Capítulo 20

1

Era una tarde encantadora. El pico Fremont aparecía enrojecido por el sol poniente, y Faye lo veía muy bien desde su ventana. Desde la calle Castroville llegaba el dulce y agradable sonido de las campanillas tintineantes de un tiro de ocho caballos que arrastraba un carro de trigo procedente de la sierra. El cocinero trajinaba con las cacerolas en la cocina. Se oyó un leve roce en la pared, y luego una suave llamada a la puerta.

—Entra, Ojos de Algodón —dijo Faye.

La puerta se abrió y el encorvado y esmirriado pianista apareció en el umbral, a la espera de algún ruido que le indicara la situación de ella.

—¿Qué quieres? —preguntó Faye.

Él se volvió hacia ella.

—No me encuentro bien, señorita Faye. Querría meterme en la cama y no tocar esta noche.

—Ya estuviste enfermo dos noches la semana pasada, Ojos de Algodón. ¿No te gusta tu trabajo?

—Es que no me encuentro bien.

—Está bien. Pero desearía que te cuidases más.

Kate intervino diciendo suavemente:

—Deja de aporrear las teclas durante un par de semanas, Ojos de Algodón.

—Oh, señorita Kate, no sabía que estuviese usted aquí. Le aseguro que no he fumado.

—Sí lo ha hecho —replicó Kate.

—Tiene razón, señorita Kate, y le prometo que lo dejaré. No me encuentro bien.

Cerró la puerta y oyeron el roce de su mano contra la pared para poder guiarse.

—Me dijo que había dejado de fumar —observó Faye.

—No es cierto.

—¡Pobre infeliz! —dijo Faye—. No tiene mucho por lo que vivir.

Kate se alzaba frente a ella.

—Es usted demasiado buena —le recriminó—. Confía en todo el mundo. Algún día, si no tiene cuidado, o yo no lo tengo por usted, le van a robar hasta el techo.

—¿Quién querría robarme? —preguntó Faye.

Kate colocó sus manos sobre los hombros de Faye y contestó:

—No todos son tan buenos como usted.

Los ojos de Faye se llenaron de lágrimas. Tomó un pañuelo de la silla que estaba junto a ella, se secó los ojos y se sonó delicadamente.

—Eres para mí como una hija, Kate —dijo.

—Comienzo a creer que lo soy. Nunca conocí a mi madre, Murió cuando yo era muy pequeña.

Faye exhaló un profundo suspiro y abordó la cuestión:

—Kate, no me gusta que trabajes aquí.

—¿Por qué no?

Faye meneó la cabeza, tratando de encontrar las palabras adecuadas.

—No tengo de qué avergonzarme. Gobierno una casa muy buena. Sí yo no estuviese aquí, esta casa iría de mal en peor. No hago daño a nadie, y, por lo tanto, te repito que no tengo de qué avergonzarme.

—¿Por qué tendría que avergonzarse? —preguntó Kate.

—Pero a pesar de ello no me gusta que trabajes aquí. Simplemente, no me gusta. Te considero como a una hija, y no me agradaría que una hija mía se dedicase a este oficio.

—No sea usted tonta, querida —respondió Kate—. Tengo que hacerlo, aquí o en otra parte. Ya se lo dije. Necesito ganar dinero.

—No, no tienes necesidad de ello.

—Claro que sí. ¿Dónde, si no, podría encontrarlo?

—Podrías ser mi hija. Podrías manejar el negocio. Podrías incluso ocuparte de mis asuntos, y dejar de ir arriba como las demás. Ya sabes que a veces no me encuentro bien.

—Bastante que lo sé, querida. Pero tengo que ganar dinero.

—Hay más que suficiente para las dos, Kate. Puedo darte tanto como lo que ganas e incluso más, ya que tú te lo mereces de sobra.

Kate movió la cabeza con tristeza.

—Yo la quiero mucho —dijo—. Y desearía poder hacer lo que me pide. Pero usted necesita conservar intactos sus ahorros; además, suponga que le ocurriese algo. No, tengo que seguir trabajando. ¿No sabe usted, querida, que esta noche tengo cinco clientes de los fijos?

El rostro de Faye se contrajo.

—No quiero que sigas trabajando.

—Tengo que hacerlo, madre.

Aquella palabra produjo su efecto. Faye rompió en llanto; y Kate se sentó en el brazo del sillón y le dio palmaditas cariñosas en la mejilla, secando sus abundantes lágrimas. Poco a poco, los sollozos se fueron amortiguando.

Las sombras de la noche caían rápidamente sobre el valle. El rostro de Kate brillaba extrañamente bajo sus oscuros cabellos.

—Ahora ya está usted bien —dijo Kate—. Voy a echar una mirada a la cocina, y luego iré a vestirme.

—Kate, ¿no podrías decirles a tus clientes que estás enferma?

—Desde luego que no, madre.

—Kate, hoy es miércoles. Probablemente no vendrá nadie hasta después de la una.

—Los Leñadores del Mundo se dejarán caer por aquí.

—Oh, sí. Pero siendo miércoles, los Leñadores no aparecerán hasta pasadas las dos.

—¿Adónde quiere usted ir a parar?

—Kate, cuando termines de trabajar llama a mi puerta. Te reservo una pequeña sorpresa.

—¿Qué clase de sorpresa?

—¡Oh, es un secreto! ¿Quieres decirle al cocinero que venga, cuando vayas a la cocina?

—¿Es una tarta?

—No me hagas preguntas ahora, querida. Es una sorpresa.

Kate la besó.

—Es usted adorable, madre.

Cuando hubo cerrado la puerta tras de ella, Kate permaneció un instante en el vestíbulo, acariciándose su pequeño mentón puntiagudo. Sus ojos denotaban calma. Luego, extendió los brazos sobre la cabeza y contoneó el cuerpo, emitiendo un lujurioso bostezo. Hizo descender lentamente sus manos a lo largo de sus costados, desde los pechos a las caderas. Las comisuras de sus labios se plegaron en una ligera sonrisa, y se dirigió a la cocina.

2

Los clientes habituales entraron y salieron, y dos viajantes que pasaban por allí se asomaron para echar una ojeada, pero no apareció ni un solo Leñador del Mundo. Las muchachas se sentaban bostezando en el salón, y oyeron, mientras esperaban, cómo daban las dos.

Lo que impidió acudir a los Leñadores fue un triste accidente. Clarence Monteith tuvo un ataque cardiaco durante la ceremonia ritual de clausura, antes de la cena. Lo extendieron en la alfombra, y humedecieron su frente esperando la llegada del doctor. Nadie sintió los menores deseos de sentarse a la mesa para dar cuenta de la suculenta cena. Cuando llegó el doctor Wilde y se puso a examinar a Clarence, los Leñadores hicieron una camilla, introduciendo las astas de dos banderas a través de las mangas de dos abrigos. Mientras lo conducían a su casa, Clarence murió, y tuvieron que volver en busca del doctor Wilde. Y después de hacer planes para el entierro y de redactar una nota necrológica para el Salinas Journal, a ninguno le quedaba el menor deseo de ir a un lupanar.

Al día siguiente, cuando se enteraron de lo que había ocurrido, todas las chicas recordaron lo que había dicho Ethel, diez minutos antes de dar las dos:

—¡Por Dios! —había dicho Ethel—. Nunca había estado esto tan silencioso. No hay música y el gato se ha comido la lengua de Kate. Parece como si estuviéramos velando a un muerto.

Más tarde, Ethel se sintió impresionada por sus palabras, como si lo hubiese presentido.

Grace había replicado:

—Me gustaría saber qué gato es ese que se ha comido la lengua de Kate. ¿No te sientes bien? Kate, hablo contigo, ¿no te sientes bien?

Kate dio un respingo.

—¡Oh, es que estaba distraída!

—Pues yo no —contestó Grace—. Me estoy durmiendo. ¿Por qué no cerramos? Vayamos a preguntarle a Faye si podemos cerrar. Esta noche no aparecerá ni una rata. Voy a preguntárselo a Faye.

—No molestes ahora a Faye. No se encuentra bien. Cerramos a las dos —respondió tajante Kate.

—Ese reloj no marcha bien —observó Ethel—. ¿Qué le pasa a Faye?

—En eso estaba pensando —contestó Kate—. Faye no se encuentra bien. Estoy preocupada por ella. Hace todo lo que puede por ocultarlo.

—Yo creía que se encontraba perfectamente —repuso Grace.

Ethel echó más leña al fuego al añadir:

—Sí, no tiene buen aspecto. Está algo congestionada. Ya me di cuenta.

Kate dijo lentamente: —Por Dios, muchachas, que no se entere nunca de que yo os lo he dicho. Quiere evitaros esa preocupación. ¡Es tan buena!

—Sí, nunca me había chuleado una persona tan bondadosa —dijo Grace.

—¡Es mejor que Faye no te oiga nunca usar esas palabras! —exclamó Alice.

—¡Qué narices! —contestó Grace—. Faye es un gato viejo.

—No le gusta que nadie diga esas cosas, y menos nosotras.

Kate las interrumpió pacientemente:

—Quiero contaros lo que ocurrió. Estaba tomando el té a última hora de esta tarde, cuando se quedó como muerta. Me parece que tendría que verla el médico.

—Ya me di cuenta de que estaba muy congestionada —repitió Ethel—. Ese reloj no marcha bien, pero no me acuerdo si atrasa o adelanta.

—Id a acostaros, chicas. Voy a cerrar —les ordenó Kate.

Cuando todas se hubieron marchado, Kate se dirigió a su habitación y se puso un nuevo vestido estampado, que le hacía parecer una jovencita. Cepilló y trenzó sus cabellos, dejando caer sobre su espalda una gruesa trenza atada con un pequeño lazo. Luego, se salpicó las mejillas con agua de Florida. Vaciló un momento y después tomó del cajón superior del tocador un relojito de oro que pendía de un broche en forma de flor de lis. Lo envolvió en uno de sus lindos pañuelos de encaje y salió de la estancia.

El vestíbulo estaba muy oscuro, pero bajo la puerta de la habitación de Faye se apreciaba una franja de luz. Kate llamó suavemente con los nudillos.

—¿Quién es? —preguntó Faye.

—Soy Kate.

—No entres todavía. Espera un momento. Ya te diré cuándo puedes entrar.

Kate oyó un susurro y una especie de crujidos en la habitación. Por fin, Faye le dijo:

—Muy bien, ya puedes entrar.

La habitación estaba adornada. En los rincones pendían linternas japonesas con velas encendidas colgando de bastones de bambú, y tiras de papel rojo se retorcían formando festones desde el centro de la habitación hasta los ángulos, produciendo el efecto de una tienda de campaña. Sobre la mesa y rodeado de velillas, se encontraba un enorme pastel blanco y una caja de bombones, y a su lado una cubitera con una botella de champán de dos litros. Faye llevaba su vestido de encaje y sus ojos brillaban de emoción.

—Pero ¿qué es esto? —exclamó Kate, cerrando la puerta—. ¡Parece una fiesta!

—Lo es. Es una fiesta en honor de mi querida hija.

—Pero si no es mi cumpleaños.

—En cierto modo, sí lo es —respondió Faye.

—No sé qué quiere decir usted. Pero yo también le he traído un regalo —dijo, y depositó el reloj envuelto en el pañuelo en el regazo de Faye—. Ábralo con cuidado —añadió.

Faye levantó el reloj.

—Oh, querida, querida. ¡Locuela! No, no puedo aceptarlo.

Levantó la tapa que cubría la esfera, y después la posterior, ayudándose con la uña. En el interior aparecía la siguiente inscripción grabada: para c, con todo el amor de a.

—Perteneció a mi madre —explicó Kate con dulzura—. Y me gustaría que lo tuviera mi nueva madre.

—¡Mi querida hija, mi querida hija!

—A mi madre también le hubiera gustado.

—Pero soy yo quien da la fiesta, y también tengo un regalo para mi querida hija, aunque hay que hacerlo como lo tenía pensado. Kate, destapa la botella y llena dos copas mientras yo corto el pastel. Quiero que sea perfecto.

Cuando todo estuvo a punto, Faye se sentó a la mesa y alzó la copa:

—Por mi nueva hija, para que tenga una vida larga y feliz.

Y después de beber, Kate brindó a su vez:

—Por mi madre.

—Me vas a hacer llorar —dijo Faye con emoción—. Allí, en el escritorio, querida. Tráeme la cajita de caoba. Sí, ésa es. Ponía ahora encima de la mesa y ábrela.

En la reluciente y pulida caja había un rollo de papel blanco atado con una cinta encarnada.

—¿Pero qué es esto? —preguntó Kate.

—Es mi regalo. Ábrelo.

Kate desligó cuidadosamente la cinta encamada y desenrolló el papel. Vio una elegante escritura de letras muy bien perfiladas y de líneas bien trazadas. Al pie, firmaba el cocinero en calidad de testigo: «Lego todos mis bienes terrenales, sin excepción, a Kate Albey, porque la considero como si fuese mi hija».

El testamento era sencillo, sin circunloquios y legalmente irreprochable. Kate lo leyó tres veces, volvió a mirar la fecha y examinó la firma del cocinero. Faye la observaba con la boca entreabierta y expectante. Cuando Kate movía los labios al leer, los de Faye también se movían.

Kate enrolló el papel, ató la cinta y lo depositó en la caja, cerrándola después. Luego tomó asiento en su silla.

Faye rompió el silencio:

—¿Estás contenta, hija?

Los ojos de Kate parecían penetrar en los de Faye y llegar hasta su cerebro. La joven dijo con voz queda:

—Hago esfuerzos por contenerme, madre. Jamás hubiera imaginado que hubiese nadie tan bueno en el mundo. Tengo miedo de ponerme a llorar si digo algo con demasiada precipitación o me acerco demasiado a usted.

Era más dramático de lo que Faye había esperado, pero tranquilo y electrizante.

—Es un regalo divertido, ¿eh? —preguntó Faye.

—¿Divertido? No, no tiene nada de divertido —respondió Kate.

—Quiero decir que un testamento es un regalo extraño. Pero es más que eso. Ahora que eres mi hija, ya puedo decírtelo. Yo, es decir, nosotras, entre bonos y dinero en efectivo tenemos más de sesenta mil dólares. En mi escritorio guardo los estados de cuentas de lo que hay en las cajas fuertes. Vendí la casa de Sacramento por un precio excelente. ¿Por qué te has quedado tan callada, niña? ¿Hay algo que te preocupa?

—Un testamento hace pensar en la muerte. Es como si hubiésemos desplegado un paño mortuorio.

—Pero todo el mundo debería hacer testamento.

—Ya lo sé, madre. —Kate sonreía con expresión lastimera—. Pero me viene a la mente la imagen de todos sus parientes viniendo aquí airados para impugnar este testamento. No puede usted hacerlo.

—¿Es eso lo que te preocupa? Mi pobre niña. No tengo parientes, y si tuviese alguno, ¿quién lo sabría? No eres la única que guarda secretos. ¿Crees que mi nombre es el que me pusieron al nacer?

Kate miró larga y fijamente a Faye.

—Kate —exclamó—, Kate, esto es una fiesta. ¡No te pongas triste! ¡No te quedes ahí, muda y helada!

Kate se levantó, apartó con delicadeza la mesa y se sentó en el suelo, apoyando su mejilla sobre las rodillas de Faye. Sus delgados dedos siguieron un hilo de oro de la falda, contorneando todo su intrincado dibujo rameado, y Faye le dio unas palmaditas en la mejilla, le acarició el cabello y le tocó sus extrañas orejas. Tímidamente, los dedos de Faye se detuvieron en el borde de la cicatriz.

—Me parece que jamás había sido tan feliz —dijo Kate.

—Querida, tú también me haces feliz; más feliz de lo que nunca he sido. Ahora ya no me siento sola, sino segura y acompañada.

Kate asió delicadamente el hilillo de oro con sus uñas.

Estuvieron así un buen rato, hasta que Faye observó:

—Kate, nos hemos olvidado de la fiesta. Hay que beber. Lléname la copa, tenemos que celebrarlo.

—¿Cree usted que lo necesitamos, madre? —preguntó Kate nerviosa.

—Es muy bueno. ¿Por qué no? Me gusta tomar una copita de vez en cuando; alivia los problemas. ¿No te gusta el champán, Kate?

—Yo nunca he bebido mucho. No me sienta bien.

—Tonterías. Vamos a beber, querida.

Kate se levantó del suelo y llenó las copas.

—Tienes que bebértela toda —le indicó Faye—. Mira que te observo. No irás a permitir que una vieja como yo se emborrache sola, ¿verdad?

—Usted no es vieja, madre.

—No hables, bebe. No tocaré mi copa hasta que esté vacía la tuya.

Sostuvo la copa levantada hasta que Kate hubo apurado la suya, y luego hizo lo propio.

—Está muy bueno —declaró—. Vuélvelas a llenar. Vamos, querida, olvidemos las penas. Con dos o tres más en el cuerpo, todo lo malo se esfumará.

El organismo entero de Kate se resistía a ingerir más alcohol. Se acordaba de lo que había pasado la última vez, y tenía miedo.

—Vamos, niña, apúrala. ¿No ves qué bueno es? Llénala de nuevo —le insistió Faye.

La transformación se efectuó en Kate inmediatamente después de la segunda copa. Su temor se disipó y sus recelos desaparecieron. Eso era lo que había temido, y ahora era ya demasiado tarde. El vino se había abierto paso a través de todas las barreras construidas con tanto esmero, de las defensas y las mentiras, pero no le importó. Su careta y autocontrol se esfumaron. Su voz perdió toda su dulzura y plegó los labios en una delgada línea. Sus ojazos se entornaron y se volvieron vigilantes y sardónicos.

—Ahora beba usted, madre, mientras yo la miro —dijo—. Aquí tiene, querida. Le apuesto a que no puede beber dos más seguidas.

—No me retes, Kate, perderías. Puedo beber seis seguidas.

—Muéstremelo.

—Pero tú también.

—Desde luego.

Cuando Kate movía los labios al leer, los de Faye también se movían.

Kate enrolló el papel, ató la cinta y lo depositó en la caja, cerrándola después. Luego tomó asiento en su silla.

Faye rompió el silencio:

—¿Estás contenta, hija?

Los ojos de Kate parecían penetrar en los de Faye y llegar hasta su cerebro. La joven dijo con voz queda:

—Hago esfuerzos por contenerme, madre. Jamás hubiera imaginado que hubiese nadie tan bueno en el mundo. Tengo miedo de ponerme a llorar si digo algo con demasiada precipitación o me acerco demasiado a usted.

Era más dramático de lo que Faye había esperado, pero tranquilo y electrizante.

—Es un regalo divertido, ¿eh? —preguntó Faye.

—¿Divertido? No, no tiene nada de divertido —respondió Kate.

—Quiero decir que un testamento es un regalo extraño. Pero es más que eso. Ahora que eres mi hija, ya puedo decírtelo. Yo, es decir, nosotras, entre bonos y dinero en efectivo tenemos más de sesenta mil dólares. En mi escritorio guardo los estados de cuentas de lo que hay en las cajas fuertes. Vendí la casa de Sacramento por un precio excelente. ¿Por qué te has quedado tan callada, niña? ¿Hay algo que te preocupa?

—Un testamento hace pensar en la muerte. Es como si hubiésemos desplegado un paño mortuorio.

—Pero todo el mundo debería hacer testamento.

—Ya lo sé, madre. —Kate sonreía con expresión lastimera—. Pero me viene a la mente la imagen de todos sus parientes viniendo aquí airados para impugnar este testamento. No puede usted hacerlo.

—¿Es eso lo que te preocupa? Mi pobre niña. No tengo parientes, y si tuviese alguno, ¿quién lo sabría? No eres la única que guarda secretos. ¿Crees que mi nombre es el que me pusieron al nacer?

Kate miró larga y fijamente a Faye.

—Kate —exclamó—, Kate, esto es una fiesta. ¡No te pongas triste! ¡No te quedes ahí, muda y helada!

Kate se levantó, apartó con delicadeza la mesa y se sentó en el suelo, apoyando su mejilla sobre las rodillas de Faye. Sus delgados dedos siguieron un hilo de oro de la falda, contorneando todo su intrincado dibujo rameado, y Faye le dio unas palmaditas en la mejilla, le acarició el cabello y le tocó sus extrañas orejas. Tímidamente, los dedos de Faye se detuvieron en el borde de la cicatriz. La competición comenzó y el champán empapó el mantel de la mesa; poco a poco la botella se fue quedando vacía.

Faye soltó una risita:

—Podría contarte increíbles historias de mi juventud.

—Yo si que podría contarte historias que nadie querría creer —le aseguró Kate.

—¿Tú? No seas tonta. Tú eres una niña.

Kate rio.

—Tú nunca has visto una niña como yo. ¡Menuda niña!

Lanzó una carcajada aguda y penetrante, que atravesó los vapores del alcohol que embotaban el cerebro de Faye. Entonces miró a Kate.

—Estás muy extraña —observó—. Debe de ser la luz de las lámparas. Pareces diferente.

—Soy diferente.

—Llámame «madre», querida.

—Madre, querida.

—Kate, vamos a ser tan felices las dos.

—Puedes apostar por ello. Y no sabes hasta qué punto; ni te lo imaginas.

—Siempre he deseado visitar Europa. Viajaremos en barco y compraremos bonitos vestidos en París.

—Puede que lo hagamos, pero no ahora.

—¿Por qué no, Kate? Tengo mucho dinero.

—Tendremos mucho más.

—¿Pero por qué no vamos ahora? —le suplicó Faye—. Podríamos vender el burdel. Es un buen negocio y podríamos sacar hasta diez mil dólares.

—No.

—¿Qué significa ese no? Es mi casa. Puedo venderla cuando quiera.

—¿Has olvidado que soy tu hija?

—No me gusta ese tono, Kate. ¿Qué te pasa? ¿Queda todavía algo de champán?

—Sí, queda algo. Míralo a través de la botella. Tómala y bebe de ella. Eso es, madre. Deja que corra por tu garganta, que baje por tu pecho, madre, y que acabe en tu gorda barriga.

—¡Kate, no digas esas cosas! Estábamos tan bien… ¿Por qué quieres estropearlo todo? —gimió Faye.

Kate le arrancó la botella de la mano.

—Dame eso.

La levantó, la apuró de un trago y la arrojó al suelo. Su rostro anguloso intensificaba el brillo de sus ojos. Los labios entreabiertos de su boca delgada mostraban los dientecillos afilados; los colmillos eran los más largos y puntiagudos. Kate rio suavemente.

—Madre, querida madre, voy a enseñarte cómo se lleva una casa de putas. Ya verás cómo trataremos a esos babosos asquerosos que vienen aquí a descargar sus necesidades por un dólar. Les daremos placer, querida madre.

—Kate, estás borracha. No sé de qué me estás hablando —replicó Faye muy seria.

—¿No lo sabes, madre querida? ¿Quieres que Kate te lo diga?

—Quiero que seas encantadora. Quiero que vuelvas a ser como antes.

—Es demasiado tarde. Yo no quería beber alcohol. Pero tú, tú, horrible gusano regordete, tú lo has querido. Soy tu querida y dulce hija, ¿lo has olvidado? Yo sí recuerdo cómo te sorprendiste al ver que empezaba a tener clientes fijos. ¿Crees que voy a dejarlos? ¿De veras crees que me pagan un mísero dólar? No, me dan diez, y la tarifa no ha dejado de subir. Ya no pueden ir con ninguna otra chica… Ninguna es lo bastante buena para ellos.

Faye sollozaba como una niña.

—Kate —suplicó—, no digas esas cosas. Tú no eres así, no eres así.

—Madre querida, querida madre sebosa, bájale los pantalones a cualquiera de mis clientes fijos. Mira las marcas de mis tacones en sus ingles, son preciosas. Y esos minúsculos cortes que sangran durante tanto tiempo. Oh, madre querida, tengo una cajita con un juego de cuchillas deliciosas. Y cortan tan bien…

Faye intentó levantarse del sillón, pero Kate la empujó para que volviera a sentarse.

—Y así, madre querida, funcionará ahora esta casa. La tarifa será de veinte dólares, y esos cabrones tendrán que bañarse. Recogeremos su sangre en pañuelos de seda blanca, madre querida, la sangre que harán manar nuestros latiguillos llenos de nudos.

Faye, en su sillón, empezó a chillar con voz ronca. Al instante Kate cayó sobre ella, tapándole la boca con la mano.

—No grites. Me gustas más calladita. Babea todo lo que quieras la mano de tu hijita, pero no se te ocurra gritar.

A modo de tanteo, Kate retiró la mano y se la limpió en la falda de Faye.

—Quiero que te vayas de esta casa —murmuró Faye—. Vete. Mi casa es limpia y decente. ¡Fuera de aquí!

—No puedo irme, madre. No puedo dejarte sola, pobrecilla —la voz de Kate se heló—: Estoy harta de ti. Harta —cogió uno de los vasos de la mesa, se dirigió al tocador y lo llenó de sedantes hasta la mitad.

—Ten, madre, bébetelo, te sentará bien.

—No quiero beberlo.

—Sé buena, bébetelo —ordenó Kate, forzando a Faye a beber el líquido—. Un poco más, sólo un trago.

Durante un rato, Faye farfulló con voz pastosa, hasta que se relajó y se quedó dormida en su sillón roncando profundamente.

3

El temor comenzó a apoderarse de Kate, y tras el temor llegó el pánico. Se acordó de la otra vez, y sintió náuseas. Se retorció las manos, notando cómo aumentaba su pánico. Encendió una vela de una lámpara y se dirigió tambaleándose por el oscuro vestíbulo hacia la cocina. Vertió mostaza seca en un vaso, lo llenó de agua hasta disolverla en parte y apuró el brebaje. Tuvo que apoyarse en el fregadero mientras sentía en su garganta el paso de la ardiente bebida. Se curvó y se distendió y vomitó una y otra vez. Pasados unos instantes, su corazón latía con rapidez y se sentía muy débil, pero los vapores del alcohol se habían disipado y tenía la cabeza despejada.

Repasó mentalmente lo sucedido aquella noche, recordando escena por escena como un perro de caza que olfatea un rastro. Se lavó la cara, limpió el fregadero y volvió a dejar la mostaza en la alacena. Luego, volvió a la habitación de Faye.

Estaba amaneciendo y el alba iluminaba por detrás el pico Fremont haciéndolo recortarse en negro sobre el cielo. Faye estaba roncando en el sillón. Kate la miró durante algunos momentos y luego su atención se dirigió al lecho de Faye. Kate levantó y arrastró con dificultad a la mujer dormida, que pesaba enormemente. Una vez sobre la cama, Kate la desnudó, le lavó la cara y guardó sus vestidos.

Se estaba haciendo de día rápidamente. Kate se sentó junto a la cama y observó el rostro relajado, la boca abierta, los labios que se movían al compás de la respiración.

Faye se movió con desasosiego y sus labios resecos musitaron unas confusas palabras; tras lanzar un suspiro, volvió a roncar.

Los ojos de Kate adquirieron una expresión vigilante. Abrió el cajón superior del tocador y examinó los frascos que constituían el botiquín de la casa. Tomó la botella de amoniaco, empapó con él un pañuelo y separándose todo lo posible, sostuvo la tela sobre la nariz y la boca de Faye.

Los vapores sofocantes y repulsivos del amoniaco penetraron y produjeron su efecto, y Faye se desasió, roncando y debatiéndose, de la negra telaraña que la aprisionaba. Sus ojos, muy abiertos; expresaban un terror absoluto.

—Todo va bien, madre, todo va bien —la tranquilizó Kate—. Ha tenido usted una pesadilla. Ha sido un mal sueño.

—Sí, un sueño. —Pero entonces el sopor la venció otra vez, cayó nuevamente de espaldas y volvió a roncar, aunque el efecto del amoniaco la había despabilado mucho y ahora se encontraba más agitada. Kate volvió a dejar el frasco en el cajón. Arregló la mesa, limpió la mancha del champán vertido y llevó las copas a la cocina.

Kate se movía en silencio. Bebió dos vasos de agua y, tras llenarlo de nuevo, lo llevó a la habitación de Faye, cuya puerta cerró. Levantó el párpado derecho de Faye, y el ojo la miró ausente y vidrioso, pero no estaba en blanco. Kate actuó lenta y meticulosamente. Recogió el pañuelo y lo olió. Parte del amoniaco se había evaporado, pero su olor era todavía fuerte. Aplicó el pañuelo sobre el rostro de Faye, y cuando ésta se agitó y se revolvió, y estuvo a punto de despertarse, Kate le quitó el pañuelo y dejó que se sumiese de nuevo en la inconsciencia. Repitió la operación tres veces. Apartó el pañuelo y tomó el ganchillo de marfil que estaba encima del mármol del tocador. Bajó la colcha, y apretó la punta roma del ganchillo contra los fláccidos senos de Faye, con una presión firme y continuada, hasta que la durmiente gimió y se retorció. Luego Kate exploró los lugares sensibles del cuerpo con el ganchillo: el sobaco, la ingle, la oreja, el clítoris, y siempre interrumpía la presión cuando Faye parecía que iba a despertarse.

Faye ya estaba casi despierta. Gemía, resoplaba y se sacudía. Kate le dio golpecitos en la frente y pasó suavemente los dedos por la parte interior de su brazo, al tiempo que le hablaba con voz queda.

—Querida, querida. Ha tenido un sueño muy malo. Salga de ese mal sueño, madre.

La respiración de Faye se hizo más regular. Lanzó un gran suspiro y, volviéndose de lado, se acomodó dejando oír pequeños gruñidos de satisfacción.

Kate se incorporó, pues sentía vértigo. Hizo un esfuerzo por dominarse, se dirigió luego a la puerta y escuchó, saliendo de la estancia en dirección a su habitación. Se desnudó rápidamente, se puso su camisón, encima un batín, y se calzó unas zapatillas. Se cepilló el cabello, se lo recogió y se tocó con un gorro, echándose después agua de Florida en la cara. Luego, regresó silenciosamente a la habitación de Faye.

Faye seguía durmiendo apaciblemente reclinada sobre un costado. Kate dejó abierta la puerta que daba al vestíbulo. Se acercó al lecho con un vaso de agua en la mano y vertió agua fría en el oído de Faye.

Faye lanzó varios chillidos. El rostro espantado de Ethel se asomó a la puerta de su habitación a tiempo de ver a Kate en batín y zapatillas disponiéndose a entrar en su estancia.

El cocinero estaba detrás de Kate y extendió el brazo para detenerla.

—No entre, señorita Kate. Vaya a saber lo que pasa ahí dentro.

—¡Bah, tonterías! Faye no se encuentra bien —Kate se desasió y corrió hacia el lecho.

Los ojos de Faye tenían una expresión espantada, y no dejaba de llorar y gemir.

—¿Qué es eso? ¿Qué es eso, querida?

El cocinero estaba en mitad de la estancia, y tres muchachas medio dormidas asomaban sus atemorizadas cabezas por la puerta.

—Dime, ¿qué pasa? —gritó Kate.

—¡Oh, querida, qué sueños he tenido, qué sueños! ¡No puedo soportarlos!

Kate se volvió hacia la puerta.

—Ha tenido una pesadilla, pronto estará bien. Volved a la cama. Yo me quedaré un rato con ella. Alex, trae una taza de té.

Kate era incansable y las otras muchachas se dieron cuenta de ello. Puso toallas frescas sobre la dolorida cabeza de Faye, y la sostuvo ayudándola a beber la taza de té. La acarició y la mimó, pero la mirada de horror no desaparecía de los ojos de Faye. A las diez, Alex trajo un jarro de cerveza, y sin pronunciar palabra lo dejó sobre el tocador.

Kate llenó un vaso y lo acercó a los labios de Faye.

—Le hará bien, querida. Bébalo.

—No quiero volver a beber más.

—¡Tonterías! Tómelo como si fuese una medicina. Así me gusta. Ahora échese y trate de dormir.

—Tengo miedo de dormir.

—¿Tan malos sueños ha tenido?

—¡Horribles, horribles!

—Cuéntemelos, madre. Eso le ayudará.

Faye se reclinó sobre la cama.

—No pienso contárselos a nadie. ¡Cómo puedo haber soñado esas cosas! No eran como los sueños que tengo habitualmente.

—¡Pobre madre! Te quiero mucho —dijo Kate—. Duerme ahora. Yo ahuyentaré los malos sueños.

Faye se fue quedando dormida poco a poco. Kate se sentó junto al lecho, estudiando a la durmiente.