Capítulo 2

1

Tengo que fiarme de lo que oí decir, de viejas fotografías, de historias que me contaron, y de recuerdos confusos y mezclados con fábulas, al tratar de contar quiénes eran los Hamilton. No eran personas destacadas, y no queda casi nada que nos los recuerde, excepto los típicos documentos sobre el nacimiento, el matrimonio, la propiedad de tierras y la muerte.

El joven Samuel Hamilton procedía de Irlanda del Norte, lo mismo que su esposa. Era hijo de unos modestos agricultores, ni ricos ni pobres, cuya familia vivía desde hacía muchos cientos de años en una casa de piedra asentada dentro de los límites de una heredad. Los Hamilton se esforzaron por adquirir una sólida instrucción y una perfecta educación; y, como suele ocurrir frecuentemente en la verde Irlanda, tenían relación y parentesco con gentes tanto de muy alta como de muy baja posición, de modo que uno de sus primos podía ser un barón y otro un pordiosero. Y, por descontado, eran descendientes de los antiguos reyes de Irlanda, como todos los irlandeses.

No sabría decir por qué razón Samuel dejó la casa de piedra y los verdes campos de sus antepasados. Jamás se metió en política, así es que ninguna acusación de rebeldía le obligaba a expatriarse, y por otra parte era honrado en extremo, lo cual elimina a la policía como causa de su marcha. Se susurraba en mi familia, sin que ello siquiera llegase a adquirir el grado de rumor, que fue el amor quien lo obligó a marcharse, y no precisamente el amor por la mujer con la cual se casó. Pero yo no sabría decir si se trataba de un amor correspondido o bien si lo que le obligó a irse fue la amargura producida por un amor desgraciado. Siempre preferimos creer que se trataba de lo primero. Samuel era bien parecido, poseía atractivo e irradiaba alegría. Es difícil creer que las jóvenes irlandesas le rehuyesen.

Llegó al valle Salinas en la flor de la edad y rebosante de salud, ideas y energías. Tenía los ojos azules, y cuando estaba cansado, uno de ellos se desviaba ligeramente hacia fuera. Era un hombre fuerte y robusto, pero lleno de delicadeza. En medio del polvo de las labores agrícolas, parecía siempre inmaculado. Tenía muy buenas manos. Era un buen herrero, carpintero y escultor en madera, y con cuatro pedazos de ésta y otros de metal, construía e improvisaba los objetos más variados. Se pasaba la vida rumiando la manera de mejorar algo consagrado por el uso, con el fin de aumentar su utilidad y acelerar su construcción, pero siempre le faltó el talento necesario para hacer dinero. Otros más listos se aprovecharon de los inventos de Samuel, vendiéndolos y enriqueciéndose con ellos, pero Samuel apenas si tuvo lo necesario para sustentarse durante toda su vida.

Ignoro por qué había dirigido sus pasos hacia el valle Salinas. Era un lugar muy inadecuado para un hombre que provenía de un país tan lleno de verdor, pero el hecho es que llegó allí treinta años antes del principio de este siglo, y llevó con él a su menuda esposa irlandesa, una rígida y envarada mujercilla tan desprovista de humor como un polluelo. Poseía una dura mollera presbiteriana y unas reglas morales tan estrictas que, para ella, casi todo cuanto hay de agradable en esta vida era pecado.

Ignoro dónde la conoció Samuel, y cómo se prometieron y se casaron. Creo que debió de haber habido alguna otra mujer en su corazón, porque era un hombre muy propenso al amor, y su esposa no era una mujer que hiciese gala de un excesivo sentimentalismo. A pesar de esto, durante todos los años que transcurrieron desde su juventud hasta su muerte en el valle Salinas, no hubo jamás el menor atisbo de que Samuel se interesara por otra mujer.

Cuando Samuel y Liza llegaron al valle Salinas, toda la tierra llana estaba ya ocupada, así como las ricas hondonadas, los pequeños y fértiles bancales de las colinas y los bosques, pero todavía quedaban tierras marginales donde asentarse, y Samuel se estableció en los montes desnudos que hay al este de lo que hoy es King City.

Lo hizo según las prácticas acostumbradas. Tomó un cuarto de sección para sí y otro cuarto para su esposa y, puesto que ésta estaba embarazada tomó otro cuarto para el hijo que había de venir. En el transcurso de los años nacieron hasta nueve vástagos, cuatro varones y cinco hembras, y a cada nacimiento se añadía un nuevo cuarto de sección a la hacienda, lo que suma en total setecientas hectáreas. Si la tierra hubiese sido buena, los Hamilton hubieran sido ricos. Pero aquellas hectáreas eran estériles y secas. No había en ellas manantiales, y la capa de tierra era tan delgada que a través de ella asomaban los huesos pelados de las rocas. Incluso la artemisa tenía que luchar para subsistir en ella, y los robles eran enanos, debido a la falta de humedad. Hasta en los años buenos había tan poco pasto que el flaco ganado vagaba de un lado a otro sin encontrar casi nada que comer.

Desde sus peladas colinas, los Hamilton podían dirigir la mirada hacia poniente y contemplar la lozanía de las tierras bajas y el verdor que se extendía junto a las riberas del río Salinas.

Samuel edificó la casa con sus propias manos, y levantó asimismo un establo y una herrería. Pronto advirtió que, aunque dispusiese de cinco mil hectáreas de terreno, no podía plantar nada en aquel suelo pedregoso sin tener agua. Con sus hábiles manos fabricó una torre de perforación, y abrió pozos en las tierras de otros hombres más afortunados. Inventó y construyó una trilladora y recorría las granjas del valle en época de cosecha, trillando el grano que sus tierras eran incapaces de darle. Y en su herrería afilaba arados, reparaba traíllas, soldaba ejes rotos y herraba caballos. Hombres de todos los puntos del condado le llevaban sus herramientas para que se las reparase y mejorase. Además, les agradaba oír cómo Samuel hablaba del mundo y de sus ideas, de la poesía y de la filosofía que se desarrollaban más allá del valle Salinas. Poseía una voz sonora y profunda, muy apta tanto para el discurso como para el canto, sin el menor acento irlandés, y su charla tenía una cadencia, un ritmo y una armonía que la hacía sonar como una dulce música a los oídos de los taciturnos granjeros del valle. Estos solían traer whisky y, evitando que los sorprendiera desde la ventana de la cocina la mirada reprobadora de la señora Hamilton, echaban reconfortantes traguitos de la botella, mordisqueando después tallos de anís verde silvestre para disimular el olor del whisky en su aliento.

Era raro no ver, por lo menos, a tres o cuatro hombres reunidos en torno a la forja, escuchando el sonido del martillo de Samuel, al propio tiempo que sus palabras. Para ellos, Samuel era un genio cómico, y regresaban a sus casas tratando de recordar hasta en sus menores detalles las historias que les contaba, y se maravillaban al constatar cómo se echaban a perder esas historias por el camino, porque jamás sonaban igual cuando las repetían en sus propias cocinas.

Samuel podía haberse enriquecido con su torre de perforación, su trilladora y su herrería, pero no tenía el menor sentido de los negocios. Sus parroquianos, que siempre andaban mal de dinero, prometían pagarle después de la cosecha, después de Navidad, después de lo que fuera, hasta que al final lo olvidaban, y Samuel era incapaz de recordárselo. Así es que los Hamilton continuaron siendo pobres.

Los hijos llegaban regularmente cada año. Los pocos médicos que había en la comarca, sobrecargados de trabajo, no solían ir a los ranchos cuando había un alumbramiento, a menos que la alegría de los primeros momentos se convirtiese en una pesadilla que continuase durante varios días. Samuel Hamilton ayudó a venir al mundo a sus hijos solo: ataba rápidamente sus cordones umbilicales, les daba unas palmaditas para que rompieran a llorar y limpiaba lo que se había ensuciado. El último nació con una pequeña obstrucción y comenzó a ahogarse y a ponerse violáceo, pero Samuel puso su boca contra la del recién nacido, insuflando y aspirando aire, hasta que el niño pudo respirar libremente.

Samuel tenía tan buenas manos para estos menesteres, que los vecinos de treinta kilómetros a la redonda solían llamarlo para que ayudase en los partos. E iguales conocimientos y habilidad demostraba con las yeguas y las vacas que con las mujeres.

Samuel tenía un gran libro negro sobre un estante, al alcance de la mano, en cuyo lomo se podía leer en letras doradas: El médico en casa, por el doctor Gunn. Algunas de sus páginas estaban dobladas y manoseadas, mientras que otras jamás se abrieron a la luz. Hojear el Doctor Gunn es conocer la historia clínica de la familia Hamilton. Las partes del libro más manoseadas correspondían a fracturas de huesos, heridas, magulladuras, mordeduras, sarampión, lumbago, escarlatina, difteria, reumatismo, molestias de la mujer, hernia y, desde luego, todo lo relacionado con el embarazo y el alumbramiento. Los Hamilton debieron de haber sido o muy afortunados o muy rectos, porque jamás abrieron las secciones que trataban de gonorrea y sífilis.

Samuel era único para calmar los ataques de histeria y para tranquilizar a un niño asustado. Ello se debía a la dulzura de su voz y a su corazón tierno y compasivo. Y tanto por su persona como por sus opiniones Samuel daba la sensación de ser un hombre decente. Por eso, los hombres que acudían a su herrería para hablar y escucharle dejaban de blasfemar mientras permanecían allí, y no por imposición, sino voluntariamente, como si intuyeran que en ese lugar no era adecuado hacerlo.

Samuel siempre fue considerado un extranjero, tal vez debido a su acento; pero lo cierto es que tanto los hombres como las mujeres se sentían inclinados a confiarle cosas que no se hubieran atrevido a confesar ni a sus parientes ni a sus amigos íntimos. Su escasa curiosidad lo convertía en un hombre reservado y en el perfecto depositario de secretos ajenos.

Liza Hamilton era completamente diferente. Su cabeza era pequeña y redonda, y albergaba convicciones limitadas y categóricas. Poseía una naricilla respingona, una barbilla pequeña y voluntariosa y tal determinación que ni los propios ángeles se atrevían a llevarle la contraria.

Liza era una excelente cocinera, y tenía su casa —siempre la llamaba su casa— como los chorros del oro. Sus partos no la obligaban a abandonar por mucho tiempo el trabajo, a lo sumo debía tener cuidado durante un par de semanas. Debió de haber tenido una pelvis de ballena, porque trajo al mundo, uno después de otro, a una serie de hijos muy corpulentos y robustos.

Poseía un fino y desarrollado sentido del pecado. Para ella, el ocio era un pecado, lo mismo que jugar a las cartas, cosa que consideraba una variante del ocio. Se mostraba suspicaz ante la alegría originada por el baile, el canto o la risa. Estaba convencida de que las personas que se divertían eran presa fácil para el demonio, y era una pena, porque Samuel era un hombre muy risueño, pero supongo que también él era una presa fácil para el diablo, así que su esposa lo protegía con todas sus fuerzas.

Liza llevaba el cabello peinado hacia atrás, muy tirante, y recogido en un apretado moño. Y puesto que soy incapaz de recordar cómo iba vestida, debo concluir que ello se debe a que llevaba vestidos perfectamente acordes con su persona. No mostraba jamás el menor atisbo de humor, y sólo de vez en cuando soltaba alguna frase hiriente y mordaz que se pudiera tomar como tal. Sus nietos la temían porque era una mujer incapaz de sentir la menor debilidad. Vivió y sufrió valientemente y sin quejarse, convencida de que así era como quería su Dios que la gente viviese. Creía que la recompensa venía después.

2

Cuando llegaron al oeste los primeros inmigrantes, particularmente aquellos que procedían de las pequeñas y atestadas granjas europeas, y vieron que podían poseer un terreno con el simple requisito de firmar un papel y poner los cimientos de una casa, pareció entrarles de pronto una verdadera sed de tierra. Siempre querían más y más: buena tierra, si ello era posible, pero tierra, fuese como fuese. Quizá conservaban todavía, vagamente, el recuerdo de la Europa feudal, en la que las grandes familias fundaban su poderío y grandeza en la posesión territorial.

Los primeros que se establecieron adquirieron terrenos que no necesitaban y que no podían cultivar, e incluso se hicieron con tierras que no valían un céntimo por el mero placer de poseerlas. Y ello acarreó un cambio total en las proporciones. Un hombre que hubiera podido llamarse acomodado con cinco hectáreas de terreno en Europa, era más pobre que una rata en California, a pesar de poseer mil.

No pasó mucho tiempo sin que toda la tierra de las estériles colinas próximas a King City y a San Ardo estuviese distribuida entre familias harapientas esparcidas por los montes, que se esforzaban por arrancar su subsistencia del suelo árido y pedregoso. Su vida, como la de los coyotes, estaba cargada de ansiedad, desesperación y marginación. Llegaron sin dinero, sin bagaje, sin herramientas, sin crédito, y sobre todo sin el menor conocimiento del nuevo país al que se dirigían, ni la menor idea de lo que debían hacer en él. No sé si lo que los llevó allí fue una divina estupidez o una gran fe. A buen seguro, semejante ventura ya no existe ahora en el mundo. Pero las familias sobrevivieron y se multiplicaron. Disponían de una herramienta o un arma que ya ha desaparecido casi por completo, a no ser que sólo esté dormida momentáneamente. Suele decirse que su fe en un Dios de justicia y verdad les llevó a confiarse por entero en sus manos y que dejaron que los demás avatares de la vida se resolvieran por sí solos. Pero yo creo que, simplemente, confiaban en ellos mismos y se respetaban como individuos, que sabían sin el menor asomo de duda que eran personas útiles y potencialmente honradas; por ello podían ofrecer a Dios su propio valor y dignidad, y Dios se los devolvía centuplicados. Tales cosas han desaparecido, quizá porque los hombres ya no confían en ellos mismos, y cuando eso sucede, no hay nada que hacer excepto, quizás, encontrar algún hombre fuerte, aunque esté equivocado, asirse a los faldones de su levita y dejarse arrastrar por él.

Mientras muchos llegaban al valle Salinas sin un céntimo, había otros que, tras venderlo todo, llegaban con dinero para comenzar una nueva vida. Estos, por lo general, solían comprar tierra, tierra buena, y se construían casas de madera con tablones pulidos, que decoraban con alfombras y cristales de colores en las ventanas. Había muchas familias de este tipo que solían asentarse en las tierras fértiles del valle, de las que arrancaban la mostaza para plantar trigo.

Adam Trask fue uno de ellos.