Capítulo 6
1
Tras el ingreso de Adam en el ejército y el traslado de Cyrus a Washington, Charles se quedó solo en la granja. Se jactaba de poder encontrar pronto una esposa, pero no trató de hacerlo por el procedimiento acostumbrado de salir con muchachas, llevarlas a bailar, probar su virtud y todo lo demás, para caer por último en las redes del matrimonio, oponiendo una débil resistencia. La verdad es que Charles era extraordinariamente tímido con las mujeres. Y, como la mayoría de los tímidos, satisfacía sus apetitos sexuales en el anonimato de la prostitución. Un hombre retraído se siente muy seguro con una ramera. Al estar pagada por adelantado, se convierte en una mercancía, y un hombre tímido puede pasar un buen rato con ella e incluso mostrarse brutal. Además, no existe el horror del posible forcejeo para llegar a la violación que revuelve las tripas de los hombres vergonzosos.
El trato era sencillo y bastante discreto. El dueño de la taberna tenía tres habitaciones en el piso superior para los viajeros, que alquilaba a las chicas por un periodo de dos semanas. Transcurridas esas dos semanas, otro equipo de chicas tomaba el lugar de las anteriores. El señor Hallan, el tabernero, no tenía parte en el negocio. Podía decirse casi que no sabía una palabra acerca de ello. Se limitaba a cobrar cinco veces el alquiler normal por las tres habitaciones. Las muchachas eran escogidas, buscadas, trasladadas, disciplinadas y robadas por un individuo llamado Edwards —que se dedicaba a la trata de blancas y que vivía en Boston— y se dedicaban a recorrer en lento peregrinar las ciudades pequeñas, sin permanecer en ellas nunca más de dos semanas. Era un sistema que daba excelentes resultados, pues las muchachas no estaban en el mismo lugar el tiempo suficiente para despertar las sospechas de los ciudadanos o del jefe de la policía local. Permanecían casi siempre en sus habitaciones y evitaban los lugares públicos. Se les prohibía, bajo pena de azotes, beber o armar escándalo o enamorar a alguien. Se les servía la comida en la habitación, y los clientes se ocultaban cuidadosamente tras biombos. Los borrachos no podían subir. Cada seis meses, las chicas tenían uno de vacaciones para emborracharse y desfogarse a placer. Si durante el trabajo a alguna se le ocurría desobedecer las reglas, el propio señor Edwards la desnudaba, la amordazaba y le daba latigazos hasta dejarla medio muerta; y si reincidía, acababa en la cárcel acusada de holgazanería y prostitución.
La estancia de dos semanas tenía otra ventaja. La mayoría de las chicas padecían enfermedades venéreas, y cuando un cliente se percataba del contagio, ellas ya habían desaparecido. La víctima nunca podía agarrar a la culpable. El señor Hallan no sabía una palabra del asunto, y el señor Edwards jamás se mostraba en público haciendo uso de sus funciones. Gozaba de muy buena reputación en su círculo.
Las muchachas eran todas muy parecidas, grandotas, de aspecto saludable, perezosas y estúpidas. Era difícil notar la diferencia entre una y otra. Charles Trask se acostumbró a ir a la taberna, por lo menos, una vez cada dos semanas, subir al piso superior, despachar a toda prisa y bajar luego al bar para emborracharse moderadamente.
La casa de los Trask no había sido nunca un lugar alegre, pero ahora que sólo vivía Charles, se volvió sombría y decrépita. Los visillos de encaje estaban grisáceos, y el suelo, aunque barrido, lleno de grasa y humedades. Charles había barnizado la cocina —paredes, ventanas y techo— con grasa proveniente de las sartenes.
El constante fregoteo por parte de las mujeres que habían vivido allí y la limpieza a fondo que hacían dos veces al año impidieron que la suciedad se acumulase. Charles lo único que hacía era barrer. Suprimió las sábanas de la cama y dormía entre mantas. ¿Qué utilidad tenía limpiar la casa si no había nadie para verla? Solamente las noches que iba a la taberna se ponía ropa limpia.
Charles se volvió inquieto y nervioso, dormía poco y se levantaba al alba. Trabajaba intensamente en las labores agrícolas debido a su soledad. Al volver del trabajo, se atracaba de fritos y se iba a dormir con el consiguiente letargo.
Su rostro sombrío adquirió la típica expresión de los hombres que casi siempre están solos. Echaba de menos a su hermano, más que a su padre y a su madre. Recordaba confusamente la época anterior a la partida de Adam como una época feliz, y deseaba que volviese.
Nunca conoció enfermedad alguna, a no ser, desde luego, la crónica indigestión que suele afligir siempre a los hombres que viven solos, se cocinan sus comidas y las comen en soledad. Contra esto tomaba una fuerte purga llamada el Elixir de vida del Padre George.
En el tercer año de soledad, sufrió un accidente. Cuando estaba separando las piedras que encontraba al cavar para transportarlas hasta el muro, tropezó con un enorme pedrusco que resultaba muy difícil de mover. Charles trató de hacer palanca con una larga barra de hierro, y consiguió que la roca se moviera, pero volvía a caer en el mismo sitio una y otra vez. De pronto, Charles perdió los estribos. Una débil sonrisa apareció en su rostro, y luchó con la piedra como si de un hombre se tratase, lleno de silenciosa furia. Introdujo la barra lo más adentro posible y se apoyó con todo el peso de su cuerpo.
Sus manos resbalaron y el extremo de la barra le golpeó la frente. Por unos momentos yació inconsciente en el suelo; luego se incorporó penosamente y se dirigió bamboleante y medio ciego hacia la casa. Una larga tira de piel se había desprendido de su frente y abarcaba desde los cabellos hasta las cejas. Durante unas cuantas semanas llevó la cabeza vendada, mientras debajo la herida se le infectaba, pero él no se preocupó. En aquellos días se creía que el pus era benigno y constituía una prueba de que la herida sanaba como era debido. Cuando la herida curó, dejó una larga y visible cicatriz, y mientras que la mayor parte del tejido de las cicatrices es más claro que la piel de los alrededores, la cicatriz de Charles adquirió un tono marrón oscuro. Es posible que el óxido de la barra se hubiera introducido bajo la piel, y provocado así una especie de tatuaje.
La herida no había inquietado a Charles, pero la cicatriz si le preocupó. Parecía una larga señal trazada con el dedo sobre su frente. Se la miraba a menudo colocando el pequeño espejo sobre la estufa, y se echaba el cabello sobre la frente para ocultar la mayor parte posible de cicatriz. Llegó a avergonzarse de ella y a odiarla. Le ponía muy nervioso que alguien la mirara, y se enfurecía si le preguntaban cómo se la había hecho. En una carta a su hermano, dio salida a todos sus sentimientos sobre el particular. Escribió:
«Parece que me hayan marcado como a una vaca. La condenada, cada vez se pone más oscura. Cuando regreses a casa, ya se habrá vuelto negra. Sólo me falta otra en sentido horizontal para parecerme a un católico en miércoles de ceniza. No sé por qué me fastidia tanto, pues no es la primera cicatriz que tengo. Es sólo que me siento marcado. Y cuando voy al pueblo o la taberna, todo el mundo me mira. Escucho sus comentarios cuando creen que no puedo oírles. No sé por qué tendrán esa maldita curiosidad. Si esto sigue así, no me apetecerá ir al pueblo».
2
Adam se licenció en 1885, y emprendió el camino de regreso a casa. En apariencia había cambiado poco, pues no parecía un militar. La caballería no solía producir esos efectos. De cualquier modo, los miembros de alguna unidad se enorgullecían de su aspecto desaliñado.
Adam se sentía como un sonámbulo. Es algo muy duro tener que abandonar una vida y unos hábitos marcados por la rutina, detestándolos. Por la mañana, se despertaba en una fracción de segundo, y permanecía atento y vigilante en espera del toque de diana. Encontraba a faltar en sus pantorrillas la presión de las polainas, y sentía la garganta desnuda sin la rigidez del cuello del uniforme. Llegó a Chicago y allí, sin motivo aparente, alquiló durante una semana una habitación amueblada, en la que permaneció dos días. Se dirigió luego a Buffalo, cambió de idea y se trasladó a las cataratas del Niágara. No sentía el menor deseo de volver a casa, y lo aplazaba todo lo posible. Su casa no le evocaba ningún recuerdo agradable. Los buenos momentos que había pasado en ella estaban completamente enterrados en su memoria, y por otra parte no tenía la menor gana de sacarlos a la superficie. Estuvo contemplando las cataratas durante una hora. El bramido de las aguas lo atontaba e hipnotizaba.
Una noche sintió una profunda añoranza por los hombres con los que había convivido en el cuartel y en la tienda de campaña. Su primer impulso fue mezclarse con la multitud en busca de calor. El primer lugar atestado que encontró fue un pequeño bar, bullicioso y lleno de humo. Suspiró aliviado y contento, sintiéndose abrigado por la masa humana del mismo modo que un gato se siente resguardado tras un montón de leña. Pidió whisky, lo bebió y se sintió reconfortado y de buen humor. No veía ni oía. Se limitaba simplemente a disfrutar del contacto humano.
Cuando se fue haciendo tarde y los clientes empezaron a marcharse, comenzó a temer el momento de regresar a su casa. Al poco tiempo se quedó solo con el dueño, que no paraba de limpiar la barra y que, con la mirada y la actitud, intentaba que Adam comprendiera que ya era hora de que se marchara.
—Deme otro —dijo Adam.
El dueño sacó la botella. Adam reparó en él por primera vez. Tenía un lunar averrugado en la frente, del tamaño de una cereza.
—Soy forastero aquí— le explicó Adam.
—Casi todos los que vienen a ver las cataratas lo son —respondió el dueño.
—He estado en el ejército. En caballería.
—¡Ya! —comentó el dueño.
Adam sintió de pronto que tenía que impresionar a aquel hombre, que tenía que penetrar bajo su impasibilidad.
—He estado en las guerras contra los indios —prosiguió. He pasado muy buenos momentos.
El hombre no respondió.
—Mi hermano también tiene una marca en la frente.
—Es de nacimiento —dijo—. Cada año se hace mayor. ¿Es así la de su hermano?
—Se dio un golpe que le produjo un profundo corte. Me lo explicó por carta.
—¿Se ha dado cuenta de que la mía parece un gato?
—Pues es verdad.
—De ahí me viene el apodo, «Gato». Así me han llamado durante toda mi vida. Dicen que un gato debió de asustar a mi madre cuando estaba embarazada.
—Voy de camino a casa. He estado ausente mucho tiempo. ¿Me permite usted que le invite?
—Gracias. ¿Dónde se aloja usted?
—En la pensión de la señora May.
—La conozco. Dicen que da a sus huéspedes mucha sopa para que no puedan comer mucha carne.
—Sí, todos los negocios tienen sus trucos —observó Adam—, supongo que sí. Yo tengo muchos.
—No lo dudo —contestó Adam.
—Pero el único truco que en realidad necesito no sé cómo se hace. Ojalá lo supiera.
—¿De qué se trata?
—De cómo demonios tendría que hacer para que usted se marchase y me permitiese cerrar el establecimiento.
Adam lo miró fijamente sin pronunciar una palabra.
—Es una broma —dijo el dueño, algo inquieto.
—Creo que volveré a casa mañana por la mañana —dijo Adam—. Quiero decir, a mi verdadera casa.
—Que tenga usted mucha suerte —le deseó el dueño.
Adam caminó por la ciudad sumida en sombras, acelerando el paso, como si su soledad le persiguiese. Los escalones combados de la escalera de la casa de huéspedes crujieron mientras subía por ellos. El vestíbulo se hallaba apenas iluminado por la luz amarillenta de un quinqué de petróleo, con la mecha tan baja que chisporroteaba a punto de apagarse.
La patrona estaba frente a él en el umbral, y la sombra de su nariz se prolongaba hasta su barbilla. Siguió a Adam con mirada fría, como si fuese la figura de un retrato, y aspiró el olor de whisky que el joven esparcía.
—Buenas noches —dijo Adam.
Ella no respondió.
Al llegar al primer rellano, se volvió y miró hacia abajo. La patrona tenía la cabeza levantada; ahora su barbilla proyectaba una sombra sobre su garganta, y los ojos no tenían pupilas.
Su habitación olía a polvo mojado y vuelto a secar muchas veces. Sacó una cerilla, la encendió y prendió una vela que estaba en una palmatoria de porcelana; luego, miró el lecho, tan combado como una hamaca y cubierto con una mugrienta y remendada colcha, por cuyos bordes asomaba la guata. Los escalones de la entrada crujieron y Adam supuso que la patrona se había instalado otra vez en la puerta para dispensar una acogida inhospitalaria al que llegara.
Adam se sentó en una silla y apoyó los codos sobre sus rodillas, descansando el mentón en las manos. Un huésped, abajo en el vestíbulo, comenzó a toser monótonamente en el silencio de la noche.
Y Adam supo que no podía volver a casa. Había oído decir a viejos soldados que habían hecho lo mismo que él estaba decidido a hacer ahora.
—No puedo soportarlo. No tengo ningún lugar adonde ir. No conozco a nadie. Si sigo vagabundeando así, pronto me sentiré tan asustado como un niño; lo primero que tengo que hacer es rogar al sargento que me deje regresar, con lo cual me hará un verdadero favor.
De nuevo en Chicago, Adam se reenganchó y solicitó que lo destinasen a su antiguo regimiento. En el tren que lo trasladaba al oeste, los hombres de su escuadrón le parecieron seres muy queridos.
Mientras esperaba el transbordo en Kansas City, oyó que pronunciaban su nombre en voz alta, y le entregaron un mensaje, la orden de trasladarse a Washington y de presentarse en las oficinas del Ministerio de la Guerra. Adam, en sus cinco años de servicio, había absorbido, más que aprendido, que jamás tenía que asombrarse ante una orden. Para un soldado, los altos y lejanos dioses de Washington estaban locos de remate, y si él, por su parte, deseaba conservar su sano juicio, debía pensar lo menos posible en los generales.
Adam dio su nombre a un empleado y esperó en una antesala, donde vino a buscarlo su padre. Adam tardó un momento en reconocer a Cyrus, y mucho más en acostumbrarse a su nuevo aspecto. Cyrus se había convertido en un gran hombre, y vestía como tal: levita y pantalones negros, sombrero negro de ala ancha, abrigo con cuello de terciopelo, y bastón de ébano que manejaba a modo de espada. También se comportaba como un gran hombre. Hablaba con voz lenta, melodiosa, tranquila y mesurada; sus ademanes eran abiertos, y su nueva dentadura le proporcionaba una sonrisa ladina, completamente en desacuerdo con sus emociones.
Cuando Adam se dio cuenta de que aquel personaje era su padre, todavía estaba desconcertado. De pronto, bajó la mirada y vio que Cyrus no llevaba ninguna pata de palo. La pierna era recta, se doblaba por la rodilla y en el pie llevaba puesto un brillante zapato medio recubierto por una polaina. Cuando caminaba renqueaba ligeramente, pero no como antes, cuando llevaba su pata de palo.
Cyrus observó la mirada de su hijo.
—Ortopédica —explicó. Tiene articulación. Puedo incluso saltar, y, si me lo propongo, no cojeo en absoluto. Ya te la enseñaré cuando me la quite. Ahora, ven conmigo.
—He recibido órdenes, señor. Tengo que presentarme ante el coronel Wells —respondió Adam.
—Ya lo sé. Fui yo quien le dijo a Wells que te enviase esa orden. Ven.
Adam replicó algo turbado:
—Si no le importa, señor, creo que haría mejor en presentarme ante el coronel Wells primero.
Su padre se volvió hacia él.
—Lo he hecho para probarte —dijo con ademán grandilocuente—. Quería ver si el ejército tiene disciplina en estos días. Muy bien, muchacho. Ya sabía yo que el ejército te haría bien. Ahora ya eres un hombre y un soldado, hijo mío.
—Tengo que cumplir mis órdenes, señor —insistió Adam.
Aquel hombre le parecía un extraño, y en su interior surgió una débil sensación de disgusto. Todo aquello se asemejaba a una pantomima, y la rapidez con que se abrieron las puertas cuando se dirigió hacia el despacho del coronel, el obsequioso respeto de aquel oficial y las palabras que pronunció al recibirle, «El ministro quiere verlo enseguida, señor», no fueron suficientes para disipar sus dudas.
—Es mi hijo, un simple soldado raso, señor ministro, como yo lo fui siempre, un soldado raso del ejército de los Estados Unidos.
—Me licenciaron como cabo, señor —aclaró Adam.
Apenas oyó el intercambio de cumplidos, pues estaba pensando que aquél era el ministro de Defensa. ¿No se daba cuenta de que su padre fingía? Estaba representando una comedia. ¿Qué le había ocurrido? Era raro que el ministro no lo advirtiese.
Se dirigieron al hotelito donde vivía Cyrus, y por el camino éste le señaló los lugares, los edificios, los recuerdos históricos, con el calor de un conferenciante.
—Vivo en un hotel —dijo—. Había pensado comprar una casa, pero como siempre estoy viajando, no me hubiera salido a cuenta. Me paso la vida recorriendo los Estados Unidos.
El conserje del hotel se inclinó ante Cyrus, le llamó «senador» y le indicó que, si Adam queda una habitación, tendría que despedir a alguno de los huéspedes.
—Envíe una botella de whisky a mi habitación, por favor.
—Si usted lo desea le enviaré también un poco de hielo picado.
—¡Hielo! —exclamó Cyrus—. Mi hijo es un soldado —se golpeó la pierna con el bastón y sonó a hueco—. Yo también he sido un soldado, un soldado raso. ¿Para qué queremos hielo?
Adam estaba sorprendido ante el tren de vida de Cyrus. No sólo disponía de un dormitorio, sino del salón contiguo y además el baño se encontraba dentro de la habitación.
Cyrus se hundió en un sillón y suspiró. Se subió el pantalón, y Adam observó el trabajo de artesanía con hierro, cuero y dura madera que conformaban su pierna. Cyrus desató la funda de cuero que la mantenía unida al muñón y apoyó la pierna ortopédica junto a su silla.
—A veces me incomoda bastante —dijo.
Con una sola pierna, su padre volvía a ser el de siempre, el único que Adam recordaba. Había comenzado a sentir desprecio por él, pero ahora renacieron en su interior el temor, el respeto y la animosidad que sentía de niño; parecía de nuevo un muchachito espiando los cambios de humor de su padre para estar siempre prevenido.
Cyrus se puso cómodo, bebió un vaso de whisky y se aflojó el cuello. Luego, se volvió hacia Adam.
—¿Qué hay?
—Usted me dirá, señor.
—¿Por qué te reenganchaste?
—Pues, no sé, señor. Sentí la necesidad de hacerlo.
—No te gusta el ejército, Adam.
—No, señor.
—¿Por qué regresaste a él?
—No quería volver a casa.
Cyrus suspiró y frotó sus dedos contra los brazos del sillón. —¿Piensas seguir en el ejército?— le preguntó.
—Lo ignoro, señor.
—Podría hacerte entrar en West Point. Tengo la influencia necesaria para ello. Puedo hacer que te licencien, y así podrás ingresar.
—No quiero ir a esa academia.
—¿Tratas de desafiarme? —preguntó Cyrus suavemente.
Adam tardó mucho tiempo en responder, intentando encontrar una escapatoria. Pero, al final, respondió:
—Sí, señor.
—Sírveme whisky, hijo —y con el vaso en la mano, prosiguió; Me pregunto si sabes la influencia que tengo. Puedo echar del ejército norteamericano a quien yo quiera, como si se tratara de un calcetín. Incluso al presidente le gusta conocer mi opinión acerca de los asuntos públicos. Puedo derribar senadores y distribuir nombramientos como si fuesen manzanas. Puedo hacer y destruir hombres. ¿Sabías eso?
Adam sabía más que eso. Sabía que Cyrus se estaba defendiendo con amenazas.
—Si, señor. He oído hablar de ello.
—Puedo hacer que te destinen a Washington, a mi lado, incluso puedo enseñarte este laberinto.
—Preferiría volver a mi regimiento, señor.
Observó cómo el rostro de su padre se ensombrecía.
—Tal vez me he equivocado. Has aprendido la ciega resistencia de un soldado —y tras un suspiro, prosiguió: Ordenaré que te devuelvan a tu regimiento. Te pudrirás en los cuarteles.
—Gracias, señor.
Tras una pausa, Adam preguntó:
—¿Por qué no se trae a Charles?
—Porque yo… No, es mejor que Charles siga donde está; sí, es lo mejor.
Adam recordó durante mucho tiempo el tono de voz de su padre y su aspecto. Y tuvo mucho tiempo para recordar, porque fue a «pudrirse en los cuarteles». Se acordó de que Cyrus era un solitario y de que estaba solo. Y supo por qué.
3
Charles había esperado el regreso de Adam durante cinco años. Había repintado la casa y los establos, y como el momento se aproximaba, contrató a una mujer para que hiciese la limpieza de la casa, pues quería que estuviese bien limpia.
La mujer en cuestión era vieja e insignificante. Miró las cortinas grises de polvo, las arrancó e hizo otras nuevas. Quitó el hollín de la estufa, que nadie había tocado desde que murió la madre de Charles. Y lavó concienzudamente las paredes para quitarles la capa de grasa, pardusca y brillante, que se había depositado en ellas como resultado de freír tocino y del humo de los quinqués. Fregó los suelos con lejía y sumergió las mantas en una solución de sosa, sin dejar durante todo el tiempo de quejarse:
—¡Los hombres, qué animales tan puercos! El cerdo es limpio comparado con ellos. Se pudren en su propia mierda. No comprendo cómo hay mujeres que se casan con ellos. Esto apesta como una cloaca. No hay más que ver el horno: hay tal costra de suciedad que se remonta por lo menos a la época de Matusalén.
Charles buscó un refugio donde su olfato no pudiese ser molestado por los inmaculados pero desagradables olores de la lejía, la sosa, el amoniaco y el desinfectante. Sin embargo, tuvo la impresión de que la mujer no aprobaba su modo de mantener la casa. Cuando finalmente ella se marchó de la casa gruñendo, Charles continuó en su refugio. Quería tener su mansión limpia para recibir a Adam. En el refugio donde dormía se guardaban los aperos de labranza y otras herramientas para su cuidado y reparación. Charles descubrió que podía cocinar sus comidas, a base de fritos y hervidos, mucho mejor y más deprisa en la forja que en la estufa de la cocina. El fuelle arrancaba grandes llamaradas y un considerable calor al carbón de coque. No había que esperar, como en el caso de la estufa, a que ésta se calentase. Se asombró de que no se le hubiese ocurrido antes.
Charles esperaba el regreso de Adam, pero éste no venía. Quizá le daba vergüenza escribir. Fue Cyrus quien le comunicó, en una carta airada, que Adam se había renganchado contra su deseo. Cyrus también le indicaba que, más adelante, podría ir a Washington a visitarlo, pero nunca se lo volvió a pedir.
Charles se trasladó de nuevo a la casa y vivió otra vez en una especie de salvaje inmundicia, sintiendo gran satisfacción en destruir la labor de la gruñona mujer de la limpieza.
Tuvo que pasar un año antes de que Adam enviase a Charles una carta llena de preámbulos en su intento por obtener el coraje para escribir: «No sé por qué me volví a alistar. Fue como si lo hubiera hecho otra persona. Escríbeme pronto y dime cómo estás».
Charles no contestó hasta después de haber recibido cuatro angustiosas cartas más, y entonces se limitó a replicar fríamente: «Nunca esperé que vinieses», para proseguir con una detallada relación del estado de la granja y de los animales.
El tiempo se encargaría de separarlos por completo. Después de la carta de Charles, escrita poco después de Año Nuevo, llegó otra de Adam, escrita también poco después del Año Nuevo siguiente. Se habían distanciado tanto que no experimentaban el menor interés el uno por el otro y no se hacían la menor pregunta.
Charles comenzó a contratar mujeres zarrapastrosas para trabajar en la granja. Cuando le sacaban de quicio, las despedía sin ninguna consideración. No le gustaban, y nada le importaba si él les gustaba o no. Se aisló del pueblo. Sus únicos contactos se reducían a la taberna y al cartero. Sus vecinos podían criticar su forma de vida, pero había algo que contrarrestaba sus incívicas costumbres incluso ante sus ojos: la granja nunca había estado tan bien gobernada. Charles desbrozó los campos, levantó los muros, mejoró el sistema de regadío y añadió casi medio centenar de hectáreas a sus tierras. Y lo que era más importante aún, se dedicó a plantar tabaco, y pronto construyó un magnífico cobertizo detrás de la casa para almacenarlo. Por todo ello, se ganó el respeto de sus vecinos. Un granjero no puede pensar mal de un hombre que trabaja tan bien la tierra. Charles invirtió casi todo su dinero y todas sus energías en la granja.