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Al anochecer de este primer viernes de abril, Dale, con un bocadillo caliente de pastrami, que se está enfriando en una bolsa de papel manchada de grasa; con un pequeño cartón de leche completa y un par de galletas rotas de harina de avena en una envoltura de plástico, se dirige hacia el edificio, construido en 1978, que alberga los copiosos elementos para la investigación y el desarrollo de la informática. Un cubo de hormigón, con nueve veces nueve ventanas en cada lado, se eleva sobre las maltrechas y tristes hileras de viviendas que se encuentran en esta parte de la ciudad, fincas poseídas todas ellas por la Universidad y que esperan lo que les depare el destino. La mera vida diaria parece mezquina a la sombra del gran edificio, con sus muchas ventanas colocadas de forma idéntica en el fondo de huecos biselados abiertos en la pared como troneras de un búnker a prueba de balas. Esta tarde, el cielo es de color turquesa, y las nubes pequeñas y nerviosas de la primavera han sustituido a la sólida capa nubosa del invierno. De pronto, todo, desde las verdeantes puntas de las ramas de los árboles hasta el barro del suelo, lucha por ser algo diferente de lo que es. Dale siente un nudo en el estómago, irritadas sus paredes desde dentro por una aprensión culpable. Ha aceptado dinero para su proyecto; ha querido abarcar demasiado.

Aunque las horas normales de trabajo han terminado y el gran vestíbulo de mármol rosa del Cubo se halla desierto, salvo el guarda indolente que comprueba el pase laminado de Dale, en algunos pisos superiores está sólo empezando la verdadera actividad creadora, habiendo cedido las horas del día a proyectos seguramente más provechosos que el suyo. Dale entra en uno de los ascensores azules. Pulsa el botón número 7.

La primera planta del Cubo se encuentra ocupada por la recepción, las oficinas del personal de relaciones públicas y una biblioteca técnica de ciencia informática y de los grandes lenguajes de programación (LISP, FORTRAN, LP/1, Pascal, Algol, con su antepasado Blankalkül y su descendiente JOVIAL), más un pequeño y divertido museo donde se exhiben ábacos, equipos incas, una regla de cálculo del siglo XVII, diagramas de las ruedas de cálculo dentadas y de trinquete de Pascal y de las ruedas escalonadas de Leibniz, una ampliación, que ocupa toda una pared, de algunas especulaciones mecánicas para el Aparato Analítico periódico de Charles Babbage, con sus tarjetas Jacquard y mil ruedas de almacenaje de dígitos, reproducciones de páginas selectas de libretas matemáticas de la Condesa Lovelace y también uno de sus verdaderos pañuelos de lino bordados, muestras de las tarjetas perforadas Hollerith empleadas en el censo de 1890 de los Estados Unidos, piezas significativas de la Calculadora Controlada de Secuencia Automática puesta en funcionamiento en Harvard en 1944, y un acumulador desmontado consistente en diez contadores, que comprendían a su vez diez tubos al vacío, de ENIAC, la primera verdadera computadora electrónica, inventada en Filadelfia para calcular las trayectorias de extrañas y anticuadas bombas y granadas.

En la segunda y tercera plantas, están las oficinas de los administradores del Cubo. Hay también salas de conferencia y una pequeña cocina, toda de acero inoxidable, en la que pueden prepararse almuerzos y copiosos entremeses para visitantes importantes. A disposición de los trabajadores del Cubo, hay un gimnasio (con equipo Nautilus y una pista rodante), un salón de meditación (equipado solamente con esterillas y «zafus»), una enfermería con tres camas, y un espacio para guardar bicicletas y ciclomotores, que deben meterse en el edificio para que no los roben fuera.

El botón de la cuarta planta ha sido inutilizado en la mayoría de los ascensores, e incluso en aquellos donde funciona sólo lo hace si se marca en un pequeño panel un número en clave que se cambia cada semana. El trabajo que se realiza en la cuarta planta es secreto. Sin embargo, proceden de él todos los fondos de que se alimenta el Cubo. Los hombres que trabajan en la cuarta planta no lo reconocen nunca; pero pueden ser identificados por su indumento relativamente formal, traje y corbata, mientras que el jefe de toda la sección de investigación y desarrollo, un alegre italoamericano llamado Benedetto Ferrari, anda por ahí con un jersey de cuello de tortuga o una camisa de seda desabrochada, que permite ver una gruesa cadena de oro o unas viejas cuentas de cedro que perdió su aroma. Antaño brillante matemático, con su fino instinto italiano para atajar con elegancia las cosas, Ferrari deslumbra a los administradores e incluso encanta por teléfono a los cansados hombres de Washington que gustan de que los viejos carboneros deban sacar a paladas su cupo diario del inagotable tesoro nacional.

La quinta planta está dedicada, casi por completo, al proyecto predilecto de Ferrari, el desarrollo de chips de silicio adaptables, de manera parecida al cerebro, para crear una inteligencia artificial, aunque el beneficio que puede representar para la Humanidad, la fabricación mecánica de más inteligencias desastrosas, cuando ya posee tantas, está todavía menos claro que la inmaculada y feroz sonrisa de aprobación y ánimo que prodiga el jefe cuando visita su departamento favorito. Tal vez su dicha es la de Pigmalión, la del Dr. Frankenstein, la de todos los que pueden usurpar la prerrogativa divina de infundir vida al barro con su aliento.

La sexta planta contiene las entrañas del lugar, las apretadas filas de CPU-VAX 785, máquinas Symbolics 3600 LISP y el propio invento del Cubo, los MU, revolviendo y triturando cálculos las veinticuatro horas del día. Estruendosos ventiladores impiden que se calienten en exceso. Un suelo de segmentos amovibles protege y al mismo tiempo hace accesibles los kilómetros de cable energético que conectan sus miles de millones de bytes no solamente con las plantas de unidades de exposición-proceso de arriba y de abajo, sino también, a través de módems de alta velocidad y satélites, con terminales tan remota y estratégicamente situadas como Palo Alto, Hawai, Berlín Oeste e Israel. A Dale, para refrescar su mente, le gusta pasear a veces sobre el tembloroso suelo y recorrer los pasillos de circuitos encerrados y ruidosas bobinas de cinta magnética, entre el enorme zumbido de algo que es como una actividad espiritual; mezclada sin embargo con el goteo y las vibraciones familiares de la sala de máquinas de un barco, a lo que se las tranquilizadoras y humanas maldiciones de los mecánicos de manos mugrientas que luchan con los cables y las conexiones apretadas a mano.

En la séptima y la octava plantas, están los cubículos de personajes menos importantes del Cubo. Y la novena contiene el equipo de acondicionamiento de aire. Sus ventanas son ficticias, instadas para satisfacer el posmoderno afán de insinceridad y de simetría vacía del arquitecto. Dale se apea del ascensor en la planta séptima, donde está también la cafetería, cerrada después de las cinco, aunque queda un pasillo de máquinas bastante gastadas que, a las horas más intempestivas, aceptan monedas y sirven café, té, caldo de pollo o de vaca, bastones de caramelo, patatas fritas, latas de bebidas sin alcohol e incluso emparedados triangulares y mal envueltos. Todo con su número en clave. Soldados activos en la revolución de los ordenadores, estas grandes y melladas cajas operan a un nivel de ciega fiabilidad, interrumpida por súbitos accesos de rebeldía, como el café que no deja de manar del blanco e inerte grifo, el rótulo rojo iluminado de «VACÍO», cuando la deseada bolsa de «Fritos» puede verse claramente detrás de la lámina de plástico.

Esta séptima planta es también un reino de los desperdicios, de vasos de papel y envoltorios desechados, de carteles fijados unos encima de otros, como placas de cinemascope que, extrañamente, no pueden cambiarse apretando un botón, sino que requieren el empleo de las uñas para soltarlas y una presión para guardarlas de nuevo. En los tablones de anuncios y en las puertas de los despachos de aquellos brujos de séptimo grado de la información, hay una población atávica de animales de historieta, de Snoopy, el manchado perro blanco, de Garfield, el fornido gato rayado, y de los bull terriers de Booth, de los alegres y peludos antropomorfos de Koren, como si cierto paro emocional hubiese sido el precio de la precocidad de estas jóvenes mentes. Pocos colegas de Dale están en sus puestos a esta hora intermedia. Además, la primavera y sus vacaciones han llamado a muchos de ellos a sus casas. Allston Valentine, roboticista australiano, puede verse a través de dos puertas abiertas, como si fuese una imagen recortada, entre los restos de un desmontado brazo de muchos codos, mientras sus esquemas brillan pacientemente en un croquis vectorial sobre la pantalla terminal. Isaac Spiegel, que ha estado luchando desde su primer año en MIT con las inalcanzables estructuras profundas de la traducción computerizada, se encuentra sentado con una lata de Michelob en un cubículo lleno de diccionarios, de gramáticas y de gráficos de Chomsky, ramificados como inútiles cornamentas. El lenguaje, que fluye de todas las bocas con la misma naturalidad que la saliva, resulta ser incluso más resistente al análisis que las enzimas. Spiegel se está volviendo calvo al servicio de su especialidad. Es muy velludo; pero tiene en la parte posterior del cráneo una calva del tamaño de uno de esos gorros que llevan los judíos. Está muy gordo; la camisa tirante deja ver la piel entre cada dos botones. Al aparecer en la puerta, lo mira súbitamente y dice:

—No me asustes. Pareces un fantasma. ¿Dónde diablos has estado?

—Por ahí —responde Dale.

—Tú no sueles andar por ahí. ¿Cuál es la diversión? ¿Dónde está la antigua dedicación? ¿Las fronteras de la realidad y todo eso?

Dale abre la boca buscando la respuesta; pero Ike se anticipa:

—Tiene que ser un coño. O un ojete; pero no creo que seas de ésos.

En verdad, el deseo de Dale de poseer por completo, con la complicidad de ella, el cuerpo ligero y perecedero de Esther, les ha llevado últimamente, en sus expansiones amorosas, hasta el más pequeño y apretado de sus orificios. Dale recuerda la presión del frío y engrasado esfínter y la visión de la nuca de ella en el otro extremo de su espina dorsal. Se pone colorado y se asombra de la tranquila clarividencia del gordo Spiegel, de su impavidez ante la Naturaleza, su tocar con los pies en el suelo. Un ungido de Dios. Los negros y los judíos son los hechiceros de América, y nuestra raza blanquecina, gentil y protestante, su peso muerto el antiguo, desgaste, la llaga crónica producida por la silla de montar.

—Algo así —confiesa.

—Vuelve luego; tengo algunos chistes para ti.

Spiegel hace girar su sillón para volver a su colmada mesa. Los indefinibles morfemas que nadan en su mar de ambigüedad humana, de múltiples significaciones.

Dale pasa a su propio cubículo, que comparte con una estudiante graduada, rubia y de pecho lamentablemente liso, llamada Amy Eubank. Su proyecto en gráficos de ordenador se refiere a un enfoque cuantitativo de las pautas de reconocimiento, desde las marcas de los pájaros y los insectos hasta la chocante individualidad de los seres humanos, cada uno de los cuales puede ser reconocido por sus familiares y amigos desde distancias en las que habrían tenido que desaparecer todas las señales y proporciones cuantificables. Podemos identificar a un conocido desde atrás y a una manzana de distancia, aunque vaya muy abrigado. ¿Cómo? Dale ha aprendido de Amy que los insectos ven más que nosotros en el extremo ultravioleta del espectro y que las flores están marcadas con guías de néctar que los humanos no podemos ver, como tampoco podemos ver las señales que, para el apareamiento, hacen las alas de las mariposas nocturnas; toda una conversación anélica transpira invisiblemente a nuestro alrededor. Esta revelación le inquieta... irracionalmente, pues desde luego hay lenguajes que Dale no puede hablar, y uno de los principios de la fe cristiana es que hay reinos de conocimientos inasequibles para el hombre, que los caminos de Dios no son los mismos. Los perros huelen y oyen muchísimas más cosas que nosotros: Las aves migratorias leen de algún modo las líneas magnéticas de la Tierra. Sin embargo, la idea de presentar esquemas que sólo los insectos pueden ver constituye un insulto para él. El ojo en la ventana del alma, y confiamos, de un modo atávico, en que su información sea completa. Percipi est esse. Como Dale con sus gráficos de animación, Amy necesita utilizar la Venus, la VAX 8600, que cuesta cuatrocientos mil dólares. Para tener acceso a la máquina, por separado, ella y él se ven obligados a fijar horarios distintos, por períodos de cuatro horas, de manera que raras veces están juntos en el cubículo. Esto conviene a Dale, ya que la frágil femineidad de Amy, aunque es quince centímetros más alta que Esther, le recuerda a su amante, especialmente por las muñecas y por la súbita y ansiosa manera de inclinar la cabeza como escuchando sonidos que él no puede oír. Le agita tanto por el parecido como por la posibilidad que éste le sugiere de otras mujeres que no tengan diez años más que él y no estén, por desgracia, casadas, con un profesor de Teología. Incluso Amy, despojada de su blusa a la una de la mañana, en el tranquilo séptimo piso, podría mostrar algo que acariciar, aunque no fueran los sorprendentes, firmes y cónicos senos de Esther, con sus salientes pezones de color de barro, el izquierdo de los cuales tiene a su alrededor unos cuantos pelos innecesarios. A Esther le gusta acercar alternativamente los pechos a la boca de su joven amante, mientras sus húmedos labios se dilatan alrededor del miembro de él. Con Esther, todo es cuestión de bocas, aberturas entrelazadas y retorcidas como las aberturas e intersecciones del hiperespacio, superficies propias del Veronés plasmadas en más colores de los que tiene normalmente la Naturaleza y que ni siquiera los insectos podrían ver. A veces, cuando está con ella, Dale se siente atrapado en una geometría anormal, distendido el cuerpo en una red envolvente de apetito. Si en vez de a ella, le hiciese el amor a Amy (tímidamente inmóvil el cuerpo de ella debajo del suyo, en la posición convencional llamada de misionero), podrían discutir luego con tranquilidad acerca de tecnicismos tan inocentes como los algoritmos de línea oculta y tiempos de refresco de compensadores, perspectivas lineales frente a perspectivas caballeras, así como las formas curvas cúbicas paramétricas de Hermite contra las de Bezier, en vez de estar ella tumbada fumando, como hace Esther, con el aire agotado de una tragedia prevista y, más allá de la tragedia, del aburrimiento, ese aburrimiento de privilegiada esposa de profesor. Amy le parecería después como una hermana, un poco despeinada y sudorosa como si hubiera corrido, y Dale no experimentaría la turbadora impresión de ser (su cuerpo huesudo y joven, su obediente y pasmado ardor) un objeto de lujo deliberadamente disfrutado en el borde de la muerte, en el borde de un largo deslizamiento hacia la muerte.

El cielo, visto desde su ventana, es ahora añil. Una sola estrella brilla en él como sobre el fieltro de un joyero. Planos biselados de los grandes guijarros grises de la textura del Cubo enmarcan la vista. Abajo, secciones de otros edificios de uso científico y de viviendas propiedad de la Universidad, proyectan hacia lo alto oscuros rectángulos ligeramente cargados de perspectiva. Hay terrados enarenados, depósitos de agua, tuberías y ventiladores que giran lentamente. El aserradero donde trabaja a veces sería un agujero negro, de no ser por las débiles luces nocturnas de la oficina y del cobertizo de la sierra. A media distancia, un golfo mellado, un retazo de Sumner Boulevard, brilla con los rótulos de neón, como flores tiernamente llamativas, de un restaurante chino, de una bolera y de un cine para adultos.

El pastrami del bocadillo está ahora tan tibio, tan grasiento, que Dale pierde el apetito. En vez de comérselo, abre el cartón de leche y moja en ella las galletas de avena. Marca su nombre y el santo y seña, seguidos de una llamada a su programa DEUS. Toca las llaves que conjuran el menú de transformación, cada una con su pequeño símbolo y visor a lo largo del borde izquierdo de la pantalla, para el brillante cursor triangular controlado por el dispositivo electroóptico bajo su mano derecha. Otra frase en el teclado hace aparecer, con una rápida aunque no imperceptible vibración electrónica, una lista de objetos: ÁRBOL, SILLÓN, TEJEDOR, MOLÉCULA DE CARBONO, que él u otros estudiantes de gráficos de ordenador, han modelado en alambre, vector por vector, ángulo por ángulo. Algunos son puras redes poligonales, compuestas de puntos y líneas rectas, mientras que en otros, superficies curvas en 3-D son enlazadas con ecuaciones polinómicas cuyas transformaciones en espacio de 2-D representan cálculos muy grandes incluso en relación con la capacidad oceánica del CPU. En todo caso, una representación completa y matemáticamente especificada, un sólido dependiente de la aplicación, es almacenada en un espacio ideal que sólo existe físicamente como una enorme hilera de ceros y unos, pasos abiertos o cerrados, llena o vacía de bolsas electrónicas, dentro del gigantesco RAM al que Dale accede, merced a pulsar las teclas necesarias y dar las oportunas órdenes al procesador. El mundo, en forma estilizada y simbólica, existe en las puntas de sus dedos. Siente asombro, o miedo, y sus manos vacilan. No tiene una intención precisa, ningún programa de manipulaciones para producir el resultado final que anuncia el título prometeico de su programa. Se guía por la fe, confiando en que su intuición orante le haga profundizar en este laberinto fabricado para duplicar, en lo esencial, la realidad creada (¿o pudo ser increada?). Sabe que los procedimientos gráficos asequibles para su programa representan un número ínfimo de objetos contra los que existen en la Tierra, por no hablar del Universo. Pero su esperanzada impresión es que el número de bits implicados en sus representaciones y sus transformaciones alcanzan ya una cifra muy alta, aunque (desde luego) infinitamente lejos de la infinidad, que sin embargo no puede considerarse como un caso especial. Las probabilidades indican, aunque de modo infinitesimal, que una conclusión verdadera para un ejemplo tan amplio, puede no serlo para el gran plan, para el plan que todo lo abarca y todo lo incluye, establecido por la divinidad.

Para calentarse, Dale dirige su cursor triangular, luminoso y nerviosamente sensible a MOLÉCULA DE CARBONO, y fijando su volumen visual en 10,0 X 10,0 X 10,0, lo hace girar paralelamente al eje y de la pantalla, a través de x = 100. Escribe:

(girar

(molécula (proteína 293))

(ángulos

(de alfa)

(a delta)

(pasos (** 0,001 (—delta alfa))))

(sombra S3)

Muy despacio, calculando cada treintavo de segundo, la zancuda molécula luminosa gira como una araña sobre el invisible filamento del eje y. Dale, con crueldad, pide una proyección en perspectiva y acerca el visor, de manera que los cálculos, los rápida y ordenadamente aproximados senos y cosenos, llegados tortuosamente a través de lazos sucesivos, empiezan a superar el tiempo de refresco de la imagen y a impartir un movimiento de sacudidas, perceptiblemente forzado, a las cambiantes líneas vectoriales: las patas de araña crujen, los átomos que componen el carbono, representados como vértices, se espacian a través de la dócil pantalla gris como si fuesen estrellas... Estrellas, esas desparramadas y furiosas pruebas de la locura cósmica, ¡esas chispas en el vacío aterciopelado de un cerebro que todo lo alcanza!

Después, para meterse en el programa y en su blasfemo (digo yo) intento, Dale pide a la Memoria el modelo titulado ÁRBOL, generado en parte, es decir, «cultivado» según ciertos principios implantados de subdivisión casual adaptados lo más posible a los principios de crecimiento arbóreo orgánico. Con unos pocos ajustes rudimentarios de parámetros, puede hacerse ciertamente que el modelo ramificado del ÁRBOL se parezca a un olmo, a un álamo esbelto, a un alicaído sauce, a un roble, a un cornejo o a una haya majestuosamente inclinados hacia un lado. Un árbol, como una montaña escarpada o una catedral gótica, exhibe una calidad de «escalada»: sus partes tienden a repetir las mismas formas en sus diversas escalas. Por un ingenioso algoritmo que el propio Dale aportó en una época pasada y más tranquila (¡antes de Lamberta y de Esther!), el tronco y las ramas inferiores se hacen más gruesos, mientras las ramas se multiplican, trazando las finas líneas de sus bifurcaciones. Este ÁRBOL, una vez terminado su crecimiento y almacenadas sus especificaciones matemáticas, puede ser conjurado desde cualquier ángulo, en parte o (con muchos detalles perdidos en la pantalla) como un todo, y sometido a otras rapidísimas ingeniosidades provocadas en las profundidades del ordenador. Dale inclina el ÁRBOL perpendicularmente al plano de la pantalla, a lo largo del eje z, y lo corta transversalmente con un plano, colocando simplemente los planos cortantes anterior y posterior a la misma profundidad. En z = 300, aparece un charco redondeado de puntos: las ramas superiores en sección transversal. Moviendo a más altura el emplazamiento de z, Dale baja por el ÁRBOL hasta que aparecen círculos y óvalos (ramas más gruesas cortadas en diversos ángulos), y después hasta el sitio donde las ramas más pequeñas (puntos, negro sobre gris, y segmentos de líneas donde éstas se extienden exactamente sobre el plano de exposición) se retiran hacia el borde de la pantalla, cuyo centro está ahora ocupado por gotas que aumentan y se confunden al encontrarse, y su perfil copulativo es impasiblemente enviado al CRT. Por fin queda nada más que el tronco único e irregular para ser cortado transversalmente. Dale, en su teclado de plástico, cuyo tamborileo alimentado eléctricamente es tan delicado como pisadas de ratón, vuelve al espacio visual, lejos del plano de la pantalla, y sube de nuevo por el ÁRBOL, donde puntos y pequeños óvalos indican la altura hasta la que podrían trepar sin peligro los niños pequeños, si fuesen proyectados dentro de los bosques matemáticos. Cada elemento de la formación tiene su ecuación, que la máquina puede ser obligada a vomitar en forma hexadecimal y que el impresor de puntos situado en el otro lado del cubículo (donde se sienta Amy Eubank cuando Dale está ausente y donde deja sus tazas de café manchadas de lápiz de labios como cartas de amor en otro sistema de notación) imprimirá sumisamente, en lo que es llamado un dump. Dale toma lecturas a z = 24,0, z = 12,4, z = 3,0 y z = 1,1, y la máquina (otra carrera de ratones, un terrible, aterrorizado y estridente parloteo) arroja líneas y más líneas de cifras, a un ritmo sincopado e irritante de rápida rotación, Dale las examina, buscando una pauta anormal, sobrenatural, de recurrencia. Contempla a las largas hojas plegadas en acordeón en busca, especialmente, del 24 o de cualquier chocante incidencia de 2 o 4, los cuales ha medio decidido que son los números sagrados en que Dios le hablará, por encima de los toscos 0 y 1 de la máquina, asaltándose la tradicional y enojosa trinidad, y sin llegar por un punto al ominoso 5, que encontramos inserto en nuestras manos y nuestros pies.

Marca con un círculo rojo los 24 que aparecen en los cientos de polinomios y coordenadas que ha suministrado el ordenador. No puede decidir si la actividad danzante de las marcas rojas (el sentido de un mensaje subliminal activando misteriosas corrientes conectivas) en la periferia de su visión es fruto de una anomalía estadística no fortuita o de su propia fatiga. Empieza a sudar, pensando en la probable futilidad de todo aquello. Desde que recibió su subvención, ha dormido muy poco. Alguna falta profunda pugna por revelarse a él en la oscuridad. En la aventura con Esther, ésta se muestra cada vez más exigente y, al mismo tiempo, sus modales son cada día menos corteses. Ha introducido una impaciencia quejumbrosa e irritada en el cálido torbellino de su mutua pasión, y él ha respondido varias veces con la impotencia a este desagradable elemento. Ella parece empeñada, sexualmente, en realizar proezas, en batir plusmarcas, y el cuerpo de él ha protestado por su papel mecánico en tales hazañas. Su negativa también le ha sorprendido a él. Pues, aparte de sus aspiraciones intelectuales y espirituales, Dale ha cultivado desde su adolescencia un disimulado orgullo genital: cree que su pene erecto es hermoso, con su palidez marmórea, las nobles venas azules y el rosado y bulboso glande, y la manera en que se encorva ligeramente hacia atrás, como para esconder su cubierta cabeza de un solo ojo en el ombligo. En estado de erección, se siente dividido en dos criaturas, de las cuales la que es mucho más pequeña posee la mayor parte de la vitalidad e incluso de la espiritualidad. El poder de Esther sobre él se afirma sobre todo con su espontáneo y frecuente descubrimiento de una belleza fálica que hasta ahora no había admirado nadie más que él, con un sentimiento de vergüenza, en particular por el tacto, debajo de la sábana y al borde del sueño. Esther ha sacado a la luz aquella furtiva belleza y ha hecho que él se plante delante del espejo que es ella.

En estos asuntos heterosexuales surge siempre la pregunta que ahora se hace Dale: ¿qué saca ella de esto? Tiene la impresión de que le necesita para que la salve del austero y tosco villano que se cierne como una nube oscura, con sus tiránicas cejas y sus ojos acuosos, sobre cada luminoso y acrobático encuentro, un amenazador cúmulo nimbo que puede descargar un helado aguacero en el momento menos pensado. Aunque tiene una gran necesidad de salvar a alguien de algo (prueba de ello es su extravagante plan de redimir a la Humanidad de la posibilidad intelectual de que Dios no exista y su tonta manera de desviarse por la pobre y atribulada Verna), Dale se pregunta, en relación con Esther, si esta misión redentora particular no es demasiado engorrosa, si no tiene demasiadas aristas cortantes para él. No puede dejar de observar que ella, por mucho que haya menguado su amor por el cornudo de su marido, sigue firmemente apegada al papel social y a la vida doméstica propios del ama de casa. Después de unos cuantos experimentos en él, ha tendido a evitar el mezquino apartamento de Dale, que huele a Kim, a zapatos de joggins y a salsa de soja, e insiste de nuevo en recibirle en el ático de su casa de Malvin Lane, donde las señales frondosas y los trinos de los pájaros al empezar la primavera se filtran a través de las ventanas de la tercera planta, dejadas entreabiertas como para simular las estimulantes ráfagas del invierno. En la luminosa altura de su ático, los amantes, en sus furiosas arremetidas, son apaciguados por los vacilantes gorjeos de la adorable Miriam Kriegman que, en bikini, hace prácticas de flauta en el terrado de nuestros vecinos. El elegante vecindario, con sus vallas y sus jardines verdeantes, murmura y tose debajo, como el asombrado público de un circo, mientras hacen ellos sus acrobacias. Dale a veces ha tenido la impresión de que las apasionadas contorsiones de su amante tienen algo de desafío exhibicionista, de «demostración» a un tercero invisible, de efectuar un balance en el que intervienen factores que precedieron a su entrada en escena. Se imagina, dicho en pocas palabras, que forma parte de una transacción en curso. Esto le molesta; pero, ¿podría (por ejemplo) la pálida Amy Eubank elevarle tanto en las entrelazadas sendas en espiral del sexo, en la vertiginosa doble hélice que está en el centro de las cosas carnales? ¿Podrían ser tan ávidos sus ojos y su boca, y su trasero tan paradójicamente apretado y sin embargo sumiso y penetrable?

Como z = 2,5 constituye un plano, al hacer que z sea igual a las coordenadas transformadas del modelo de átomos de la molécula de carbono, Dale crea una serie de intersecciones más complejas, una disposición de trazos sobre la pantalla gris que se desvía al desviarse el ángulo del ÁRBOL y modificarse el visor y su escala. Observa atento la pantalla, esperando que surja algún dibujo: un copo de nieve, una cara. Los puntos negros saltan de un borde de la pantalla al otro como moscas enanas sobre una charca de verano; pero Dale no puede ver ningún mensaje, ninguna confirmación indicativa, en su entrecortado balanceo.

Su idea (tal como yo la intuyo desde el otro lado de la divisoria Ciencias/Humanidades) tiene la sencillez de la desesperación, dado que las primitivas tridimensionales acumuladas en esta memoria de ordenador representan suficientemente la serie de cosas creadas, al juntarlas de golpe (empleando un juego de poliedros fantasma para sujetar a otro con sus planos de costado definidos), está dando a Dios la oportunidad de insertar su versión de la forma, el talismán, debajo de todas las formas. Matemáticamente, como todos estos poliedros y modelos fraccionados (al igual que en el ÁRBOL) son almacenados como series de números binarios, se alcanzará cierto límite en aquel revoltillo que constituirá, para Dios, una oportunidad de manifestarse con más claridad que se ha manifestado en las absurdas probabilidades de la Creación, en la milagrosa disposición de las constantes físicas, en las imposibilidades de la evolución y en la conciencia que revolotea sobre los circuitos de nuestras neuronas. El abogado del diablo que Dale lleva dentro, la conciencia intelectual, podría argüir que las oportunidades de Dios son ya lo bastante abundantes en el vocabulario colosal de forma y de información que se extiende desde aquí hasta los quasars, y que incluso sobre nuestro planeta, cómicamente insignificante, existe como una virtual infinidad de entidades declaradas y acabadas. Es decir, si Dios no habló claramente en la lluvia y en la hierba, o a través del Hipopótamo y el Leviatán, ¿por qué habría de darle voz la plenitud de puertas lógicas de un ordenador? Porque en la pantalla del ordenador, podría responder Dale, los números se convierten en puntos y vectores de luz y se ofrecen a nuestra comprensión con la pureza de los silogismos. Las líneas de vector son potencialmente los huesos brillantes de lo que es el caso, como dijo Wittgenstein. En realidad, el razonamiento de Dale se reduce, ni más ni menos, a una creación, una manera de hacerse vulnerable a las visiones: los santos bizantinos y los indios de las llanuras buscaban el mismo fin con sus noches en vela, sus flagelaciones y sus cilicios. En el proyecto nocturno de Dale hay algo de mortificación, una ordalía que tiene que compartir el ordenador.

El archivo contiene imágenes pregeneradas de aviones y cubos, dodecaedros y estrellas de mar, letras tridimensionales empleadas en el lenguaje animado de la televisión e incluso un hombrecillo capaz de animación, con piernas de tubos de chimenea, hombros en forma de B y una cara compuesta de más de cien planos diminutos de colores y manchas bicúbicas sujetas a ecuaciones de diferencia cuyas variables pueden ser manipuladas para producir expresiones de alegría o de enojo, de dolor o de concentración, y dar a la boca, a los músculos de las mejillas y a los ojos, la forma adecuada para pronunciar sílabas habladas. El efecto, cuando se rodea de sombreado Girour e ilumina desde un solo punto por los mismos algoritmos que eliminan superficies ocultas, es fantásticamente real, aunque el hombre se mueve en relación con la manera en que lo hacemos nosotros igual que el mercurio se mueve en relación con el agua, en rápidas sacudidas y con una tensión más pronunciada cuando está estática. Al pasar la medianoche de puntillas, Dale junta de golpe aquellos volúmenes, ora haciendo surgir los puntos y planos de intersección; ora, sustrayendo un volumen de otro y barriendo el resto en un arco a lo largo de una curva cúbica, produciendo maravillosas molduras como las que decorarían una mansión en Pandemónium o una pérgola en el lado oculto de Marte. Acciona ahora el control del color, y pide al ordenador anfitrión (instalado en el piso de abajo, donde un ventilador refrescaba su frente), que cargue el camión de los datos con cantidades prodigiosas de información visual, veinticuatro bits por pixel, 1.024 X 1.024 pixels en la pantalla, refrescados cada uno de ellos cada treintésima de segundo. En crepitantes y chillones colores, las extrañas formas giran y giran en silenciosos espasmos que insinúan tormentas de computación detrás de cada tirón visual. Descontento incluso con las rayadas maravillas imitadoras de la dimensión que ha conjurado, Dale teclea en el mecanismo estrechamientos y permutaciones adicionales. Las órdenes que da en breve y rígido lenguaje (SETG... DEFUN... MAPCAR... EQ... PROG) hacen que la electricidad pase dócilmente por los circuitos, los alternadores, los sumadores y semisumadores, las interminables e infalibles puertas de transistor, cada una de las cuales tiene una dimensión de sólo veinte micras, menos que el pelo más fino del pecho de Esther.

Las imágenes se juntan y extienden sobre la pantalla ligeramente curva; él las hace girar, en obediencia a una persistente sensación de miedo de que algo acecha detrás de los chillones objetos que ha creado, alguna araña o moneda oculta en el espacio ilusorio donde incluso es posible conjurar las sombras y los reflejos con las órdenes adecuadas. Los cómputos no pueden poner el alterado punto de vista en su sitio con bastante rapidez, y Dale trata de burlar a su adversario invisible pidiendo que se coloque un espejo inclinado detrás de las imágenes ocultas, un procedimiento relativamente sencillo en los gráficos de ordenador donde, al ser considerado cada pixel como una mirilla diminuta, se ordena a la línea visual que pasa a través de todos los valores no ocultos de x e y que salte a cierto valor de z (un valor corredizo, ya que el espejo está inclinado). Esta orden SALTO, ligado a un ángulo específico de «reflexión» (12° en este caso), recoge del almacén de gráficos de la memoria, pixel a pixel, la información que define la superficie posterior del objeto que se oculta, convertida a la velocidad media de 160 nanosegundos por pixel. El lado de atrás se parece mucho al de delante. Dale no puede todavía encontrar aquella moneda de oro perdida, aquella araña que teje su tela, aquel secreto hostil que guarda el ordenador.

Las imágenes fundidas, a medida que se acumulan las transformaciones que les son impuestas, semejan, cada vez más, ovillos de hilo policromo y pegajoso. Parecen orgánicas, como si cierto proceso de ampliación y refinamiento sacase a la luz una fibrosidad en el núcleo de las cosas. Dale supone que, a semejanza del mundo real, existe un nivel cristalino debajo de estas fibras; pero la fuerza de los gráficos de ordenador, a diferencia de los del microscopio electrónico, no es aún lo bastante poderosa para alcanzarlo. Sin embargo, razona Dale, el mundo de la informática, como hecho por el hombre, tiene que tener su análoga estructura profunda a un nivel más tosco que el mundo que tejió Dios a base de los quarks. Él ha concebido un programa que aplica un momento de torsión a sus caóticas acumulaciones, las estruja como pudiera una máquina gigante comprimir capas de esquisto para formar una gota, una gota brillante, de un principio subyacente. Y cree que esta gota se mostrará ella misma, como gotea el aceite de un motor defectuoso, extendiendo su brillo tornasolado entre los herrumbrosos y empapados montones de escombros. Esta iridiscencia estadística es lo que está buscando, una alineación como la de los bastoncitos en el ojo de los antiguos trilobites. De vez en cuando, se interrumpe para tomar nota de las ecuaciones visualmente expresadas, o copiar el dibujo en el impresor láser. Lleva varias semanas haciendo estos experimentos y acumulando estas ingeniosas y caóticas pruebas, a lo largo de toda la cuaresma. Pero esta noche siente que se acerca a un punto culminante, una crisis y una expiación. Expiación en el sentido etimológico. Al cabo de unas horas, siente un hormigueo en los dedos que pulsan las teclas, como si una corriente eléctrica fluyese dentro de él: sus nervios y la majestuosa arquitectura electrónica del CPU y su memoria funcionan al unísono.

En algún momento de la tarde debió de comer su poco apetitoso bocadillo de pastrami, pues la arrugada y grasienta bolsa está encima de la mesa terminal, junto al vacío cartón de leche y el gris aparato de control. Y, en alguna ocasión debió de levantarse para ir al lavabo del fondo del pasillo, más allá de las distribuidoras automáticas, y hablar de pasada con Ike Spiegel, pues encuentra en su cabeza sucias huellas de haberlo hecho así, frases ingeniosas de otros tantos chistes. «Dos: una para llamar al electricista y una para mezclar los martinis.» «No, no te preocupes, me gusta estar sentado aquí a oscuras.» «Para que los chicos les hablen.» Spiegel se había reído. Las partes de piel visibles entre los botones de su camisa, encuadradas por dobles arcos elípticos, habían temblado regocijadas. Incluso cuando estaba sentado, tenía Ike la actitud vivaz, pero desprovista de alegría, del comediante profesional. Lo tomas o lo dejas; ahí va otro. Ahora recuerda Dale la pregunta correspondiente al tercer chiste: «¿Por qué tienen vagina las muchachas?» Y él se había reído, como si le hubiesen apretado un botón; pero, más que un chiste, parecía una triste verdad.

Sus dedos prosiguen la carrera ratonil sobre el teclado de plástico ligero como una pluma, juntando dos aglomeraciones más de vértices y curvas cúbicas paramétricas. De aquella mezcla iónica instantánea surge una cara que parece mirarle con fijeza, una cara lúgubre. Una cara fantasmal, surgida en milésimas de segundo. A fin de cuentas, se necesita muy poco para hacer una cara. Unos pocos puntos sobre una hoja de papel blanco hacen que un niño sonría y tienda la mano al reconocerla. Los estudios de Amy Eubank demuestran que podemos distinguir un amigo de un desconocido a casi setecientos metros de distancia. Hilos policromos y pegajosos que llenan la pantalla han sustituido a la imagen que parecía estar mirando desde ella, con los ojos dolientes de una vida inmortal. Dale trata de encontrar la manera de volver a ejecutar la computación (polígonos recortados por polígonos); pero su mente está en blanco y sólo aparece en ella la primera mitad de otro chiste de Spiegel: ¿Cuántas AVISPAS_se necesitan para cambiar una bombilla? Pide un dump a la máquina y, en el otro lado del cubículo, el aparato impresor mastica con sus frenéticos y afilados dientes. Dale, muy agitado, se levanta del pegajoso y caliente sillón basculante y se dirige al pasillo en busca de una «Coca-Cola» dietética. La máquina extrae de sus entrañas el deseado cilindro rojo y blanco y, al cabo de un segundo, lo arroja sobre la bandeja. Después, como pensándolo mejor, devuelve ruidosamente las monedas. Algún chico listo ha encontrado la manera de recuperarlas. Esas máquinas torpes son constantemente burladas por los hábiles muchachos de la planta. ¿Y cuántas madres judías? Tal vez hay que ser judío para comprender el chiste.

Dale parece recordar que la cara tenía los cabellos largos pero no llevaba barba. La iconografía tradicional está evidentemente equivocada. Todos los hombres del Medio Este que vemos en las entrevistas televisadas parecen llevar una barba de tres días. ¿Cómo consiguen que esté siempre igual? Es como si se afeitasen con una segadora de césped.

El largo pasillo pintado de color crema, con sus Snoopys y dibujos infantiles prendidos en las paredes, permanece en silencio. En el cráneo de Dale resuena el ruido, producido tal vez media hora antes, de Spiegel recogiendo sus cosas y marchándose. El analista lingüístico aplastó una lata de cerveza sobre el suelo junto a la papelera y gritó las buenas noches. Dale tiene todo el brillantemente iluminado sector de la séptima planta del Cubo para él solo. De nuevo en su cubículo, se hinca de rodillas entre el sillón basculante y la pantalla terminal. Reza pidiendo una iluminación que le libere de esta tensión, de esta culpa, de la tensión y la culpa de ser un animal pensante. Hay un vacío rojizo y vertiginoso detrás de sus párpados; un vacío que late vagamente y tiene alguna estructura, un grano microscópico que se mueve hacia abajo, con rapidez como la lluvia sobre una lámina de cristal. Apoya la frente sobre la pantalla ligeramente convexa. Está más fresca que él y, sin embargo, un poco caliente. Radiación. Puede producir cáncer en el cerebro. Echa la cabeza atrás y se pone rígidamente en pie, resolviendo continuar una hora más con su trabajo. Siente que está al borde de un logro decisivo. Sin embargo, aplaza el momento de sentarse de nuevo ante la terminal.

Se acerca a la ventana. Desde ella, se ve la ciudad apagándose lentamente, como el rescoldo de una fogata. En el cielo, pasada la medianoche, una luna despierta, en más del cuarto creciente, se desliza entre copos de cirrocúmulos, que se extienden como un lago de olitas luminosas. Siete plantas más abajo, el pequeño parque trapezoidal, con su estatuilla de bronce representando a Lady Lovelace, muestra unos árboles de aspecto más suave, de ramas no más largas que en invierno, simples y lineales; pero ahora difuminadas con abundantes brotes, que son como gotitas que pugnan por desplegarse en hojas y poner de nuevo en marcha el ciclo fotosintético. Dale siente escozor en los ojos. Su cuerpo, demasiado tiempo doblado en posición sedentaria, ansia estirarse, yacer en una cama, al lado de Esther, la de los ojos verdes sedientos de sus viscosas, delgadas, interrogadoras y temblorosas manos. Como muchos de los amantes clásicos, no han tenido nunca una cama decente; sólo un sucio colchón en un ático o un estrecho jergón de estudiante bajo una cruz de asta, o de plástico.

Vuelve a la terminal e intenta encontrar de nuevo aquella huella, aquella pista divina. Toma la impresión numérica que ha producido el fantasma de aquella cara y hace que el ordenador cuente los 2 y los 4 en busca de una periodicidad casual. Ciertamente, encuentra un pequeño margen estadístico sobre el estricto '200, que indicaría la probabilidad para dos dígitos: '208673, el '0086; aunque consistentemente generado, no lo suficiente para fundar en ello una teología. Más prometedora es la desviación del '01, que representaría la incidencia estadística de la configuración 24 en pares enteros desde 00 hasta 99. En vez de '0100, los cálculos mostraron una incidencia de '013824, un poco menos que inexplicable casi cuatro por mil más de lo que el azar habría generado por sí solo. ¡Y terminaba en 24! Los mismos tests estadísticos, realizados con primitivos no biológicos (mesas, sillas, alas de avión, poliedros, curvas de Koch, viejos elementos empleados para la textura) nos dan frecuencias dentro de '001 de la norma de azar previsible, lo cual indica a Dale, virtualmente más allá de toda duda, que su estudio estadístico de los modelos biológicamente derivados, ha revelado, si no una de las huellas dactilares de Dios, sí una o dos de sus espirales. Allí hay algo.

Pero más allá de todas estas sutilezas numéricas, Dale todavía espera (espiritualmente codicioso, está subiendo a su Torre de Babel) una confrontación gráfica, una cara cuya mirada puede ser fijada e impresa. Refrescado con otra «Coca-Cola», con sus incrementos de cafeína y carbohidrato, trata de reproducir los pasos que le llevaron a su obsesionante visión. Intenta ascender, puerta a puerta, a través del inmenso laberinto binario que la simple pulsación de un botón puede mezclar de nuevo y doblar. Altera ángulos, acerca imágenes, cambia parámetros. Pierde la noción del tiempo. Las horas de la madrugada se parecen mucho unas a otras. Sonidos vagos de otras partes del edificio (puertas de ascensor que se abren y cierran, cables que vibran en el negro hueco, zumbidos intermitentes en el piso inferior) indican la presencia de otros trabajadores nocturnos o el funcionamiento de aparatos automáticos, de relojes y termostatos que envían inflexiblemente sus señales. Ahora hace más frío, fuera y dentro del edificio. Un frío que, empezando en las puntas de los dedos y los dorsos de las manos, ha subido por las muñecas y los antebrazos hasta la caja torácica, y que Dale toma como inspiración del cielo. En el laberinto microscópico donde una sola mota de polvo cerraría un paso como una roca y el cabello más fino caería con la fuerza de una viga de catedral, se está acercando al dragón, al secreto que vomita fuego. Siente algo parecido a lo que experimentaba de pequeño cuando bajaba temeroso al sótano donde su padre, en aquella casa de Akron de delgadas paredes, había montado el tren de Navidad, cuyos obedientes cambios de agujas e inversiones de marcha representaban para el muchacho una fascinación y un misterio, como si yaciese allí una especie de cadáver que esperase ser reanimado, un cuerpo largo de metal con una cabeza estrecha y pesada, viva, la locomotora, que tenía un solo ojo reluciente. Y, cuando tocaba las vías, sus ruedas empezaban a girar con furia. Trabajando solo, dominando su miedo y su sentimiento de intrusión, Dale se aficionó todavía más que su padre a los misterios del Lionel y empezó a comprar nuevo equipo (más raíles, un transformador con más posibilidades) con el dinero de su asignación. Había encontrado su camino.

Cada vez con más frecuencia, observa en la pantalla la protesta MEMORIA INSUFICIENTE o bien ¿ESTÁS SEGURO? Siguiendo sus órdenes, los niveles de jerarquía operacional, el lenguaje reduciendo al lenguaje al vocabulario binario elemental, se deslizan uno dentro de otro como esferas de cristal al ofrecer la pantalla a los ojos de Dale superficies toroidales rayadas, desplazadas por otras en un centelleo mellado. Ha cargado el simulador con una función transformadora que sujeta cada choque sucesivo a nuevos parámetros derivados de los polinomios de la fase anterior: una clase de espiral que debería estrecharse, razona Dale, hacia la esencia cósmica. Sin embargo, las configuraciones mostradas no simplifican, sino que más bien fragmentan y complican. Estallan.

Él espera de nuevo la cara y, al mismo tiempo, la teme. Tal vez el frío que invade su cuerpo es de miedo. En estas horas tempranas y vacías, aumenta su impresión de que la presencia que se encoge dentro de los laberínticos callejones electrónicos del ordenador es enemiga, que aborrece que Dale la busque, y se vengará si él la encuentra. ¿Y si, al buscar a Dios por estos caminos, sigue una dirección equivocada y se encuentra con un dios falso, uno entre los miles que han atormentado a los hombres, Moloch o Mitra o Siva; un Osiris o un Lucifer transformado, o aquel Huitzilopochtli que exige y come corazones vivos? A pesar de todo, nuestro joven pulsa de nuevo las teclas que dicen REPITE, y los rayados colores y células de la pantalla se estremecen como el agua jaspeada de grasa en la que se arroja una china. La nueva imagen se parece a la anterior, salvo que sus manchas son más finas y han sido sometidas a una torsión que ha originado torbellinos, la intensificación concéntrica de capas de color que parecen horadar hacia abajo, como dedos de un guante de goma. Entornando ligeramente los párpados y ajustando (¿cómo?, ¿quién golpea aquel teclado?) las células del cerebro que interpretan la visión, aquellas mismas imágenes parecen ser conos que se elevan hacia él. En los desmenuzados estratos, entre dos de aquellos conos, parece que está incrustada una cosa anómala, de varios colores. Dale amplía la imagen, acercando el visor y abriendo más la ventana. La anomalía, en tonos verdes mezclados con naranja, parece ilegible por hallarse en escorzo. Dale refleja su imagen en un plano inclinado, primero 85° sobre un eje vertical, y después, más cuidadosamente, 72°, y obtiene de esta manera una imagen que puede leer. Es una mano. Una mano con manchas de colores, como salpicada con pintura de camuflaje, pero mostrando en relieve incluso las rayas de las palmas: una mano relajada sobre el dorso, con los dedos doblados, juntos y no del todo distinguibles; pero es inconfundible la forma nudosa del pulgar. Una relajación curiosa. ¿Está relajada porque está muerta, clavada inerte en la cruz? ¿O es más bien como la mano de Sansón dormido, reposando en los pliegues de la falda de Dalila, mientras ésta cierra las debilitadoras tijeras? ¿O es la flaccidez de la mano de Adán antes de serle infundida la vida, o la propia del agotamiento, de una desesperada rendición final? Dale observa la imagen y no puede ver ninguna señal de clavo o estigma en la palma. La configuración anatómica de aquel miembro fantasma, adaptada a las ambiguas tres dimensiones de la imagen torturada, abstracta, parece completa a Dale. Cree que, con una potencia más alta que la que puede suministrar el VAX 8600, aparecerían los nudillos e incluso las uñas y las cutículas, de la misma manera que pueden realzarse hasta el infinito los enredados gráficos de un Mandelbrot. La observación de aquella mano le traslada a otro plano y le apacigua. Una sensación de arrobo fluye en su interior, como si el frío sentido durante horas le hubiese despejado el camino, menguando su propia y egoísta vitalidad a medida que transcurría la noche. Heladas las venas, casi sin atreverse a respirar para no perder un electrón esencial, pulsa los mandos para registrar la imagen. En el otro lado del cubículo, cerca de las tazas de plástico manchadas por la pintura labial de Amy Eubank, suena el inhumano y estridente castañeteo del aparato impresor. ¡Imaginaos, ser devorado vivo por aquellos ávidos e implacables dientes! Dale está entregando a Dios, aquella tierna sombra en el fondo de nuestras mentes, para que aquellos dientes se lo coman.

La imagen es desconcertante. Parece descolorida. Las franjas de color tienen que ser remplazadas. La mano apenas si se ve: un vago fantasma moteado aparece plano sobre el papel, siendo así que los puntos brillantes proyectados desde dentro a la pantalla se presentaban a los ojos con viva intensidad. Sin embargo, ahora tiene una prueba, una especie de prueba. Sus propias manos, pálidas y con pelos dispersos entre los nudillos, vacilan sobre las teclas, para repetir una vez más la función transformadora. El próximo cambio podría solucionar definitivamente la cuestión, ofreciéndole un cuerpo completo... o una tumba vacía. Siente frío en lo más hondo de su ser. Su estómago es presa de un temblor irreprimible. El zumbido mismo del ordenador le parece un grito lastimero, como de un cobarde suplicando silencio mientras la pistola electrónica corre de un lado a otro refrescando la pantalla estática, escrutando, en atracción alternante, los dos campos magnéticos, mientras el electrodo de control modifica sin descanso y reiteradamente el rayo de electrones liberados por el calor del revestimiento de óxidos de bario y de estroncio del cátodo. Todo esto se realiza con una precisión y una rapidez que parecen milagrosas hasta que se ha aprendido (como Dal en Case Western, hace años) que estas partículas subatómicas, así como las ondas, se comportan de esta manera invariable, porque no pueden evitarlo, porque no hay otro camino. Por esto, un mecanismo que sería adorado por un salvaje de Nueva Guinea, cuyos únicos atisbos de la civilización son esos aviones que vuelan como dioses pobre su cabeza, no es más que un medio para Dale. Éste es (según lo imagino yo) como un murciélago en esta noche, un murciélago monstruosamente desarrollado, de modo que las membranas que le permiten elevarse y aletear se estiran entre sus enormes dedos alargados.

Marca REPITE. La pantalla hace ondulaciones. Pasan segundos mientras se realiza la necesaria trituración. Las franjas y los túneles concéntricos de la anterior imagen han sido subdivididos en geométricas escamas de pez. La mano se ha doblado, se ha desvanecido, a menos que su forma haya sido reducida y transformada en una sola escama verde en el ángulo inferior derecho de la pantalla, en el sitio destinado a la firma del artista. En todo el resto, domina el color rojo anaranjado; las escamas tienen cierta alineación óptica que invita a la mirada a penetrar en ellas, aunque siguen siendo superficie, siguen siendo puntos excitados en una película fosforescente respaldada por otra película de aluminio reflectante y superfina. La máquina sigue negándose a revelarle sus secretos. Ávidamente, con gran impaciencia, las puntas de sus dedos piden al VAX 8600 que repita una vez más su gigantesca operación.

La pantalla adquiere un frío color gris, y dice en rotundos caracteres negros: ALMACENAJE DE DATOS INSUFICIENTE.

Dale se siente agotado. Se echa atrás, apartándose de la terminal. Le escuecen los ojos, por dentro, en la cara interna donde la visión se encuentra con la luz. El frío del lugar y de la hora ha penetrado en sus huesos. Rígido y cojeando, se acerca a la ventana. Los jirones de nubes se han juntado para formar una capa continua cuyo color de estaño adquiere un tono amarillento de las siempre despiertas farolas de la ciudad. En todas las siluetas rectangulares de la Universidad y de los edificios de la urbe, sólo unas pocas, ventanas permanecen iluminadas: brillantes aberturas que pronuncian aquí y allá una palabra en código binario. Pero, desde luego, también hablan las hileras de ventanas muertas, de aberturas vacías. El cero es también información.