Capítulo 17

1

Cuando afirmé que Cathy era un monstruo era porque así me lo pareció, pero ahora que he examinado con una lupa sus débiles huellas y he releído las líneas, me pregunto si eso era cierto. La dificultad estriba en que ignoramos lo que ella quería y, por lo tanto, jamás sabremos si lo obtuvo o no. Ni tampoco si corría hacia algo o se alejaba de ello, y si realmente consiguió escapar. Quién sabe si trataba de contarle a alguien, o a todos, cómo era ella en realidad, y no pudo hacerlo por no encontrar un lenguaje común. Su vida pudo haber sido su lenguaje formal, desarrollado, indescifrable. Es fácil decir que era mala, pero eso no significa nada, a menos que sepamos por qué lo era.

Me imagino a Cathy, sentada en silencio en espera de que su hijo naciera, viviendo en una granja que no le gustaba y con un hombre al que no amaba.

Estaba sentada en su silla bajo el roble, con las manos entrelazadas en busca de amor y de refugio. Engordó mucho, de una forma desmesurada, incluso en una época en que las mujeres se ufanaban de los bebés rollizos y contaban con orgullo todos los kilos que tenían de más. Cathy estaba deforme; su vientre, tirante, pesado y distendido, le imposibilitaba ponerse de pie sin apoyarse con los brazos. Pero la gran hinchazón era local. Los hombros, el cuello, los brazos, las manos y la cara no se vieron afectados, sino que permanecían gráciles y juveniles. Sus pechos no se desarrollaron, y sus pezones no se oscurecieron. Las glándulas mamarias no se excitaron y parecía como si el cuerpo no se preparase para alimentar al recién nacido. Sentada tras una mesa, no se podía apreciar en absoluto que estaba embarazada.

En aquellos días no se medía la anchura del arco pelviano, no se analizaba la sangre, no se reforzaba el organismo con calcio. Cada hijo suponía un gran desgaste para la madre, pero ésa era la ley y era plausible que las mujeres tuviesen extraños antojos. Algunos decían que eso era la causa de su impureza, y ello se atribuía a la naturaleza de Eva, que todavía expiaba el pecado original.

Los antojos de Cathy se limitaban a una sola cosa, y bastante sencilla si se la comparaba con otras. Los carpinteros, al reparar la vieja casa, se quejaban de que disminuían los montones de cal con que recubrían los listoncillos ensamblados. Una y otra vez desaparecían las pilas contadas. Cathy las robaba y rompía el yeso, que metía en el bolsillo de su delantal y, cuando no había nadie, desmenuzaba la blanda cal entre sus dientes. Hablaba muy poco y sus ojos tenían una expresión lejana. Era como si se hubiese marchado y hubiera dejado en su lugar una muñeca de carne y hueso, para disimular su ausencia.

En tomo a ella reinaba la mayor actividad. Adam caminaba gozoso de un lado a otro, planeando y construyendo su paraíso. Samuel y sus hijos abrieron un pozo de doce metros e introdujeron el caro revestimiento de metal, de último cuño, porque Adam quería lo mejor de lo mejor.

Los Hamilton trasladaron el aparato de perforación y comenzaron a abrir otro pozo. Dormían en una tienda, junto a las obras, y cocinaban en un fuego de campamento. Pero siempre había alguno camino de su rancho para ir en busca de una herramienta o para llevar un recado.

Adam revoloteaba como una abeja aturdida y desorientada ante tantas flores. Se sentaba junto a Cathy y charlaba acerca de las raíces del ruibarbo francés, que acababan de llegar. Dibujó ante ella la nueva aspa en abanico que Samuel había inventado para los molinos. Tenía una inclinación variable, y era algo completamente desusado. Cabalgaba hasta las obras del pozo y hacia que el trabajo se atrasase a causa del excesivo interés que mostraba. Y, naturalmente, al propio tiempo que hablaba de pozos con Cathy, hablaba también del nacimiento y cuidado del niño. Aquélla fue una buena época para Adam, quizá la mejor que tuvo. Su vida se extendía ante él ancha y espaciosa, y él era su rey absoluto. Y el verano dio paso al cálido y fragante otoño.

2

Los Hamilton, instalados junto a las obras del pozo, habían terminado su comida, compuesta de pan que les había suministrado Liza, un queso digno de las ratas y un venenoso café calentado en un pote sobre la fogata. A Joe se le cerraban los ojos y pensaba cómo se las ingeniada para desaparecer entre los matorrales y descabezar un sueñecito.

Samuel se arrodilló en el suelo arenoso, examinando los bordes rotos y gastados del taladro. Poco antes de interrumpir el trabajo para comer, la perforadora había chocado con algo a nueve metros de profundidad, que había aplastado el acero como si fuese plomo. Samuel rascó el borde de las hojas con su navaja, e inspeccionó las raspaduras sobre la palma de la mano. De pronto sus ojos se iluminaron y depositó las virutas en la mano de Tom.

—Mira eso, hijo. ¿Qué crees que es?

Joe se levantó y se apartó de la tienda. Tom estudió los fragmentos que tenía en la palma de la mano.

—Sea lo que sea, parece muy duro —contestó. Tan grande, no puede ser diamante. Más bien parece metal. ¿Cree usted que hemos tropezado con una locomotora enterrada?

Su padre rio.

—¡Está a nueve metros! —exclamó.

—Parece acero de herramientas —dijo Tom—. No tenemos nada que pueda hacerle mella.

Y entonces vio la gozosa mirada de su padre, perdida en la lejanía, y un estremecimiento de alegría lo recorrió. A los hijos de Hamilton les gustaba que su padre dejase discurrir libremente su imaginación, pues entonces el mundo se poblaba de maravillas.

—Dices que es metal —dijo Samuel—. Y piensas que es acero, Tom. Voy a arriesgarme a hacer una conjetura y después lo comprobaremos. Ahora, escucha bien y acuérdate de lo que te digo. Creo que hemos encontrado níquel, y acaso plata, y tal vez carbón y manganeso. ¡Cuánto me gustaría sacarlo a la superficie! Esta es arena marina. Eso es lo que hemos encontrado.

—¿Me está diciendo, padre, que esto es níquel y plata? —preguntó Tom.

—Debió ocurrir hace millones de años —dijo Samuel, y sus hijos sabían que lo estaba viendo—. Quizá todo este lugar estaba cubierto de agua; puede que fuera un mar interior sobre el cual las aves marinas describirían círculos, lanzando sus chillidos. Tuvo que ser algo maravilloso, si ocurrió de noche. Primero, aparecería una línea luminosa, y luego un penacho de luz blanca, que se convertiría en una columna de luz cegadora que trazaría un gran arco desde el cielo. Después, surgiría un gran borbotón de agua y un enorme hongo de vapor que hubiera destrozado nuestros oídos, pues el penetrante silbido de su llegada nos hubiera alcanzado al mismo tiempo que la explosión acuática, y luego la noche sería más negra que antes, debido a la luz cegadora. Gradualmente irían subiendo a la superficie los peces muertos, que brillarían con un resplandor plateado a la luz de las estrellas, y las aves con sus chillidos se abatirían sobre ellos para comérselos. Es algo maravilloso y único, ¿no os parece?

Lo había contado con tanto verismo que, como siempre, los dos muchachos creyeron haberlo visto.

—Usted cree que se trata de un meteorito, ¿no es eso? —preguntó Tom quedamente.

—Así es, y lo comprobaremos.

—Saquémoslo a la superficie —propuso Joe con vehemencia.

—Hazlo tú, Joe, mientras nosotros nos preocupamos por hallar agua —le contestó Tom, y después se dirigió a su padre con expresión seria: Si el sondeo demostrara que hay suficiente níquel y plata, ¿compensaría eso para abrir una mina?

—Se ve que eres hijo mío —dijo Samuel—. Ignoramos si es tan grande como una casa, o del tamaño de un sombrero.

—Pero podemos hacer otro sondeo y comprobarlo.

—Sí, lo podríamos hacer, pero en secreto y ocultando nuestras intenciones bajo una cacerola.

—Pero, padre, ¿qué quiere usted decir?

—Oye, Tom, ¿es que no tienes el menor respeto por tu madre? Ya le damos bastante que hacer, hijo, y suficientes preocupaciones. Me ha dicho lisa y llanamente que si gasto un céntimo más en patentes hará que nos acordemos todos. ¡Ten compasión de ella, hombre! ¿Es que no te das cuenta de la vergüenza que sentiría cada vez que le preguntasen qué estábamos haciendo? Tu madre es muy sincera, y tendría que responder: «Están excavando una estrella» —rio con sonoras carcajadas—. Nunca nos lo perdonaría. Y nos lo haría pagar. Nos tendría por lo menos tres meses sin pastel.

—No podemos atravesarlo. Tendremos que trasladarnos a otra parte —observó Tom.

—Introduciré un poco de pólvora —respondió el padre—. Y si con eso no conseguimos partirlo, abriremos un nuevo agujero. —Se levantó—. Tendré que ir a casa a buscar pólvora y a afilar el taladro. ¿Por qué no venís conmigo? Daremos una sorpresa a madre, y no tendrá más remedio que cocinar toda la noche sin dejar de lamentarse. Así es como disimula su alegría.

—Viene alguien a toda prisa —comentó Joe.

Y divisaron a un jinete que venía hacia ellos a galope tendido. Aquel jinete, sin embargo, era muy curioso, pues montaba desmadejadamente, como una gallina atada sobre la silla. Cuando estuvo más cerca comprobaron que se trataba de Lee, que agitaba los codos como si fuesen alas, mientras su coleta danzaba y saltaba como una serpiente viva. Era sorprendente que consiguiese mantenerse sobre la silla galopando de aquella manera. El chino descabalgó sin resuello.

—¡Señol! ¡Adam dice que vengan! Señola Cathy mala… Venga deplisa. Señola glita, lanza chillidos.

—Calma, Lee. ¿Cuándo empezó? —preguntó Samuel.

—Puede sel hola desayuno.

—Muy bien, pero cálmate. ¿Cómo está Adam?

Señol Adam loco. Llola, líe, vomita.

—Claro —dijo Samuel—. ¡Estos padres novatos! A mí también me pasó. Tom, ensilla un caballo para mí, ¿quieres?

—¿Qué ocurre? —preguntó Joe.

—Pues que la señora Trask está a punto de dar a luz a su pequeño. Prometí a Adam que la ayudada.

—¿Usted? —se asombró Joe.

Samuel miró fijamente a su hijo menor.

—Yo mismo os traje al mundo con mis propias manos —dijo—. Y hasta ahora no os habéis quejado de que hubiera hecho un mal trabajo. Tom, recoge las herramientas y vuelve al rancho para afilar el taladro. Trae luego la caja de pólvora que está en el estante del cobertizo de las herramientas y manéjala con cuidado, si estimas en algo tus brazos y piernas. Joe, tú quédate aquí y cuida de todo eso.

—Pero ¿qué haré yo aquí solo? —protestó Joe.

Samuel permaneció un momento en silencio, y luego preguntó:

—Joe, ¿me quieres de verdad?

—Naturalmente.

—Si supieses que he cometido un gran crimen, ¿me entregarías a la policía?

—Pero ¿qué está usted diciendo?

—Dime, ¿lo harías?

—No.

—Muy bien, entonces. En mi cesta, debajo de mis ropas, encontrarás dos libros. Son nuevos, así que trátalos con cuidado. Son dos volúmenes cuyo autor es un hombre que dará mucho que hablar. Puedes empezar a leerlos, si así lo deseas, y eso te abrirá algo los ojos. Se titulan Los principios de la psicología, y su autor es un hombre del este, llamado William James. No tiene nada que ver con el ladrón de trenes del mismo nombre. Y escúchame, Joe, si alguna vez se te ocurre mencionarlos, te echaré del rancho. Y si tu madre se entera de que gasto el dinero en ellos, no hay duda de que me echará a mí.

Tom condujo un caballo ensillado junto a su padre.

—¿Me los dejará leer después a mí?

—Si —dijo Samuel y pasó con ligereza la pierna por encima de la silla—. Vamos, Lee.

El chino quería ponerse al galope, pero Samuel lo refrenó, diciéndole:

—Tómeselo con calma, Lee. Los alumbramientos son más lentos de lo que cree la mayoría.

Durante un tiempo cabalgaron en silencio, hasta que Lee dijo:

—Es una lástima que haya comprado usted esos libros. Yo tengo esa obra en un solo tomo, como libro de texto. Podría habérselo prestado.

—¿Dice usted que los tiene? ¿Posee usted muchos libros?

—Aquí, no muchos, unos treinta o cuarenta. Pero puede usted disponer de ellos cuando desee.

—Gracias, Lee. Y puede estar seguro de que así lo haré en la primera oportunidad que se presente. ¿Sabe? Me gustaría que hablase usted con mis hijos. Joe es un poco inconstante, pero Tom es un muchacho muy serio y se beneficiaría con su conversación.

—Me resulta extremadamente difícil, señor Hamilton. Soy muy tímido cuando tengo que hablar con un desconocido, pero si usted quiere lo intentaré.

Dirigieron los caballos rápidamente hacia la pequeña cañada donde se asentaba la mansión de los Trask.

—Dígame, ¿cómo está ella? —preguntó Samuel.

—Preferiría que la viese y lo comprobase usted mismo —respondió Lee—. Ya sabe usted, cuando un hombre vive solo como yo, su mente puede desplazarse siguiendo una tangente irracional, debido a que su mundo social está descentrado.

—Si, ya lo sé. Pero yo no estoy solo, y, sin embargo, también he salido por la tangente. Aunque bien pudiera ser que no haya seguido la misma que usted.

—¿No piensa usted que son imaginaciones mías?

—No sé qué será, pero debo decirle, para su tranquilidad, que me domina una sensación extraña.

—Diría que a mí también me ocurre lo mismo —dijo Lee, y sonrió. Y hasta tal punto me ha impresionado que, desde que vine aquí, no hago más que pensar en cuentos de hadas chinos que me contaba mi padre. Nosotros, los chinos, tenemos una demonología muy desarrollada.

—¿Cree usted que ella es un demonio?

—No, desde luego —contestó Lee—. Espero estar por encima de semejante estupidez. No sé qué es. Ya sabe usted, señor Hamilton, un criado llega a tener un gran olfato para saber dónde trabaja. Y en esta casa hay algo raro. Quizá por eso me acuerdo de los demonios de los cuentos que me narraba mi padre.

—¿Su padre creía en ellos?

—Oh, no, pero pensaba que yo tenía que conocer ese fondo ancestral de nuestro pueblo. Ustedes, los occidentales, también conservan una serie de mitos.

—Dígame qué ha ocurrido para impulsarlo a venir. Me refiero a esta mañana —le indicó Samuel.

—Si usted no viniese conmigo quizá lo haría —respondió Lee—. Pero preferiría no hacerlo. Ya lo verá usted mismo. Debo de estar loco. Desde luego, el señor Adam tiene los nervios tan tirantes que sonarían como las cuerdas de un banjo.

—Póngame en antecedentes. Nos ahorrará tiempo. ¿Qué hizo ella?

—Nada. Es como le cuento. Señor Hamilton, yo he asistido a otros alumbramientos, puedo decir que a bastantes, pero éste es algo nuevo para mí.

—¿Por qué?

—Es…, bien…, le diré lo único que se me ocurre. Parece mucho más un terrible y mortal combate que un nacimiento.

Cuando penetraban en la cañada y pasaban bajo los robles, Samuel dijo:

—Espero no haberme dejado influir por sus nervios, Lee. Es un día extraño, y no sé por qué.

—No sopla el viento —observó Lee—. Es el primer día en un mes en que no ha soplado el viento por la tarde.

—Así es. Pero es que he estado tan preocupado por los detalles, que no he prestado atención al cariz que presentaba el día. Primero encontramos una estrella enterrada y ahora vamos a alumbrar a un ser humano.

Miró hacia las ramas de los robles y las montañas amarillentas.

—¡Qué día tan hermoso para venir al mundo! —exclamó. Si las señales imprimen su huella sobre la vida, la que va a nacer será muy dulce. Y, Lee, si Adam juega limpio, asistirá a ello. Quédese cerca, por favor, por si le necesito. Mire a los carpinteros, descansando bajo aquel árbol.

—El señor Adam ha hecho parar las obras. Ha pensado que el martilleo molestaría a su esposa.

—Usted no se aleje. Eso parece demostrar que Adam es sincero. Ignora que su esposa probablemente no oiga ni al propio Dios tocando retreta en el cielo —dijo Samuel.

Los trabajadores sentados bajo el árbol lo saludaron con la mano.

—¿Cómo está usted, señor Hamilton? ¿Y su familia?

—Bien, bien. Díganme, ¿no es ése Rabbit Holman? ¿Dónde ha estado usted todo este tiempo, Rabbit?

—Explorando por ahí, señor Hamilton.

—¿Ha encontrado usted algo, Rabbit?

—No me hable, señor Hamilton; no pude encontrar siquiera la mula que llevé conmigo.

Siguieron cabalgando hacia la casa. Lee dijo de pronto:

—Cuando tenga un minuto, me gustaría enseñarle algo.

—¿Qué es, Lee?

—Pues verá. He estado tratando de traducir algunos antiguos poemas chinos al inglés. No estoy seguro de que se pueda tener éxito en esa empresa. ¿No querría usted verlos?

—Ya lo creo, Lee. Sería un placer para mí, caramba.

3

En la blanca casa de madera de Bordoni reinaba un gran silencio, un silencio casi inquietante, y las cortinas estaban corridas. Samuel desmontó ante la escalinata, desató las alforjas que llevaba prendidas del arzón y confió su caballo al cuidado de Lee. Llamó a la puerta, y al no recibir respuesta, penetró en la casa. En el salón reinaba la penumbra, en contraste con la viva luz que imperaba en el exterior. Miró por la puerta de la cocina y contempló el interior de la pieza, fregada y limpia hasta el exceso, por obra de Lee. Una cafetera de arcilla gris borboteaba sobre la estufa. Samuel llamó ligeramente con los nudillos a la puerta del dormitorio y entró.

En el interior reinaba una oscuridad casi completa, no sólo porque habían sido corridas las cortinas, sino también porque las ventanas habían sido cubiertas con mantas. Cathy yacía en el gran lecho con dosel, y Adam estaba sentado a su lado con el rostro hundido en la colcha. Levantó la cabeza y miró sin ver.

—Pero ¿qué hace usted ahí a oscuras? —saludó Samuel alegremente.

—Ella no quiere luz. Le hace daño en los ojos —respondió Adam con voz ronca.

Samuel penetró en la estancia y a cada paso que daba irradiaba mayor autoridad.

—Tiene que haber luz —dijo—. Si le molesta puede cerrar los ojos. Si es preciso, le pondremos una venda negra.

Se dirigió a la ventana y asió la manta para desprenderla, pero Adam se plantó a su lado en un abrir y cerrar de ojos.

—Déjelo. La luz le hace daño —dijo con voz airada.

Samuel se volvió.

—Mire, Adam, comprendo cuáles son sus sentimientos. Le prometí que yo me ocuparía de todo y lo haré. Pero de quien no quiero ocuparme es de usted —dijo, y arrancó la manta y descorrió las cortinas para dejar entrar la dorada luz de la tarde.

Cathy lanzó un pequeño gemido y Adam corrió junto a ella, diciéndole:

—Cierra los ojos, querida. Te pondré una venda, si quieres.

Samuel dejó las bolsas sobre una silla y se acercó al lecho.

—Adam —dijo firmemente, le ruego que salga de la habitación y espere fuera.

—¡Imposible! ¿Por qué?

—Porque no lo necesito. Es una costumbre muy aconsejable que trate de emborracharse.

—No podría.

—Me cuesta mucho enfadarme, y todavía más disgustarme —prosiguió Samuel, pero sé muy bien cuándo empiezo a estarlo. O sale usted de la habitación y deja de importunarme, o me voy, y allá se las componga usted.

Finalmente, y desde el umbral, Samuel le advirtió.

—Y no quiero que irrumpa usted aquí dentro si oye algo. Esperará a que yo salga.

Cerró la puerta, y se dio cuenta de que había una llave en la cerradura; echó la llave y se dirigió a Cathy:

—Es un hombre turbado y vehemente. La ama mucho.

Aún no había mirado a la parturienta. Y cuando lo hizo, se percató de que sus ojos destilaban odio, un odio implacable y criminal.

—Durará poco, no se preocupe. ¿Ya ha roto aguas?

Ella le miró con sus ojos hostiles y descubrió sus blancos dientecitos. Pero no respondió palabra.

Samuel clavó su mirada en ella.

—Yo no he venido por casualidad, sino porque soy su amigo —afirmó. Para mí esto no es ningún placer, joven. Ignoro cuáles son sus problemas y cada vez me importan menos. Es posible que le pueda ahorrar algunos sufrimientos, ¿quién sabe? Sólo voy a hacerle otra pregunta. Si usted no me responde, si usted sigue mirándome con tanta irritación, entonces me marcharé y dejaré que se las componga como pueda.

Aquellas palabras penetraron en el cerebro de Cathy como una bala de plomo en el agua. Se vio que hacía un gran esfuerzo y que temblaba convulsivamente, pero la expresión de su rostro cambió; aquella mirada acerada desapareció de sus ojos, los labios adquirieron vida y las comisuras de su boca se levantaron. Samuel observó que movía las manos, que abría los puños y volvía hacia arriba los dedos. Su rostro tomó a ser joven e inocente y se contrajo en un rictus doloroso. Era como si hubiese cambiado el clisé de una linterna mágica por otro.

—He roto aguas al amanecer —aclaró con mansedumbre.

—Así me gusta. ¿Ha tenido usted muchos dolores?

—Sí.

—¿Con qué intervalo?

—No lo sabría decir.

—Bien, yo estoy aquí desde hace un cuarto de hora.

—He tenido dos, no muy intensos. Desde que usted ha venido ninguno demasiado fuerte.

—Muy bien. Ahora dígame, ¿dónde guarda la ropa blanca?

—En aquella canasta.

—Todo irá bien, ya lo verá —aseguró con dulzura.

Abrió sus alforjas y de una de ellas sacó una gruesa cuerda recubierta de terciopelo azul, con un lazo en cada extremo. Sobre el terciopelo aparecían bordados cientos de florecitas rosas.

—Liza le envía esto para que lo utilice con usted —dijo—. Lo hizo cuando esperaba nuestro primer hijo. Entre nuestros hijos y los de nuestros amigos esta cuerda ha traído muchos niños al mundo.

Pasó uno de los extremos por cada poste del dosel la cama.

De pronto, los ojos de la joven brillaron intensamente, al propio tiempo que arqueaba la espalda y la sangre afluía a sus mejillas. Samuel esperaba que se pusiera a llorar o a chillar y miró con aprensión hacia la puerta cerrada. Pero Cathy no lanzó el menor grito, solamente una serie de quejidos ahogados. Tras unos breves segundos, relajó la tensión de su cuerpo y en su rostro apareció de nuevo aquella expresión de odio.

Los dolores comenzaron de nuevo.

—Ya está aquí —dijo él con tono acariciador—. ¿Será uno o dos? No lo sé. Cuanto más ve uno, más se aprende que no hay dos iguales. Será mejor que me lave las manos.

Ella movió la cabeza de un lado a otro.

—Bueno, bueno, jovencita —dijo Samuel—. Me parece que no tardaremos mucho en tener al bebé con nosotros.

Colocó la mano sobre la frente de Cathy, sobre la cicatriz, que aparecía negra y de aspecto repelente.

—¿Cómo se hizo esta herida? —le preguntó.

Ella irguió la cabeza y clavó sus agudos dientecillos en la mano de Samuel, sobre el dorso y la palma, cerca del meñique. El lanzó un grito de dolor y trató de apartar la mano, pero la joven apretaba fuertemente las mandíbulas y revolvía la cabeza, sacudiendo la mano de la misma manera que un perrito zarandea un saco. Entre sus dientes se escapaba un agudo gruñido. Samuel le dio un sopapo en la mejilla, el cual no produjo el menor efecto. De un modo maquinal, hizo entonces lo que hubiera hecho para desembarazarse de un perro en parecidas circunstancias. Llevó su mano izquierda al cuello de la joven, y se lo oprimió hasta quitarle la respiración. Ella se debatió y le desgarró aún más la mano, antes de soltar su presa; Samuel pudo entonces retirar su mano, que sangraba abundantemente y mostraba varios desgarrones. Luego se separó del lecho y examinó las heridas que le había producido la joven. La miró con temor, pero el rostro de ella sólo denotaba inocencia y juventud.

—Lo siento —dijo ella rápidamente—. Lo siento mucho.

Samuel se estremeció.

—Ha sido el dolor —insistió Cathy.

Samuel lanzó una breve risita.

—Me parece que tendré que ponerle bozal —afirmó. Una perra de pastor me hizo lo mismo una vez.

Vio cómo la mirada de odio aparecía por unos segundos en los ojos de Cathy, para desaparecer seguidamente, y luego dijo:

—¿Tiene usted alguna cosa para ponerme? Los seres humanos son más venenosos que las serpientes.

—No lo sé.

—¿No tiene por lo menos algo de whisky? Podría ponérmelo en la herida.

—En el segundo cajón.

Samuel vertió el whisky sobre su mano ensangrentada, y se frotó la carne que le escocía por los efectos del alcohol. Sentía en su estómago una gran angustia y notó algunos vahídos. Tomó un trago de whisky para reconfortarse. Tenía miedo de volver a mirar al lecho.

—Tendré la mano inutilizada por algún tiempo —manifestó.

Samuel le contó más tarde a Adam:

—Debe de estar hecha de huesos de ballena. El parto tuvo lugar antes de que yo estuviese preparado. Brotó como una semilla. Yo no tenía todavía el agua a punto para lavar al crío, y ni siquiera tuve que emplear la cuerda. Le repito que está hecha de huesos de ballena.

Se dirigió a la puerta, llamó a Lee y le pidió agua caliente. Adam entró como una exhalación en la habitación.

—¡Un chico! —gritó Samuel—. ¡Es un chico! Tranquilícese —dijo, porque Adam había visto el revoltijo que había en la cama y su rostro estaba adquiriendo un tinte verdoso—. Adam, haga venir a Lee —le ordenó—. Y usted, si todavía conserva el suficiente dominio de sí mismo para andar y moverse, vaya a la cocina y prepáreme un buen café. Y compruebe que las lámparas estén llenas y los tubos limpios.

Adam se volvió maquinalmente y abandonó la estancia. A los pocos instantes, Lee asomó la cabeza por la puerta. Samuel señaló el envoltorio depositado en el cesto de la colada.

—Lávelo bien con una esponja y agua tibia, Lee. Procure que no le den corrientes de aire. ¡Oh, Señor, ojalá estuviese aquí Liza! Yo no puedo hacerlo todo a la vez.

Se volvió hacia el lecho.

—Ahora, muchachita, voy a limpiarla.

Cathy volvía a estar inclinada, jadeando de dolor.

—Pronto terminaré —dijo Samuel—. Se tarda cierto tiempo en limpiar los residuos. Y usted ha ido tan deprisa… Ya ve, ni siquiera he tenido que emplear la cuerda de Liza —de pronto se percató de algo extraño, abrió los ojos de par en par y puso enseguida manos ala obra—. ¡Buen Dios del cielo! ¡Viene otro!

Trabajaba a toda prisa y, lo mismo que con el primero, el parto fue increíblemente rápido. Samuel ligó también el cordón del nuevo recién nacido. Lee tomó en sus brazos a la segunda criatura, la envolvió en pañales y luego la depositó en la cesta.

Samuel limpió a la madre y la alzó suavemente para cambiar las sábanas. Se dio cuenta de que evitaba mirarla al rostro. Trabajaba tan deprisa como podía, porque su mano herida se estaba agarrotando. Cubrió a Cathy con una blanca y limpia sábana hasta la barbilla y la levantó ligeramente para deslizar una nueva almohada bajo su cabeza. Al final, no tuvo más remedio que mirarla.

El cabello rubio de Cathy estaba empapado de sudor, pero la expresión de su rostro había cambiado; ahora se hallaba pétreo e inexpresivo. Las venas de su garganta palpitaban visiblemente.

—Tiene usted dos hijos —dijo Samuel—. Dos bebés preciosos. No son gemelos, sino que cada uno tenía su propia placenta.

Ella lo miró fríamente y sin demostrar el menor interés —se los voy a enseñar— dijo Samuel.

—No —respondió sin el menor énfasis.

—¿Pero cómo, no quiere ver a sus hijos?

—No. No los quiero.

—Oh, ya cambiará usted. Ahora está cansada, pero ya cambiará. Y tengo que decirle que éste ha sido el parto más rápido y más fácil que he asistido en mi vida.

Cathy apartó la mirada.

—No los quiero. Quiero que cubra las ventanas y que deje la habitación a oscuras.

—Es el cansancio. Dentro de pocos días se sentirá tan diferente que olvidará todo esto.

—Lo recordaré. Váyase. Lléveselos de la habitación. Haga venir a Adam.

Samuel se sintió sorprendido ante aquel tono, que no mostraba la menor debilidad, fatiga, ni dulzura. Sin quererlo, se le escaparon estas palabras:

—Usted no me gusta —afirmó, deseando al instante no haberlo dicho; pero sus palabras no tuvieron el menor efecto sobre Cathy.

—Haga venir a Adam —repitió ella.

En el saloncito, Adam contemplaba a sus hijos con aire ausente, pero a la primera indicación se dirigió rápidamente hacia el dormitorio y cerró la puerta. Al instante se oyó cómo clavaba nuevamente las mantas sobre las ventanas.

Lee trajo café a Samuel.

—Su mano tiene muy mal aspecto —observó.

—Ya lo sé. Me temo que me causará bastantes molestias.

—¿Por qué le mordió?

—¡Qué sé yo! Es una criatura muy rara.

Lee dijo:

—Señor Hamilton, permita que me ocupe de ello —se ofreció Lee—. Puede usted perder un brazo.

Samuel se sintió desfallecer.

—Haga lo que usted quiera, Lee. Estoy muy asustado, no se lo oculto. Me gustarla ser un niño para poder llorar. Ya tengo demasiados años para asustarme así, y no he sentido una desesperación como ésta desde que vi morir en mis manos a un pájaro ahogado en una crecida, hace ya mucho tiempo.

Lee abandonó la estancia y regresó al poco tiempo llevando en sus manos una cajita de ébano decorada con dragones entrelazados. Se sentó junto a Samuel y sacó de la caja una navaja china de forma triangular.

—Le haré daño —dijo quedamente.

—Procuraré resistirlo, Lee.

El chino se mordió los labios, sintiendo en sí mismo el dolor que causaba al hundir profundamente la hoja de la navaja en la mano; cortó la carne en torno a las señales de los dientes de Cathy y la separó hasta que brotó de las heridas una sangre roja y de buen aspecto. Agitó una botella con una emulsión amarilla, y vertió el líquido en los profundos cortes. Empapó un pañuelo en el bálsamo y envolvió con él la mano. Samuel respingaba y agarraba el brazo del sillón con la mano sana.

—Es principalmente ácido fénico —le aclaró Lee—. ¿No nota usted el olor?

—Gracias Lee. Le debo de parecer un niño, retorciéndome de este modo.

—No creo que yo hubiese estado tan quieto —aseguró Lee—. Le voy a traer otra taza de café.

Volvió con dos tazas y tomó asiento junto a Samuel.

—Creo que me marcharé —dijo—. No me encuentro a gusto en un matadero.

—¿Qué quiere usted decir?

—No lo sé. Lo he dicho sin darme cuenta.

Samuel se estremeció.

—Lee, los hombres están locos. Supongo que nunca me había parado a pensarlo, pero los chinos también están locos.

—Sin duda.

—Quizá no los consideraba también locos, porque solemos pensar que los extranjeros son más fuertes y mejores que nosotros.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —repitió Lee pacientemente.

—Creía que algún soplo de viento había atizado las brasas que dormían en mi loca mente —dijo Samuel—. Y ahora me doy cuenta, al oír su voz, de que a usted le ocurre lo mismo. Siento que algo terrible amenaza esta casa.

—Yo también.

—Ya sé que usted también lo presiente y esto me resta algo del consuelo que habitualmente experimento en mi locura. Este parto ha sido demasiado rápido, demasiado fácil, como el de una gata, y temo por los gatitos. En mi cerebro se forman pensamientos de mal agüero.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó Lee por tercera vez.

—Necesito a mi esposa —gritó Samuel—. No quiero sueños, ni fantasmas, ni locura. La quiero tener aquí conmigo. Dicen que los mineros bajan canarios a los pozos para saber si el aire es respirable. La locura no tiene nada que hacer con Liza. Y además, Lee, si Liza ve un fantasma es un fantasma y no un fragmento de sueño. Si Liza siente algo raro, ya podemos atrancar las puertas.

Lee se levantó, se dirigió a la cesta de la colada y contempló a los bebés. Tuvo que aproximarse mucho a ellos para verlos, porque la luz estaba disminuyendo rápidamente.

—Están durmiendo —dijo.

—Pronto se pondrán a berrear. Lee, ¿quiere usted hacerme el favor de acercarse a las obras del pozo y seguir luego hasta mi casa a buscar a Liza? Dígale que la necesito aquí. Si Tom sigue allí, dígale que cuide de todo. Si no está, se lo enviaré por la mañana. Y si Liza no quiere venir, hágale saber que necesito aquí las manos y los ojos vigilantes de una mujer. Ella ya entenderá lo que quiero decir.

—Iré —dijo Lee—. Me temo que nos estamos asustando el uno al otro, como los niños en la oscuridad.

—Yo también lo he pensado —contestó Samuel—. Y dígale asimismo, Lee, que me hice una herida en la mano trabajando al borde del pozo. Por el amor de Dios, no le cuente cómo sucedió en realidad.

—Encenderé las lámparas y me marcharé enseguida —manifestó Lee—. Será un gran consuelo tenerla aquí.

—Así es, Lee. Ella arrojará algo de luz en esta cueva.

Cuando Lee se marchó, Samuel tomó una lámpara en su mano izquierda. Tuvo que dejarla en el suelo para dar la vuelta al picaporte del dormitorio. La estancia estaba envuelta en tinieblas y la luz amarillenta no llegaba a alcanzar el lecho.

La voz de Cathy surgió fuerte e imperativa desde la cama.

—Cierra la puerta. No quiero luz. ¡Adam, vete! Quiero estar a oscuras, sola.

—Quiero quedarme contigo —replicó Adam con aspereza.

—No te necesito.

—Quiero quedarme.

—Pues quédate. Pero no hables. Cierra la puerta, por favor, y llévate la lámpara.

Samuel volvió al salón. Dejó la lámpara sobre la mesa, junto a la cesta de la colada, y miró las caritas de los recién nacidos, que dormían. Tenían los ojos muy cerrados y lanzaron unos ligeros bufidos, molestos por la luz. Samuel bajó su dedo índice y tocó con él las cálidas frentes de los pequeñuelos. Uno de los mellizos abrió la boca, bostezó prodigiosamente y volvió a quedarse dormido. Samuel apartó la lámpara, se dirigió a la puerta de entrada, la abrió y salió al exterior. El lucero vespertino era tan brillante, que parecía llamear y contraerse al hundirse tras las montañas de occidente. El aire estaba tranquilo y Samuel aspiraba el aroma de la artemisa, que irradiaba el calor del día. La noche se presentaba muy oscura. Samuel se sobresaltó al oír una voz que surgía de las tinieblas.

—¿Cómo está ella?

—¿Quién anda ahí? —preguntó Samuel.

—Soy yo, Rabbit.

El hombre apareció y se dibujó su silueta a la luz que salía por la puerta abierta.

—¿Se refiere usted a la parturienta, Rabbit? Oh, está muy bien.

—Lee ha dicho que son mellizos.

—Así es, mellizos. No se podía esperar nada mejor. Y ahora el señor Trask seguro que tirará la casa por la ventana. No va a conformarse con menos de una cosecha de barras de caramelo.

Samuel, sin saber por qué, cambió el tema de la conversación.

—Rabbit, nunca diría usted con qué hemos tropezado hoy. Con un meteorito.

—¿Qué es eso, señor Hamilton?

—Una estrella fugaz que cayó hace un millón de años.

—¿De verdad? Pues es muy curioso. ¿Qué se ha hecho usted en la mano?

—Ya le he dicho que se trataba de una estrella fugaz, y por lo tanto venía disparada. —Samuel rio el chiste—. Pero no fue tan interesante. Me enganché la mano en la polea.

—¿Se ha hecho mucho daño?

—No, no mucho.

—Dos chicos —dijo Rabbit. Mi mujer estará celosa.

—¿Quiere usted entrar y sentarse, Rabbit?

—No, no, gracias. Me caigo de sueño. Cada año que pasa, la mañana parece llegar más temprano.

—Así es, Rabbit. Buenas noches, pues.

Liza Hamilton llegó alrededor de las cuatro de la madrugada. Samuel se había dormido en una silla y soñaba que había agarrado una barra de hierro al rojo y no podía soltarla. Liza lo despertó y le examinó la mano antes de haber mirado, incluso, a los niños. Mientras arreglaba y ponía en orden las cosas que su marido había colocado de una manera tosca y torpemente masculina, le ordenó que ensillase inmediatamente a Doxology y cabalgase a toda prisa hacia King City. No importaba lo avanzado de la hora: tenía que despertar al inútil del médico y hacer que le curase la mano. Si la mano presentaba un buen cariz, podía volver a casa y esperar allí. Y además, era un crimen abandonar al hijo menor, que apenas si era más que un bebé, sentado allí, solo y abandonado de todo el mundo. Era algo tan grave, que incluso llamaría la atención del Señor.

Si Samuel quería realismo y actividad, pudo quedar satisfecho. Su mujer le despidió al amanecer. A las once tenía la mano vendada y a las cinco de la tarde estaba ya sentado en su propia butaca y ante su propia mesa, ardiendo de fiebre, mientras Tom hervía una gallina para preparar un buen caldo.

Durante tres días, Samuel tuvo que guardar cama luchando con los fantasmas creados por la fiebre y dándoles nombres, antes de que su gran fortaleza física consiguiera vencer la infección y la hiciese huir con el rabo entre las piernas.

Samuel miró a Tom de forma tranquila y dijo:

—Voy a ver si me levanto.

Tras algunos esfuerzos consiguió hacerlo, pero volvió a caer falto de fuerzas y riendo, de la manera que reía cuando sentía que las fuerzas del mundo lo vencían. Tenía la idea de que, incluso vencido, podía conseguir una pequeña victoria pírrica riéndose de la derrota. Y Tom le sirvió caldo de gallina, hasta que su padre, harto ya, sintió ganas de asesinarlo. La sabiduría no ha muerto todavía en el mundo, y aún se encuentran personas que creen que con sopas se cura cualquier daño o enfermedad, y que tampoco es malo del todo tomarlas durante un entierro.

4

Liza permaneció ausente durante una semana. Limpió la casa de los Trask desde el desván hasta el último rincón. Lavó todo aquello que se podía doblar para meterse en un barreño, y pasó una esponja por todo lo restante. Se ocupó activamente de los niños, y notó con satisfacción que lloraban casi sin cesar y empezaban a ganar peso. Empleaba a Lee como a un esclavo, ya que no creía en él. Por lo que respecta a Adam, lo ignoraba, pues no le servía de nada. Le hacía lavar las ventanas y volver a empezar otra vez cuando había terminado.

Liza estuvo sentada junto a Cathy el tiempo suficiente para llegar a la conclusión de que era una joven sensible que no hablaba mucho ni trataba de enseñar a su abuela a sorber huevos. También la examinó a fondo y descubrió que estaba perfectamente sana, sin ninguna dolencia, y que jamás criaría a los mellizos. «Y por otra parte», dijo, «esos dos tragones se comerían viva a una mujercita como usted». Pero ella olvidaba que era más menuda que Cathy, y, sin embargo, había criado a cada uno de sus hijos.

El sábado por la tarde Liza efectuó una revisión general del trabajo realizado, dejó una lista de instrucciones tan larga como su brazo, y que preveía todas las eventualidades, desde un cólico hasta una invasión de hormigas, arregló su cesta e hizo que Lee la acompañase a casa en el coche.

Encontró su hogar convertido en un establo lleno de suciedad y abominación, y se puso a limpiarlo con la violencia y el disgusto de un Hércules entregado a su ingente labor. Samuel le hacia preguntas de vez en cuando.

—¿Cómo están los niños?

—Están bien; creciendo —respondió Liza.

—¿Y Adam?

—Pues anda de una parte a otra como si estuviese vivo, pero no deja el menor rastro de su paso. El Señor, en su sabiduría, pone el dinero en manos de personas muy curiosas, acaso porque sin él se morirían de hambre.

—¿Cómo seguía la señora Trask? —continuaba preguntando Samuel.

—Tranquila, lánguida, como la mayoría de las mujeres ricas del este —Liza jamás había conocido a ninguna mujer rica del este—, pero por lo demás, dócil y respetuosa. Y lo raro —prosiguió Liza— es que no le encuentro nada malo, a no ser algo de pereza, pero, no obstante, no me agrada demasiado. Quizá se deba a esa cicatriz. ¿Cómo se la hizo?

—Lo ignoro —contestó Samuel.

Liza se apuntó con el índice entre los ojos, como con una pistola.

—Tengo que decirte algo. Puede que ella no lo sepa, pero ha hechizado a su esposo. Se mueve en torno a ella como un pato mareado. Me parece que todavía no ha tenido tiempo de mirar a los mellizos.

Samuel esperó hasta que ella volvió a pasar por su lado. Entonces le preguntó:

—Vamos a ver: si dices que ella es perezosa y que él está hechizado, ¿quién se encargará de los pequeños? Los mellizos requieren muchos cuidados.

Liza se detuvo de repente. Aproximó una silla junto a él y se sentó, descansando las manos sobre las rodillas.

—Recuerda que nunca digo las cosas a la ligera, y por lo tanto tienes que creerme —dijo.

—Jamás he pensado que fueses capaz de mentir, querida —respondió, y sonrió, pensando que le había dicho un cumplido.

—Bueno, pero lo que voy a decirte te parecerá algo gordo, y acaso no querrás creerme, si es que aún no lo sabías.

—A ver, dime.

—Samuel, ¿conoces a ese chino de ojos oblicuos, de habla estrafalaria y que usa coleta?

—¿Te refieres a Lee? Naturalmente que lo conozco.

—Bien, ¿te atreverías a afirmar que es un pagano?

—No sé qué decirte.

—Venga, Samuel, que nadie dudada en afirmarlo. Pues resulta que no lo es.

Y Liza se irguió al decir esto.

—¿Pues qué es, entonces?

Ella le golpeó el brazo con el dedo.

—Es presbiteriano, y de los buenos, de los buenos, te repito; lo demuestra cuando se le puede hurgar un poco y deja de decir tonterías. ¿Qué te parece?

La voz de Samuel vacilaba por los esfuerzos que hacía para no estallar en carcajadas.

—¡No puede ser! —consiguió articular.

—Te digo que sí. Y ahora, ¿quién te piensas que cuida de los pequeños? Yo jamás se los hubiera confiado a un pagano, pero a un presbiteriano… Además, hace todo lo que le dije.

—No me extraña que aumenten de peso —manifestó Samuel—, es algo digno de alabanza y hay que dar gracias a Dios.

—Lo haremos —dijo Samuel—. Tú y yo.

5

Cathy permaneció en cama durante una semana, recuperando fuerzas. El sábado de la segunda semana de octubre se quedó en su dormitorio toda la mañana. Adam fue a abrir la puerta y se encontró con que estaba cerrada.

—Estoy ocupada —gritó ella, y él se marchó.

Adam pensó que estaría arreglando su tocador, porque la oyó abriendo y cenando cajones.

Al atardecer, Lee se aproximó a Adam, que estaba sentado en la escalinata.

Señola dice que tengo que il a King City complal bibelón —dijo turbado.

—Pues vete, hombre —respondió Adam, si ella te lo ha mandado.

Señola dice que no vuelva hasta lunes. Pelmiso

Cathy apareció en el umbral y habló con voz pausada:

—Hace mucho tiempo que no tiene un día de asueto. Un permiso le haría bien.

—Desde luego —corroboró Adam—. No había pensado en ello. Que te vaya bien. Si necesito algo, ya llamaré a uno de los carpinteros.

—Se van a casa el domingo.

—Pues llamaré al indio. López me ayudará.

Lee sintió los ojos de Cathy, que estaba de pie en el umbral. El chino bajó la mirada.

—Acaso taldalé en volvel —dijo, y le pareció ver surgir dos líneas oscuras entre los ojos de Cathy, que desaparecieron al instante. Se volvió y se despidió—: Adiós.

Cathy regresó a su habitación al oscurecer. A las siete y media, Adam llamó a la puerta.

—Te he traído algo de comer, querida. Una cena ligerita.

La puerta se abrió como si ella lo estuviese esperando. Cathy llevaba su vestido de viaje, con la chaquetilla ribeteada de negro, solapas negras de terciopelo y anchos botones de azabache.

Ella no le permitió hablar.

—He pensado que es el momento de irme —le anunció.

—Cathy, ¿qué significa eso?

—Ya te lo dije antes.

—No es verdad.

—No me escuchaste. Pero no importa.

—No te creo.

—No me importa en absoluto lo que tú creas. Me voy.

—Los niños…

—Échalos a uno de tus pozos.

—¡Cathy, estás enferma! No puedes irte. ¡No puedes dejarme, no puedes dejarme! —gritó aterrorizado.

—Puedo hacer lo que me venga en gana. Cualquier mujer puede hacer contigo lo que le venga en gana. Eres un imbécil.

Aquel insulto le alcanzó a través de la bruma que le rodeaba. Sin advertencia previa extendió las manos y la asió por los hombros, obligándola a retroceder. Mientras ella se tambaleaba, él sacó la llave por el exterior, encerrándola.

Adam permaneció fuera, jadeando con la oreja pegada a la hoja de la puerta, y una histérica enfermedad se apoderó de él. Podía oír los movimientos de Cathy. Se abrió un cajón, y le asaltó la idea de que ella había decidido quedarse. Y luego escuchó un pequeño clic que no pudo identificar. Seguía con la oreja casi pegada a la puerta. La voz de ella le llegó tan de cerca, que apartó la cabeza sobresaltado.

—Querido —dijo Cathy con voz mansa—. No pensé que lo tomaras así. Lo lamento, Adam.

Este sintió que le faltaba el aliento. Su mano temblaba cuando trataba de dar la vuelta a la llave, y se le cayó una vez al suelo antes de conseguir abrir la puerta. Después la abrió de par en par. Cathy se encontraba a muy poca distancia. En la mano empuñaba el Colt 44 que él usaba, y el negro orificio del cañón apuntaba hacia su pecho. Dio un paso hacia ella y vio que el revólver estaba amartillado.

Cathy disparó. La bala le atravesó el hombro y le destrozó parcialmente el omoplato. El fogonazo y el estampido lo sofocaron, y retrocedió tambaleándose antes de desplomarse. Ella se aproximó lenta y cautelosamente a él, como si se tratase de un animal herido. Adam la miró fijamente a los ojos, que lo inspeccionaban con frialdad. Cathy arrojó el revólver al suelo, junto a él, y salió de la casa.

Adam oyó sus pasos al cruzar el pórtico; luego al pisar las secas hojas de roble caídas en el sendero, y por último cesó de oírla. Y entonces surgió con toda su fuerza el monótono son que durante todo aquel tiempo no había dejado de oírse: el lloriqueo de los mellizos, que tenían hambre. Se había olvidado de ellos por completo.