estas pretensiones: los jardines se encontraban llenos de hierbajos hasta la altura de las rodillas de un hombre. Botellas y latas habían sido arrojadas en ellos como en otros tantos vertederos. Las fachadas estaban sin pintar, incluso en aquellas casas donde unas cortinas o una maceta de flores en un alféizar alto, indicaban que eran habitadas. Los dueños se habían marchado, perseguidos por la desgracia o por las cuentas poco escrupulosas de un administrador, dejando los edificios abandonados, como pacientes mentales arrojados a la calle. Unos estaban más deteriorados que otros, con claros signos de abandono, y sin duda destrozados en su interior, con las puertas y ventanas cerradas con tablas, aunque debía haber puertas traseras y ventanas de sótanos por las que podían introducirse los drogadictos y los vagabundos. Aquí incluso los árboles, aislados entre las casas y unos cuantos algarrobos escuálidos a lo largo del bordillo, parecían asustados, con las ramas bajas rotas y la corteza rajada.

Seguí andando y, a los cinco minutos, llegué al bloque donde vivía Verna. Tal vez había pasado por allí, en coche, una docena de veces en los diez años que llevaba viviendo en esta ciudad. Cuatro manzanas de arruinadas casas de trabajadores habían sido demolidas en la era Kennedy para construir viviendas baratas de ladrillos amarillentos. El rigor arquitectónico de los complejos entrelazados (formas de U construidas espalda contra espalda, encerrando cada U una zona de aparcamiento o un parque infantil o bien un pequeño espacio verde, con bancos para los ancianos) se conservaba; pero las previsiones higiénicas de los arquitectos habían sucumbido en muchos detalles a la erosión humana. Las pisadas habían trazado toscos senderos como atajos a través de la hierba; se habían destruido setos y destrozado bancos; algunos montantes de baloncesto habían sido doblados hasta el suelo como por gigantes malintencionados. Daba la impresión de una superpoblación, de una fortuita energía humana demasiado poderosa para que cualquier estructura pudiese contenerla. Poco a poco, los campos de juego, equipados al principio con columpios y tiovivos relativamente frágiles, se habían convertido en vertederos de cosas indestructibles, sobre todo viejos neumáticos de camión y tuberías de desagüe, de hormigón, que les daban aspecto de gimnasios en medio de la jungla. Una centelleante escarcha de cristales rotos flanqueaba los bordes del asfalto y los cimientos de cemento. SE PROHÍBE ESTACIONAR[3] .Otro rótulo advertía que Los propietarios de AUTOMÓVILES ABANDONADOS O NO MATRICULADOS serán denunciados. A esta hora de la tarde, no parecía haber ninguno. Como arte de encantamiento, penetré sin ser observado en el portal de la casa cuyo número 606, y que correspondía a la dirección de Verna según la guía telefónica. Dentro del edificio, las cerraduras habían sido rotas o desmontadas y sustituidas por cadenas pasadas a través de los agujeros y cerradas luego con candados. Al subir la escalera, se percibía un olor complejo de orines y cemento húmedo y de pintura a base de cola, una pintura muchas veces aplicada y pronto deteriorada. TEX ANDA DE CABEZA, decía una inscripción fresca escrita con spray y firmada y rubricaba MARJORIE; en el siguiente descansillo, la misma pintura con idéntico estilo de escritura, declaraba MARJORIE CHUPA y firmaba TEX, con una x muy historiada que revelaba en cierto modo las esperanzas que el firmante tenía respecto a su futuro.

Había visto el apellido Ekelof escrito con lápiz en la casilla 311 de la portería, al lado de los descascarillados buzones. En el tercer piso, seguí un largo corredor. Era un corredor completamente desnudo, aunque unos agujeros e irregularidades en las paredes indicaban los sitios en que antaño habían estado sujetas algunas cosas (adornos, servicios). Primero me equivoqué de dirección; los números iban en progresión ascendente. Volví atrás y llegué a una puerta donde apenas se percibía el número 311, perforado por viejos agujeros de clavos, en la pintura verde. Levanté la mano para llamar cuando, al otro lado de la puerta, farfulló un niño pequeño, en el húmedo balbuceo que precede al lenguaje. Mi mano se inmovilizó y descendió después, no muy segura. También oí música en el interior, el canto estridente y metálico de una mujer. Cantaba muy de prisa, como si estuviese indignada. Me decidí a llamar.

Algo se arrastró, sonó un cachete y cesó el balbuceo. Percibí que unos ojos me observaban a través de la mirilla. Hacía muchos años que no veía a la pequeña Verna.

—¿Quién es?

Su voz era ronca, tensa y algo metálica, como si un tubo de metal interviniese en su producción.

Me aclaré la garganta y anuncié:

—Roger Lambert. Tu tío.

Si los detectives de homicidios hubiesen venido a espolvorear la lisa superficie pintada de la puerta en busca de huellas dactilares, habrían encontrado muchas.

Verna abrió. La corriente de aire caliente que se produjo estaba cargada de un olor a cerrado, como de cacahuetes o de especias rancias, un olor agrio, familiar, propio del Medio Oeste. Me quedé pasmado. Era mi hermana, Edna, cuando los dos éramos jóvenes.

Pero no. Verna era dos o tres centímetros más baja que Edna y tenía la nariz tosca y sin forma definida heredada de su rubio y estúpido padre. La de Edna había sido bastante bonita, de finas aletas que enrojecían cuando se mostraba provocativa o cuando las tostaba el sol del verano. Percibí en Verna un filo peligroso que mi medio hermana había disimulado con su precaución de mujer de clase media. Edna había realizado un juego sucio y malo; pero había acabado sometiéndose a las normas. En cambio, esta muchacha había sido empujada más allá de las reglas. Sus ojos parecían no tener pestañas y eran curiosamente sesgados. Me miró con fijeza durante un largo momento y después sonrió de una manera que me desarmó por completo. Su sonrisa era infantil, ponía al descubierto unos dientes pequeños y redondos y formaba un hoyuelo en su pálida mejilla.

—Hola, Nunc —dijo, muy despacio, como si mi llegada, tanto tiempo esperada, fuese deliciosa por algún vago motivo.

La cara de Verna era demasiado ancha; su piel, demasiado cetrina; sus ojos castaño claro, demasiado oblicuos, y la piel que los rodeaba, demasiado hinchada para una mujer bonita; pero tenía algo, algo que estaba atrapado allí. Tenía el cabello crespo, de color castaño con mechones teñidos de platino, y sólo llevaba puesto un albornoz de felpa. La piel del cuello y del escote se veía colorada y mojada.

—Debí haber telefoneado —dije, al darme cuenta de que ella se estaba bañando—. Pero me dejé llevar por un impulso —mentí—. Caminé en esta dirección sin darme cuenta.

—Claro —dijo ella—. Entra. Perdona el desorden.

La habitación estaba tristemente amueblada, con una horrible alfombra raída de color granate, que debió ser alquilada con el apartamento. Pero tenía una buena vista: podía contemplarse el centro de la ciudad: en primer término, una esquina de la urbanización y, sucesivamente, algunas casas de tres pisos con tejados de tablillas y muchas antenas de televisión, una cartelera en la que se anunciaba una loción bronceadora, una cúpula del campus universitario en la orilla del río, la cima de un rascacielos con su galería de cristales y un restaurante giratorio, y por último, unas nubes presurosas, de centros plomizos y bordes luminosos. Allá abajo, sobre un envase de plástico que un día contuvo leche, un aparato de televisión funcionaba en silencio, con los atribulados actores de un serial reducidos al papel de mimos. En otro lugar, había unas cuantas sillas dispares alrededor de una mesa de juego, en la que, a juzgar por las numerosas manchas de color sobre la oscura superficie acartonada, alguien había estado pintando.

—Me estaba bañando —dijo la muchacha con su vocecilla aflautada—, y creí que sería otra persona.

Dijo esto para justificar la inmodestia de su albornoz que le llegaba a medio muslo. Me pareció que sus piernas, que ya no conservaban el bronceado del verano, estaban mejor formadas que las de Edna, que los pies eran más pequeños y sonrosados y los tobillos más finos.

—Cállate, Poops —dijo con indolencia a su hijita, que me señalaba con el dedo balbuceando algo que era casi una palabra y sonaba como «Baa» o «Daa».

La pequeña no llevaba más que unos pañales de papel. La calefacción del apartamento era excesiva, con el vapor silbando en los radiadores. Se percibía un débil olor a sobras de comida, que tal vez procedía de una habitación detrás de la tosca cortina marrón colgada, con unas grandes anillas de plástico, en una barra de metal dorado. Me sentí incómodo con mis guantes grises de ante, mi chaqueta de tweed con coderas de cuero y mi bufanda de casimir.

—Como te decía —continué, después de carraspear de nuevo—, pensé, quizá cediendo a un impulso, que debía pasar por aquí y ver, confieso que un poco tarde, lo que estaba haciendo mi sobrinita.

Ahora sonó más fuerte la música en la otra habitación: She bop... he bop... a... we-bop.

—Cyndi Lauper —dije.

Esto le impresionó.

—¿Cómo lo sabes?

—Por mi hijo. Tiene doce años, y se está iniciando en la cultura pop. Yo pensaba que, a tu edad, Verna, te estarías ya desiniciando.

Vio que yo contemplaba el deprimente cuadro y esbozó un breve y vago ademán, extendiendo las pequeñas manos coloradas como para alisar, a la manera de una sábana, el medio ambiente en que se hallaba.

—Es posible. Si no tuviese aquí a Bozo, podría salir y tal vez conseguir un empleo, o educarme, o hacer algo. Pero del modo que están las cosas, tengo que quedarme aquí sin hacer nada, salvo cuando nos ponemos nuestra ropa de abrigo y nos vamos a cambiar cupones de comida por toda esta porquería cancerígena.

Como la mayoría de los jóvenes actuales, tenía un vocabulario que incorporaba y neutralizaba toda posible disciplina. Cuando Esther encontró un ejemplar de Club debajo de la cama de Richie, a quien se lo había prestado un condiscípulo de Pilgrim, le dijo para desarmarla: «Mamá, no es más que una fase.»

—Da. Da-da.

La niñita estaba rolliza y tenía un bonito color más pálido que el café con leche, un tono de miel. Su cara estaba destinada a ser teatro de una delicada guerra entre facciones negroides y caucasianas. De momento, lo más chocante eran sus grandes ojos, no castaños como se habría podido esperar, sino de un fuerte azul marino, como de tinta. Tenían una vida insondable, glóbulos puros de un destilado oscuro. Su brillo revelaba que había estado llorando hacía un momento. Vestigios de lágrimas oscurecían la piel de sus mejillas.

—¿Cómo se llama la niña? Debería saberlo; pero no puedo recordarlo.

—Paula. El cerdo de mi padre se llama Paul, y cuando me dio la patada, puse su nombre a la pequeña para desquitarme.

Recordé que su insensible padre, cuando pasó de mecánico a ejecutivo, no hacía más que hablar de sus esfuerzos por racionalizar y modernizar las operaciones de la fábrica; pero nunca se le ocurrió, como maniobra eficaz, renunciar a su empleo y devolver su hinchado salario a las arcas de la moribunda industria del acero.

—No puedo creer —dije— que te echase de una manera tan brutal como parece.

Dije esto, por supuesto, sólo para que me confirmase aquella brutalidad.

—Oh —dijo Verna—, permite que mamá me envíe un cheque de vez en cuando, pero no bromea al decir que no volverá a vernos, a Poopsie ni a mí, mientras vivamos. Mi asistenta cree que lo que anda mal en él, además del racismo, común a todos los de su clase, es su religión. Ya sabes que, cuando yo era pequeña, se asustó mucho porque creía tener cáncer en la próstata, o en uno de esos sitios donde los tienen los hombres, y se metió en esa secta que se anuncia por radio y televisión, y lo curioso es que dio resultado; quiero decir que el cáncer desapareció. En realidad, fue un milagro, y creo que tendrás que reconocerlo. Por consiguiente, es rígido hasta la exageración en los conceptos del bien y del mal, tal como él y los que dirigen la secta lo consideran. Me llamó la atención que todos tenían los dientes postizos. Y los hombres llevaban unas hebillas enormes en los cinturones. Incluso habíamos de dar gracias cuando tomábamos leche con galletas en casa. Me sacaba de quicio ver que sus manías iban en aumento. Y me daba cuenta de que a mamá le ocurría lo mismo; pero ella no podía decir nada. Es muy cobarde. ¿No lo sabías? —Verna echó la cabeza hacia atrás y me miró como si esto tuviera que interesarme mucho—. Es triste, ya que aparenta tener muchas agallas. En fin, tal vez no debería censurar a mi padre por su religión, ya que tú estás metido también en asuntos religiosos.

—Pero de otra clase —dije, quitándome un guante—. No confundas. Podrías llamarle control de calidad. Pero, ¿dijiste tu asistenta?

—Mi asistenta social. Es alta, negra, muy lista y chapada a la antigua. Te gustaría. Dice que tengo madera de artista y que debería ir a la Escuela Museo de la Universidad. Puedes sentarte si quieres.

Y bop... you bop... a... they bop!

—De modo que no es el dinero sino la educación lo que crees que más necesitas. Tal vez podría ayudarte en esto.

—Sí, mi pobre amigo Dale me dijo lo mucho que le ayudaste para conseguir la subvención que le hacía falta para encontrar a Dios en el ordenador. La enviaste a la oficina, donde le dieron esos puercos impresos para que los llenase. Yo no sé mucho, Nunc; pero, desde hace año y medio he tenido que llenar un montón de impresos y, no te engaño, eran todos una mierda. Le dije a Dale que los arrojase por la ventana; aunque dudo mucho de que lo haya hecho, porque es un infeliz. Pero su intención es buena. Quiere librarnos de preocupaciones cuando estemos muertos. A mí lo que me preocupa es lo que suceda mientras esté viva.

Me quité el otro guante, dedo a dedo. En mi campo visual, más allá de las puntas de los guantes, estaban sus borrosas piernas blancas. Alguien, tal vez aquella asistenta social, la había animado a hablar de sí misma. Los nuevos pobres parlanchines.

—Me parece —dije— que le di a entender que no me desagradaba su proyecto; pero tu amigo tenía que empezar por seguir el procedimiento adecuado. Yo no tengo poder en lo que se refiere a las subvenciones en la Escuela de Teología; no soy más que un empleado, como tu padre en la fundición de acero —añadí, pensando que una referencia a su padre le desagradaría.

—¿Da? ¿Tú Da? —preguntó la pequeña Paula, señalándome con su suave y redondo bracito, lleno de pequeños pliegues entre la muñeca y el codo.

Verna agarró con furia el rollizo brazo, levantó a la niña del suelo y la sacudió como si mezclase ingredientes en una cazuela.

—¡Te dije que callases la boca! —le gritó mirando muy fija la asustada carita—. ¡Ése no es papá!

De un empujón, hizo que Paula cayese con fuerza dando con el culito en el suelo. La niña quedó sin resuello, luchó por absorber aire con el que llorar y su pecho desnudo, de pezones diminutos, se agitó como las agallas de un pez varado en la playa.

Al inclinarse para este acto de autoridad materna, a Verna se le aflojó el albornoz, dejando de pronto al descubierto todo un pecho, luminosamente libre. Sin apresurarse, lo ocultó de nuevo debajo de una solapa y se ciñó el cinturón.

—Me ataca los nervios —explicó—. Mis nervios no andan muy bien estos días. Mi asistenta dice que es una edad difícil la de año y medio; pero que cuando cumplen los dos, se puede hablar con los pequeños y es delicioso. Me encantó cuando, en el hospital, me la mostraron toda mojada y de un color que parecía de espliego. Entonces no tenía la menor idea de cuál iba a ser su color; pero desde entonces todo ha ido cuesta abajo. Quiero decir que los hijos siempre están aquí, a tu lado.

Be bop... be bop... a lu... she bop sonó jubilosamente en la otra habitación. Yo había deducido que la cama y el cuarto de baño estaban detrás de aquella cortina; Verna había estado tumbada en la bañera, drogándose, mientras aquella música juvenil vibraba en su confusa conciencia. Empezaba a comprender su realidad y estaba dispuesto a sentarme. El mejor asiento disponible parecía ser una silla de porche de un tipo que estuvo de moda hace una década: una cesta de paja sobre unas patas de finos tubos negros de metal.

—¿No es impresionante? —me preguntó Verna, tan entusiasmada por la música, que entornaba los párpados, extrañamente sesgados y casi sin pestañas—. Deja que pase la cinta. La pieza siguiente es empalagosa, aunque sea el número uno en las estúpidas encuestas.

Paula había recobrado ya el aliento y empezó a bramar. Dejándome llevar por mis impulsos, deposité mis guantes al borde de una desvencijada mesa plegable, que pudo haber costado diez dólares en el Ejército de Salvación, me senté en la silla de asiento de paja, alargué los brazos, tomé a la llorosa niña y la puse sobre mis rodillas. Pesaba más y estaba más mojada de lo que había esperado, y además ofrecía resistencia, retorciéndose en mis brazos y estirando las manos, las muñecas gordezuelas y los deditos torcidos hacia atrás, en dirección a su madre. Se debatió y chilló. Tuve ganas de darle unos azotes a aquel pequeño y moreno recipiente de sangres mezcladas. Pero, en vez de esto, la hice saltar sobre mis rodillas, diciendo:

—Así, así, Paula.

Recordé un juego que solía distraer a Richie cuando era pequeño.

—Así montan las damas —dije—. Al paso, al paso, al paso...

Verna trajo del cuarto de baño su cassette, una gran Hitachi de color gris claro con altavoces fijos, la puso en el borde de la mesa, sobre mis guantes, pulsó un botón e invirtió la cinta.

—Así es como cabalgan los caballeros —dije con mi voz más grave y pedagógica—. Al trote, al trote, al trote...

Yo sabía, por mi experiencia con los estudiantes, que el truco estaba en adoptar al principio un tono un poco amenazador.

—Y así —murmuré junto a la pequeña oreja, compacta, intrincada y muy pegada al cráneo—, es como cabalgan los vaaaqueros.

La piel de los pequeños suele ser un poco febril, y esto es tan invitador que la besé en la oreja. Su suavidad compleja me chocó.

—Vamos allá —anunció Verna, meneando el cuerpo dentro del rizado albornoz y siguiendo ligeramente el ritmo de calipso de Las chicas sólo quieren divertirse.

Al ver aquella señal de benignidad en su madre, la niña se estiró en mis brazos, todavía sacudido el cuerpo por el llanto.

—¡Al galope, al galope, al galope! —terminé muy de prisa.

La voz de la cantante era joven, prematuramente endurecida, y se alzaba en un regocijo que estaba por encima de la emoción. Pero las chicas quieren divertirse, las chicas sólo quieren... La voz fue interrumpida por un gorjeo electrónico, la experta alegría inhumana de un sintetizador, como burbujas que estallasen con gran rapidez.

Verna tomó a Paula en sus brazos y, cómodamente, las dos se mecieron con suavidad al compás de la música. La mejilla izquierda de Verna lucía su hoyuelo. Los ojos abiertos de la niña rebosaban una oscuridad azul.

Sentado allí, observando, tuve la impresión de ser Dale Kohler, serio, torpe y también necesitado, en una de sus caritativas visitas. Este momento de regocijo, de visible comunión entre madre e hija, me hirió en lo más hondo; me sentí desolado. Desvié la mirada para contemplar afligido las paredes, que Verna había tratado de animar con grabados impresionistas baratos y con burdas y espontáneas acuarelas pintadas por ella misma; y el jugoso bodegón que había sobre la mesa junto a mi codo; la vista que se percibía a través de la ventana, con sus muchos fragmentos de edificios coronados por lejanas torres; ahora, sus matices se deslizaban hacia el extremo dorado del espectro, bajo el sol que cada día se ponía más temprano. La hora de adelanto sería pronto retirada de nuestro firmamento nacional. El televisor había soltado ya su letárgico drama diario y pasado a algo más animado, aunque también mudo: el violento aleteo de un reclamo comercial. Para el Preparado H: muecas y fruncimientos de cejas producidos por una dificultad anal, seguidas de la cara satisfecha de un actor-farmacéutico proclamando el alivio conseguido.

¿Qué era esa desolación en el corazón de Dale, pensé, más que el anhelo de Dios, ese anhelo que, dígase lo que se diga, es la única prueba de Su existencia?

«Quiero ser la que camina bajo el sol», cantó Verna, siguiendo la música, mientras la niña mulata gorjeaba alegre en sus brazos.

¿Nos sentiríamos tan perdidos si no hubiese Algo que perder?

Terminó la canción, agotados al fin los coros. Verna sentó a Paula sobre la raída alfombra y me preguntó:

—¿Quieres tomar algo, Nunc? ¿Una taza de té? ¿Un vaso de leche? La otra noche celebré una pequeña fiesta en la que todos traían algo, y tal vez dejaron un poco de whisky.

—No, gracias. Tengo que volver a mi casa, pues esta noche vamos a salir, como suele decirse, a divertirnos. Pero dime una cosa, Verna: ¿Ves muy a menudo a ese Dale?

Quería saber si se acostaban juntos. Con los movimientos del baile, la blanca cara interna de uno de sus muslos, eléctrica, estilizada e intocable, como el anuncio de la televisión, se había destacado varias veces de la diferente blancura del tejido defectuoso del albornoz.

—Bastante —dijo ella—. Viene a ver si me he pegado un tiro, si he matado a la niña o hecho alguna otra barbaridad. Y me pide que rece con él.

Reí entre dientes, sorprendido.

—¿De veras?

Preparado J. para un alivio en la otra vida.

Se puso a la defensiva, por cuenta de él. Su boquita fruncida se achicó aún más, y levantó la redonda y adorable barbilla, como solía hacer Edna cuando, en nuestra infancia, trataba yo de controlar su pensamiento.

—Te excitas por cualquier cosa, Nunc —dijo ella—. Esto cuesta menos que los besos. Dale es un buen muchacho.

—Me dijo que te había conocido en una reunión eclesiástica.

—Ah, sí, en una de esas cosas que Dan Miedo. Pero, en realidad, él no es de esa calaña. Dale piensa que todo terminará gloriosamente, el Día del Juicio, si no antes.

—¿Se toma muy en serio todo eso?

—¡Oh, sí! Aunque no me habla a fondo de ello, ni me dice lo que hace en el Cubo. Sólo se presenta una o dos veces a la semana para ver cómo me va, y se sienta ahí, donde tú estás, para jugar con Poopsie.

—¿Dirías..., dirías que existe una relación seria entre los dos?

—¿Quieres decir si se acuesta conmigo? Es natural que me lo preguntes, Nunc. No, en realidad, no. Es probable que me hubiera dejado seducir, para matar el tiempo; pero, aunque parezca extraño, no le excito. Es como mi asistenta social: me considera un caso. Supongo que todo el jodido mundo me considera un caso.

A todos nos fastidia que nos clasifiquen. A veces he pensado que el secreto de que el cristianismo pusiese las peras a cuarto a todo el Imperio romano durante los primeros siglos fue que los romanos estaban hartos de que les clasificasen: soldado, esclavo, senador, scortum. Hay algo más en ser persona que en desempeñar una función. Pero, ¿qué es?

—¿Qué podemos hacer para conseguirte un diploma en el Instituto y un empleo? —le pregunté.

—Mira, ahora hablas como Dale. Siempre tengo que decirle que no me empuje. No puedo soportar que me empujen; me joroba. Mamá y papá siempre me estaban empujando. Empujando y empujando. ¿Para qué? Para que yo fuese una muñequita más, casada, luciendo una doble hilera de perlas y meneando el culo en los cócteles de Shaker Heights.

—Nosotros no pretendemos eso. Pero, Verna...

—No me me gusta el tono con que dices «Verna». Tú no eres mi jefe. Tampoco eres mi padre ni mi madre.

Se enfadaba pronto. Y esto era emocionante, como un coche de gran potencia que puede matarte o estrellarse.

—Es verdad —tuve que confesar.

Entornó los extraños y sesgados ojos de pálidas pestañas.

—¿Ha estado mamá en contacto contigo?

Me eché a reír sin querer, compadeciéndola por pensar que su madre se preocupaba tanto de ella. A pesar de toda su rudeza, no era más que una niña que creía que su madre era como Dios en el cielo, siempre observando amorosamente.

—No —le dije; y era verdad.

Tuve que reprimir mi risa automática, para que ella no creyese que estaba mintiendo, y la previsión de esta creencia hizo que mi respuesta sonase como una mentira a mis propios oídos. Estudié la uña de mi dedo pulgar; la había cortado demasiado con la cara curva del cortaúñas, produciendo una muesca en la que tendían a engancharse los hilos. Ahora se había enganchado un hilillo virtualmente microscópico. Traté de arrancarlo.

—Lo sé todo acerca de ella y de ti —siguió diciendo la niña, en el tono seco y resuelto de quien se siente atrapado.

Había leído mis pensamientos; tenía la impresión de que yo la había pillado aprovechando su ingenuidad.

—¿Sí?

El hilito enganchado en mi uña parecía purpúreo, a pesar de que mi abrigo y mi bufanda eran grises.

—Ella solía hablarme por las noches, en la cocina, mientras esperábamos que llegase papá. Mi madre y tú os acalorabais mucho, Nunc.

—¿De veras?

No recordaba nada de eso, y me pregunté quién estaba fantaseando, si Edna o Verna.

—Por consiguiente, no me vengas con tus aires de profesor competente. No lo quiero. No lo necesito.

—Necesitas salir de aquí —le dije con tono suave.

Recordaba los años en que había dado consejos en la parroquia; no temía a esta niña, por mucha que fuese su jactancia. Habla poco, haz que parezca que escuchas, y todo el carrete del dolor se desenrollará delante de tí. Todo el torbellino de la lamentación humana. Lo que la Naturaleza pretende de nosotros no es lo mismo que nosotros nos proponemos.

—¿Sí? ¿Cómo?

—¿Cómo lo hacen las otras madres solteras?

—Tienen amigos.

—Tú debes hacer amigos.

—Sí, pero inténtalo. La mitad de los hombres que viven aquí son viejos dagos[4], y la otra mitad, petimetres negros a quienes basta que digas «Hola» en el pasillo para que piensen que quieres que te jodan. Esos tipos pueden oler que te han pringado, incluso sin ver a Paula. Quieren sacarte a la calle; su concepto de un gran éxito en la vida es ser alcahuetes de un grupo numeroso de muchachas blancas. Y en realidad lo es. —Sus ojos oblicuos se humedecieron—. Supongo que mis padres tenían razón; me he recluido yo misma en este horrible rincón. Estoy sola todo el tiempo; no puedes hablar con nadie como hacen los hombres; tiene que haber una negociación. Y la noche pasada dieron Dinastía; por consiguiente, ni siquiera podré distraerme con esto en una semana.

Trataba de burlarse de sí misma a través de sus lágrimas, de mofarse de su dolor, de su vida desperdiciada.

—No deberías hacérselo pagar a Paula —le dije.

Ahora se irritó; sus emociones se sucedían en una especie de película lacrimona, agitadas por una corriente nerviosa.

—De modo que tu visita piadosa ha sido por ella. Por la pequeña y dulce criatura. Ahórrate tu caridad, Nunc, pues puede cuidar de sí misma. Lo único que hace esa pequeña zorra durante todo el día es incordiarme. Me paso horas sentada en el parque infantil, mientras ella come cristales rotos. Pero no la matan. Lo único que ocurre es que su caca centellea.

Rió de nuevo su propia gracia. Me permití una sonrisa. Se enjugó su gorda y brillante nariz. Sin aquella nariz, y si hubiese perdido cuatro quilos, habría podido ser bonita.

—Y por si todo esto fuera poco —continuó—, estoy pillando un resfriado de órdago. Hay ocasiones en que me pregunto por qué no se suicida todo el mundo.

—No eres la única que se lo pregunta —dije suspirando mientras me levantaba.

Ya no me acordaba de los olores del lugar: a gachas de cacahuete, a amoníaco de los pañales mojados de la pequeña. El ambiente de la habitación me envolvía de un modo tan flojo y ligero como el albornoz de felpa envolvía el cuerpo de Verna. Empezaba a sentirme demasiado cómodo.

—¿Te ayudaría un pequeño préstamo? —pregunté.

Sus lágrimas y sus palabras se confundían.

—No —oí que decía, y entonces sacudió la cabeza para contradecirse y sollozó—. Sí. Lo que recibo de AFDC —se creyó obligada a explicar— apenas me llega para pagar el alquiler, y la WIC no es más que vales para comida. Me vendría bien un poco de dinero para comprar una silla decente o alguna otra cosa para cuando viene alguien a visitarme. Ya ves que no tengo más que trastos viejos.

Saqué de la cartera dos billetes de veinte dólares y, considerando la inflación, saqué otro y le di los tres. Podría pasar por el Banco al volver a casa y recuperar aquella cantidad en la caja automática, ese pequeño ordenador cuya pantalla dice siempre muy cortés: GRACIAS y sírvase esperar mientras se procesa su transacción. Cuando Verna extendió la mano, vi que la pequeña y rolliza palma estaba surcada por unas arrugas de color espliego, como las de la criatura recién nacida que había descrito.

La operación financiera nos tranquilizó a los dos. Metiendo el dinero en el bolsillo de su albornoz y aprovechando para sacar un pañuelo, Verna sorbió por última vez, se sonó la tosca nariz y me miró con los ojos secos. Tenía la calma desafiadora de un delincuente. Una sorprendente plasticidad moral pareció desplegarse delante de mí, acorde con su carne pálida y elástica.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Me ocuparé de los tests de equivalencia y de las clases nocturnas —le dije.

—Sí —repuso ella—, como te ocupaste de conseguir la subvención para Dale.

No me di por enterado de sus palabras. Era hora de afirmar mi dignidad.

—Y me gustaría que vinieses a casa para conocer a Esther y a nuestro hijo Richie. Tal vez el Día de Acción de Gracias sería una buena ocasión.

—El Día de Acción de Gracias, Dios mío. ¡Gracias! —dijo en tono burlón.

—Si lo prefieres, podríamos dejarlo. He venido aquí para investigar tu actitud y ya la considero investigada.

Agachó la cabeza. Pude percibir, debajo de la floja solapa, casi toda la curva de su seno, joven, su bulto sedoso surcado de venas de un pálido azul. Era más baja que yo, lo mismo que Esther.

—El Día de Acción de Gracias estaría muy bien —aceptó con humildad.

Al despedirnos, me esforcé en no verla como una niña sino como una mujer joven, resuelta y hasta cierto punto competente, al menos un éxito biológico, con una vida no más alarmante que la mayoría de nuestras vidas animales tal como las vería, desde arriba, una Mente hipotética, visiblemente desordenado su tráfico apetitivo pero produciendo raras veces accidentes.

—Has sido muy amable al venir a verme, Nunc —añadió, ofreciéndome la rolliza mejilla para que la besara.

Mientras lo hacía (su piel tenía una finura sorprendente, como la harina cuando se hunde la mano en ella), vi que la pequeña, Paula guardaba silencio en el suelo, debido a un intenso interés por arrancar algo que había descubierto entre los nudos de la raída alfombra. Tenía los labios cubiertos de finos hilos purpúreos. Me miró y sonrió babeando. Me incliné para acariciarle la cabeza y me sorprendió y repelió ligeramente el calor de su cuero cabelludo.

Sin embargo, la miseria recoleta de aquel apartamento ahora sin número, pareció tirar de mí al salir. Su olor a cerrado despertó en mi memoria algún profundo recuerdo de Cleveland, tal vez el sótano donde mi abuela ponía melocotones en conserva sobre estantes polvorientos y donde lavaba la ropa cada semana con una lavadora manual, entre emanaciones de lejía que escocían los ojos. La vivienda de Verna tenía para mí lo que algunos teólogos llaman espíritu profundo. Mi propia casa, en su «bonita» calle, con sus igualmente apreciables vecinos, me hacía sentir a veces como si la vida que llevábamos Esther, Richie y yo detrás de sus grandes ventanas estuviese concebida para la exhibición.

Después de cerrar la lisa y mugrienta puerta verde, me detuve el tiempo suficiente para oír a Verna chillando a su hija:

—¿Quieres dejar de comerte esas malditas pelotillas de borra?

Después se oyó el sonido de un cachete y de ahogados gemidos que pronto se convirtieron en gritos incontenibles.

Ella había dicho que nos acalorábamos. No podía imaginarme lo que Edna le habría explicado; sólo recordaba haber tocado a mi medio hermana cuando nos peleábamos furiosos por algún juguete o alguna injusticia. La detestaba francamente y con frecuencia me quejaba a mi madre de tener que compartir con ella unas pocas semanas del verano. Ahora recordé que le llamaba Cara de Torta; a mi madre le divertía mi malicia, y el apodo era muy adecuado, como lo sería también para la hija de Edna. Caras anchas, planas, un poco fofas. Al hacernos mayores, ella y yo, cesaron nuestras peleas físicas, si no recordaba mal, y si mis pensamientos de púber a su respecto no estaban a veces muy lejos de aquellas noches de acaloramiento en Chagrín Falls. Los pensamientos no son actos, no lo son en este mundo mortal. Era extraño que Edna hubiese dicho aquello, o que Verna dijese que lo había dicho.

Dos ágiles jóvenes negros subían los peldaños de acero de tres en tres, saltando sin hacer el menor ruido. Subieron hacia mí a gran velocidad, con sus raídos y ajustados tejanos, sus brillantes camisetas de baloncesto y sus grandes y silenciosos zapatos deportivos. Pasaron por mi lado como faros que resultan ser motocicletas. Se me encogió el corazón y saludé brevemente con la cabeza, con un segundo de retraso. Con mi chaqueta de tweed y el corte juvenil de mis cabellos grises, era allí el personaje sospechoso.

A lo largo de Prospect Street, las sombras de las casas medio abandonadas se extendían de una acera a otra, aunque allá en lo alto, en el cielo, blancas nubes corredoras y manchas de un azul muy fuerte seguían revelando un día claro. En el fondo de un solar vacío, se alzaba una maravilla que no había advertido al pasar treinta minutos antes un alto y hermoso gingko, cada una de cuyas temblorosas hojas en abanico adquiría, a diferencia de otros árboles de hoja caduca menos primitivos, un triste tono amarillo uniforme. Bajo un fugaz rayo de sol, aquel árbol parecía un grito imponente en la manzana abandonada. Junto con un vago y vano conocimiento de lo que era el gingko (un árbol que existía antes que los dinosaurios; que, en la antigua China, había crecido alrededor de los templos como árbol sagrado; que, como la especie humana, era dioico, es decir, se dividía en machos y hembras; los capullos femeninos huelen mal), tuve la extraña certeza de que Dale, después de visitar a Verna y de haberme visto a mí hacía una semana, había advertido también este árbol particular y le había impresionado, lo mismo que el fango verdoso y el excremento negro. Experimenté la misma reacción religiosa. Descendió la paz sobre mí, esa satisfacción indecible que parece participar de la condición cósmica fundamental. Incluso me detuve, sobre el pavimento de aquella calle tan dudosa, para considerar más profundamente aquel gingko gigantesco. ¡Hay tan pocas cosas que, al ser contempladas, no parecen frágiles trampas que se abren bajo el peso de nuestra atención sobre el insondable abismo!