Capítulo 43
1
A finales de verano, Lee salió a la calle con su gran cesta de la compra. Desde que vivía en Salinas, Lee se había vuelto un norteamericano conservador en el vestir. Por lo general, llevaba trajes de paño fino negro cuando salía de casa. Usaba camisas blancas, con altos cuellos duros, y lucía con afectación corbatas de lazo de estrechas cintas negras, semejantes a las que solían llevar antaño, como distintivo, los senadores del sur. Sus sombreros eran siempre negros, de copa redonda y de ala ancha, y abombados como si tuviera que ocultar aún su coleta recogida. Iba siempre inmaculadamente vestido.
Una vez, Adam observó el discreto esplendor del vestuario de Lee, y éste le sonrió.
—Tengo que hacerlo —le explicó—. Hay que ser muy rico para vestir tan desastradamente como usted. Los pobres debemos vestir bien.
—¡Pobres! —estalló Adam—. Tendrás que prestarnos dinero antes de que nos demos cuenta.
—Pudiera ser —respondió.
Aquella tarde, Lee depositó su pesada cesta en el suelo, al tiempo que decía:
—Voy a ver si hago sopa de melón de invierno. Es una receta china. Tengo un primo en el Barrio Chino que me ha dicho cómo hay que prepararla. Mi primo se dedica a la pirotecnia y está también metido en el juego del fantán.
—Creía que no tenías parientes —dijo Adam.
—Todos los chinos son parientes, y los que llevan el apellido Lee todavía lo son más —le aclaró Lee—. Mi primo es un Suey Dong. Tuvo que retirarse recientemente a causa de su salud y aprendió a cocinar. Hay que poner el melón en una cacerola, cortarle con cuidado un extremo, meter en él un pollo entero, setas, castañas hervidas, puerros y una pizca de jengibre. Luego se vuelve a poner el casco que se ha cortado en su sitio y se deja cocer a fuego lento durante dos días. Tiene que estar bueno.
Adam estaba recostado en su silla, con la cabeza echada hacia atrás entre las dos manos entrelazadas, y sonreía mirando al techo.
—Muy bueno, Lee, muy bueno —corroboró.
—Ni siquiera me ha escuchado —se quejó Lee.
Adam se enderezó.
—Uno piensa que conoce a sus propios hijos, y luego se da cuenta de que no es verdad —comentó.
Lee sonrió.
—¿Se le ha escapado algún detalle de sus vidas? —preguntó.
Adam rio por lo bajo.
—Lo descubrí por casualidad —aseguró—. Sabía que Aron no paraba mucho en casa este verano, pero imaginaba que estaba jugando en alguna parte.
—¡Jugando! —exclamó Lee—. Hace años que no juega.
—Bueno, pues haciendo cualquier cosa —prosiguió Adam—. Pero hoy me he encontrado con el señor Kilkenny, ya sabes, el director del instituto. Creía que yo ya lo sabía todo. ¿Sabes lo que está haciendo este muchacho?
—No —respondió Lee.
—Ha hecho el trabajo de todo el curso siguiente. Se prepara para realizar los exámenes de ingreso en la universidad, y de este modo se ahorra un año. Y Kilkenny está seguro de que aprobará. ¿Qué te parece?
—Es muy notable —dijo Lee—. ¿Por qué lo hace?
—¡Pues para ahorrarse un año!
—¿Y para qué quiere ahorrarse un año?
—Maldita sea, Lee, es un chico ambicioso. ¿No lo comprendes?
—No —respondió Lee—. Soy incapaz de comprenderlo.
—Nunca habló de ello. Me pregunto si lo sabe su hermano.
—Creo que Aron quiere que sea una sorpresa. No debemos decir nada hasta que él lo haga.
—Supongo que tienes razón. ¿Sabes, Lee? Me siento orgulloso de él, terriblemente orgulloso. Estoy encantado. ¡Ojalá Cal tuviese esas ambiciones!
—Acaso las tenga —le advirtió Lee—. Puede que también guarde algún secreto.
—Es posible. Últimamente no se le ve mucho. ¿Crees que es bueno que siempre ande por ahí?
—Cal trata de encontrarse a sí mismo —contestó Lee—. Supongo que es normal esta especie de juego al escondite. Hay mucha gente que no lo supera en toda su vida, para su desgracia.
—Imagínate —dijo Adam—. Tiene todavía todo un año de trabajo por delante. Cuando nos lo diga, creo que deberíamos hacerle un regalo.
—Un reloj de oro —sugirió Lee.
—Buena idea —repuso Adam—. Voy a comprar uno y se lo grabaré. ¿Qué debería ponerle?
—El joyero se lo dirá —respondió Lee—. Se saca el pollo al cabo de dos días, se deshuesa y se vuelve a poner la carne en el interior.
—¿Qué pollo?
—El de la sopa de melón de invierno —le aclaró Lee.
—¿Y tenemos bastante dinero para mandarlo a la universidad, Lee?
—Si tenemos cuidado y él no hace gastos excesivos, sí.
—No los hará —aseguró Adam.
—Yo jamás pensé que los haría, pero los he hecho —admitió Lee.
Y examinó la manga de su chaqueta con admiración.
2
La parroquia de la Iglesia episcopal de San Pablo era espaciosa y desahogada. Había sido construida para clérigos de familia numerosa. El reverendo Rolf, que era soltero y de gustos muy sencillos, cerró casi toda la casa, pero cuando Aron necesitó un lugar para estudiar, le dejó una gran estancia y le ayudó con sus estudios.
El señor Rolf le tenía mucho cariño a Aron. Admiraba la angelical belleza de su rostro y sus suaves mejillas, sus caderas estrechas y sus piernas, largas y rectas. Le gustaba sentarse en la habitación y observar el rostro de Aron, tenso por el esfuerzo que hacía para aprender. Comprendió por qué Aron no podía estudiar en su casa, en un ambiente poco propicio para la formación de un pensamiento claro y límpido. El señor Rolf consideraba a Aron un producto suyo, su hijo espiritual, su contribución a la Iglesia. Le parecía verse a sí mismo durante los afanes que lo llevaron al celibato, y creía guiarlo hacia aguas tranquilas.
Sus discusiones eran largas, íntimas y personales.
—Ya sé que me critican —decía el señor Rolf. Lo que ocurre es que creo en una Iglesia más elevada que la de algunas personas. Nadie podrá convencerme de que la confesión no sea un sacramento tan importante como la comunión. Y pon atención a lo que te digo: poco a poco, haré que la gente vuelva a ella, pero hay que hacerlo con precaución.
—Cuando tenga una parroquia, yo también lo haré.
—Requiere gran tacto —le advirtió el señor Rolf.
—Me gustaría que en nuestra iglesia tuviésemos… —comenzó a decir Aron; bien, no veo por qué no he de decirlo: me gustaría que tuviésemos algo así como los agustinos o los franciscanos. Algún lugar donde retirarse. A veces me siento maculado, y deseo apartarme del lodo y purificarme.
—Conozco esos sentimientos —corroboró el señor Rolf con seriedad—. Pero en eso no estoy de acuerdo contigo. No creo que nuestro Señor desee que los sacerdotes se retiren del servicio del mundo. Recuerda cómo Él insistía en que debemos predicar el Evangelio, ayudar a los enfermos y a los pobres e incluso revolcarnos en la inmundicia para sacar a los pecadores del fango. Debemos tener siempre presente su ejemplo.
Sus ojos se iluminaron y su voz se volvió gutural, como cuando pronunciaba un sermón.
—Acaso no debiera decirte esto, y espero que no pensarás que siento algún orgullo por decirlo —continuó—. Pero es algo que irradia gloria. Durante las últimas cinco semanas ha venido todos los días una mujer al servicio de la tarde. No creo que hayas podido verla desde el coro. Se sienta siempre en el último banco de la izquierda. Sí, sí que puedes verla, porque la esquina no la tapa. Sí, puedes verla. Va cubierta con un velo y siempre sale antes de que yo pueda volver de la procesión del clero al finalizar el servicio.
—¿Quién es ella? —preguntó Aron.
—Supongo que ya tienes edad para saber esas cosas. Hice discretas averiguaciones, y nunca adivinarías quién es. Es…, bien…, la dueña de una casa de mala reputación.
—¿Aquí, en Salinas?
—Si, en Salinas —el señor Rolf se inclinó—. Aron, ya veo la repulsión que eso te inspira, pero tienes que aprender a vencerla. No olvides a nuestro Señor y a María Magdalena. Sin el menor orgullo, te digo que me alegraría poder salvarla.
—¿Qué viene a hacer aquí? —preguntó Aron.
—Acaso viene a buscar lo que nosotros podemos ofrecerle, la salvación. Por supuesto, requerirá mucho tacto, ya lo preveo. Y toma nota de mis palabras: esa clase de mujeres son tímidas. Un día llamará con los nudillos a mi puerta y me pedirá permiso para entrar. Y cuando ese momento llegue, Aron, ruego a Dios que me ilumine para que sepa ser sabio y paciente. Debes creerme, cuando ocurre eso, cuando un alma perdida busca la luz, es la experiencia más hermosa y más sublime que puede tener un sacerdote. Esta es nuestra razón de ser, Aron, ésta es nuestra razón de ser.
El señor Rolf dominaba su respiración con dificultad.
—Pido a Dios que yo sea digno de ello —añadió.
3
Adam Trask pensaba en la guerra como si se tratase de su ya tan difusa campaña contra los indios. Nadie sabía nada acerca de una conflagración total y general. Lee leía la historia de Europa, tratando de discernir, gracias a los hilos conductores del pasado, cuál seria el futuro.
Liza Hamilton murió con una ligera sonrisa impresa en su rostro, y sus pómulos se quedaron extrañamente prominentes cuando el color desapareció de sus mejillas.
Y Adam esperaba con impaciencia que Aron le comunicase el resultado de los exámenes. Ocultaba el macizo reloj de oro bajo los pañuelos, en el cajón superior de su armario: le daba cuerda todos los días, lo mantenía en hora y comprobaba su exactitud con su propio reloj.
Lee ya tenía sus instrucciones. Por la tarde del día en que debían conocerse los resultados, tenía que preparar un pavo y hacer una tarta.
—Tendremos que celebrar una fiesta —dijo Adam—. ¿Qué tal con champán?
—Muy bien —contestó Lee—. ¿No ha leído a Von Clausewitz?
—¿Quién es?
—No es una lectura muy tranquilizadora —le aseguró Lee—. ¿Sólo una botella de champán?
—Será suficiente. Sólo para los brindis, ¿sabes? Va muy bien en las fiestas.
A Adam no se le pasaba ni por la imaginación que Aron pudiese suspender.
Una tarde, Aron se acercó a Lee y le preguntó:
—¿Dónde está mi padre?
—Se está afeitando.
—Hoy no vendré a cenar —le anunció Aron.
En el cuarto de baño se colocó detrás de su padre y habló con la imagen enjabonada del espejo.
—El señor Rolf me ha invitado a cenar con él en la parroquia. Adam limpió su navaja en un pedazo de papel higiénico doblado.
—Me parece muy bien —contestó.
—¿Puedo bañarme?
—Termino dentro de un minuto —le prometió Adam.
Cuando Aron atravesó la sala, dijo «buenas noches» y se fue; Cal y Adam lo siguieron con la mirada.
—Se ha puesto mi colonia —dijo Cal—. Hay que ver cómo huele.
—Debe de tratarse de una gran fiesta —comentó Adam.
—No le censuro que quiera celebrarlo. Ha trabajado mucho.
—¿Celebrar qué?
—Los exámenes. ¿No se lo ha dicho? Los ha aprobado.
—Ah, sí, los exámenes —balbució Adam—. Sí, ya me lo dijo. Magnífico trabajo. Me siento orgulloso de él. Pienso regalarle un reloj de oro.
—¡No se lo ha dicho! —exclamó Cal con aspereza.
—Oh, sí, sí. Me lo dijo esta mañana.
—Esta mañana aún no lo sabía —afirmó Cal, y luego se levantó y se fue.
Caminó a grandes zancadas en medio de la oscuridad creciente, cruzó la Avenida Central, atravesó el parque y dejó atrás la casa del famoso general Jackson, hasta llegar a un lugar donde faltaban las farolas del alumbrado y la calle se convertía en un camino vecinal. Una vez allí, dio un rodeo para evitar la granja Tollot.
A las diez, Lee, que había salido para enviar una carta, encontró a Cal sentado en el escalón inferior de la escalinata del porche.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó.
—He estado paseando.
—¿Qué pasa con Aron?
—No lo sé.
—Pareces enojado. ¿Quieres acompañarme hasta la oficina de Correos?
—No.
—¿Para qué estás sentado ahí?
—Lo espero para romperle la cara.
—No lo hagas —le aconsejó Lee.
—¿Por qué no?
—Porque no creo que pudieses. Te dejaría medio muerto.
—Tal vez tengas razón —admitió Cal—. ¡Valiente hijo de puta!
—Cuida tu lenguaje.
Cal se echó a reír.
—Me parece que te acompaño.
—¿Has leído a Von Clausewitz?
—Nunca oí hablar de él.
Cuando Aron volvió a casa, era Lee quien lo esperaba en el escalón inferior de la escalinata del porche.
—Te he salvado de una paliza —le aseguró Lee—. Siéntate.
—Voy a acostarme.
—¡Siéntate! Quiero hablar contigo. ¿Por qué no le dijiste a tu padre que habías aprobado los exámenes?
—No lo hubiera entendido —respondió Aron.
—¿Qué mosca te ha picado?
—No me gusta esa clase de lenguaje tan vulgar.
—¿Por qué te crees que lo uso? No soy profano por casualidad. Aron, tu padre sólo vivía pensando en eso.
—¿Cómo se enteró?
—Deberías habérselo dicho tú mismo.
—Eso a ti no te importa.
—Quiero que vayas y que lo despiertes si está dormido, aunque no creo que lo esté. Quiero que tú se lo digas.
—No lo haré.
—¿Nunca has tenido que luchar contra un hombre bajito, un hombre con la mitad de tu estatura? —preguntó Lee con suavidad.
—¿Qué quieres decir?
—Es una de las cosas más molestas del mundo. El no cejará, y tú no tendrás más remedio que pegarle, y eso será peor porque entonces sí que estarás metido en un lío.
—¿De qué estás hablando?
—Si no haces lo que te digo, Aron, tendré que luchar contigo. ¿No te parece ridículo?
Aron trató de pasar, pero Lee se alzó frente a él, con sus pequeños puños apretados torpemente, y con una guardia y una postura tan ridículas que no pudo contenerse y soltó una carcajada.
—No sé cómo hay que hacerlo, pero voy a intentarlo —aseguró Lee. Aron se apartó de él con nerviosismo y, cuando finalmente se decidió a sentarse en los escalones, Lee lanzó un suspiro.
—Gracias a Dios que no tendré que hacerlo —comentó aliviado—. Hubiera sido terrible. Escucha, Aron, ¿puedes decirme lo que te pasa? Antes siempre me lo contabas todo.
—Quiero irme. Esta ciudad es asquerosa —estalló Aron de pronto.
—No, no lo es. Es como todas.
—Yo no soy de aquí. Ojalá nunca hubiésemos venido. No sé qué me pasa, pero quiero irme.
Lee le rodeó los hombros para tranquilizarlo.
—Es que estás creciendo. Acaso ése sea el motivo —dijo con dulzura—. A veces pienso que el mundo nos somete a las más duras pruebas, y eso hace que nos repleguemos en nosotros mismos y nos contemplemos con horror. Pero eso no es lo peor. Pensamos que todo el mundo puede ver dentro de nosotros. Cuando esto ocurre, la inmundicia es doblemente repugnante, y la pureza se nos muestra blanca y resplandeciente. Aron, esto pasará. Sólo tienes que esperar un poco. Ya sé que no es un gran consuelo, porque no te lo crees, pero es lo mejor que puedo hacer por ti. Trata de comprender que las cosas no son ni tan buenas ni tan malas como ahora te parecen. Sí, yo puedo ayudarte. Ahora vete a la cama, y mañana levántate temprano y comunícale a tu padre el resultado de los exámenes. Procura mostrarte animado. Está más solo que tú porque no tiene un futuro maravilloso con el que soñar. Haz las cosas como es debido, como solía decir Sam Hamilton. Hazlo. Y ahora a la cama. Tengo que hacer una tarta… para el desayuno de mañana. Por cierto, Aron, tu padre te ha dejado un regalo bajo la almohada.