Capítulo 35
1
Lee ayudó a Adam y a los chicos a trasladarse a Salinas, lo cual significa que lo hizo todo: preparó los equipajes, los acompañó hasta el tren, cargó el asiento posterior del Ford con toda clase de bultos y, al llegar a Salinas, deshizo el equipaje y acompañó a la familia hasta la casita de Dessie, donde los dejó instalados. Después de hacer todo lo posible para que estuvieran cómodos, y unas cuantas cosas más por completo innecesarias, y cuya única finalidad era retrasar su partida, una noche, con toda formalidad, fue al encuentro de Adam después de que los mellizos se acostaran. Quizás Adam se dio cuenta de cuáles eran las intenciones de Lee, al advertir su aire frío y ceremonioso.
—Está bien —se resignó Adam—. Sabía que este momento llegaría. Cuéntame.
Aquel recibimiento echó por tierra el discurso que Lee se sabía de memoria, y que comenzaba diciendo: «Durante muchos años le he servido con toda fidelidad y desinterés, pero ahora me parece…»
—Lo he aplazado hasta donde me ha sido posible —dijo en su lugar—. Tenía preparado un discurso. ¿Quiere usted oírlo?
—¿Sientes realmente deseos de pronunciarlo?
—No —respondió Lee—. En absoluto. Y es una lástima, porque es un discurso precioso.
—¿Cuándo piensas irte? —preguntó Adam.
—Tan pronto como sea posible. Tengo miedo de que mi resolución se debilite si no la realizo. ¿Quiere usted que me quede hasta encontrar sustituto?
—No es necesario —contestó Adam—. Ya sabes que hago las cosas muy despacio, y, por lo tanto, podría transcurrir un cierto tiempo. Podría incluso suceder que nunca me decidiese a hacerlo.
—Entonces, me iré mañana.
—Será un disgusto tremendo para los chicos —afirmó Adam—. No sé cómo lo tomarán. Tal vez sería mejor que te fueses sin decir una palabra, y más tarde yo se lo contaría.
—He observado que los niños siempre consiguen sorprendernos —repuso Lee.
Y así fue. A la mañana siguiente, durante el desayuno, Adam les dio la noticia:
—Muchachos, Lee nos deja.
—¿Ah, sí? —dijo Cal—. Esta noche hay partido de baloncesto. La entrada cuesta diez centavos. ¿Nos deja ir?
—Si. Pero ¿no habéis oído lo que he dicho?
—Claro —respondió Aarón. Ha dicho usted que Lee nos deja.
—Pero es que no volverá.
—¿Adónde va? —preguntó Cal.
—A San Francisco.
—¡Oh! —exclamó Aarón. Hay un hombre en la calle Mayor. Tiene una pequeña estufa y fríe salchichas y hace bocadillos con ellas. Cuestan un níquel. Y te deja poner toda la mostaza que quieras.
Lee estaba de pie ante la puerta de la cocina, mirando a Adam y sonriendo.
Cuando los mellizos cogieron los libros para ir al colegio, Lee se despidió de ellos.
—¡Adiós, muchachos! —les dijo.
—¡Adiós! —le respondieron.
Y salieron corriendo de la casa.
Adam tenía los ojos fijos en su taza de café, y dijo, a modo de excusa:
—¡Qué pequeños brutos! Ahí tienes tu recompensa por haberlos cuidado durante más de diez años.
—Prefiero que sea así —respondió Lee—. Si fingieran pena, mentirían. Y yo no quiero que sean unos hipócritas. Puede que alguna vez piensen en mí cuando estén a solas. No quiero verles tristes. Espero no ser tan mezquino y estrecho de espíritu como para sentir satisfacción porque me echan de menos —depositó cincuenta centavos sobre la mesa, delante de Adam—. Cuando esta noche vayan al partido de baloncesto, deles esto de mi parte, y dígales que se compren con ellos los bocadillos de salchicha. Mi regalo de despedida resultará acaso veneno, por lo que he visto.
Adam examinó el cesto cilíndrico que Lee había llevado al comedor.
—¿Es éste todo tu equipaje, Lee?
—Esto es todo, si exceptuamos los libros; los he metido en cajas y los he dejado en el sótano. Si a usted no le importa, los mandaré a buscar o vendré yo mismo a por ellos una vez que esté instalado.
—No faltaba más. Te echaré de menos, Lee, tanto si ello te agrada como si no. ¿Sigues pensando en montar la librería?
—Esa es mi intención.
—Supongo que ya tendremos noticias tuyas.
—No lo sé. Todavía no he pensado en ello. Dicen que un corte limpio cura más deprisa. No hay para mí nada más triste que los recuerdos sujetos por el pegamento de los sellos de correo. Si no se puede ver, oír o tocar a un hombre, es mejor dejarlo marchar.
Adam se levantó de la mesa.
—Te acompañaré hasta la estación.
—¡No! —exclamó Lee con voz aguda—. No, no quiero. Adiós, señor Trask. Adiós, Adam.
Salió tan deprisa de la casa que el adiós de Adam le llegó cuando estaba ya al pie de la escalinata de entrada. Y cuando Adam exclamó: «No olvides escribirnos», sus palabras se mezclaron con el golpe de la puerta del jardín al cerrarse.
2
Aquella noche, después del partido de baloncesto, Cal y Aron tenían cada uno cinco bocadillos de salchicha, lo cual resultó muy oportuno, porque Adam se olvidó de preparar la cena. Al volver a casa, los mellizos se pusieron a hablar de Lee por primera vez.
—¿Por qué se habrá ido? —preguntó Cal.
—Ya había dicho que se iría.
—¿Qué crees que hará sin nosotros?
—No lo sé. Te apuesto a que vuelve —contestó Aron.
—¿Qué quieres decir? Papá ha dicho que pensaba montar una librería. Tiene gracia. Una librería china.
—Volverá —aseguró Aarón. Se sentirá muy solo sin nosotros. Ya verás. —Te apuesto cinco centavos a que no vuelve.
—¿Antes de cuándo?
—A que nunca vuelve.
—Apostados —respondió Aron.
Aron no pudo recoger el importe de la apuesta durante casi un mes, pero sí seis días después.
Lee llegó en el tren de las diez cuarenta, y abrió la puerta con su propia llave. Había luz en el comedor, pero Lee encontró a Adam en la cocina, rascando la gruesa costra negra de la sartén con la punta de un abrelatas.
Lee dejó su cesta en el suelo.
—Si la deja usted en remojo toda la noche, mañana saldrá por sí sola.
—¿Lo crees así? He quemado todo lo que he puesto en ella. Hay una cacerola de remolachas ahí afuera, en el patio. Olían tan mal que las he tenido que sacar de la casa. Las remolachas quemadas son espantosas, Lee —exclamó, y añadió luego—: ¿Sucede algo?
Lee tomó de sus manos la negra sartén, la metió en el fregadero y la llenó de agua.
—Si tuviésemos cocina de gas, podríamos preparar una taza de café en unos pocos minutos. Pero tendré que encender el fuego.
—La estufa no funciona —le advirtió Adam.
Lee levantó una tapa.
—¿Ya ha quitado usted la ceniza?
—¿La ceniza?
—Vaya usted al comedor —dijo Lee—. Prepararé café.
Adam esperó impaciente en el comedor, pero obedeció las órdenes de Lee. Por último, el chino apareció con dos tazas de café, que dejó sobre la mesa.
—Lo he preparado en una cacerolita —le explicó. Es mucho más rápido —se inclinó sobre el cesto cilíndrico y desató el cordón que lo mantenía cerrado. Sacó de su interior la botella de piedra—. Absenta china —dijo—. Tenemos ng-ka-py acaso para diez años más. Me he olvidado de preguntarle si me ha encontrado un sustituto.
—Te estás yendo por las ramas —observó Adam.
—Ya lo sé. Y sé también que lo mejor sería decirlo sencillamente y acabar de una vez.
—Has perdido tu dinero jugando al fantán.
—No. Ojalá fuese así. No, todavía tengo mi dinero. Este maldito corcho está roto, tendré que meterlo en la botella —vertió un chorrito de negro licor en su café. Nunca lo bebo así —dijo—. Está bueno, ¿verdad?
—Sabe a manzanas podridas —contestó Adam.
—Sí, pero recuerde que Sam Hamilton decía que se trataba de unas buenas manzanas podridas.
—¿Cuándo piensas decirme de una vez lo que te ha ocurrido? —preguntó Adam.
—No me ha ocurrido nada —respondió Lee—. Me sentía solo. Eso es todo. ¿No es bastante?
—¿Y tu librería?
—No me interesa. Me parece que ya lo sabía antes de subir al tren, pero he necesitado todo este tiempo para estar seguro de ello.
—Pero eso quiere decir que tu último sueño se ha desvanecido.
—Buen viaje —dijo Lee, quien parecía estar al borde de la histeria—. Señal Tlask, el cliado chino clee que se va a ponel bolacho.
Adam se alarmó.
—Pero ¿qué diablos te ocurre?
Lee se llevó la botella a los labios y echó un largo y ardiente trago, y exhaló luego los vapores que abrasaban su garganta.
—Adam —dijo, me siento incomparablemente, increíblemente, enormemente contento de hallarme otra vez en casa. Jamás me había sentido tan solo.