Capítulo 3
1
Adam Trask nació en Connecticut, en una granja situada a las afueras de un pueblecito, no muy lejos de la ciudad. Era hijo único y nació seis meses después de que su padre se incorporara a un regimiento de Connecticut, en 1862. La madre de Adam se hizo cargo de la granja, crio a Adam, y todavía le quedó tiempo para profesar varias religiones. Tenía el presentimiento de que su marido moriría a manos de los salvajes rebeldes, y se preparaba para ponerse en contacto con él en lo que ella llamaba el más allá. Su marido regresó al hogar cuando Adam contaba seis semanas, y lo hizo con la pierna derecha amputada a la altura de la rodilla. Andaba renqueando con ayuda de una pata de palo sin desbastar que él mismo se había hecho con madera de haya, y que ya empezaba a resquebrajarse. Y sobre la mesa del salón colocó la bala de plomo que llevaba en el bolsillo y que era la misma que le habían dado para morder mientras le cortaban su pierna destrozada.
Cyrus, el padre de Adam, era una especie de diablo, siempre había sido muy turbulento. Conducía un carro de dos ruedas a una velocidad espantosa, y se las ingenió para que su pata de palo resultase garbosa y atractiva. Le gustaba mucho la profesión militar. Salvaje por naturaleza, gozó como ninguno del breve periodo de instrucción, y de la bebida, el juego y el puterío que acompañaban a aquél. Luego, se marchó al sur con un grupo de reclutas, y disfrutó de lo lindo, pues veía nuevas tierras, podía robar gallinas y acosar a las mozas rebeldes en los pajares. El gris y desesperanzador tedio de interminables maniobras y combates no llegó a afectarlo. La primera vez que vio al enemigo fue una mañana de primavera, a las ocho, y media hora después fue alcanzado en la pierna derecha por una pesada posta que trituró y astilló los huesos hasta tal punto que resultó imposible entablillarla. Incluso en esta ocasión tuvo suerte porque los rebeldes se retiraron y los cirujanos militares acudieron rápidamente. Cyrus Trask pasó cinco minutos de agonía mientras le cortaban los pingajos, le serraban el hueso en redondo y le cauterizaban la carne viva. Las marcas de sus dientes en la bala bien lo demostraban. También sufrió mucho mientras la herida cicatrizaba bajo las condiciones excepcionalmente sépticas que reinaban en los hospitales de aquellos días. Pero Cyrus poseía una gran vitalidad y era además un fanfarrón. Mientras se estaba construyendo su pata de haya y andaba cojeando de un lado para otro con unas muletas, pescó una gonorrea particularmente virulenta, que le contagió una joven negra que le silbó desde un montón de maderos y le cobró diez centavos. Cuando tuvo la pierna nueva y se dio cuenta, con gran consternación, de su estado, anduvo cojeando de aquí para allá durante varios días, buscando a la muchacha. Dijo a sus camaradas que, cuando la encontrase, le cortaría las orejas y la nariz con su navaja y la obligaría a restituirle su dinero. Trabajando con su navaja en la pata de palo, demostraba prácticamente a sus amigos cómo lo haría.
—Cuando termine, esa perra va a quedar guapa de verdad. Ni un indio borracho querrá ir después con ella.
Sus amorosas intenciones debieron de llegar a oídos de la negrita, porque jamás volvió a verla. Cuando Cyrus abandonó el hospital y el ejército, su gonorrea casi había desaparecido; pero cuando volvió a Connecticut, todavía le quedaba lo suficiente para contagiársela a su esposa.
La señora Trask era una mujer pálida e introvertida. El calor del sol jamás enrojeció sus mejillas, y ninguna risa franca contrajo las comisuras de sus labios. Usaba la religión como terapia para combatir los males del mundo y los suyos propios y, según el mal, empleaba una u otra doctrina. Cuando se dio cuenta de que ya no le eran necesarias las creencias que había cultivado para entrar en comunicación con su amado esposo, se puso a buscar una nueva causa de infelicidad. Su búsqueda se vio recompensada al instante por la enfermedad venérea que Cyrus trajo a casa cuando regresó de la guerra. Y en cuanto se dio cuenta de que la ocasión así lo requería, desarrolló una nueva doctrina. Su dios de comunicación se convirtió en un dios de venganza —para ella, la deidad más satisfactoria que jamás había podido imaginar— y, según iban las cosas, en el último ya. Resultaba muy fácil para ella atribuir su estado a ciertos sueños que había tenido mientras su marido se hallaba ausente. Pero la enfermedad no era todavía suficiente castigo para su devaneo nocturno. Su nuevo dios era un experto en castigos. Le exigía un sacrificio. Rebuscó en su mente alguna humillación ególatra adecuada, y casi dichosa, encontró el sacrificio que buscaba: ella misma. Tardó dos semanas en escribir su última carta, con correcciones y una ortografía perfecta. En ella confesaba crímenes que posiblemente no podría haber cometido, y admitía pecados que se hallaban mucho más allá de su capacidad. Y luego, envuelta en una mortaja que se había preparado en secreto, salió de la casa una noche de luna llena y se ahogó en una charca con tan poca agua, que tuvo que arrodillarse en el fango y meter la cabeza debajo de la superficie líquida. Esto, evidentemente, requirió una gran fuerza de voluntad. Cuando por último cayó, presa de una cálida inconsciencia, estaba pensando con cierta irritación que su blanco sudario de linón estaría manchado de fango de pies a cabeza cuando a la mañana siguiente la sacasen de allí. Y así fue, en efecto.
Cyrus Trask lloró a su esposa con un barrilete de whisky y en compañía de sus tres viejos camaradas de armas, que habían acudido a visitarlo en su camino de regreso hacia Maine. El pequeño Adam lloró bastante durante el velatorio, porque los tres compinches, que no sabían una palabra acerca de críos, se habían olvidado de darle de comer. Cyrus resolvió pronto el problema. Empapó un trapo en whisky y se lo dio a la criatura para que lo chupase, y después de dos o tres chupadas, el pequeño Adam se quedó dormido. Durante aquellas horas de duelo y congoja, el crío se despertó varias veces, llorando y berreando, pero con el trapo empapado volvía a dormirse enseguida. El niño estuvo borracho durante dos días y medio. Aparte de lo que pudiera haber sucedido a su cerebro en formación, ese tratamiento demostró ser beneficioso para su metabolismo: desde aquellos dos días y medio, gozó de una salud de hierro. Y cuando al cabo de tres días su padre se decidió por fin a salir para comprar una cabra, Adam bebió leche ansiosamente, vomitó, bebió más, y se sintió perfectamente. Su padre no se alarmó ante esta reacción, porque a él solía sucederle lo mismo. Transcurrido un mes, la elección de Cyrus Trask recayó sobre una muchacha de diecisiete años, hija de un granjero vecino. El noviazgo fue rápido y práctico. Nadie tenía la menor duda acerca de sus intenciones, las cuales eran honorables y razonables. El padre de la novia alentó el galanteo. Tenía dos hijas jóvenes. Alice, la mayor, contaba diecisiete años y aquélla era la primera proposición que recibía.
Cyrus quería tener en casa una mujer para que se encargase del pequeño Adam. Necesitaba alguien que se ocupase de la casa y de la cocina, y una criada cuesta dinero. Era un hombre muy fogoso y necesitaba junto a sí el cuerpo de una mujer, y esto también cuesta dinero, a no ser que te cases con ella. En el plazo de dos semanas, Cyrus se prometió, se casó, se acostó con ella y la dejó embarazada. A sus vecinos no les pareció precipitado. En aquellos días era muy normal que un hombre tuviese tres o cuatro esposas a lo largo de su vida.
Alice Trask poseía un gran número de admirables cualidades. Era una extraordinaria fregona y limpiaba la casa hasta los menores rincones. No era muy agraciada, así es que no había que vigilarla mucho. Tenía los ojos claros, la tez cetrina y los dientes muy desviados, pero disfrutaba de una excelente salud y jamás se sintió mal durante su embarazo. Nunca se supo si le agradaban o no los niños. Jamás se lo preguntaron, y ella no decía nunca nada a menos que le preguntasen. Para Cyrus, ésta era posiblemente la mayor de sus virtudes. Jamás expresaba una opinión o afirmaba algo, y cuando alguien hablaba, daba siempre la vaga impresión de estar escuchando, mientras andaba de un lado para otro entregada a sus quehaceres.
La juventud, inexperiencia y carácter taciturno de Alice Trask eran, a los ojos de Cyrus, verdaderas cualidades. Mientras seguía entregado al cuidado de su granja, como se solía hacer entonces en aquella comarca, abrazó una nueva carrera: la de viejo soldado. Y aquella energía que antaño lo había hecho turbulento, lo convirtió ahora en un hombre reflexivo. Nadie, excepto el Ministerio de la Guerra, conocía la calidad y duración de su servicio en el ejército. Su pata de palo, a la vez que un certificado de su veteranía y de sus cualidades bélicas, eran una garantía de que ya no tendría que entrar nunca más en combate. Tímidamente, empezó a hablarle a Alice acerca de sus campañas, pero a medida que su técnica se iba perfeccionando, aumentaba también el número de batallas en las que había participado. Al principio se daba cuenta de que todo era una sarta de embustes, pero no pasó mucho tiempo sin que estuviese igualmente convencido de que todas sus historias eran verdaderas. Antes de ingresar en el ejército no había tenido un excesivo interés por el arte de la guerra; pero después compró todos los libros que pudo hallar relacionados con temas bélicos, leyó todos los informes, se suscribió a periódicos de Nueva York y estudió mapas. Sus conocimientos geográficos eran bastante endebles y su información acerca de la guerra, nula; pero desde entonces, se convirtió en una autoridad en la materia. Conocía no solamente las batallas, los movimientos y las campañas, sino también las unidades que en ellas habían tomado parte, incluso por regimientos, los nombres de sus coroneles y de dónde procedían. Y a fuerza de contarlo, llegó a convencerse a sí mismo de que él había estado realmente allí.
Todo esto requirió un proceso gradual, que tuvo lugar mientras Adam se iba convirtiendo en un muchachuelo, seguido por su hermanastro. Adam y el pequeño Charles se sentaban y mantenían un silencio respetuoso mientras su padre les explicaba cómo este y aquel general habían planeado esta y aquella batalla, y por qué y en qué momento se habían equivocado, y qué hubieran debido hacer realmente. Y luego —él lo sabía entonces muy bien— había dicho a Grant y a McClellan que estaban equivocados, y les había rogado que examinasen sus sugerencias. Pero ellos, invariablemente, habían rehusado escucharlo, y sólo después se vio que tenía razón.
Hubo una cosa que Cyrus no hizo jamás, y quizá demostró ser prudente al obrar así. Nunca dijo que hubiese tenido algún grado en el ejército, sino que siempre se presentó como simple soldado. Soldado raso comenzó y soldado raso seguía siendo. En el marco total de sus historias, resultaba ser el soldado raso más versátil y más dotado del don de la ubicuidad de toda la historia militar. A veces parecía que hubiese estado en tres o cuatro sitios al mismo tiempo. Pero, quizá de un modo instintivo, nunca explicaba esas historias una después de otra. Alice y sus hijos tenían una, imagen muy completa de él: un soldado raso que estaba orgulloso de serlo, y que no sólo tuvo la suerte de asistir a todas las acciones espectaculares e importantes, sino que se metía libremente en los estados mayores y manifestaba su conformidad o su desacuerdo con las decisiones de los generales.
La muerte de Lincoln fue un golpe muy duro para Cyrus. Se acordó siempre de la impresión que le causó oír la noticia. Y no podía mencionar ese hecho u oír hablar de él sin que acudiesen al instante lágrimas a sus ojos. Y aunque nunca lo dijo, daba la impresión indudable de que el soldado raso Cyrus Trask había sido uno de los más íntimos, queridos y fieles amigos de Lincoln. Cuando éste quería saber cómo andaba realmente el ejército, el ejército de verdad, no esos figurines vanidosos recubiertos de galones dorados, llamaba al soldado Trask. La forma en que Cyrus consiguió dar a entender esto sin decirlo fue un triunfo de la insinuación. Nadie podía llamarle embustero. Y ello se debía, sobre todo, a que la mentira se hallaba en su cabeza, y a que ninguna de las verdades que pronunciaba su boca tenía el color de la mentira.
Muy pronto empezó a escribir cartas y artículos acerca de la dirección de las operaciones bélicas, y sus conclusiones eran inteligentes y convincentes. La verdad es que Cyrus demostró poseer una mente muy apta para las cuestiones de estrategia y de táctica militares. Sus críticas, tanto acerca de cómo había sido dirigida la guerra como de la organización actual del ejército, eran muy lúcidas y penetrantes. Los artículos que publicó en diversas revistas atrajeron la atención del público. Sus cartas al Ministerio de la Guerra, que aparecían simultáneamente en varios periódicos, comenzaron a tener una influencia inmediata en las decisiones que se tomaban en el ejército. Quizá, si el Gran Ejército de la República no hubiese llegado a poseer un peso político y unas directrices, su voz no hubiera resonado tan claramente en Washington; pero el portavoz de un grupo de casi un millón de hombres no podía ser ignorado así como así. Y Cyrus Trask llegó a ser esa voz en asuntos militares. No tardaron en hacérsele consultas acerca de la organización del ejército y de las relaciones con los oficiales, personal y equipo. Todos los que le escuchaban quedaban convencidos de que se hallaban ante un experto. Poseía un verdadero talento para lo militar. Más aún: era uno de los responsables de la organización del ejército como una fuerza cohesiva y potente dentro de la vida nacional. Después de encargarse gratuitamente de varios asuntos referentes a la organización militar, asumió la dirección de un secretariado con sueldo, a título vitalicio. Viajó de un extremo a otro del país asistiendo a convenciones, mítines y campamentos. Esta fue su vida pública.
Su vida privada estuvo subordinada también a su nueva profesión e íntimamente unida a ella. Era un hombre muy trabajador. Organizó su casa y su granja sobre una base militar. Pidió y obtuvo informes sobre la administración de su economía privada. Es probable que Alice lo prefiriese así, ya que no era una mujer muy habladora. Le resultaba más fácil hacer un conciso informe. Estaba muy ocupada con los chicos, con el cuidado de la casa y con la colada. Además, tenía que conservar su energía, si bien no mencionó nunca eso en ninguno de sus oficios. Sin la menor advertencia previa, su energía y sus fuerzas podían abandonarla, y entonces tenía que sentarse y esperar a que le volviesen. Por la noche se despertaba a veces empapada en sudor. Se daba perfecta cuenta de que lo que ella tenía se conocía por el nombre de tisis, y lo hubiera incluso sabido aunque no se lo hubiese recordado una tosecilla dura y extenuante. Ignoraba cuánto tiempo viviría. Algunas personas arrastraban la enfermedad durante años. No había ninguna regla fija. Quizá no se atreviese a mencionarlo a su marido, ya que éste tenía unos métodos para tratar la enfermedad un tanto violentos. El dolor de estómago, por ejemplo, lo trataba con una purga tan fuerte que era un milagro que el paciente sobreviviese. Si Alice le hubiese mencionado cómo se encontraba, Cyrus hubiera sido capaz de imponerle un tratamiento que la hubiera mandado al otro mundo antes de que la tuberculosis lo hiciera. Además, a medida que Cyrus se iba volviendo más militar, su esposa aprendió que la única técnica gracias a la cual puede sobrevivir un soldado era pasar siempre inadvertida, no hablar jamás a menos que le preguntasen, hacer exclusivamente lo que se le pedía y no tratar de ascender. Se convirtió en un soldado raso de retaguardia. La vida le resultaba así mucho más fácil. Alice se colocó en un último plano, hasta volverse casi invisible.
Los niños fueron las verdaderas víctimas. Cyrus había decidido que, si bien el ejército no era todavía perfecto, sin embargo constituía la única profesión honorable para un hombre. Lamentó el hecho de que no pudiese seguir en el servicio activo a causa de su pata de palo, pero no podía imaginar para sus hijos otra carrera que la de las armas. Estaba convencido de que debía empezarse como un simple soldado raso, como él había hecho. Además, su verdadera escuela había sido la experiencia, no los mapas ni los libros de texto. Les enseñó la instrucción cuando apenas si sabían caminar. Cuando estaban en la escuela primaria, el «cierren filas» y el «rompan filas» era tan natural para ellos como la acción de respirar, y odiaban estas órdenes tanto como al diablo. Los endurecía obligándoles a hacer ejercicios, y les marcaba el ritmo golpeando con un bastón sobre su pata de palo; les obligaba a efectuar marchas de varios kilómetros, llevando en la espalda mochilas cargadas de piedras, con el fin de fortalecerles los hombros, y les hacía realizar constantemente prácticas de tiro en el patio trasero de la casa.
2
Cuando un niño comprende por primera vez a los adultos, es decir, cuando se abre paso por primera vez en su grave cabecita la idea de que los adultos no están dotados de una inteligencia divina, de que sus juicios no son siempre acertados, ni su pensamiento infalible, ni sus sentencias justas, su mundo se desmorona y la desolación se apodera de él. Los dioses han caído y ha desaparecido toda seguridad. Y además no caen un poquito, no, se destrozan y se hacen añicos, o bien se hunden en las profundidades del estiércol. Es una tarea muy fatigosa la de reconstruirlos; ya no vuelven a brillar jamás con su antiguo resplandor. Y el mundo infantil ya no vuelve a ser jamás un mundo seguro. Es una manera muy dolorosa de crecer.
Adam descubrió a su padre. No es que éste hubiera cambiado, sino que de pronto a Adam se le aclararon las ideas. Él siempre había detestado la disciplina, como todo animal normal haría, pero también se percató de que era justa, verdadera e inevitable como el sarampión, y de que no podía renegar de ella ni maldecirla; únicamente odiarla. Y de pronto —fue algo muy repentino, algo así como un relámpago que iluminó su cerebro—, Adam se dio cuenta de que, al menos, en lo que a él concernía, los métodos de su padre no se relacionaban con nada en el mundo, a no ser con su propio padre. Aquella técnica y aquel plan de entrenamiento no habían sido ideados para los muchachos sino solamente para hacer de Cyrus un gran hombre. Y a la luz del mismo súbito relámpago, Adam descubrió que su padre no era un gran hombre, sino un hombrecillo de una enorme voluntad y muy endurecido, que llevaba un voluminoso morrión de húsar. Es difícil precisar cuál fue la causa; ¿una mirada furtiva, una mentira descubierta, un momento de vacilación?, pero lo cierto es que el dios se hizo pedazos en aquella mente infantil.
El pequeño Adam siempre fue un niño obediente que rehuía la violencia, la discusión y las tensiones silenciosas —y no tan silenciosas— que suelen madurar en las casas. En su búsqueda de la tranquilidad procuraba evitar todo signo de violencia y de provocación; para ello se veía obligado a alejarse y a apartarse de los demás, puesto que en todo ser siempre hay alguna violencia latente. Recubría su vida con un velo de vaguedad, mientras que detrás de sus ojos tranquilos discurría una existencia rica y plena, lo cual no le protegía de los ataques, pero sí le concedía una especie de inmunidad.
Su hermanastro Charles, poco más de un año menor que él, crecía con el aplomo que caracterizaba a su padre. Charles era un atleta nato, poseía un ritmo y una coordinación instintiva de los movimientos, y estaba dotado de la voluntad de vencer propia del auténtico deportista, que es la llave del éxito en el mundo.
El joven Charles siempre ganaba a Adam en competiciones que requiriesen habilidad, fuerza o comprensión rápida, y lo hacía con tanta facilidad que pronto perdió todo interés por rivalizar con su hermano y tuvo que buscar sus adversarios entre los demás niños. Y poco a poco se fueron creando entre ambos unos lazos afectivos más parecidos a los que existen entre hermano y hermana que a los que debe haber entre hermanos del mismo sexo. Charles se peleaba con cualquier muchacho que desafiase o se burlase de Adam, y, por lo general, siempre solía ser él el vencedor. Protegía a Adam ante las reprimendas paternas, con mentiras e incluso echándose la culpa de acciones que él no había cometido. Charles sentía por su hermano el afecto que se suele tener por los seres indefensos y desamparados, por los cachorros ciegos y por los recién nacidos.
Adam miraba, desde su cerebro retraído a lo largo de los prolongados túneles de sus ojos, a las personas que poblaban su mundo: su padre, que al principio era una fuerza natural provista de una sola pierna, que existía justamente para hacer que los pequeños se sintiesen todavía más pequeños y más estúpidos, y que se diesen cuenta de su estupidez; luego —tras la caída del dios— su padre le pareció el policía impuesto por nacimiento, el oficial a quien se podía engañar, o embaucar, pero jamás desafiar. Y al extremo de los largos túneles de sus ojos, Adam veía a su hermanastro Charles como a un brillante ser de otra especie, dotado de músculos y huesos, velocidad y viveza, situado en un plano muy superior, donde se le tenía que admirar del mismo modo que se admira el suave y felino peligro representado por un leopardo negro, sin que nunca se nos ocurra compararnos ni por casualidad con él. Pero tampoco se le habría ocurrido nunca convertir a su hermanastro en su confidente, hablarle de sus ansias, de sus grises sueños, de los planes y de los placeres silenciosos que yacían al fondo del túnel de sus ojos. Ello le hubiera parecido tan absurdo como confiar sus cuitas a un hermoso árbol o a un faisán en pleno vuelo. Adam estaba contento con Charles de la misma manera que una mujer está contenta con un gran diamante, y dependía de su hermano de la misma manera que una mujer depende del centelleo del diamante y de la seguridad que le da su valor; pero amor, afecto, ternura eran cosas que estaban fuera de su comprensión.
Respecto de Alice Trask, Adam ocultaba en su pecho un sentimiento muy parecido a la más profunda vergüenza. Ella no era su madre, y eso él lo sabía porque se lo habían dicho muchas veces, no de forma expresa, sino por el tono con que fueron pronunciadas determinadas frases; también sabía que su madre había hecho algo vergonzoso, como por ejemplo, olvidarse de dar de comer a las gallinas o errar el blanco en los ejercicios de tiro. Y como resultado de su falta, ya no estaba allí. Adam pensó varias veces que, si pudiese llegar a saber cuál había sido el pecado cometido por su madre, también él lo cometería para poder marcharse de allí.
Alice trataba a los niños por igual, los lavaba y les daba de comer, cediendo el resto a su padre, quien había dejado muy claro que la educación física y mental de los niños era exclusivamente de su incumbencia. Ni los castigos ni los premios quería delegarlos en otra persona. Alice jamás se quejó, protestó, rio o lloró. Su boca se reducía a una línea que no ocultaba nada, pero que tampoco ofrecía nada. Sin embargo, una vez, cuando todavía era pequeño, Adam penetró silenciosamente en la cocina. Alice no advirtió su presencia; estaba zurciendo calcetines, y sonreía. Adam se retiró sin ser visto, salió de la casa, se metió en el bosquecillo trasero y se refugió en un escondrijo junto a un tocón que conocía muy bien. Se agazapó entre las raíces protectoras, pues se sentía tan turbado como si la hubiese visto desnuda. Respiraba entrecortadamente, lleno de excitación, porque había visto a Alice desnuda, o lo que es lo mismo, sonriendo. Se preguntó cómo se había atrevido a mostrarse con tal desvergüenza. Y la anheló con un deseo vehemente, cálido y apasionado. No se daba cuenta de que, en realidad, su apasionamiento se debía a la falta de arrullos, de balanceo en la cuna y de caricias; al hambre de pecho y pezón, a la nostalgia de una falda suave y acogedora, y de una voz llena de amor y de compasión; y lo ignoraba porque jamás había sabido que tales cosas existiesen. ¿Cómo podía, pues, echarlas de menos?
Desde luego se le ocurrió que podía estar equivocado, que alguna sombra había caído sobre su rostro y le había enturbiado la vista. Así que evocó de nuevo la nítida imagen en su mente y advirtió que los ojos también sonreían. La luz huidiza podía producir uno u otro efecto, pero no ambos.
La acechó, entonces, como si se tratase de una pieza de caza, como había acechado a las marmotas en la loma cuando, día tras día, había yacido inanimado como una piedra, observando cómo las viejas y cansadas marmotas sacaban a sus hijuelos para que tomasen el sol. Espiaba a Alice, oculto y desde los ángulos más insospechados, y comprobó que no se había equivocado. Algunas veces, cuando ella estaba sola y creía que nadie la observaba, permitía a su espíritu jugar en un jardín, y entonces sonreía. Y era algo asombroso ver con cuánta rapidez hacía desaparecer la sonrisa, de la misma manera que las marmotas se escabullen con sus pequeños dentro de sus madrigueras.
Adam ocultó su tesoro en lo más profundo de sus túneles, pero se sentía inclinado a corresponder de alguna forma a aquel gozo. Alice empezó a encontrar regalos —en su cesto de costura, en su monedero usado, bajo su almohada—: dos claveles de canela, una pluma de la cola de un pájaro azul, media barra de lacre verde, un pañuelo robado. Al principio, Alice se sintió sorprendida, pero pronto se le pasó, y cuando se encontraba algún presente inesperado, destellaba en su rostro la sonrisa del jardín, para desaparecer al instante del mismo modo en que una trucha cruza el cuchillo de un rayo de sol en un estanque. No hacía preguntas ni comentarios.
Por la noche, su tos arreciaba, y era tan fuerte y seguida que al final Cyrus tuvo que mandarla a dormir a otra habitación o de lo contrario él no hubiera podido conciliar el sueño. Pero iba a verla muy a menudo, saltando sobre su único pie desnudo y apoyándose con la mano en la pared. Los niños oían y sentían la trepidación que producía su cuerpo en toda la casa, cuando iba o venía, saltando, del lecho de Alice.
A medida que Adam crecía, temía una cosa por encima de todas: el día en que tuviese que alistarse en el ejército. Su padre ponía gran empeño en que no olvidase que ese día llegaría, y le hablaba de él a menudo. Adam necesitaba ingresar en el ejército si quería llegar a ser un hombre. Charles ya era casi un hombre; y con quince años, era un hombre mucho más peligroso que Adam con sus dieciséis.
3
El afecto entre los dos muchachos aumentó con los años. Es posible que el desprecio formase parte de los sentimientos de Charles, pero se trataba de un desprecio protector. Una tarde, los dos chicos estaban jugando a un nuevo juego —la billalda— en el patio delantero. Había que poner en el suelo un bastoncillo puntiagudo y golpear con un palo cerca de uno de los extremos. El bastoncillo saltaba por los aires, y entonces había que golpearlo con el palo y arrojarlo tan lejos como fuese posible.
Adam no sobresalía en los juegos, pero por alguna casualidad fortuita, ganó a su hermano en esta ocasión. Por cuatro veces arrojó el bastoncillo más lejos que Charles. Aquello fue para él una nueva experiencia, y la sangre afluyó a su rostro, pero olvidó mirar a su hermano para darse cuenta de su estado de ánimo, como siempre solía hacer. La quinta vez que golpeó el bastoncillo, éste salió volando y zumbando como una abeja, y fue a caer muy lejos. Se volvió loco de alegría a mirar a Charles, y de repente sintió que se le helaba la sangre en las venas. La expresión de odio del rostro de Charles lo aterrorizó.
—Ha sido por casualidad —aseguró mansamente—. Te prometo que no volveré a hacerlo.
Charles colocó su bastoncillo, lo golpeó y, cuando salió por los aires, falló el golpe. Entonces se dirigió lentamente hacia Adam, mirándolo fría y despiadadamente. Adam se hizo a un lado, lleno de terror. No se atrevía a volverse y echar a correr, porque sabía que su hermanastro lo alcanzaría. Dio algunos pasos atrás, con una expresión de espanto en los ojos y la garganta seca. Charles se acercó aún más y le golpeó en el rostro con su palo. Adam se cubrió la nariz, que sangraba, con ambas manos, y Charles blandió de nuevo su palo y lo golpeó en la espalda, dejándolo sin aliento; realizó de nuevo un molinete y lo golpeó en la cabeza, haciéndole caer desvanecido. Y mientras Adam yacía en el suelo inconsciente, Charles le dio puntapiés en el estómago, y después se marchó.
Transcurridos unos instantes, Adam recuperó el conocimiento. Respiró con dificultad, debido al dolor que sentía en las costillas. Trató de enderezarse, y cayó nuevamente de espaldas, acosado por el dolor de los lastimados músculos de su estómago. Vio a Alice asomada a una ventana, y descubrió en su rostro algo que jamás había visto antes. No sabía qué era, pero no le pareció ni suave ni tierno, sino más bien todo lo contrario. En el instante en que ella se percató de que estaba mirándola, corrió las cortinillas y desapareció. Cuando finalmente Adam consiguió levantarse del suelo y caminar, encorvado, hacia la cocina, encontró allí una palangana de agua caliente y junto a ella una toalla limpia. Al mismo tiempo oyó la tos de su madrastra, allá arriba en su habitación.
Charles poseía una gran cualidad. Jamás pedía disculpas. Jamás. Nunca mencionó la paliza, y aparentemente no volvió a pensar en ella. Sin embargo, Adam dejó bien sentado que jamás volvería a ganar en nada. Siempre había sentido el peligro encamado en su hermanastro, pero ahora comprendió que jamás debía ganar, a menos que estuviese preparado para matar a Charles. Este no se disculpaba ni lo lamentaba. Había hecho simplemente lo que le correspondía.
Ni Charles ni Adam dijeron una palabra a su padre de la paliza, y Alice seguramente tampoco, y, sin embargo, él parecía estar enterado de ello. En los meses que siguieron, demostró una ternura especial hacia Adam. Le hablaba con dulzura, y no volvió a castigarlo. Casi todas las noches le sermoneaba, pero no de un modo violento. Y Adam temía más ese trato bondadoso que la violencia, porque le parecía que estaba siendo tratado como una víctima propiciatoria, como si toda aquella amabilidad no presagiase otra cosa que la muerte, de la misma manera que las víctimas destinadas al altar de los dioses eran mimadas y halagadas para conseguir que se dirigiesen con ánimo alegre a la piedra de los sacrificios y no ultrajasen a las divinidades con su desdicha.
Cyrus explicó tranquilamente a Adam cuál era la naturaleza del soldado. Y aunque sus conocimientos provenían más del estudio que de la experiencia, eran ciertos y exactos. Habló a su hijo de la triste dignidad que reviste al soldado y de cómo el soldado es necesario, a la luz de todos los fracasos del hombre como castigo por su fragilidad. Es posible que Cyrus descubriese en sí mismo estas verdades a medida que las iba diciendo. No quedaba en él rastro alguno de la jactanciosa y fanfarrona belicosidad de sus años mozos. Las humillaciones se acumulaban sobre el soldado, según dijo Cyrus, para que así, cuando llegue la hora, no pueda resentirse por la última humillación: una muerte vil y absurda. Y Cyrus hablaba sólo con Adam, sin permitir a Charles que asistiese a sus conferencias.
Cyrus se llevó un día a Adam a dar un paseo, a última hora de la tarde, y las negras conclusiones de todas sus cavilaciones y estudios surgieron y se alzaron tremebundas ante su hijo. Su padre le dijo:
—Tienes que saber que el soldado es el más santo de todos los humanos, porque es el que más pruebas tiene que pasar, más que todos. Voy a intentar que me comprendas. Mira: durante todo el transcurso de la historia se ha enseñado a los hombres que matar es una mala acción y que no debe tolerarse. Todo aquel que mata debe ser aniquilado porque ha cometido un gran pecado, quizás el peor pecado que se conoce. Pero luego, he aquí que agarramos a un soldado y depositamos la muerte en sus manos diciéndole: «Úsala bien, úsala sabiamente». No le ponemos ninguna clase de limitación. «Ve», le decimos, «y mata a tantos de tus hermanos como puedas». Y lo recompensamos por ello, porque constituye una violación de lo que se nos había enseñado primero.
Adam se humedeció los labios resecos, trató de hablar sin conseguirlo, y por último logró decir:
—¿Por qué lo hacen? ¿Por qué es así?
Cyrus se sintió profundamente conmovido y habló como jamás lo había hecho.
—Lo ignoro —respondió. He estudiado cómo son las cosas, y quizás he aprendido algo, pero estoy todavía muy lejos de saber por qué son como son. Y no debes esperar que los hombres comprendan la razón de sus acciones. Muchas cosas se hacen de un modo instintivo, de la misma manera que una abeja hace miel o una zorra hunde sus patas en el curso de un riachuelo para engañar a los perros. La zorra es incapaz de decir por qué actúa así, y la abeja, probablemente, no recuerda el invierno ni espera que éste vuelva. Cuando supe que tendrías que abandonarme, pensé que no debía entrometerme en tu futuro para que así fueras capaz de hallar tu propio camino, pero después me pareció mejor ayudarte con lo poco que yo sé. Pronto te irás, ya tienes la edad.
—No quiero irme —protestó Adam prontamente.
—Pronto te irás —repitió su padre, sin prestar oído a las palabras de su hijo—. Y quiero advertirte, para que no te sientas sorprendido. Primero, arrancarán tus vestidos, pero no se detendrán ahí. Te despojarán de la última sombra de dignidad que te quede y perderás lo que tú crees que es tu decente derecho a la vida y al respeto ajeno. Te harán vivir, comer, dormir y hacer tus necesidades en compañía de otros hombres. Y cuando te vuelvan a vestir, serás incapaz de distinguirte de los demás. No te permitirán llevar ni siquiera un rasguño ni prenderte una nota en el pecho que diga: «Soy yo, diferente del resto».
—Yo no quiero hacer eso —repuso Adam.
—Más adelante —prosiguió Cyrus, no pensarás nada que los otros no piensen, ni pronunciarás una palabra que los otros no digan. Y harás las cosas porque los otros también las harán. Sentirás el peligro de una manera diferente: como un peligro común a todo el rebaño de hombres que piensan y que actúan del mismo modo.
—¿Y qué ocurrirá si yo me rebelo? —preguntó Adam.
—Sí —dijo Cyrus, eso sucede a veces. De vez en cuando hay un hombre que se niega a hacer lo que exigen de él. Pero ¿sabes qué ocurre? La máquina entera se dedica fríamente a destruir esa diferencia. Golpean el espíritu y los nervios de aquel hombre, su cuerpo y su alma, con barras de hierro, hasta que por último aquel peligroso sentimiento diferencial huye de él. Y si se resiste a abandonarlo, lo arrojan a la cuneta y lo dejan pudriéndose allí, para no ser ni parte de ellos ya, ni libre todavía. Es mejor acceder a lo que exigen. Si actúan así, es sólo para protegerse. Un ente tan triunfalmente ilógico, tan hermosamente desprovisto de sentido como es un ejército, no puede permitir que una interrogación o una pregunta lo debiliten. En su seno, si uno no se afana para hallar otras cosas con que compararlo, o para mofarse de él, se puede ir descubriendo, lentamente pero de un modo seguro, una razón y una lógica y algo así como una terrible belleza. El hombre capaz de aceptarlo no es siempre un hombre inferior sino que a veces se cuenta entre los mejores. Presta mucha atención a lo que digo, porque he pensado mucho en ello. Hay hombres que siguen el terrible camino de las armas, son incapaces de resistirlo y pierden toda su personalidad. Pero es que, cuando lo emprendieron, ya no tenían mucha. Y tal vez tú seas uno de éstos. Pero hay otros que se hunden y se sumergen en el anonimato, para resurgir siendo aún más ellos mismos que antes, porque han perdido una brizna de vanidad y han ganado, a cambio, todo el lustre de la compañía y del regimiento. Si puedes llegar al fondo de esa sima, podrás después levantarte más alto de lo que puedas imaginar, y conocerás una santa alegría, una camaradería casi igual a la de una celestial compañía de ángeles. Entonces serás capaz de conocer las cualidades de los hombres, aunque éstos no las manifiesten con las palabras. Pero para eso es necesario, primero, que llegues hasta el fondo.
Cuando regresaban a la casa, Cyrus dobló a la izquierda y entró en el bosquecillo que había detrás, donde reinaba la penumbra. De pronto, Adam dijo:
—¿Ve usted aquel tocón, padre? Yo solía esconderme entre sus raíces, en el extremo más alejado. Después de un castigo me ocultaba allí, y otras veces iba simplemente porque me sentía mal.
—Vamos a verlo —le propuso su padre. Adam lo acompañó hasta allí, y Cyrus se agachó para ver el agujero, semejante a un nido, que se abría entre las raíces—. Hace mucho tiempo que lo conocía —confesó. Una vez, cuando desapareciste por largo tiempo, se me ocurrió pensar que debías de tener algún escondrijo como éste, y lo descubrí porque comprendí qué clase de lugar habrías escogido. Mira cómo la tierra está apisonada y las briznas de hierba aplastadas. Y mientras estabas metido ahí, desmenuzabas pedacitos de corteza. Cuando lo descubrí comprendí enseguida que éste era tu escondrijo.
Adam miraba a su padre con expresión de asombro.
—Jamás vino a buscarme aquí —dijo.
—No —replicó Cyrus—. No lo hubiera hecho. Nunca hay que llevar a un hombre hasta el límite. No lo hubiera hecho. Siempre hay que dejar una puerta abierta antes de la muerte. ¡Recuerda esto! Era consciente de lo extraordinariamente severo que era contigo. No quería acorralarte al borde del precipicio, sin escapatoria posible.
Salieron de entre los árboles. Cyrus prosiguió:
—¡Quiero decirte tantas cosas! Pero las he olvidado casi todas. Quiero decirte que un soldado renuncia a mucho para recibir algo. Desde el día de su nacimiento, cada circunstancia, cada ley y orden y derecho enseñan al hombre a proteger su propia vida. Desde su más tierna edad está dotado de este gran instinto, y la vida no hace sino confirmarlo. Pero luego se convierte en un soldado, y debe aprender a violar todas estas enseñanzas, debe aprender fríamente a ponerse en situación de perder su propia vida sin volverse loco. Y si eres capaz de hacerlo (muchos, fíjate bien, no pueden), entonces poseerás el mayor don de todos. Mira, hijo mío —dijo Cyrus solemnemente—, casi todos los hombres son víctimas del miedo, sin que lleguen a saber qué les causa ese miedo: sombras, perplejidades, peligros innominados e indeterminados, el temor a una muerte solapada. Pero si consigues llegar a enfrentarte no con sombras, sino con una muerte real, descrita y reconocible, por bala o sable, flecha o lanza, entonces ya no necesitas sentir temor, o por lo menos no de la misma manera en que antes lo sentías. Entonces serás un hombre distinto de los demás hombres, te sentirás seguro cuando ellos griten llenos de terror. Esta es la gran recompensa; quizá la única recompensa. Tal vez sea la pureza final, ribeteada de inmundicia. Ya es muy tarde. Mañana por la noche quiero hablar otra vez contigo, cuando ambos hayamos tenido tiempo de reflexionar sobre lo que hoy te he dicho.
—¿Por qué no le habla así a mi hermano? —preguntó Adam—. Él es mucho más capaz que yo.
—Charles no se irá —aseguró Cyrus—. No tendría ningún sentido.
—Pero sería mucho mejor que yo.
—En apariencia sólo —contestó Cyrus—. No por dentro. Charles no tiene miedo, así es que nunca podrá aprender nada acerca del valor. No conoce nada de sí mismo, de modo que jamás podrá obtener las cosas que he tratado de explicarte. Hacerlo ingresar en el ejército sería la manera de dar rienda suelta a unos instintos que en Charles deben estar encadenados, jamás libres. No me atrevo a dejarlo ir.
—Usted nunca lo castiga, le deja vivir su vida, lo alaba, jamás lo reprende, y ahora le permite que no vaya al ejército —se lamentó Adam.
Se interrumpió, asustado por lo que había dicho, temeroso de la ira, el desprecio o la violencia que sus palabras podían desencadenar.
Su padre no replicó. Salieron del bosquecillo, y Cyrus caminaba con la cabeza tan abatida, que la barbilla le descansaba sobre el pecho, y el movimiento de su cadera, cada vez que la pata de palo golpeaba el suelo, era monótono. Esta describía un semicírculo lateral a cada paso que daba.
Reinaba ya una completa oscuridad, y la luz dorada de las lámparas brillaba a través de la puerta abierta de la cocina. Alice acudió al umbral y atisbó al exterior, tratando de descubrirlos con la mirada, hasta que oyó los pasos desiguales que se aproximaban. Entonces se retiró al interior de la cocina.
Cyrus se dirigió hacia la escalera de la cocina, y allí se detuvo e irguió la cabeza.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—Aquí, detrás de usted, aquí.
—Me has hecho una pregunta. Creo que no te la he respondido. Tal vez sea bueno o tal vez sea malo responderla. No eres muy listo. No sabes lo que quieres. No tienes orgullo ni fiereza. Permites que los demás te pisoteen. A veces pienso que eres un mequetrefe canijo que jamás llegará a ser un perro de presa. ¿Responde esto a tu pregunta? Te quiero más a ti. Siempre te he querido más. Quizá no hago bien en decírtelo, pero es así. Te quiero más. Por otra parte, ¿por qué tenía que tomarme el trabajo de hacerte daño? Ahora cállate y ve a cenar. Mañana por la noche hablaremos. Me duele la pierna.
4
Cenaron en silencio, sólo interrumpido por el ruido que hacían al sorber la sopa y al masticar. Cyrus agitaba la mano para alejar las mariposillas nocturnas del quinqué de petróleo. A Adam le parecía que su hermano le observaba en secreto. Y atrapó una furtiva mirada de Alice, una vez que levantó de pronto la cabeza. Cuando hubo terminado de cenar, Adam separó la silla y se puso en pie.
—Me parece que voy a dar una vuelta —dijo.
—Voy contigo —le indicó Charles, y se levantó a su vez.
Alice y Cyrus vieron cómo se iban, y luego ella le hizo una de sus raras preguntas.
—¿Qué has hecho? —le interrogó con nerviosismo.
—Nada —respondió él.
—¿Quieres que se vaya?
—Sí.
—¿Lo sabe él?
Cyrus miró fríamente, por la puerta abierta, hacia la oscuridad exterior.
—Sí, lo sabe.
—No le gustará. Eso no es para él.
—No importa —dijo Cyrus, y repitió más fuerte: No importa. Pero el tono de su voz decía: «Cállate. Esto no te concierne». Permanecieron silenciosos unos instantes, hasta que él dijo, como si quisiera excusarse:
—Parece que sea hijo tuyo.
Alice no replicó.
Los dos muchachos caminaban por la carretera en sombras, surcada por las rodadas de los carros. Frente a ellos divisaban unas cuantas lucecillas apiñadas, que mostraban el emplazamiento del pueblo.
—¿Quieres que vayamos allá a ver qué pasa en la taberna? —preguntó Charles.
—No se me había ocurrido —respondió Adam.
—Entonces, ¿por qué demonios sales a pasear de noche?
—No era necesario que tú vinieses —dijo Adam.
Charles se acercó a él.
—¿Qué te ha dicho esta tarde? Vi que salíais a pasear juntos. ¿Qué te dijo?
—Me habló del ejército, como siempre.
—Me parece que no fue así —contestó Charles, desconfiado—. Lo vi inclinarse confidencialmente, hablando como habla a los hombres, no contando cosas, sino hablando.
—Me estaba contando cosas —aseguró Adam, pacientemente, y tuvo que retener el aliento, porque empezaba a hacérsele un nudo en la garganta. Hizo una aspiración profunda y sostenida, para tratar de dominar su temor incipiente.
—¿Qué te contó? —volvió a preguntar Charles.
—Me habló del ejército y de cómo debe ser un soldado.
—No te creo —insistió Charles—. Creo que eres un asqueroso embustero. ¿Qué estás tratando de ocultar?
—Nada —replicó Adam.
—La loca de tu madre se ahogó. A lo mejor lo hizo después de mirarte. Sí, por eso debió de hacerlo —le espetó Charles con aspereza.
Adam expulsó lentamente el aire retenido, tratando de dominar aún su angustioso temor. Pero no pronunció palabra.
—¡Estás tratando de quitármelo! No sé qué te propones con ello. ¿Qué es lo que te propones? —gritó Charles.
—Nada —volvió a replicar Adam.
Charles dio un salto y se interpuso en su camino, obligando a Adam a detenerse; ambos quedaron frente a frente, pecho contra pecho. Adam retrocedió, pero con la mayor precaución, como si se apartase de una serpiente.
—¡Su cumpleaños, por ejemplo! —gritó Charles—. Reuní seis pavos y le compré un cuchillo de montaña fabricado en Alemania, con tres hojas y un sacacorchos, y cachas de nácar. ¿Dónde está ese cuchillo? ¿Le has visto usarlo alguna vez? ¿Te lo ha dado a ti, acaso? Jamás vi que lo afilase. ¿Lo llevas en el bolsillo? ¿Qué hizo con él? «Gracias», se limitó a decirme. Y eso es lo último que supe de ese cuchillo alemán con cachas de nácar que me costó seis pavos.
Su voz denotaba ira y Adam sintió que su miedo iba en aumento; pero también sabía que aún disponía de unos instantes. Conocía ya de sobra aquella máquina destructora que trituraba todo lo que se interponía en su camino. Primero venía la ira; después un frío sentimiento de dominio de sí mismo; una mirada implacable y una sonrisa satisfecha, sin pronunciar palabra, emitiendo sólo un murmullo inarticulado. Cuando eso ocurría, el asesinato era factible; pero un asesinato frío y calculado, ejecutado con unas manos que trabajaban con precisión y delicadeza. Adam tragó saliva para humedecer su reseco gaznate. No se le ocurría nada que su hermano quisiese escuchar; sabía que en ese estado Charles no prestaba atención a nada. Se erguía sombrío enfrente de Adam, tajante, amenazador, pero sin agacharse todavía. A la luz de las estrellas, sus labios brillaban húmedos, pero ahora no sonreía y su voz murmuraba sordamente imprecaciones y palabras de amenaza.
—¿Qué hiciste el día de su cumpleaños? ¿Te crees que no lo vi? ¿Te gastaste seis pavos, o siquiera cuatro? Le diste un cachorro mestizo que encontraste en el bosque. Te reías como un loco y decías que seria un buen perro para cazar perdices. Ese perro duerme ahora en su habitación. Juega con él mientras lee. Le ha enseñado a hacer un montón de cosas. Y ¿dónde está el cuchillo que yo le regalé? «Gracias», se limitó a decir, «Gracias».
Charles hablaba en un susurro, y se dispuso a atacar.
Adam dio un salto desesperado hacia atrás, y levantó ambas manos para resguardarse el rostro. Su hermano se movía con precisión, asegurando firmemente cada pie al avanzar. Un directo lanzado con toda delicadeza abrió la guardia de Adam, y al punto comenzó la fría y calculadora labor: un duro golpe en el estómago, que obligó a bajar las manos a Adam; luego cuatro puñetazos a la cabeza. Adam sintió cómo cedían el hueso y el cartílago nasales. Volvió a levantar las manos y esta vez Charles le golpeó sobre el corazón. Y durante todo este tiempo, Adam miraba a su hermano, como el condenado mira, sin ninguna esperanza y lleno de asombro, al ejecutor.
De pronto, y ante su propia sorpresa, Adam lanzó un golpe flojo y aturdido con su brazo extendido, sin fuerza ni dirección. Charles se agachó para esquivarlo, y el débil brazo cayó alrededor de su cuello. Adam pasó entonces ambos brazos en torno a su hermano y se aferró a él, sollozando. Sintió los duros y contundentes golpes sobre su estómago, que le provocaban náuseas, pero no soltó el abrazo. El tiempo había retardado su paso para él. Sintió cómo su hermano trataba de desasirse y se zarandeaba para hacerle separar las piernas. Y sintió también cómo la rodilla de Charles ascendía entre sus rodillas, rozándole los muslos, hasta que chocó brutalmente con sus testículos. Un dolor agudo y terrible recorrió su cuerpo, y se desasió. Se inclinó y vomitó, mientras el implacable vapuleo proseguía.
Adam sintió los golpes en las sienes, mejillas y ojos. Sintió cómo su labio se partía y colgaba como un pingajo sobre los dientes, pero su piel parecía más dura y embotada, como si todo él estuviese envuelto en goma maciza. Confusamente, se preguntó por qué sus piernas no se doblaban, por qué no caía, por qué la inconsciencia no se apoderaba de él. El vapuleo continuaba de forma indefinida. Oía respirar a su hermano con el jadeo rápido y explosivo de un herrero al golpear con su martillo, y a la débil luz de las estrellas, le veía a través de la sangre mezclada con lágrimas que manaban de sus ojos. Veía sus ojos inocentes e indiferentes, la ligera sonrisa sobre los labios húmedos. Y mientras contemplaba todo esto, de pronto surgió un relámpago de luz y tinieblas.
Charles se detuvo sobre él, aspirando con ansia el aire, como un perro exhausto. Y luego se volvió y regresó lentamente hacia la casa, sobándose los nudillos magullados.
Adam recuperó pronto el sentido, y se sintió lleno de terror. Su mente estaba envuelta en una nebulosa lacerante. Sentía el cuerpo pesado, y el menor movimiento le producía un enorme dolor. Pero lo olvidó casi instantáneamente, porque oyó unos pasos apresurados en la carretera. El temor instintivo y vigilante de una rata se apoderó de él. Se incorporó sobre sus rodillas y se arrastró hasta la cuneta de la carretera. Había casi medio metro de agua en ella, y las márgenes estaban recubiertas de altas hierbas. Adam se deslizó en silencio entre ellas y se metió en el agua, teniendo cuidado de no chapotear.
Los pasos se aproximaron, se detuvieron, volvieron a oírse, y retrocedieron. Desde su escondrijo, Adam veía tan sólo oscuridad por todas partes. Pero entonces se encendió una cerilla de azufre, que ardió con una llamita azul hasta que el fuego llegó a la madera, iluminando entonces grotescamente desde abajo el rostro de su hermano. Charles levantó el fósforo y miró en derredor, y Adam vio que llevaba una pequeña hacha en la mano derecha.
Cuando se apagó el fósforo la noche fue más oscura que antes. Charles avanzó un poco y encendió otro fósforo, volvió a avanzar y encendió todavía un tercero. Examinaba la carretera en busca de huellas. Por último abandonó su empeño. Levantó la mano y arrojó la hachuela a lo lejos, hacia los campos. Y luego se dirigió con pasos apresurados hacia las luces arracimadas del pueblo.
Adam permaneció largo tiempo en el agua helada. Se preguntaba qué sentía su hermano, ahora que su ofuscación se iba disipando. Se preguntaba si sentiría pánico, pena, remordimientos o nada en absoluto. Adam padecía todas esas cosas por él. Su conciencia lo unía a su hermano y le hacía experimentar sus penas, del mismo modo que otras veces le había hecho los deberes.
Adam salió del agua y se incorporó. Sus heridas se endurecían y la sangre formaba una costra seca sobre su rostro. Pensó que lo mejor sería quedarse afuera, en la oscuridad de la noche, hasta que su padre y Alice se fuesen a la cama. Comprendía que sería incapaz de responder a ninguna pregunta, porque no sabía ninguna respuesta, y tratar de encontrar alguna era demasiado para su pobre mente aturullada. Empezaba a sentir vértigo, y en torno suyo veía lucir una franja de lucecitas azuladas. Sabía que no tardaría mucho en desmayarse.
Caminó lentamente por la carretera, con las piernas muy abiertas. Al llegar a la pendiente se detuvo, y miró ante sí. La lámpara que pendía de una cadena del techo formaba un círculo de luz amarillenta, que mostraba a Alice con su cestillo de la labor en la mesa frente a ella. Al otro extremo, su padre mordisqueaba el mango de madera de una pluma y, mojando ésta en una botella de tinta que tenía destapada ante él, hacía asientos en su libro de registro, de cubiertas negras.
Alice, levantando la mirada de su labor, vio el rostro ensangrentado de Adam. Se llevó una mano a la boca y puso sus dedos sobre los dientes inferiores.
Adam dio trabajosamente un paso, y luego otro, y se quedó apoyado en el umbral.
Entonces, Cyrus levantó a su vez la cabeza. Miró a su hijo con una curiosidad distraída. Sólo muy poco a poco fue dándose cuenta de la naturaleza de la interrupción. Se levantó sorprendido e interrogante. Metió la pluma en la botella y se secó los dedos en los pantalones.
—¿Por qué te hizo eso? —preguntó con lentitud.
Adam trató de responder, pero su boca estaba reseca y no acertaba a articular palabra. Volvió a humedecerse los labios y comenzó a sangrar de nuevo.
—No lo sé —respondió.
Cyrus se abalanzó hacia él y le agarró por el brazo con ademán tan fiero que el muchacho retrocedió y trató de huir.
—¡No me mientas! ¿Por qué lo hizo? ¿Es que discutisteis acaso?
—No.
Cyrus lo zarandeó.
—¡Dímelo! Quiero saberlo. ¡Dímelo! ¡Tienes que decírmelo! ¡Haré que me lo digas! ¿Oyes, maldito? ¡Siempre tratas de protegerlo! ¿Te crees que no lo sabía? ¿Creías que me engañabas? ¡Ahora dímelo, o por Dios que te obligaré a estar ahí de pie toda la noche!
Adam trató de hallar una respuesta, pero finalmente dijo:
—Piensa que usted no le quiere.
Cyrus le soltó el brazo, volvió a su silla y se sentó. Golpeó la botella con la pluma y miró, sin ver, su libro de registro.
—Alice —le ordenó. Lleva a Adam a la cama. Tendrás que rasgarle la camisa, supongo. Haz lo que puedas por él.
Se volvió a levantar y se dirigió al rincón donde pendían de unos clavos varios chaquetones; rebuscó entre ellos para sacar su escopeta y, tras comprobar si estaba cargada, salió a toda prisa de la estancia.
Alice levantó la mano, como si quisiera retenerlo con una soga de aire. Pero la cuerda se rompió, y su rostro impasible ocultó sus sentimientos.
—Sube a tu cuarto —dijo—. Te traeré agua en una jofaina.
Adam yacía en el lecho, con la camisa remangada hasta la cintura, y Alice le daba suaves golpecitos sobre las heridas con un pañuelo de hilo empapado en agua caliente. Permanecía silenciosa, y de pronto continuó la interrumpida frase de Adam, como si no hubiese existido un intervalo:
—Piensa que su padre no le quiere. Pero tú sí le quieres, siempre le has querido.
Adam no respondió.
Ella prosiguió con suavidad:
—Es un muchacho extraño. Hay que conocerlo; para los que no le conocen tan sólo es una corteza adusta y áspera, un carácter iracundo —se interrumpió por un acceso de tos que le hizo volver el rostro e inclinarse, y cuando el acceso hubo terminado, sus mejillas ardían y se sentía extenuada—. Hay que conocerlo —repitió—. Durante largo tiempo me ha hecho pequeños regalos, cosillas que te parecería raro que a él le llamasen la atención. Pero no me los da abiertamente, sino que los oculta en lugares donde sabe que yo he de encontrarlos. Y aunque después lo mires durante horas y horas, no hará el menor gesto que denote su autoría. Hay que conocerlo.
Sonrió a Adam, y éste cerró los ojos.