Capítulo 51

1

En 1903, Horace Quinn ganó el puesto de sheriff frente al señor R. Keef. Su trabajo como alguacil había constituido un buen entrenamiento. La mayoría de los votantes opinaban que, puesto que Quinn hacia todo el trabajo, tenía perfecto derecho al cargo. El sheriff Quinn ocupó el puesto hasta 1919. Estuvo tanto tiempo en el cargo, que los muchachos del distrito de Monterrey pensábamos que las palabras «sheriff» y «Quinn» eran sinónimas. No podíamos imaginarnos a nadie más ocupando aquel cargo. Quinn envejeció en él. Cojeaba a causa de una vieja herida. Todos sabíamos que era muy valiente, porque se había portado como un hombre en varias refriegas; además, tenía todo el aspecto de un sheriff de la única clase que nosotros imaginábamos. Su rostro era ancho y sonrosado, y sus blancos mostachos se erguían como los cuernos de un novillo de casta. Era ancho de hombros, y en su edad madura asumió un porte majestuoso que todavía le prestaba más autoridad. Llevaba un sombrero Stetson, una chaqueta de Norfolk y en sus últimos años portaba la pistola en una funda colgada del hombro, ya que su vieja pistolera del cinto le oprimía demasiado la barriga. En 1903 ya conocía bien su condado, pero en 1917 todavía lo conocía y lo gobernaba mejor. Era una verdadera institución, tan característico del valle Salinas como sus montañas.

Durante todos los años que siguieron al incidente de Adam, el sheriff Quinn no había dejado de ejercer una discreta vigilancia sobre Kate. Cuando Faye murió, comprendió de modo instintivo que Kate era probablemente la responsable de aquella muerte, pero también se dio cuenta de que no tenía casi ninguna probabilidad de hacerla confesar, y un sheriff juicioso no golpea neciamente su cabeza contra lo imposible. Al fin y al cabo no eran más que un par de prostitutas.

En los años que siguieron, Kate siempre jugó limpio con él, y gradualmente fue sintiendo cierto respeto por ella. Ya que no había más remedio que existieran prostíbulos, siempre era mejor que los regentasen personas responsables. Y el de Kate no le daba ningún quebradero de cabeza. El sheriff Quinn y Kate se entendían a las mil maravillas.

El sábado siguiente al día de Acción de Gracias, alrededor del mediodía, Quinn examinó los papeles que habían hallado en los bolsillos de Joe Valery. El proyectil del 38 había destrozado un lado del corazón de Joe, para ir a aplastarse contra las costillas, arrancando un pedazo de carne tan grande como un puño. Los sobres de manila estaban pegados por coágulos de sangre ennegrecida. El sheriff tuvo que humedecer los papeles con un pañuelo empapado para poder separarlos. Leyó el testamento que, al estar doblado en varios pliegues, sólo estaba manchado de sangre en el dorso. Lo puso a un lado y examinó las fotografías que contenían los sobres, lanzando un profundo suspiro.

Cada sobre contenía el honor y la paz espiritual de un hombre. Usadas hábilmente, aquellas fotografías podrían provocar media docena de suicidios. Pero Kate ya estaba sobre la mesa de autopsias de Muller, con las venas repletas de formol y el estómago dentro de un recipiente en la oficina del médico forense.

Después de examinar todas las fotografías, llamó por teléfono.

—¿No puede usted venir a mi oficina? —dijo—. Ya comerá usted más tarde. Sí, es muy importante. Lo espero.

Unos pocos minutos más tarde, cuando el individuo compareció ante su escritorio, en el departamento delantero de la vieja prisión comarcal de ladrillo rojo, situada detrás del Tribunal, el sheriff Quinn extendió ante él el testamento.

—Como abogado, ¿podría usted decirme si esto sirve para algo? El visitante leyó las dos líneas, y soltó un respingo.

—¿Esa mujer es quien yo pienso?

—Sí.

—Bien, pues si su verdadero nombre era Catherine Trask, y esto está escrito de su puño y letra, y si Aron Trask es su hijo, este documento es oro de ley.

Quinn se atusó las guías de su hermoso y ancho bigote con el dorso de su índice.

—Usted la conocía, ¿no es verdad?

—Hombre, tanto como conocerla…, sabía quién era.

Quinn apoyó los codos en el escritorio y se inclinó hacia delante.

—Siéntese. Quiero hablar con usted.

Su visitante acercó una silla. Se sentó tomando entre sus dedos un botón de la chaqueta.

—¿Kate le hacía chantaje? —le preguntó el sheriff.

—No, en absoluto. ¿Por qué lo hubiera hecho?

—Se lo pregunto como un amigo. Ya sabe que está muerta. Puede decírmelo.

—No sé adónde quiere usted ir a parar, nadie me hace ningún chantaje.

Quinn sacó una fotografía de un sobre, le dio la vuelta como a un naipe y la empujó por encima del escritorio.

El visitante se puso las gafas y su respiración se hizo fatigosa y silbante.

—¡Jesucristo! —exclamó con voz entrecortada.

—¿No sabía que ella la tenía?

—Oh, claro que lo sabía. Ella me lo dijo. Por el amor de Dios, Horace, ¿qué piensa hacer con esto?

Quinn le quitó la fotografía de la mano.

—Horace, ¿qué piensa hacer con esto?

—Quemarlo. —El sheriff recorrió los bordes de los sobres con el pulgar—. Esto es una baraja infernal —aseguró. Destrozaría el condado.

Quinn escribió entonces una lista de nombres en una hoja de papel. Luego, se levantó y se dirigió renqueando a la estufa de hierro que había junto a la pared norte de su oficina. Arrugó una hoja del Salinas Morning Journal, la encendió y la arrojó a la estufa, y cuando se alzó la llama, echó sobre ella los sobres de manila, reguló el tiro y cerró la estufa. El fuego rugió y las llamas se retorcieron amarillentas detrás de la pequeña ventanilla de mica de la parte delantera de la estufa. Quinn se frotó ligeramente las manos, como si quisiera limpiárselas.

—Los negativos también estaban ahí —dijo—. Registré su escritorio. No había más fotografías.

El visitante trató de hablar, pero su voz no era más que un ronco murmullo.

—Gracias, Horace.

El sheriff volvió a su escritorio, y tomó la lista.

—Quiero que me haga un favor. Aquí tiene esta lista. Diga a todos los que figuran en ella que he quemado esas fotografías. Usted los conoce muy bien a todos, y lo creerán. Nadie es perfecto. Véalos a solas y por separado, y cuénteles exactamente lo que ha pasado. ¡Mire! —abrió la portezuela de la estufa y hurgó en las renegridas hojas, hasta reducirlas a cenizas—. Cuénteles esto —dijo.

El visitante lo miró y Quinn comprendió que no había ningún poder en el mundo capaz de impedir que aquel hombre le odiase. Para todo el resto de su vida se alzaría una barrera entre ambos, y ni uno ni otro querrían admitirlo.

—Horace, no sé cómo darle las gracias.

—No es necesario. He hecho solamente lo que querría que mis amigos hiciesen por mí —respondió el sheriff con tristeza.

—¡La maldita zorra! —exclamó el visitante con voz queda, y Horace Quinn supo que parte de la maldición se la dirigía a él.

Y sabía también que ya no sería sheriff por mucho tiempo. Aquellos hombres culpables hallarían la manera de hacerle perder su puesto. Suspiró y se sentó.

—Ahora vaya usted a comer —dijo—. Tengo trabajo.

A la una y cuarto, Quinn dobló por la calle Mayor hacia la Avenida Central. En la panadería de Reynaud compró una hogaza de pan francés, todavía caliente y con un magnífico aroma de pasta fermentada.

Tuvo que agarrarse al pasamanos para subir los escalones de la casa de Trask.

Lee acudió a su llamada con un trapo de secar platos enrollado a la cintura.

—No está en casa —le indicó.

—Pero no puede tardar mucho, porque he telefoneado a la oficina de reclutamiento. Le esperaré.

Lee se hizo a un lado para darle paso, y le indicó que se sentase en el salón.

—¿Quiere usted tomar una buena taza de café caliente? —preguntó.

—No me disgustaría.

—Lo acabo de hacer —aseguró Lee, y volvió a la cocina.

Quinn paseó su mirada por la acogedora estancia. Tenía la impresión de que no deseaba continuar en su cargo por mucho tiempo. Recordó las palabras de un médico que decía: «Me encanta ayudar a traer al mundo a un niño porque, si hago bien mi trabajo, éste se ve coronado por la alegría». El sheriff había pensado a menudo en aquella observación. Pero a él le parecía que, si hacía bien su trabajo, a su término no había más que dolor y tristeza para alguien. El hecho de que fuese necesario iba dejando de tener importancia para él. Pronto le jubilarían, tanto si quería como si no.

Todos los hombres sueñan con un retiro ideal en el cual poder hacer aquellas cosas que jamás han tenido tiempo de llevar a cabo: viajar, leer los libros que fingen haber leído… Durante muchos años, Horace Quinn había soñado en pasar unas horas maravillosas cazando y pescando, recorriendo los campos de Santa Lucía y acampando junto a riachuelos vagamente recordados. Y ahora que lo tenía casi al alcance de la mano, sabía que ya no quería hacerlo. Dormir en el suelo le causaría dolor en la pierna. Recordó cuánto pesa un ciervo y lo difícil que es transportar el cuerpo fláccido y colgante desde el lugar donde ha sido abatido. Y, francamente, los venados ya no le importaban mucho. Claro que la señora Reynaud lo empaparía de vino y lo prepararía con especias, pero ¡qué diablos!, un zapato viejo también tendría buen gusto con tal condimento.

Lee se había comprado una cafetera de filtro. Quinn oía cómo el agua borbotaba contra la tapa de cristal, y su mente experta y entrenada le sugirió que Lee no le había dicho la verdad al hablar del café recién hecho.

El anciano poseía un excelente cerebro, aguzado con su trabajo. Era capaz de evocar mentalmente un rostro y examinarlo, así como también escenas y conversaciones. Podía pasear su vista sobre ellas como sobre un informe o una película. Del venado, su mente pasó a ocuparse de la estancia en que se encontraba, y pensó con recelo: «Aquí hay algo raro, algo que no encaja».

El sheriff, impelido por esa intuición, examinó la estancia: quimón floreado, visillos de encaje, el tapete de la mesa de punto de ganchillo blanco, los cojines del canapé cubiertos con un estampado estridente y atrevido. Era una habitación femenina en una casa donde sólo vivían hombres.

Pensó en su propio salón. Su esposa había escogido, comprado y colocado todo lo que había en él, excepto un juego de pipas. Pero ahora que recordaba, sí, ella le había comprado asimismo el juego de pipas. Era también una habitación femenina, pero aquélla era una burda imitación. Resultaba demasiado femenina —una habitación para mujeres planeada por un hombre— y demasiado remilgada. Lee debía de ser el responsable. Adam ni se habría dado cuenta; no, Lee se esforzaba por crear un hogar, y Adam ni siquiera lo veía.

Horace Quinn se acordó de cuando interrogó a Adam, hacía mucho tiempo, y lo recordaba como si estuviese agonizando. Veía aún los ojos obsesionados y aterrorizados de Adam. Por aquel entonces, lo consideró un hombre tan honrado que era incapaz de concebir cualquier maldad. Y durante aquellos años había podido percatarse perfectamente de qué clase de hombre era. Ambos pertenecían a la Orden Masónica. Ascendieron juntos. Horace siguió a Adam como maestre de la Logia, y ambos llevaban las insignias del maestre anterior. Pero Adam se había aislado, parecía como si un muro invisible lo separase del mundo. No se podía llegar hasta él, y él tampoco podía salir al encuentro de los demás. Pero cuando ocurrió aquella antigua agonía, no había habido muros a su alrededor.

A través de su esposa, Adam había conocido el mundo viviente. Horace pensó en ella, gris y lavada, con las agujas en la garganta y los tubos de goma del formol colgando del techo.

Adam era incapaz de cometer una mala acción. Él no quería nada. Para cometer una mala acción hay que anhelar algo. El sheriff se preguntaba qué ocurría tras el muro que le rodeaba, qué presiones, qué placeres y dolores.

Se acomodó en la silla para aliviar el peso sobre su pierna herida. La casa estaba silenciosa, a no ser por el borboteo del café. Adam tardaba en llegar de la oficina de reclutamiento. Se le ocurrió al sheriff la divertida idea de que se estaba haciendo viejo, y que ello le agradaba.

Entonces oyó los pasos de Adam en la entrada. Lee también los oyó y se precipitó al vestíbulo.

—Está aquí el sheriff —dijo Lee, acaso para advertirle.

Adam entró sonriente y le tendió una mano.

—Hola, Horace. ¿Ya trae usted una orden del juez?

Le empezaba a agradar hacer chistes.

—¿Cómo está? —le saludó Quinn—. Lee me ha ofrecido una taza de café.

Lee regresó a la cocina y se oyó ruido de platos.

—¿Ocurre algo malo, Horace? —preguntó Adam.

—En mi profesión todo es siempre malo. Esperaré a que traigan el café.

—No se preocupe por Lee. Escucha de cualquier modo. Es capaz de escuchar a través de una puerta, por cerrada que esté. No le oculto nada, porque no puedo.

Lee entró con una bandeja. Sonreía con aire ausente, y después de servir el café, se volvió por donde había venido. Adam volvió a preguntar:

—¿Ocurre algo malo, Horace?

—No, creo que no. Adam, ¿aquella mujer seguía siendo su esposa? Adam se irguió con rigidez.

—Sí —dijo—. ¿Qué pasa?

—Anoche se suicidó.

El rostro de Adam se contrajo y sus ojos se llenaron de lágrimas. Trató de dominar el temblor de su boca, hasta que cedió a él y, ocultando el rostro entre las manos, rompió en llanto.

—¡Oh, pobrecilla! —exclamó.

Quinn permaneció silencioso esperando a que se serenase, y cuando al cabo de cierto tiempo Adam consiguió dominarse, levantó la cabeza y dijo:

—Perdóneme.

Lee vino de la cocina con una toalla húmeda en las manos y se la entregó a Adam. Este se secó los ojos y se la devolvió.

—Ha sido algo muy inesperado —explicó Adam, con expresión avergonzada—. ¿Qué puedo hacer? La reclamaré. Me encargaré del entierro.

—Yo no lo haría —le aconsejó Horace—. Es decir, a menos que usted crea que debe hacerlo. Pero no he venido sólo para eso.

Sacó del bolsillo el testamento doblado y se lo tendió. Adam retrocedió.

—¿Es sangre de ella?

—No, no lo es. No es su sangre. Léalo.

Adam leyó las dos líneas, y se quedó observando el papel con mirada ausente.

—Él no sabe que ella es su madre.

—¿Nunca se lo ha dicho?

—No.

—¡Dios mío! —exclamó el sheriff.

Adam dijo con seriedad:

—Estoy seguro de que él no querría aceptar nada de ella. Rompámoslo y olvidémonos de su existencia. Si Aron se enterase, no creo que aceptase nada de ella.

—Me temo que eso no es posible —replicó Quinn—. Sería ilegal. Ella poseía una caja fuerte. No es necesario que le cuente cómo ha llegado a mi poder el testamento y la llave. Fui al banco sin esperar a tener un mandamiento judicial. Pensé que podría aclarar algo. —Le ocultó a Adam que había esperado encontrar allí más fotografías. Bien, pues el viejo Bob me dejó abrir la caja, a pesar de que estaba en su legítimo derecho de negarse. Hay más de cien mil dólares en billetes. Fajos de billetes, pero nada más.

—¿Ninguna otra cosa?

—Una: un certificado de matrimonio.

Adam se recostó en su asiento. Volvía a estar ausente, volvían a levantarse los muros protectores que lo aislaban del mundo. Reparó en el café y tomó un sorbo.

—¿Qué cree que debo hacer? —preguntó con serena firmeza.

—Sólo puedo decirle lo que yo haría en su caso —contestó el sheriff Quinn—. No es necesario que siga mi consejo. Haría venir enseguida al chico y se lo contaría todo, sin omitir detalle. Incluso le diría por qué no se lo había contado antes. ¿Qué edad tiene?

—Diecisiete años.

—Ya es un hombre. Un día u otro se enterará. Es mejor que lo sepa de una vez.

—Cal ya lo sabe —dijo Adam—. Me pregunto por qué habrá hecho el testamento en favor de Aron.

—¡Sabe Dios! Bien, ¿cuál es su decisión?

—No lo sé, así es que voy a hacer lo que usted diga. ¿Querrá usted estar a mi lado?

—Naturalmente.

—Lee —llamó Adam, dile a Aron que venga. Ya estará en casa, supongo.

Lee apareció en el umbral. Sus gruesos párpados se cerraron un momento, para abrirse enseguida.

—Todavía no ha llegado. Tal vez haya regresado a Stanford.

—Me lo hubiera dicho. Sabe, Horace, el día de Acción de Gracias bebimos mucho champán. ¿Dónde está Cal?

—En su cuarto —respondió Lee.

—Bien, pues llámalo. Dile que venga. Cal lo sabrá.

El rostro de Cal mostraba una expresión de cansancio y sus hombros abatidos denotaban cierta extenuación, pero sus facciones estaban contraídas, en señal de alerta, astucia y sinuosidad.

—¿Sabes dónde está tu hermano? —le preguntó Adam.

—No —contestó Cal.

—¿No has estado con él?

—No.

—Hace dos noches que no viene a casa. ¿Dónde está?

—¿Cómo quiere que lo sepa? —repuso Cal—. ¿Acaso tengo que cuidar de él?

Adam inclinó la cabeza y su cuerpo tembló levemente por un momento. En el fondo de sus ojos destelló una lucecita aguda, increíblemente azul y brillante.

—Quizás ha vuelto a la universidad. —Sus labios parecían muy pesados y murmuraba como un hombre que hablase en sueños—: ¿Crees que ha vuelto a Stanford?

El sheriff Quinn se levantó.

—Lo que tenga que hacer, ya lo haré más tarde. En cuanto a usted, Adam, es mejor que descanse ahora. Ha sido un rudo golpe. Adam levantó su mirada hacia él.

—Un golpe, oh, sí. Gracias, George. Muchas gracias.

—¿George?

—Muchísimas gracias —dijo Adam.

Cuando el sheriff se hubo marchado, Cal volvió a su habitación. Adam se recostó en su sillón y, al poco tiempo, se quedó dormido abriendo la boca y roncando fatigosamente.

Lee lo observó un instante antes de volver a la cocina. Levantó el cajón del pan y sacó de debajo de él un pequeño volumen encuadernado en piel, cuyos dorados relieves estaban casi completamente desgastados. Las Meditaciones de Marco Aurelio, traducidas al inglés.

Lee se limpió los lentes de montura de acero con un paño de secar los platos. Abrió el libro y lo hojeó. Y sonrió, consciente de que sólo estaba intentando tranquilizarse.

Leyó lentamente, moviendo los labios al deletrear las palabras: «Todo es sólo para un día, tanto lo que recuerda como lo que es recordado».

«Observa constantemente que todas las cosas tienen lugar por mutación, y acostúmbrate a considerar que no hay nada que la naturaleza del universo ame más que cambiar las cosas que son y crear nuevas cosas parecidas a ellas. Porque todo lo que existe es, en cierta manera, la simiente de lo que será».

Lee recorrió la página con la mirada: «Morirás pronto y, sin embargo, no eres afín sencillo ni libre de perturbaciones, ni desprovisto del temor de ser dañado por los agentes exteriores ni de bondadosa disposición hacia los demás; ni consideras tampoco que la sabiduría consiste únicamente en actuar con justicia».

Lee levantó sus ojos de la página y respondió al libro, como si respondiese a uno de sus ancianos parientes.

—Eso es cierto —dijo—. Es muy difícil. Lo siento. Pero no olvidéis que también decís a veces: «Seguid siempre el camino más corto, porque el camino más corto es el natural…». No hay que olvidar eso.

Dejó deslizarse las páginas entre los dedos, hasta la anteportada, donde estaba escrito, con un grueso lápiz de carpintero: «Samuel Hamilton».

De pronto, Lee se animó. Se preguntó si Samuel Hamilton habría echado alguna vez de menos aquel libro, o si había sabido quién se lo había robado. Le había parecido que la manera más limpia y práctica era robarlo. Y todavía se alegraba por ello. Sus dedos acariciaban la suave piel de la encuadernación, cuando lo volvió a colocar bajo la panera y pensó: «Claro que sabía quién se lo quitó. ¿Quién sino yo podría haberle robado el libro de Marco Aurelio?».

Pasó al salón y acercó una silla junto al durmiente Adam.

2

En su habitación, Cal se sentó ante su escritorio, con los codos apoyados sobre él, y la cabeza, que le dolía bastante, entre las manos. Sentía náuseas y estaba empapado del agridulce aroma del whisky, que rezumaba por sus poros, penetraba sus ropas y hacía latir perezosamente sus sienes.

Cal nunca había bebido, tampoco lo había necesitado. Pero haber ido a casa de Kate no alivió su pena, y su venganza no constituía ningún triunfo. En su mente giraban en confuso tropel sensaciones, imágenes y sentimientos. Era incapaz de separar ahora lo cierto de lo imaginado. Al salir de casa de Kate, tocó a su hermano, que sollozaba, y Aron lo abatió con un puñetazo que lo dejó tumbado. Aron se irguió sobre él en la oscuridad, hasta que de repente se volvió y echó a correr, chillando como un niño con el corazón desgarrado. Cal oía todavía sus roncos gritos mezclados con el ruido de sus pasos, y permaneció inmóvil en el mismo lugar donde había caído, bajo la alta alheña del patio delantero de Kate. Oyó el resoplar de las locomotoras junto al depósito, y el choque de los vagones de carga al ser enganchados. Luego, cerró los ojos y, al oír pasos ligeros y sentir la presencia de alguien, los abrió de nuevo. Una figura se inclinaba sobre él y le pareció que era Kate. Aquella silueta se marchó tan suavemente como había llegado.

A los pocos momentos, Cal se levantó, se sacudió el polvo y se dirigió hacia la calle Mayor. Se sentía sorprendido ante su despreocupación. Iba canturreando en voz baja: «Hay una rosa que crece en la tierra de nadie y es maravillosa de ver…»

El viernes, Cal estuvo todo el día pensativo, y al atardecer, Joe Laguna compró un cuarto de whisky para él. Cal era demasiado joven para comprarlo. Joe quería acompañar a Cal, pero se conformó con el dólar que Cal le entregó, y regresó en busca de una pinta de mosto.

Cal se dirigió al callejón que había detrás de la casa Abbot, y encontró el rincón oscuro, junto a un poste, donde se agazapó la noche que vio a su madre por primera vez. Se sentó cruzando las piernas, y entonces, a pesar de la repulsión y de las náuseas, se bebió el whisky a la fuerza. Vomitó dos veces, pero siguió bebiendo hasta que pareció que la tierra vacilaba y se bamboleaba, y el farol callejero daba majestuosamente vueltas en un círculo.

La botella cayó de su mano, y Cal se desvaneció, pero aún inconsciente, vomitó otra vez débilmente. Un perro vagabundo, de pelo corto, aspecto grave y con una cola retorcida, entró en el callejón, deteniéndose de vez en cuando; pero olisqueó a Cal y describió un ancho círculo a su alrededor. Joe Laguna también lo encontró y lo olió. Agitó la botella inclinándose sobre la pierna de Cal, y la levantó hacia el farol para mirarla a contraluz; comprobó que todavía quedaba un tercio. Buscó el tapón y no pudo encontrarlo, y después se marchó, tapando la botella con el pulgar para evitar que se estropease el whisky.

Cuando en el frío amanecer un aterido estremecimiento despertó a Cal, para enfrentarlo con un mundo triste y enfermo, volvió trabajosamente a su casa, arrastrándose como una sabandija aplastada. No tenía que ir muy lejos, sólo a la entrada del callejón, y luego cruzar la calle.

Lee lo oyó entrar y su fino olfato notó el intenso olor a alcohol que despedía Cal, mientras pasaba a trompicones por el vestíbulo para dirigirse a su habitación, donde se dejó caer sobre su cama. Le estallaba la cabeza, pero al menos se le había pasado la borrachera. No oponía resistencia a su inmensa pena, y nada podía protegerlo de la vergüenza. Al cabo de un rato, hizo lo mejor que se le ocurrió; tomó un baño de agua helada y se restregó el cuerpo con un pedazo de piedra pómez, y el dolor que se produjo al frotarse le alivió.

Sabía que tenía que contárselo a su padre y pedirle perdón. Y tenía que humillarse ante Aron, no sólo ahora, sino siempre; no podría vivir si no lo hacia. Sin embargo, cuando lo llamaron y compareció ante la presencia del sheriff Quinn y de su padre, estaba tan encolerizado como un perro rabioso, y el odio que sentía por sí mismo se volvió hacia todos los demás. No era más que un ser vil y despreciable, incapaz de amar y de ser amado.

Entonces regresó a su habitación, y la sensación de culpa lo asaltó; se encontró sin armas para luchar contra ella.

Sintió pánico por Aron. Podía estar herido o en un grave aprieto. Aron era incapaz de cuidar de sí mismo. Cal sabía que tenía que traer de vuelta a Aron, que debía encontrarlo y hacer que volviese a ser como antes, aunque para ello tuviera que sacrificase a sí mismo. Y entonces, la idea del sacrificio se apoderó de él, como suele ocurrir con todos aquellos hombres que se sienten culpables. Mediante su sacrificio podía encontrar a Aron y hacerlo volver.

Cal se dirigió a su armario y sacó el paquete que ocultaba en un cajón bajo los pañuelos. Paseó la mirada por la estancia y volvió a su escritorio llevando una bandejita de porcelana. Respiró profundamente y le pareció que el aire fresco sabía muy bien. Tomó uno de los flamantes billetes, lo dobló por el medio formando un ángulo, y luego frotó una cerilla bajo el escritorio y prendió fuego al billete. El grueso papel se retorció y ennegreció; la llama ascendió por él, y sólo cuando el fuego chamuscaba casi sus dedos, Cal soltó la consumida viruta, que cayó sobre la bandejita. Sacó otro billete y lo encendió igualmente.

Cuando ya había quemado seis, Lee entró sin llamar.

—He sentido olor de humo.

Y cuando vio lo que estaba haciendo Cal, lanzó una exclamación de asombro.

Cal se dispuso a defenderse contra la interpelación que preveía del chino, pero Lee no dijo nada. Se limitó a cruzar las manos sobre su vientre y a quedarse callado, esperando. Cal siguió encendiendo tercamente billete tras billete hasta haberlos quemado todos, y luego desmenuzó las carbonizadas virutas y esperó a que Lee hiciese algún comentario, pero éste ni hablaba ni se movía.

Por último, Cal dijo:

—Adelante, di lo que tengas que decirme. ¡Vamos!

—No —respondió Lee—. No lo haré. Y si tú no tienes necesidad de hablarme, me quedaré un rato aquí, y después me iré. Voy a sentarme.

Se acurrucó sobre una silla, cruzó las manos y esperó. Se sonreía a sí mismo con esa expresión que se suele llamar inescrutable. Cal le volvió la espalda.

—A estar sentado no me ganas —aseguró.

—En una competición, tal vez —repuso Lee—. Pero día tras día, año tras año, acaso siglo tras siglo, no, Cal. Perderías.

A los pocos minutos Cal dijo con aire avinagrado:

—Anda, suéltame tu sermón.

—No tengo ningún sermón.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí, pues? Ya sabes lo que he hecho y también que anoche me emborraché.

—Lo primero lo sospecho y lo segundo lo huelo.

—¿Lo hueles?

—Todavía se te nota —afirmó Lee.

—Ha sido la primera vez —dijo Cal—. Y no me ha gustado.

—A mí tampoco —corroboró Lee—. A mi estómago no le sienta bien el alcohol. Además, me hace cometer locuras; eso sí, locuras intelectuales.

—¿Qué quieres decir, Lee?

—Sólo puedo darte un ejemplo. Cuando era joven, jugaba al tenis.

Me gustaba y además estaba bien para un criado. Podía recoger los fallos del amo en los dobles y recibir por ello, en vez de las gracias, algunos dólares. Una vez, me parece que había bebido jerez, imaginé la teoría de que los animales más rápidos y más difíciles de atrapar del mundo eran los murciélagos. Me arrestaron a medianoche en el campanario de la iglesia metodista de San Leandro. Llevaba una raqueta, y al parecer le expliqué al oficial que me arrestó que estaba practicando mi revés con los murciélagos.

Cal rio con tal regocijo, que Lee casi deseó que aquello fuese verdad.

—Me limité a sentarme junto a un poste y bebí como un cerdo —le contó Cal.

—Siempre animales…

—Tenía miedo de pegarme un tiro, y por eso me emborraché —le atajó Cal.

—Nunca lo habrías hecho. Eres demasiado juicioso —dijo Lee—. Y por cierto, ¿dónde está Aron?

—Se ha escapado. No sé adónde ha ido.

—Él no es tan juicioso como tú —dijo Lee con nerviosismo.

—Ya lo sé. Y no he dejado de darle vueltas. Tú no lo creerás capaz de eso, ¿verdad, Lee?

—No falla —contestó Lee con impertinencia—. Cuando alguien quiere quedarse tranquilo, le dice a un amigo que confirme lo que él quiere que sea verdad. Es como preguntarle a un camarero cuál es el mejor plato del menú. ¿Cómo diablos quieres que lo sepa?

—¿Por qué lo hice? —gritó Cal.

—No compliques las cosas —le aconsejó Lee—. Tú sabes por qué lo hiciste. Estabas furioso contra él porque tu padre hirió tus sentimientos. No es muy difícil. Te limitaste a dar rienda suelta a tus bajos instintos.

—Me gustaría saber por qué son tan despreciable. Lee, yo no quiero ser así. ¡Ayúdame, Lee!

—Espera un momento —dijo Lee—. Me parece que he oído a tu padre —y se precipitó hacia la puerta.

Cal oyó voces durante un instante, y luego Lee volvió a la habitación.

—Se va a la oficina de Correos. Nunca hay correspondencia a media tarde, ni para nosotros ni para nadie. Pero todo el mundo, en Salinas, va a la oficina de Correos por la tarde.

—Algunos lo hacen para echar un trago por el camino —le explicó Cal.

—Supongo que es una especie de hábito o de distracción. Lo aprovechan para ver a sus amigos. —Y Lee añadió—: Cal, no me gusta el aspecto de tu padre. Tiene una mirada extraviada. Ah, lo olvidaba. Tú aún no lo sabes. Tu madre se suicidó anoche.

—¿Ah, sí? —y luego refunfuñó—: Espero que sufriera. No, no quería decir eso. No quiero pensar tal cosa. Ya está ahí de nuevo. ¡Sí, ya está! No quiero ser así.

Lee se rascó la cabeza, lo que le provocó más picor y se vio obligado a rascársela concienzudamente. Daba la sensación de que estaba meditando en profundidad.

—¿Te ha producido mucho placer eso de quemar el dinero? —le preguntó.

—Creo que sí.

—Y esa flagelación a la que te estás sometiendo, ¿también te produce placer? ¿Disfrutas mucho con tu desesperación?

—¡Lee!

—Estás demasiado embebido de ti mismo. Te maravillas ante el trágico espectáculo de Caleb Trask, Caleb el magnífico, el único. Caleb, cuyos sufrimientos requerirían un Homero que los cantase. ¿Nunca te has visto como un mocoso, a veces algo rastrero e increíblemente generoso otras? De hábitos bastante inmundos, pero curiosamente puro de espíritu. Es posible que tengas un poco más de energía que los demás, sólo energía, pero fuera de eso, eres muy parecido a todos los restantes mocosos. ¿Tratas de atraer sobre ti la dignidad y la tragedia porque tu madre era una puta? Y si algo le ocurriera a tu hermano, ¿serás capaz de renunciar a la enorme distinción de considerarte un asesino-mocoso?

Cal volvió con lentitud a su escritorio. Lee le observaba, reteniendo el aliento, como si se tratase de un médico vigilando la reacción que produciría una inyección. Lee veía llamear las reacciones en el interior de Cal: la rabia ante el insulto y la hostilidad, perseguida muy de cerca por sus heridos sentimientos. Eran los primeros síntomas de la curación.

Lee suspiró. Había trabajado con tanto esfuerzo y tanta ternura, que se alegraba de ver que su obra parecía dar resultado.

—Somos gentes violentas, Cal —le explicó. ¿Te parece extraño que yo también me incluya entre ellas? Quizá sea cierto que descendamos de los inquietos, los nerviosos, los criminales, los pendencieros y los bravucones, pero también de los valientes, los independientes y los generosos. Si nuestros antepasados no hubiesen sido así, se hubieran quedado en su terruño natal en el Viejo Mundo, muriéndose de hambre sobre la tierra esquilmada.

Cal volvió la cabeza hacia Lee, y su rostro había perdido ya la tensión. Sonrió, y Lee supo que no había conseguido engañar por completo al muchacho. Cal se había dado cuenta de que aquello había sido un trabajo, un trabajo bien hecho, y le estaba agradecido.

—Por eso yo también me incluyo —prosiguió Lee—. Todos nosotros compartimos esa herencia, no importa de qué país proviniesen nuestros padres. Los norteamericanos de todas las razas y colores tienen, más o menos, las mismas tendencias. Es una raza, seleccionada por accidente. Y por eso somos fanfarrones y pusilánimes al mismo tiempo, somos bondadosos y crueles como los niños. Demostramos nuestra amistad de un modo exuberante, y al propio tiempo los extranjeros nos dan miedo. Nos jactamos de nuestras cosas, pero nos dejamos impresionar fácilmente. Somos hipersentimentales y realistas, mundanos y materialistas; ¿conoces alguna otra nación que actúe sólo por ideales? Comemos demasiado. No tenemos gusto, nos falta el sentido de la proporción. Despilfarramos nuestra energía. En el Viejo Mundo dicen de nosotros que pasamos de la barbarie a la decadencia sin detenernos en una cultura intermedia. ¿No será porque nuestros críticos no poseen la llave o el lenguaje de nuestra cultura? Eso es lo que somos, Cal, todos nosotros. Tú tampoco eres muy diferente.

—Sigue —dijo Cal. Sonrió y repitió—: Sigue hablando.

—Ya no es necesario —respondió Lee—. Ya he terminado. Me gustaría que tu padre hubiese regresado. Me tiene preocupado.

Y Lee abandonó la habitación con ademán nervioso.

En el vestíbulo, tras la puerta de entrada, encontró a Adam recostado en la pared, con el sombrero echado sobre los ojos y los hombros caídos.

—Adam, ¿qué le pasa?

—No lo sé. Debo de estar cansado.

Lee lo tomó por el brazo, y pareció como si tuviese que guiarlo hacia el salón. Adam se dejó caer pesadamente en el sillón, y Lee le quitó el sombrero. Adam se frotó el dorso de la mano izquierda con la derecha. Sus ojos tenían una expresión extraña, muy clara, pero fija. Y sus labios estaban resecos e hinchados; hablaba como un sonámbulo, con palabras lentas de sonido distante. Se frotó enérgicamente la mano.

—Es extraño —observó. Debo de haberme desvanecido en la oficina de Correos. Nunca me había desvanecido. El señor Pioda me ayudó a levantarme. Creo que sólo duró unos segundos. Nunca me había desmayado.

—¿Había correspondencia? —preguntó Lee.

—Sí, sí, creo que sí. —Metió la mano izquierda en el bolsillo, para sacarla al instante—. Tengo la mano entumecida —dijo a modo de excusa.

E introdujo entonces la mano derecha, sacando una tarjeta amarilla del Gobierno.

—Me parece que ya la he leído —siguió diciendo—. Debo de haberla leído. —La levantó a la altura de sus ojos y luego la dejó caer sobre sus rodillas—. Lee, me parece que tendré que usar gafas. Nunca las había necesitado en mi vida. No puedo leer. Las letras bailan ante mis ojos.

—¿La leo yo?

—Tiene gracia. Bien, lo primero que tengo que hacer es comprarme unas gafas. Sí, ¿qué dice?

Y Lee leyó:

—«Querido padre: Estoy en el ejército. Les he dicho que tenía dieciocho años. Estoy bien. No se preocupe por mí. Aron».

—Tiene gracia —repitió Adam—. Me parece como si ya la hubiese leído. Pero creo que no.

Y volvió a frotarse la mano.