Capítulo 47
1
En la casa de los Trask, cercana a la panadería de Reynaud, Lee y Adam colocaron un mapa del frente occidental, con chinchetas de colores clavadas en él, lo que les dio cierta sensación de participación en la contienda. Luego, murió el señor Kelly, y Adam Trask fue designado para ocupar su puesto en la oficina de reclutamiento. Era el hombre idóneo para aquel trabajo. La fábrica de hielo no le ocupaba mucho tiempo, y tenía una hoja de servicios limpia y todos los honores.
Adam Trask había visto una guerra, una pequeña guerra de maniobra y carnicería, pero cuando menos, había experimentado la inversión de las reglas, cuando se permite a un hombre matar a cuantos seres humanos pueda. Adam no se acordaba muy bien de su guerra. Algunas agrias imágenes permanecían en su memoria; un rostro de hombre, los cuerpos apilados y quemados, el sonido de las vainas de los sables en el galope, el fragoroso y ensordecedor disparo de las carabinas, la delgada y fría voz de un clarín en la noche… Pero las imágenes de Adam estaban congeladas. No tenían movimiento ni emoción; eran como ilustraciones de un libro, y ni siquiera bien dibujadas.
Adam trabajaba dura, honesta y melancólicamente. No podía desprenderse del sentimiento de que los jóvenes que enviaba al ejército se hallaban sentenciados a muerte. Buen conocedor de su debilidad, trató de compensarla incrementando su rigurosidad y meticulosidad, lo que le llevó a aceptar cada vez menos las excusas o las alegaciones de inutilidad. Se llevaba las listas a casa, hablaba con los padres, en una palabra, hizo mucho más de lo que se esperaba de él. Se sentía como un juez que odia la horca.
Henry Stanton observaba cómo Adam enflaquecía y se retraía, y Henry era un hombre a quien le gustaba la diversión, la necesitaba. Un socio que derramaba melancolía lo ponía enfermo.
—Descansa —le dijo a Adam—. Tratas de cargar con todo el peso de la guerra. Y ésa no es tu responsabilidad. Tu trabajo se limita a obedecer una serie de reglas. Síguelas y descansa. No estás dirigiendo la guerra.
Adam movió las persianas de forma que no le diesen en los ojos los últimos rayos del sol, y miró las agudas líneas paralelas que la luz dibujaba en su mesa.
—Lo sé —admitió con cansancio—. ¡Oh, ya sé todo eso! Pero Henry, precisamente porque hay que escoger, y es mi juicio el que decide sobre méritos y circunstancias, no puedo cruzarme de brazos. Aprobé para el servicio militar al hijo del juez Kendall, y murió en el entrenamiento.
—Ese no es tu problema, Adam. ¿Por qué no te tomas unos tragos por la noche? Vete al cine y luego a dormir la borrachera. —Henry puso sus pulgares en su chaleco y se inclinó hacia atrás en su silla—. Ya que estamos hablando sobre ello, Adam, me parece que con tantas preocupaciones les haces un flaco favor a los candidatos. Tú apruebas a chicos que yo rechazaba.
—Ya lo sé —respondió Adam—. Me pregunto cuánto tiempo durará esto.
Henry lo examinó con perspicacia y sacó un lápiz, con goma en un extremo, de uno de los repletos bolsillos de su chaleco, y se frotó con ella sus grandes y blancos dientes.
—Ya sé lo que quieres decir —dijo quedamente.
Adam lo miró sorprendido.
—¿Qué quiero decir? —le preguntó.
—No te enfades. Antes nunca me había planteado que tenía mucha suerte por el hecho de tener niñas.
Adam pasó el dedo índice a lo largo de una de las sombras reflejadas sobre su escritorio.
—Sí —dijo, con una voz tan suave como un suspiro.
—Todavía falta mucho para que movilicen a tus chicos.
—Sí —contestó Adam; su dedo entró en una línea de luz y entonces retrocedió lentamente.
—Detestaría tener que… —comenzó a decir Henry.
—¿Qué detestarías?
—Me preguntaba cómo me sentiría si tuviese que decidir sobre mis propios hijos.
—Yo dimitiría —afirmó Adam.
—Sí, lo comprendo. Cualquier hombre se sentiría tentado a no admitirlos, quiero decir, a sus propios hijos.
—No —replicó Adam—. Yo dimitiría porque no podría rechazarlos para el servicio. Ningún hombre podría dejar que sus propios hijos eludieran el deber.
Henry cruzó sus dedos, formando un solo y enorme puño con sus dos manos que apoyó en el escritorio frente a sí. Su rostro tenía una expresión agria.
—No —dijo—. Tienes razón. Ninguno podría.
A Henry le agradaba la broma, y evitaba, siempre que podía, los temas solemnes o serios, porque los confundía con la pena. —¿Cómo le van las cosas a Aron en Stanford?
—Muy bien. Me escribe que tiene que trabajar mucho, pero cree que todo le irá bien. Estará en casa para el día de Acción de Gracias.
—Me gustaría verlo. Anoche vi a Cal, por la calle. Es un chico muy listo.
—Sí, pero no ha conseguido hacer dos años en uno.
—Bien, acaso no ha nacido para eso. Yo, por ejemplo, nunca fui a la universidad. ¿Y tú?
—Tampoco —contestó Adam—. Me alisté en el ejército.
—Es una buena experiencia. Apostaría a que no la cambiarías por nada.
Adam se levantó lentamente y descolgó su sombrero de los cuernos de ciervo de la pared.
—Buenas noches, Henry —dijo despidiéndose.
2
De regreso a casa, Adam meditaba acerca de su responsabilidad. Al pasar frente a la panadería de Reynaud, se encontró con Lee, que salía de ella con una dorada hogaza de pan francés.
—Siento muchos deseos de comer pan con ajo —dijo Lee.
—Yo lo prefiero con un filete —le respondió Adam.
—Hoy podrá comerlo. ¿Hubo correspondencia?
—He olvidado ir a buscarla.
Entraron en la casa y Lee se dirigió a la cocina. A los pocos instantes, Adam lo siguió y se sentó ante la mesa de la cocina.
—Lee, supón que enviamos a un chico al ejército y lo matan; ¿tenemos responsabilidad por ello? —le preguntó.
—Prosiga —le indicó Lee—. Preferiría que me lo expusiera todo seguido.
—Bien, supón que hay una ligera duda acerca de si el muchacho debe ser o no admitido en el ejército, pero nosotros lo admitimos, y después lo matan.
—Ya comprendo. ¿Y lo que le preocupa es su responsabilidad o que le culpen?
—No quiero que me culpen.
—A veces la responsabilidad es peor, ya que no comporta ningún egoísmo agradable.
—Estaba pensando en aquel día en que Sam Hamilton, tú y yo tuvimos una larga discusión por una palabra —dijo Adam—. ¿Cuál era esa palabra?
—Ah, sí. Esa palabra era timshel.
—Timshel… Y tú dijiste…
—Yo dije que en esa palabra se encerraba la grandeza de un hombre, si es que él quería aprovecharla.
—Recuerdo que eso le causó un gran placer a Sam Hamilton.
—Hizo que se sintiese libre —dijo Lee—. Le concedió el derecho de ser un hombre diferente de todos los demás.
—Eso significa la soledad.
—Todas las cosas grandes y preciosas son solitarias.
—Dime otra vez cuál era esa palabra.
—Timshel… Tú podrás.
3
Adam esperaba el día de Acción de Gracias con ansiedad, pues ese día Aron regresaría de la universidad. Aunque Aron había estado ausente muy poco tiempo, Adam lo había olvidado y cambiado de la manera que se cambian los seres amados en la distancia. Con Aron ausente, los silencios que se creaban eran resultado de su ausencia, y las contrariedades más nimias y triviales también se relacionaban con ella. Adam empezó a hablar y a alabar a su hijo, contando a personas que no sentían el menor interés por ello lo listo que era Aron y cómo había hecho dos años en uno. Pensó que sería muy adecuado celebrar debidamente el día de Acción de Gracias para que su hijo se diese cuenta de cómo se apreciaba su esfuerzo.
Aron vivía en una habitación amueblada en Palo Alto, y todos los días recorría a pie los dos kilómetros que lo separaban de la universidad. Se sentía presa del mayor desaliento. Siempre se había imaginado la universidad y cuanto la rodeaba como algo ambiguo y hermoso. La imagen que tenía de ella —que nunca había examinado con la debida atención— estaba formada por jóvenes de ojos límpidos y por doncellas inmaculadas, todos vestidos con togas académicas y convergiendo en un templo blanco situado en la cima de una colina boscosa, al atardecer. Sus rostros eran brillantes y devotos, y sus voces se alzaban en coro, y siempre era al atardecer. No tenía ni la más remota idea de dónde había sacado esta imagen de la vida académica; tal vez de los dibujos con los que Gustavo Doré ilustró el «Infierno» de Dante, con todos esos ángeles radiantes. La Universidad de Leland Stanford no era así. Un rígido cuadrilátero de bloques de arenisca parda, que se alzaban en un campo de heno; una iglesia con una fachada de mosaico italiano; aulas de pino barnizado, y el gran mundo de la lucha y el resquemor, recreado en cada altibajo de la amistad. Y los ángeles resplandecientes se habían convertido en muchachos con sucios pantalones de pana, algunos de los cuales chapoteaban en el estudio, mientras que otros se limitaban a imitar los pequeños vicios de sus padres.
Aron, que nunca se había dado cuenta de que tenía un hogar, sentía ahora una nostalgia terrible. No hizo el menor esfuerzo por comprender la vida que lo rodeaba, ni trató de penetrar en ella. El ruido natural, el barullo y las cabriolas de los estudiantes le parecían horribles después de su sueño. Abandonó la residencia universitaria para ir a ocupar su espantosa habitación amueblada, donde se dedicó a acariciar otro sueño recién nacido. En su nuevo y neutral escondite, prescindió por completo de la universidad, limitándose a asistir a sus clases y a volver, tan pronto como podía, a su retiro, para seguir alimentándose de sus recién encontrados recuerdos. La mansión contigua a la panadería de Reynaud le pareció cálida y acogedora; Lee, el compendio de los amigos y de los consejeros; su padre, una especie de dios frío y distante; su hermano, listo y encantador; y Abra… bien, Abra se convirtió en su sueño inmaculado y, después de haberlo creado, se enamoró de él. Por la noche, una vez terminados sus estudios, se ponía a escribir su carta nocturna a la amada, como si se sumergiese en un baño aromático. Y a medida que Abra iba convirtiéndose en un ser más radiante, más puro y más hermoso, Aron se fue complaciendo cada vez más en la noción de su propia perversidad. Lleno de frenesí, vertía sobre el papel alegres abyecciones, e iba a acostarse sintiéndose purificado, como un hombre después de hacer el amor. Escribió cada mal pensamiento que tenía, y después renunció a ellos. El resultado eran unas cartas de amor que rezumaban añoranza, y que por su tono elevado ponían a Abra muy nerviosa. Ella no podía saber que la sexualidad de Aron había tomado un rumbo inusitado.
Aron había cometido una equivocación. Podía admitirla, pero todavía no estaba en situación de enmendarla. Hizo un pacto consigo mismo. El día de Acción de Gracias volvería a casa, y entonces se sentiría seguro. No regresaría jamás a la universidad. Recordó que Abra sugirió una vez que podrían ir a vivir al rancho y aquello se convirtió en un sueño. Recordó los grandes robles y el aire vivo y transparente, el viento límpido, cargado con el aroma de la salvia, que soplaba de los montes, y las pardas hojas de los robles arremolinadas ante él. Se imaginaba a Abra allí, de pie bajo un árbol y esperándole a la vuelta del trabajo. Y aquello sucedía también por la tarde. Allí, después de su dura labor diaria, podría vivir lleno de pureza, y en paz con el mundo que quedaba al otro lado del pequeño barranco. Allí podría ocultarse, lejos de la fealdad, al atardecer.