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La segunda vez que Dale vino a verme en mi despacho, entrando con aquella confusa desfachatez tan propia de él, con sus nudillos rojos y su acné como únicas imperfecciones de su cérea piel, sentí más aprecio por él. La afirmación de Verna de que no era su amante tenía algo que ver con mi talante más amable: esos jóvenes le acometen a uno con la espada desenvainada, y después resulta que ésta es de goma, una espada simulada. No son más hábiles de lo que éramos nosotros en extraer satisfacción de su salud animal. Seguía llevando su gorro azul marino; pero, como hacía más frío, había trocado su guerrera de camuflaje por una chaqueta de algodón forrada de piel de cordero, cuyos mechones, de un blanco amarillento, formaban un basto halo alrededor de los bordes. Un aire de cowboy, aunque le faltaba el «Marlboro».

—Llené los impresos, los entregué y pensé que le gustaría tener una fotocopia —dijo.

—Así es.

Me salté las estadísticas y fijé la mirada en la descripción de su proyecto. Para demostrar, partiendo de los datos físicos y biológicos que tenemos, y mediante el uso de modelos y operaciones en el ordenador digital electrónico, la existencia de Dios, como inteligencia deliberada y determinante detrás de todos los fenómenos.

—¿Biológicos? —me limité a preguntar.

Dale se dejó caer en el sillón, de múltiples maderas, que había delante de mi mesa, y me dijo:

—He estado estudiando un poco la evolución, el darvinismo y todo eso. No había pensado mucho en ello desde que salí del Instituto. El caso es que le muestran a uno aquellos gráficos con algas verde-azules en la base y los primates ramificándose en el árbol, y uno presume que es tan cierto como un mapa del Mississippi. Pero en realidad, no saben nada, o casi nada. Es un dogma. Lo único que hacen es trazar líneas entre fósiles que nada tienen que ver unos con otros; y a eso le llaman evolución. Apenas hay un eslabón, y toda la idea de Darwin sobre cómo se produjo el cambio era, desde luego, por incrementos graduales, consolidada cada mínima ventaja por la selección natural.

—Dogma —dije, rebullendo incómodo en mi sillón. El Comité de Admisiones, que antaño sólo tenía que examinar a la ligera a los candidatos pastorales pertenecientes a familias distinguidas y casi siempre unitarias de Nueva Inglaterra, tenía ahora que ceder a las instancias de indomables creacionistas de Nebraska y Tennessee; que suelen ser una pandilla nada atractiva, con una curiosa propensión física al leucoma y a las orejas en asa de jarra y, entre las hembras, a unos senos enormes, que transportan por nuestros pasillos como una carga penitencial colgada del cuello y hacen pensar en los condenados del cuarto círculo de Dante: voltando pesi per forza di poppa (Canto VII, verso 27).

—Sí —dijo Dale—. Para empezar, toda esa fácil palabrería sobre una «sopa primordial», donde unas centellas fabrican aminoácidos y después proteínas y por último una cadena de ADN que se duplica por sí sola, dentro de una especie de burbuja que es la primera célula o criatura... parece magnífica; pero no sirve. Corre pareja con la generación espontánea de moscas y arañas en el estiércol o en los montones de heno o dondequiera que se imaginasen los hombres de la Edad Media. En primer lugar, la teoría se funda en que la primitiva atmósfera de la Tierra era muy reducida, es decir, se componía de nitrógeno e hidrógeno y carecía de oxígeno libre. Pero, si observamos las rocas más antiguas, vemos que están llenas de moho. Por consiguiente, había oxígeno. Además, la cantidad de información que se necesita para hacer la partícula viva más simple, como un virus, es tan grande que las probabilidades de que se forme por azar son inverosímiles. Un biólogo las calcula en diez elevado a menos trescientos uno. Otro presumió que había en el universo diez elevado a veinte planetas capaces de albergar vida. A pesar de ello, llegó a la conclusión de que las probabilidades eran de diez elevado a cuatrocientos quince contra la posibilidad de que hubiese surgido en lugar diferente de la Tierra. Wickramasinghe, a quien mencioné el otro día, dice que aquellas probabilidades son de diez elevado a cuarenta mil, lo cual representa páginas y páginas de ceros. Pero no hace falta seguir insistiendo en ello.

—No lo haremos —dije, cambiando de nuevo de posición, incómodo como si él fuese el guisante y yo la princesa—. Habla usted de estas inverosímiles probabilidades como si los átomos y las moléculas tuviesen que coincidir en esas combinaciones por pura probabilidad matemática; pero supongamos que, a este nivel microscópico, existe algún principio de cohesión u organización comparable, digamos, al instinto de autoconservación en el plano del organismo individual, o de la gravedad en el orden cósmico, que tendería a fomentar la unión y la complejidad. En ese caso, la larga línea de ceros se reduciría sin necesidad de intervención sobrenatural.

—Eso podría estar bien, señor, para los no científicos; pero al proponer otra ley molecular, suscita usted una cuestión mucho más importante de lo que quizá se imagina. Además, hay toda clase de problemas adicionales, que los partidarios de la «sopa primordial» pasan por alto. Por ejemplo, el problema de la energía: el primer y microscópico Adán habría necesitado, para sobrevivir, algún sistema de energía que le permitiera desarrollarse, y aquí nos encontramos en otro reino de la mecánica. Las enzimas son otro problema. Se pueden hacer proteínas sin ADN, pero no se puede hacer el ADN sin enzimas, y las enzimas son proteínas. ¿Cómo hacerlo? Desde 1954 han estado mezclando, en el laboratorio, estas sopas electrificadas y todavía no han conseguido nada que se parezca a la vida. ¿Por qué? Si no pueden hacerlo con todos sus controles, ¿cómo habría podido hacerlo la ciega Naturaleza?

—La Naturaleza —observé— ha tenido períodos ilimitados de tiempo y océanos de material.

—Yo también pensaba eso antes —dijo el joven, con su irritante y confiado aplomo—. Pero si observa usted las cifras, verá que no concuerda. Nosotros tenemos la inteligencia útil que decimos que no tiene la Naturaleza, y si ella hubiese sido capaz de producir la vida, también nosotros lo hubiésemos hecho ya. Lo que sucede es patético, una confusión de polímeros no relacionados entre sí. La sopa produce sopa. Basura dentro, basura fuera, como decimos en Informática. En California, están tratando de conseguir que se agrupen nucleóticos. Y sí, lo consiguen; pero con tanta lentitud que confirman mi tesis: se añade una unidad cada cuarto de hora, mientras que la Naturaleza solamente necesita una fracción de segundo.

—Bueno; pero incluso esto indica que nos enfrentamos con un proceso natural y no sobrenatural. ¿No es cierto?

Estudié la uña de mi dedo pulgar. Había eliminado la fastidiosa muesquecita; pero, ahora, la uña era un poquito más corta que la otra, sin apenas borde blanco, como si la hubiese roído. Creí recordar que Verna tenía las uñas muy cortas, infantiles, mientras las de Esther eran demasiado largas. Las uñas hablan del tiempo. Dentro de menos de una hora, dirigiría yo mi seminario sobre las herejías, con las dos primeras sesiones totalmente dedicadas a los pelagianos. Una y otra vez (así empezaría maliciosamente, para caldear la clase) nos vemos obligados a advertir que, vistos retrospectivamente, los herejes parecen mucho más agradables y razonables que aquellos hombres autoritarios que se oponían a ellos en defensa de la que llegó a ser ortodoxia católica romana. ¿Quién no preferiría, por ejemplo, al rollizo Pelagio (un «perro corpulento —bufaba Jerónimo—, doblado bajo el peso de las gachas escocesas»), a su amable emisario Celestius y a su elocuente apologista Juliano, con su inofensiva esperanza de que el hombre podía hacer algún bien, podía hacer algo para activar la gracia redentora...? ¿Quién no preferiría estos humanistas al irascible Jerónimo y al romántico Agustín, con su insistencia histérica en el mal de la concupiscencia (saciada al fin la suya) y la condenación de los niños recién nacidos? El que ha sido maniqueo sigue siendo siempre maniqueo, había observado con agudeza Juliano a propósito de nuestro amigo argelino, el obispo de Hipona.

El joven refutaba mi argumento mientras yo repasaba mentalmente mi conferencia.

—Se expresa usted como los inflexibles neodarvinistas —dijo Dale—, que hablan ostentosamente de tendencias y de las inevitables imperfecciones en el conocimiento de los fósiles. ¡Imperfecciones! Allí casi no hay nada; sólo capas de criaturas que aparecen y desaparecen. Las llamadas lagunas no son lagunas, sino enormes agujeros.

¿A quién le había oído yo, esta frase recientemente?

—¿Dónde están los fósiles precámbricos? —preguntó Dale—. De pronto, aparecen en todas partes animales multicelulares y existen siete phyla y unas quinientas especies: artrópodos, braquiópodos, esponjas, gusanos. En realidad, casi todo, excepto lo que cabría esperar: protozoarios. ¿Cómo aprendieron las células a congregarse? Y a este respecto, ¿cómo evolucionó la célula procariota, que es lo que eran las algas verde-azules, en nuestra propia célula eucariota, la cual no sólo tiene un núcleo sino también mitocondrios, nucleolos, el aparato de Golgi, y otras cosas que ni siquiera han imaginado cómo han podido producirse? Las dos clases de células son tan diferentes como una casita de campo y una catedral. ¿Qué ha sucedido?

—Bueno —le dije—, algo sucedió, y no estoy seguro de ver en ello la mano de Dios. Toda su argumentación retrospectiva, partiendo de las condiciones actuales, diciendo que son tan improbables, ¿no llevan acaso más allá del hombre de las cavernas, que no comprendía por qué la Luna cambiaba de forma todos los meses y, por ello, inventaba cuentos sobre los trucos y caprichos de los dioses? Parece usted pensar que Dios tiene que meterse por la fuerza en cualquier vacío, en cualquier laguna del conocimiento. El científico moderno no blasona de saberlo todo; se limita a afirmar que sabe más que sus predecesores, y sus explicaciones naturalistas parecen eficaces. No podemos beneficiarnos de la ciencia moderna y conservar al mismo tiempo la cosmología del hombre de las cavernas. Está usted atando a Dios a la ignorancia humana. En mi opinión, Mr. Kohler, Él ha permanecido demasiado tiempo atado a ella.

Mi argumentación hizo que se incorporase en su asiento y abriese de par en par los pálidos ojos azules.

—¿Es eso lo que yo hago? —preguntó—. ¿Atar a Dios a la ignorancia?

Extendí la mano, con su uña todavía imperfecta, sobre la mesa.

—Así es. Y yo digo: ¡Desátelo!

Dale había logrado dar en el blanco; despertando la pasión en mí. El asunto me preocupaba. Desátelo, aunque Él muera.

Dale se echó atrás en su sillón, con una afectada o incierta sonrisa en los labios. El forro de piel de su chaqueta se erizaba detrás de su cuello.

—Lo único que yo hago, profesor Lambert, es afirmar que el hombre moderno ha sido persuadido de que existe una irrebatible explicación atea de la realidad natural. Pero yo digo: Esperad un momento, pues pasan aquí más cosas de las que ellos os permiten conocer. Esos astrónomos, esos biólogos, se enfrentan cara a cara con algo que no quieren que veáis, porque ellos mismos no quieren creerlo. Pero está aquí. Podéis tomarlo o dejarlo, pues Dios nos dio esta libertad, pero no os dejéis intimidar intelectualmente. Intelectualmente, no debéis nada al Diablo.

—¡Oh! Ve usted la mano del Diablo.

—Sí. En todas partes. En todo tiempo.

—¿Y quién cree usted que es?

—El Diablo es la duda. Es él quien nos hace rechazar los dones que nos da Dios, despreciar la vida que nos ha sido dada. ¿Sabía usted que el suicidio es la segunda causa de muerte entre los adolescentes, superada tan sólo por los accidentes del automóvil, que a menudo son también una clase de suicidio?

—Es curioso —dije—. Yo habría dicho lo contrario, observando la Historia reciente y, a propósito, algunos de nuestros actuales ayatollás y führers. El Diablo es la ausencia de duda. Es lo que empuja a la gente a las explosiones suicidas, a crear campos de exterminio. La duda puede dar un sabor curioso a su manjar; pero es la fe la que mata.

—Mire usted, señor, nos hemos adentrado mucho en la cuestión, y sé que dentro de un minuto tiene usted que hablar de aquellos herejes. Mi punto de vista sobre la evolución es que no lo sabemos todo; pero que, cuanto más sabemos, más milagroso parece todo. La gente cita siempre el ojo humano como inverosímil y complejo. Pero observe incluso el ojo de un trilobite, en el comienzo de la historia de los fósiles. Estaba constituido por cientos de columnas llamadas omatidias, que, según descubrió cierto científico sueco en 1973, tenían cristales de calcita exactamente alineados y una ondulada mitad inferior de quitina, todo dispuesto en precisa concordancia con unas leyes de refracción, que no fueron conocidas hasta el siglo XVII. Desconcertante, ¿eh?

Me miró, esperando la réplica, y yo dije con suavidad:

—Eso no demuestra que los trilobites comprendiesen las leyes de refracción. Sólo significa que algunos trilobites veían un poco mejor que otros, y que los primeros tendieron a sobrevivir y transmitir sus genes.

Mi tono no era combativo. Había resuelto dejarle argüir hasta el agotamiento. Esta táctica de supervivencia tiene un nombre: saciedad del predador. Encendí mi pipa, chupé conservando encendida la cerilla, con audibles aspiraciones, como en una muerte lenta.

—Se mire como se mire —argumentó Dale—, siempre surge, en la evolución, el problema de mutaciones coordinadas que habrían tenido que producirse. Es la coordinación la que hace salir de la pizarra los ceros de las probabilidades. En nuestro ojo, la retina, el diafragma del iris, los músculos, los bastoncitos y conos, el humor vítreo, los conductos lagrimales, incluso los párpados. Es fantástico creer que todo se produjo por accidente, por una serie de errores casuales amontonados. Por ejemplo, para hacer la lente, se introdujo de algún modo piel en el interior de las capas meníngeas del cerebro. ¿Cómo pudo ocurrir esto a medio camino? En todas estas cosas, hay esas etapas a medio camino donde la adaptación no funcionaría en absoluto y sería un puro handicap. Tenemos estos puntos de imposibilidad, donde el gráfico del cambio, tal como hemos de proyectarlo, no puede salvar el obstáculo. Desde el punto de vista de la evolución, el oído del mamífero es todavía más increíble que el ojo. Huesos que correspondían a las rígidas mandíbulas del reptil se convirtieron en el martillo y el yunque en el interior del oído. Mientras los huesos de la mandíbula se transformaban en el oído medio, ¿con qué masticaban las criaturas intermedias? O tomemos la cola de la ballena: se mueve arriba y abajo, mientras que la cola de todos los animales terrestres lo hace de un lado a otro. Esta diferencia es más importante de lo que parece; la pelvis tiene que reducirse para no ser fracturada por el movimiento ascendente y descendente. Pero si uno se imagina este proceso en el camino hacia la ballena, llegará a un punto en que la pelvis será demasiado pequeña para soportar las patas traseras y, al mismo tiempo, demasiado grande para permitir la musculatura de la cola. O consideremos incluso el Archaeopteryx del que tan orgullosos están los evolucionistas. Éstos no pueden mostrar nada entre los gastrópodos y los cordados, o entre los peces y los anfibios, o entre los anfibios y las ranas; pero seguro que mostrarán cómo se convirtieron los reptiles en aves. Sólo hay un par de problemas. Primero: existieron verdaderas aves al mismo tiempo que el Archaeopteryx; y segundo: éste no podía volar. Tenía plumas y alas, pero su esternón era demasiado débil y delgado para que se sujetasen en él los músculos necesarios para el vuelo. En el mejor de los casos, pudo aletear para subir a una rama baja.

—Como un polluelo de nuestros días —le dije—. ¿Considera también imposibles los polluelos? ¿Y no he leído en alguna parte que los ingenieros expertos en aerodinámica han demostrado definitivamente que el abejorro es incapaz de volar?

Viendo que el joven estaba a punto de replicar, carraspeé y tragué distraídamente un poco de humo. Había llegado la hora de imponerme: ser aleccionado antes de una conferencia es añadir tedio al trabajo.

—La imposibilidad de lo real —le comenté— no es una prueba muy original de la existencia de Dios. Los cristianos del siglo II, cuando eran desafiados a presentar sus credenciales sobrenaturales, tendían a esgrimir dos argumentos. Lo interesante, es que no se basaban en los milagros y la resurrección de Cristo atestiguados por los Apóstoles, sino, que anteponían primero, el cumplimiento en Jesús de las profecías del Antiguo Testamento, y segundo, la existencia misma de la Iglesia a su alrededor. ¿Cómo era posible, preguntaban, que unos cuantos pescadores sirios sin instrucción, en un oscuro rincón del Imperio, hubiesen implantado una fe que se había extendido, en un siglo, desde la India hasta Mauritania; desde el Caspio hasta las tribus bárbaras de las islas británicas? En ello se veía, con toda claridad, la mano de Dios. La Iglesia, en su rápido crecimiento, era la mejor prueba de la verdad de lo que proclamaba. Además, prosigue la argumentación, si Cristo hubiese sido un impostor o un loco, y su resurrección una ficción, ¿por qué los Apóstoles habrían arriesgado sus vidas para difundir la Buena Nueva? También aquí podríamos decir que tenemos un «punto de imposibilidad» que no podemos soslayar: la evolución desde una oscura herejía judaica y una pequeña escaramuza delictiva, hasta la religión imperial de Constantino. No considero baladí este argumento; pero creo que hay maneras plausibles de eludirlo, con cierto sentimiento histórico del siglo I. No tenemos que dar por sentado un fraude intencionado por parte de los Apóstoles o de los evangelistas. La gente del siglo I no tenía el mismo concepto que nosotros de la objetividad, ni de la escritura. No debemos olvidar que esta última era una magia simpática: escribir algo era, hasta cierto punto, hacerlo realidad; era un acto creador más que mimético, y todas las claras falsificaciones que encontramos en los documentos no canónicos coetáneos de los Evangelios, así como la fabulosa historia del nacimiento en Lucas o el fragmento del Logos-Juan Bautista en Juan, fueron simplemente, para sus autores, una manera de vestir la verdad, de presentar la verdad con el ropaje y los ornamentos que debía llevar. Así, dado el nivel general de credulidad y la existencia de numerosos movimientos religiosos paralelos, como el gnosticismo, los esenios y el mitraísmo, por no hablar de ulteriores paralelismos históricos, como aquel grotesco episodio judío de Sabbatai Zëwi en el siglo XVII, cuando el presunto Mesías apostató para abrazar el islamismo y no desilusionó a todos sus creyentes, o la manera en que el Mahdi o el Aga Kan se convirtieron en obesos sibaritas sin que esto afectase a su divinidad; dado todo esto, podemos empezar a sentir cómo ocurrió la cosa, cómo arraigó, en particular, el mito de la Resurrección. Y no es que en esta época de historias de OVNIS, que se venden semanalmente en las salidas de los supermercados, necesitemos lecciones especiales de credulidad humana.

—¡Oh, vamos! —exclamó mi joven visitante en tono combativo, como si estuviese discutiendo con un compañero de habitación—. Los Apóstoles fueron apaleados. Tuvieron que huir. Su jefe fue muerto. Algo cambió todo aquello. ¿Cree usted que fue pura ilusión?

—«Si en el cuerpo, no puedo decirlo; si fuera del cuerpo, no puedo decirlo», escribió Pablo. Sus epístolas son los textos más viejos del Nuevo Testamento, los más próximos a este «punto de imposibilidad» particular.

—También escribió —replicó mi joven oponente—: «Si Cristo no hubiese resucitado, vuestra fe sería vana.» Pablo era muy claro en esto, al decir que Cristo había sido visto por Cefas, después por los doce; luego, por quinientos hermanos, algunos de los cuales habían muerto, y después de esto, por Santiago y todos los Apóstoles, y, por último, por el propio Pablo, como un nacido fuera del tiempo debido.

—Y un poco más adelante dijo, siempre he pensado que con bastante tristeza, que si confiamos en Cristo sólo en esta vida, somos los más miserables de los hombres. Pero no sigamos citando textos. Se ha abusado de ellos y, según mi limitada experiencia, sólo demuestra que los libros sagrados fueron una antología muy mal dirigida.

—Fue usted quien empezó, señor.

—En defensa propia. Estaba tratando de recalcar que, cuando no sabemos y no podemos saber los pormenores de un suceso o de un proceso, sólo un sentimiento nos induce a buscar lo más plausible. Cuando leo el National Enquirer, con sus relatos de aquellos hombrecillos verdes circunstanciales que salían de un OVNI o con su última prueba absoluta de que Elvis vive, siento vagamente lo que pudo ocurrir a principios del siglo I. Cuando miro las vitrinas de fósiles en el museo de Zoología de la Universidad, y los animales; pájaros, insectos, gusanos y gérmenes que nos rodean, y los gérmenes que están dentro de nosotros, la evolución, a pesar de sus lagunas y enigmas, me parece una explicación razonable de unas cosas tan embrolladas.

Se había apagado mi pipa. Chupé el vacío sin fuego.

—Pero esto es muy flojo —replicó el muchacho—. Piensa usted basándose en impresiones, sin observar el mecanismo. Decir que la afirmación «Elvis vive» demuestra que decir «Jesús vive» es un camelo, es ignorar el hecho de que el primer concepto es una parodia del segundo, y todo el mundo lo sabe, incluso los que adoran a Elvis. Decir que la evolución explica más o menos las cosas es ignorar el hecho de que los biólogos más competentes se sienten confusos por todo lo que no explica. Había un hombre llamado Goldschmidt, genetista. ¿Ha oído hablar de él?

Moví la cabeza.

—Sólo conozco a un Goldschmidt, que era director de una revista danesa que atacaba a Kierkegaard.

—El mío —dijo Dale— huyó de la Alemania de Hitler y fue a parar a Berkeley. Cuanto más observaba las mutaciones de la mosca de la fruta, más le parecía que no servían para nada; nunca se obtenía una buena especie o un cambio realmente significativo. Las mutaciones punta, es decir, los cambios individuales en las largas cadenas del código genético no tienen sentido. Ocurren, son absorbidas por la generación siguiente, y la especie sigue siendo igual. En 1940, Goldschmidt publicó un libro en el que enumeró diecisiete características del mundo animal y desafió a quien pudiera explicarle cómo evolucionaron paso a paso a base de pequeñas mutaciones. Pelo. Plumas. Dientes. Ojos. Circulación sanguínea. Barba de la ballena. Colmillos venenosos de las serpientes. Segmentación en los artrópodos. Conchas de los moluscos. Esqueletos interiores. Hemoglobina. Y otras cosas que no comprendí. Bueno, ¿quién ha venido a explicarlo, desde 1940? Nadie. Nadie puede hacerlo. Incluso algo que uno se figura que puede imaginarse, como el largo cuello de la jirafa, es mucho más complicado, más coordinado, de lo que parece.

A Dale pareció satisfacerle este ejemplo. Deslizó las manos arriba y abajo por el cuello imaginario, cerrándolas y abriéndolas rápidamente para expresar problemas de presión hidráulica.

—Bombear sangre a una altura de dos metros y medio, hasta la cabeza de la jirafa, requiere una presión sanguínea tan alta que, cuando el animal se inclina para beber, perdería el conocimiento si no tuviese un mecanismo especial reductor de la presión, una red de venas llamada rete mirabile. Además, la sangre de las patas tendría que salir a través de los capilares, y por esto los espacios entre las venas están llenos de otro líquido, también bajo presión, que hace que la piel tenga una resistencia enorme y sea, ¿cuál es la palabra?, impermeable. Y las ballenas... Piense en las ballenas, profesor Lambert. Virtualmente no aparecen en paleontología, y en menos de cinco millones de años, han producido ojos que corrigen la visión debajo del agua, y la cola de la que ya hemos hablado, y una grasa especial en vez de glándulas sudoríparas para regular la temperatura, e incluso un complicado mecanismo que permite que las crías mamen debajo del agua sin ahogarse. Y luego considere el avestruz. El avestruz tiene unos callos...

—No dudo, Mr. Kohler —le interrumpí—, de que podría estar usted sentado ahí durante horas regalando mis oídos con las maravillas de la Naturaleza. Desde luego, son un viejo argumento a favor de la existencia de Dios, como puede leerse en el Libro de Job.

—Pero no se trata solamente de que sean maravillosas. Lo que cuenta es el cómo...

—Precisamente lo que Dios preguntó a Job. ¿Cómo? Yo no lo sé, y Job tampoco lo sabía, y usted no lo sabe, y, evidentemente, tampoco lo sabía Mr. Goldschmidt; pero sin duda hay muchas más cosas en Teología que esta... esta visión mecánico-estadística de usted. Si Dios es tan sabio y previsor, ¿qué me dice de las deformidades y de las enfermedades? ¿Qué me dice de la carnicería que impera en el reino de la vida a todos los niveles? ¿Por qué parece la vida, tal como la experimentamos, tan desesperadamente importante y al mismo tiempo tan inútil? Prescinde usted de muchísimas cuestiones existenciales subjetivas. Hubo hombres que dejaron de creer en Dios mucho antes de Copérnico, mucho antes de que el trueno o las fases de la Luna fuesen científicamente comprendidos. Dejaron de creer por las mismas razones que les inducen ahora a ello: el mundo que les rodea parece indiferente y cruel. No se siente que haya una Persona detrás de... esta terrible ingeniosidad que dice usted que presentan los fenómenos naturales. Cuando la gente grita de dolor, los cielos permanecen mudos. Los cielos permanecieron mudos cuando los judíos eran exterminados en las cámaras de gas, y guardan ahora silencio sobre un África que se muere de hambre. ¿Se da usted cuenta de que esos desdichados etíopes son cristianos coptos? La otra noche dijeron en la televisión que el único ruido que se oye en los campamentos de los que mueren de hambre es el de los himnos que cantan, acompañados de címbalos y tambores. La gente no se vuelve a Dios porque Él sea probable o improbable; lo hace impulsada por una necesidad extrema, contra toda razón.

—¿Toda razón?

Dale me miró con un desagradable brillo en sus ojos pálidos, un fulgor óptico que se puede advertir en muchos de nuestros estudiantes: la luz del misionero, la voluntad de convertir, de transformar el agua en vino, el vino en sangre, el pan en carne, de cambiar la oposición en fidelidad, de allanar todo lo que es no-ego en la lisura de espejo del ego puro. Esta presunción perenne de los estudiantes me fatiga y me disgusta año tras año.

—Usted tiene realmente interés en esto, ¿verdad? —siguió diciendo Dale—. No es neutral; es del otro bando.

—¿Quiere decir del bando del Diablo? En absoluto. Tengo mi propio estilo de fe, que no pienso discutir con usted ni con nadie que venga aquí con aires de cowboy. Pero mi fe, tanto si es débil como si no lo es, me hace reaccionar con horror a su intento, casi diría su craso intento, de reducir a Dios a la condición de un hecho más, ¡de deducirle! Estoy absolutamente convencido de que mi Dios, el Dios real de cualquiera, no puede ser deducido, no puede ser objeto de estadísticas y trozos de huesos viejos, ni de destellos de luz en un telescopio.

No me gusta comprometerme. La pasión de un argumento hace que me sienta rígido y acalorado, preso en una red de exageraciones y falsedades. Debemos precisar las cosas, tener al menos la cortesía del silencio, de la valoración callada. Hubiese querido encender de nuevo mi pipa; pero no tenía tiempo para esta ceremonia. Advertí que mis manos temblaban patéticamente. Las crucé y las apoyé sobre la mesa. También temblaban así en los viejos tiempos, cuando estaba en el púlpito y hojeaba la Biblia sobre el facistol buscando la página que contenía el texto del día. Aquellas grandes páginas de la Biblia son terriblemente finas.

En cierto modo, aquel joven misionero había cobrado ventaja sobre mí. Podía verlo en su tranquila y fría mirada, en su sonrisa torcida y su larga y manchada mandíbula inferior; y en que no tenía prisa para replicar. Había conseguido que yo hiciese una profesión de fe, y le aborrecía por ello.

—Su Dios parece digno de confianza; pero imposible de encontrar —observó suavemente.

—¿Cómo está Verna? —le pregunté, mientras recogía mis notas.

Pelagio, no un estricto pelagiano. Contrario a las tendencias hacia el antinomianismo y el pesimismo maniqueo. ¿Pasó el pecado desde Adán como parte del proceso reproductivo? La corrupción distinguible de la impotencia, en opinión de P.

El joven, viendo que me retiraba del debate, se retrepó con descaro en su sillón, e incluso pasó una pierna sobre el brazo de madera de cerezo.

—Me dijo que fue usted a verla la semana pasada.

Si hubiese procedido de alguien con sentimientos menos elevados, su mirada me habría parecido maliciosa.

—Quería ver su situación —confesé—. No es tan mala como había pensado.

—No lo es mientras permanece en su apartamento. Pero en cuanto sale a la calle, se meten con ella.

—¿Quiénes?

—Los hermanos. Una chica blanca de su edad con un hijo negro está expuesta a todo.

—¿Cree usted que debería trasladarse?

—No puede permitírselo.

¿Era esta breve respuesta un desafío, para que yo le diese el dinero necesario para mudarse de casa? Tal vez sabía que yo le había dado ya sesenta dólares. ¿Hasta qué punto, me pregunté, formaba mi piadoso y joven visitante un equipo con Verna, con el fin de estafarme? Esta generación de los ochenta es capaz de toda clase de delincuencia justiciera junto con un desapego fomentado por su situación deficitaria. Buda dice No te ates; Jesús dice Date al prójimo, y los bienes de los otros empiezan a despegarse. Bueno, ¿quién puede censurarles? La televisión les enseña a mendigar desde el momento en que abren los ojos. El sistema educativo los mantiene tan dependientes como niños hasta que pasan de los cuarenta años. Estamos en un mundo despilfarrador, todo industrias de servicios y envoltorios de relumbrón. El genio del calvinismo fue hacer de la propiedad un signo externo y un símbolo sagrado; a mi anticuada manera, estaba tratando de medir hasta qué punto reclamaba aquel joven un derecho de propiedad sobre Verna. Envidiaba su acceso a aquel apartamento desordenado y caldeado, con su niña cautiva, sonrosada al salir del baño. No había creído del todo lo que ella me dijo de que su relación no tenía nada que ver con el sexo. También anticuado en esto, no podía imaginarme a dos jóvenes de sexo contrario encerrados en la misma habitación sin copular o, al menos, sin tocarse sus partes más sensibles.

Contemplé a mi visitante iluminado por el rayo de luz que entraba por la ventana neogótica a mi espalda, y traté de poner en claro mis sentimientos respecto a él. Consistían en:

a) repugnancia física ante su palidez y la inalcanzable luminiscencia de sus ojos, fijos como una lámpara piloto de un azul pálido, encendida en su cráneo;

b) desprecio por sus teorías, que no podían valer gran cosa, aunque algunas de ellas necesitarían ser refutadas por algún experto;

c) envidia de su fe y de su loca esperanza de que podría resolver el espinoso problema de la creencia mediante un sistema completamente nuevo;

d) cierto atractivo, correspondiendo a lo que parecía ser una pegajosa adherencia de él a mí, ya que su segunda visita a mi despacho no obedecía a un propósito claro;

e) una grata impresión de que estaba inyectando un nuevo elemento en mi vida, en mis rancias y estudiosas costumbres;

f) una extraña y siniestra empatía: él seguía invitando a mi mente a salir de su camino para seguir los suyos a través de la ciudad. Por ejemplo, había mencionado que trabajaba los fines de semana en un aserradero, y yo sólo tenía que pensar en este hecho para sentir el sagrado olor de la pícea recién cortada y, sobre las palmas de mis manos el peso a un tiempo áspero y suave de la tabla recién alisada, con una palpable amenaza de astillas.

Sonreí y le pregunté:

—¿Soy acaso el guardián de la hija de mi medio hermana? ¿Hasta qué punto debería intentar intervenir?

Me sorprendió diciendo enfáticamente:

—No mucho. Al menos al principio. Ella trazó su propia vida, y hay que dejar a la gente la dignidad de elegir. Lo importante, diría yo, es que salga un poco y que tenga alguna educación.

—Estoy de acuerdo —dije, satisfecho de que, en materias inferiores a las cósmicas, nuestras mentes pudiesen discurrir en la misma dirección.

—Verna se muestra muy reacia cuando se le plantea algo por primera vez —dijo él—; pero a la segunda vez que uno la visita, ha dado una vuelta de ciento ochenta grados.

Advertí que la estábamos convirtiendo en un lejano objeto de reverencia, de cautelosa especulación. A aquella haragana de Cleveland, de diecinueve años, sin nada en la cabeza salvo lo que había metido en ella la música pop. Me lancé de cabeza.

—Como tío suyo que soy —dije—, pensé hacer que mi esposa la invitase a celebrar el Día de Acción de Gracias con nosotros y con nuestro hijo. Nos encantaría que también viniese usted, si no tiene otros compromisos.

Casi presumí que los tendría: tal vez una cena en comunidad, en largas mesas en un amplio sótano de iglesia, con un parlanchín y animado anfitrión, lleno de buenas intenciones, y alocada gente de la calle.

Sus extraños ojos se abrieron de par en par. —Sería estupendo —dijo—. Pensaba comer en una cafetería; preparan unos pavos especiales que son bastante buenos y me gusta el ambiente tranquilo. Francamente, señor, las fiestas me espantan. Pero me encantaría conocer a su esposa y a su hijo.

Lejos de las exigencias de la explicación científica, su lenguaje era el popular propio del Medio Oeste.

Y ciertamente, estaba menos orientado hacia la religión organizada de lo que yo consideraba propio de un hombre tan fervoroso. ¿El Día de Acción de Gracias en una cafetería? ¿Navidad en un burdel? Desde luego, la Iglesia ha estado siempre recargada de heterodoxia. Agustín era pagano y después fue maniqueo. Tertuliano era abogado. El propio Pelagio no tenía estado sacerdotal y es posible que fuese primero a Roma como estudiante de leyes. Si la sal pierde su sabor, ¿a qué se debe? Juan Bautista, y el propio Jesús eran forasteros harapientos. Los de dentro tienden a ser villanos. Como yo, diría sonriendo a mis incrédulos y admirados estudiantes.