Capítulo 13

1

A veces una especie de gloria ilumina la mente del hombre; le ocurre a casi todo el mundo. Se la puede sentir creciendo o preparándose, como una mecha que arde hacia la dinamita. Es una sensación en el estómago, un deleite de los nervios, de los antebrazos. La piel saborea el aire, y cada profunda aspiración tiene un dulce regusto. Su comienzo produce el mismo placer que un gran bostezo; centellea en el cerebro y todo el mundo brilla con luz propia. Se puede haber vivido durante toda la vida de una manera gris, contemplando la tierra y los árboles oscuros y sombríos. Los acontecimientos, incluso los más importantes, se han deslizado inexpresivos y pálidos. Y de repente, surge la gloria; y entonces se encuentra dulce el canto de los grillos, y el perfume de la tierra se alza como una canción hasta el olfato, y la luz que forma motas bajo un árbol es una bendición para los ojos. Entonces, el hombre abre su corazón, pero no por ello se siente inferior. Y me atrevería a afirmar que la importancia de un hombre en el mundo puede medirse por la calidad y el número de sus momentos de gloria. Es un hecho aislado, pero que nos une al mundo. Es la fuente de toda creación, y lo que nos diferencia de los demás.

No sé lo que ocurrirá en los años venideros. En el mundo tienen lugar cambios monstruosos, y aparecen unas fuerzas que moldean un futuro cuyo rostro no conocemos. Algunas de estas fuerzas nos parecen malas, quizá no en sí mismas, sino porque tienden a eliminar otras cosas que consideramos buenas. Es cierto que dos hombres pueden levantar una piedra mayor que la que puede levantar un hombre solo. Un equipo puede construir automóviles más deprisa y mejor que un hombre solo, y el pan proveniente de una gran fábrica es más barato y más uniforme. Cuando nuestra comida, ropa y vivienda sean producidas en serie, el método de la fabricación en masa se aposentará en nuestros cerebros y eliminará cualquier otra forma de pensar. En nuestra época, la producción en masa o colectiva se ha introducido en la economía, en la política e incluso en la religión, hasta el punto de que algunas naciones han sustituido la idea de Dios por la idea colectiva. Este es el peligro de nuestra época. Hay una gran tensión en el mundo, una tensión creciente al borde de la ruptura, y los hombres se sienten desgraciados y confusos.

En una época como ésta, me parece bueno y natural hacerme las siguientes preguntas: ¿En qué creo? ¿Por qué debo luchar, y contra qué debo luchar?

Nuestra especie es la única capaz de crear, y posee solamente un instrumento de creación: la mente individual de cada hombre. Nunca dos hombres crearon algo. No existen buenas colaboraciones cuando se trata de música, arte, poesía, matemáticas o filosofía. Después que ha tenido lugar el milagro de la creación, el grupo puede adaptarlo y extenderlo, pero nunca inventarlo. Lo valioso siempre está oculto en la mente solitaria de un hombre.

Y ahora, las fuerzas reunidas en torno al concepto de grupo han declarado una guerra exterminadora a esa entidad tan rara y preciosa, es decir, a la inteligencia humana. Por el menosprecio, por el hambre, por las represiones, por las imposiciones forzosas y los aturdidos martillazos del acondicionamiento, el espíritu libre y andariego se encuentra perseguido, aherrojado, embotado y emponzoñado. Es una triste carrera hacia el suicidio la que parece haber emprendido nuestra especie.

Pero yo creo que la mente libre e investigadora del individuo es la cosa más valiosa del mundo. Y por eso lucharé a favor de la libertad de pensamiento, para que pueda seguir la dirección que desee, sin imposiciones ni ataduras. Y lucharé contra cualquier idea, religión o gobierno que limite o destruya al individuo. Así soy y así seré. Comprendo que un sistema construido sobre un molde determinado trate de destruir el espíritu libre, porque éste representa una amenaza para su supervivencia. Por supuesto que lo comprendo, pero lo detesto, y lucharé contra ello para preservar lo único que nos diferencia de las bestias incapaces de crear. Si la gloria puede ser aniquilada, estamos perdidos.

2

Adam Trask creció en un mundo gris; y las cortinas de su vida semejaban polvorientas telarañas, y sus días no eran más que un lento desfile de tristezas y amargas decepciones, hasta que al final, y gracias a Cathy, le llegó la gloria.

Pero no importa que Cathy fuese lo que yo he denominado un monstruo. Quizá no podemos entender a Cathy, pero por otra parte, somos capaces de muchas cosas en todos los sentidos, de grandes virtudes y de grandes pecados. ¿Y quién no ha sondeado en su mente las aguas turbulentas?

Tal vez todos tenemos en el fondo de nuestro ser un estanque donde el mal y las malas acciones germinan y crecen con fuerza. Sin embargo, ese pantano está cercado, y la nidada chapotea intentando encaramarse, pero siempre vuelve a caer. ¿No podría ocurrir que en las oscuras charcas del espíritu de algunos hombres lo malo se haga lo suficientemente fuerte para serpentear por encima de la valla y deslizarse con toda libertad? Y en ese caso, ¿no sería ese hombre nuestro monstruo, y no estaríamos relacionados con él en nuestras aguas ocultas? Sería absurdo que no comprendiésemos lo mismo a los ángeles que a los demonios, ya que fuimos nosotros quienes los inventamos.

Hubiera sido Cathy lo que fuese, la verdad es que ella hizo surgir la gloria en Adam. Su espíritu levantó el vuelo y lo liberó del temor, de la amargura y de los recuerdos rancios. La gloria ilumina el mundo y lo cambia de la misma manera que una bengala modifica el aspecto de un campo de batalla. Quizás Adam era incapaz de ver a Cathy, tan iluminada aparecía ésta ante sus ojos. En su mente resplandecía la imagen de belleza y ternura, una joven dulce y virtuosa, más preciosa que todo lo imaginable, discreta y encantadora; y Cathy era para su esposo la joven de esa imagen, y nada de lo que la Cathy real dijese o hiciese podía empañar aquella Cathy ideal.

Ella dijo que no quería ir a California, pero él no la escuchó, porque su Cathy lo tomó del brazo y lo incitó a acompañarla. Tan resplandeciente era su gloria, que no advirtió el sombrío dolor de su hermano, ni el brillo de sus ojos. Vendió su parte de la granja a Charles por menos de lo que valía, y con eso y la mitad del dinero paterno se sintió libre y rico.

Los dos hermanos se habían convertido en unos extraños. Se estrecharon las manos en la estación, y luego Charles contempló la partida del tren mientras se frotaba la cicatriz. Se dirigió a la taberna, bebió cuatro whiskys a toda prisa, y subió luego al piso superior. Pagó a la muchacha, pero no pudo cumplir con ella. Lloró en sus brazos hasta que ella lo echó. Regresó enfurecido a la granja, y se puso a trabajar sin descanso hasta conseguir engrandecerla y extender sus límites. No se tomaba el menor receso, ningún esparcimiento; se enriqueció sin placer y fue respetado sin tener amigos.

Adam se detuvo en Nueva York el tiempo suficiente para comprar algunos vestidos para él y para Cathy, antes de subir al tren que los llevó a través de todo el continente. Es muy fácil comprender cómo fueron a parar al valle Salinas.

En aquellos días, los ferrocarriles, que crecían y luchaban entre ellos tratando de expandirse y de obtener el control, usaban todos los medios a su alcance para incrementar su tráfico. Las compañías no sólo publicaban anuncios en los periódicos, sino que editaban folletos y guías, describiendo y ensalzando las bellezas y la riqueza del oeste. Ningún reclamo era demasiado extravagante; la riqueza era ilimitada. La Southern Pacific Railroad, bajo la dirección del enérgico y duro Leland Stanford, había comenzado a dominar la costa del Pacífico, no sólo en lo relativo a los transportes, sino también en el terreno político. Sus raíles se extendían por los valles. Surgían nuevas ciudades, se inauguraban nuevos barrios, que pronto se poblaban, porque la compañía tenía que crear usuarios para conseguir su clientela.

El largo valle Salinas formaba parte de la explotación. Adam había visto y estudiado un bello folleto en colores, que presentaba el valle como una región a la que el cielo trataba de imitar sin el menor éxito. Después de leer esa publicidad, todo aquel que no deseara ir a establecerse en el valle Salinas estaba loco.

Adam no se apresuró en comprar tierras. Adquirió un traje nuevo y se paseó por todas partes, visitando a los que habían llegado antes, y hablando con ellos del terreno y del agua, del clima y de las cosechas, de los precios y de las oportunidades. Adam no era un especulador. Había ido allí para establecerse, para fundar un hogar, una familia, y quizás una dinastía.

Paseaba lleno de gozo de granja en granja, hacía planes y soñaba. Solía gustar a los lugareños y se alegraban de que hubiese ido a vivir allí, porque reconocían en él a un hombre con fortuna.

Sólo tenía una preocupación: Cathy. No se sentía bien. Le acompañaba por toda la comarca, pero siempre estaba indiferente. Una mañana, se quejó de que se hallaba enferma, y se quedó en la habitación del hotel de King City, mientras Adam salía a pasear por el campo. El volvió alrededor de las cinco de la tarde y la encontró medio muerta a causa de una hemorragia. Afortunadamente, Adam halló al doctor Tilson cenando y lo arrancó de su bistec. El doctor, tras un rápido examen, le puso un paño caliente y se volvió hacia Adam:

—¿Por qué no espera usted abajo? —le sugirió.

—¿Está bien?

—Sí. Lo llamaré enseguida.

Adam acarició el hombro de Cathy, y ésta le sonrió.

El doctor Tilson cerró la puerta tras de él y volvió junto al lecho, con el rostro rojo de ira.

—¿Por qué ha hecho usted eso?

La boca de Cathy no era más que una línea dura.

—¿Sabía su esposo que estaba usted encinta?

Ella movió negativamente la cabeza.

—¿Con qué lo ha hecho usted?

Ella lo miró sin responder.

El médico paseó la mirada por la estancia. Se dirigió al tocador, y tomó una aguja de hacer calceta. Volvió junto a ella y la agitó ante su rostro.

—¡Qué criminal! ¡Qué gran pecado! —le dijo—. Está usted loca. Por poco se mata, y no ha conseguido por eso perder a su hijo. Supongo que habrá tomado algún potingue, que habrá tratado de envenenarse ingiriendo alcanfor, petróleo o pimentón. ¡Por Dios! ¡Pero qué cosas se les llegan a ocurrir a las mujeres!

Los ojos de la joven eran tan fríos como el hielo.

El médico acercó una silla a la cabecera.

—¿Por qué no quiere tener un niño? —le preguntó con dulzura—. Tiene usted un esposo excelente. ¿Es que no le quiere? ¿No quiere decírmelo? ¡Le exijo que me hable! ¡No sea usted terca como una mula!

Pero ella no movió los labios ni pestañeó.

—Querida señora —prosiguió. ¿Es que no comprende? No le está permitido destruir la vida. Es lo único que me saca de quicio. Dios sabe que he perdido algún paciente porque no me lo dijeron todo. Pero por lo menos, hago siempre todo cuanto está en mi mano, siempre. Y ahora me encuentro con un asesinato.

El médico hablaba rápidamente. Temía el ominoso silencio que se formaba entre frase y frase. Aquella mujer le desconcertaba. Tenía algo de inhumano.

—¿No conoce usted a la señora Laurel? Lo daría todo por tener una criatura; y en cambio usted trata de deshacerse de la suya con una aguja de hacer calceta. Muy bien —gritó desesperado—. Ya veo que no quiere usted hablar, pero tampoco es necesario que lo haga. Sin embargo, voy a decirle una cosa: el niño está a salvo y usted no se ha salido con la suya. Y además, le aseguro que tendrá ese hijo. ¿Sabe usted cuáles son las leyes de este estado contra el aborto? ¡No es necesario que me conteste! Limítese a escucharme. Si esto vuelve a ocurrir, si usted pierde a su hijo y yo tengo la más mínima sospecha de que ha sido intencionado, la denunciaré, testificaré contra usted y conseguiré que la castiguen. Ahora espero que será lo suficientemente juiciosa para hacerme caso, porque hablo muy en serio.

Cathy se humedeció los labios con la punta de la lengua. La fría expresión desapareció de sus ojos, y la reemplazó por una mirada cargada de tristeza.

—Lo siento —dijo—. Lo lamento mucho. Pero usted no lo comprende.

—Entonces, ¿por qué no me lo cuenta? —la ira del médico desapareció como por ensalmo—. Cuéntemelo, querida.

—Es difícil. Adam es tan bueno, tan sano. Verá usted, tengo epilepsia.

—¡Imposible, usted no puede tenerla!

—Yo no, pero sí la tuvieron mi abuelo, mi padre y mi hermano. Se cubrió los ojos con las manos.

—No puedo hacerle esto a mi marido.

—¡Pobre niña! —dijo el médico—. ¡Pobrecilla! Pero usted no puede estar segura. Es más que probable que su hijo sea sano y hermoso. ¿Me promete usted que no intentará más trucos?

—Sí.

—Muy bien, pues. No le contaré nada a su marido. Ahora, descanse y déjeme ver si la hemorragia ha cesado.

A los pocos minutos cerraba su maletín y metía la aguja de hacer calceta en su bolsillo.

—Vendré a verla mañana por la mañana —dijo al despedirse.

Adam se precipitó a su encuentro cuando bajó por la estrecha escalera que conducía al vestíbulo. El doctor Tilson tuvo que soportar un aluvión de preguntas acerca del estado de Cathy, de la causa de la hemorragia y otras por el estilo.

—No se preocupe, no se preocupe —le atajó, y entonces empleó su treta, el chiste que nunca fallaba—: Su esposa está enferma.

—Doctor…

—Tiene la única enfermedad buena que existe en este mundo.

—¿Qué?

—Está embarazada.

Dejó a Adam boquiabierto, y salió a toda prisa.

Tres hombres sentados al lado de la estufa le sonrieron. Uno de ellos, observó secamente:

—Si yo estuviese en su lugar, invitaría a un par de amigos a tomar unas copas.

Pero la insinuación cayó en saco roto. Adam subía ya los escalones de tres en tres.

La atención de Adam se vio atraída por el rancho Bordoni, situado a pocos kilómetros al sur de King City, y casi a mitad de camino entre esta ciudad y San Lucas.

Los Bordoni conservaban trescientas sesenta hectáreas de una antigua concesión de diez mil que la Corona española había otorgado al bisabuelo de la señora Bordoni. Los Bordoni eran suizos, pero la señora Bordoni era hija y heredera de una familia española que se estableció en el valle Salinas en época muy temprana. Y como suele ocurrir con la mayoría de las viejas familias, la tierra fue mermando poco a poco. Parte de ella se perdió en el juego, otra, chupada por los impuestos, y lo demás, troceada como una tarta para poder comprar algunos lujos; un caballo, un diamante o una mujer bonita. Las trescientas sesenta hectáreas restantes formaban el núcleo de la concesión originaria de Sánchez, y eran también las mejores. Se extendían a ambas orillas del río y ascendían por las laderas del monte en ambas vertientes, porque en este punto el valle se estrecha para después abrirse más adelante. La primitiva casa de Sánchez todavía era habitable. Construida de adobe, se alzaba en un pequeño rellano en la ladera, formando un valle en miniatura, regado por un precioso y constante manantial de agua dulce; por eso Sánchez escogió este lugar para establecerse. Corpulentos robles daban sombra al valle, y la tierra poseía una riqueza y un verdor excepcionales en esta parte de la comarca. Los muros de la achaparrada mansión tenían más de un metro de espesor, y las vigas redondas habían sido sujetadas con tiras de cuero mojadas, que al secarse se contrajeron y unieron fuertemente las vigas sobre sus soportes. Las tiras de cuero se volvieron tan duras como el hierro y casi tan duraderas. El único inconveniente de este sistema es que las ratas roerán las tiras si se les permite hacerlo.

La vieja casa parecía haber brotado de la tierra y era realmente encantadora. Bordoni la empleaba como establo para las vacas. Era un suizo, un inmigrante, dominado por la pasión nacional de la limpieza. No le gustaban las gruesas paredes de barro y se construyó una casa de madera a cierta distancia, mientras sus vacas asomaban la cabeza por las profundas ventanas de la vieja casa de Sánchez.

Los Bordoni no tenían hijos, y cuando la esposa murió ya en la madurez, se apoderó del viudo una profunda nostalgia por sus pastos alpinos. Sintió deseos de vender el rancho y de volver a su país. Adam Trask no quiso comprarlo con prisas, y Bordoni por su parte le pedía un precio muy elevado, utilizando el viejo sistema de aparentar que lo mismo le daba vender como que no. Pero Bordoni sabía que Adam acabaría comprándose las tierras mucho antes de que éste se decidiese a hacerlo.

Adam quería escoger un lugar del que ni él ni su futuro hijo tuviesen que moverse jamás. Temía comprar unas tierras y luego ver otras que le gustasen más, pero la posesión de Sánchez lo atraía cada vez con mayor fuerza. Después de su unión con Cathy, la vida se extendía larga y placentera ante él. Pero no dejaba de tomar todas las precauciones posibles. Recorrió todos los rincones de la comarca en coche, a caballo y a pie. Hizo calas en el terreno para comprobar, palpar y oler la tierra del subsuelo. Hizo preguntas acerca de las pequeñas plantas silvestres de los campos, de la orilla del río y de los montes. En lugares húmedos, se arrodilló para examinar los rastros de la caza sobre el fango, ya fuesen jaguares o ciervos, coyotes o gatos monteses, mofetas o mapaches, comadrejas o conejos, entremezclados con las huellas de codornices. Se deslizó entre los sauces, los sicómoros y los zarzales repletos de moras negras en el lecho del río, golpeó los troncos de los robles corpulentos y enanos, los laureles y los madroños.

Bordoni lo observaba de reojo, y le servía vasos de vino tinto procedente de su pequeña viña de la ladera del monte. A Bordoni le gustaba emborracharse un poco todas las tardes. Y a Adam, que nunca había probado el vino, comenzó a gustarle.

Una y otra vez preguntaba a Cathy qué opinión le merecía aquel lugar. ¿Le gustaba? ¿Se sentiría feliz allí? Pero ni siquiera escuchaba sus respuestas evasivas; estaba convencido de que ella compartía su entusiasmo. En el vestíbulo del hotel de King City, Adam hablaba con los hombres reunidos en torno a la estufa y leía los periódicos que le enviaban de San Francisco.

—Es el agua lo que me preocupa —dijo una noche—. Me pregunto a qué profundidad hay que llegar para abrir un pozo.

Un ranchero cruzó sus huesudas piernas.

—Tendría usted que ir a ver a Sam Hamilton —le contestó—. Sabe más acerca del agua que todos los demás juntos. Es zahorí y además abre pozos. Él se lo dirá. Ha abierto casi la mitad de los pozos de esta parte del valle.

Su compañero sonrió y dijo:

—Sam tiene una razón muy comprensible para sentir tanto interés por el agua. En sus tierras no hay ni una maldita gota.

—¿Dónde podré encontrarlo? —preguntó Adam.

—Tengo que ir a verle para que me haga algunos ángulos. Acompáñeme, si quiere. Le gustará el señor Hamilton. Es un hombre magnífico.

—Es una especie de genio cómico —dijo su compañero.

3

Adam se montó en el carro de Louis Lippo y ambos se dirigieron al rancho de Hamilton. Los flejes de hierro repiqueteaban en el pescante y una pata de venado, envuelta en arpillera húmeda para mantenerla fresca, saltaba y brincaba colgada de un gancho. Era costumbre en aquella época llevar algún regalo sustancial de alimento cuando se visitaba a alguien, porque había que quedarse a comer, a menos que se quisiera hacer una afrenta a la casa. Pero unos cuantos invitados podían desbaratar el presupuesto de una semana, si no se preocupaban de reponer lo que consumían. Un pernil o un solomillo constituían una aportación suficiente. Louis llevaba el venado, y Adam contribuía con una botella de whisky.

—Permítame darle un consejo —dijo Louis—. Al señor Hamilton le gustará el whisky, pero en lo que se refiere a la señora, no le hará la menor gracia. Si yo fuese usted, lo dejaría debajo del asiento, y cuando vayamos a la herrería, entonces lo saca. Eso es lo que hacemos siempre.

—¿No permite a su marido tomar un trago?

—Un sorbo de pajarillo de vez en cuando —fue la respuesta—. Pero sus opiniones son inalterables. Es mejor que esconda la botella debajo del asiento.

Dejaron la carretera del valle y penetraron en un camino que pasaba por entre las colinas gastadas y llenas de surcos, metiéndose por una intrincada red de roderas ahondadas por las lluvias invernales. Los caballos tiraban con esfuerzo y el coche se bamboleaba y traqueteaba. Aquel año no había sido muy bueno en las colinas, y habiendo llegado ya junio, la tierra estaba seca y asomaban las piedras entre los pastos esmirriados y requemados. La avena silvestre apenas se dejaba ver por encima del suelo, como si supiese que, si no sembraban enseguida, ya no podrían hacerlo.

—No es una zona muy agradable —comentó Adam.

—¿Agradable? Mire usted, señor Trask, es una tierra capaz de acabar con las fuerzas de un hombre y de aniquilarlo por completo. ¡Agradable! El señor Hamilton tiene una propiedad bastante considerable y podría haberse muerto de hambre en ella con todos sus hijos. El rancho no da lo suficiente para alimentarlos a todos, y él se ve obligado a hacer toda clase de trabajos; por suerte para él, sus hijos ya empiezan a ganarse el pan por sí mismos. Es una familia magnífica.

Adam observó una línea oscura de mezquites que asomaban por un barranco.

—¿Qué le impulsó a establecerse en un lugar como éste?

A Louis Lippo, como a la mayoría de la gente, le encantaba dar su propia versión de los hechos, especialmente si se trataba de un forastero y no había ningún lugareño presente para llevarle la contraria.

—Yo se lo diré —dijo—. Míreme a mí, por ejemplo. Mi padre era italiano. Vino aquí después de la guerra, pero trajo algo de dinero. El lugar donde yo vivo no es muy grande, pero es hermoso; fue mi padre quien lo compró, escogiéndolo cuidadosamente. Y ahora, mírese usted. Ignoro cuál es su situación económica, y no me importa saberlo, pero dicen que trata de comprar la vieja propiedad de Sánchez, aunque Bordoni no ha dejado traslucir nada. Usted debe de estar en una posición muy desahogada, o de lo contrario jamás me hubiera hecho esa pregunta.

—Sí, no estoy del todo mal —dijo Adam modestamente.

—Se lo voy a explicar todo desde el principio —dijo Louis—. Cuando los Hamilton llegaron al valle, no tenían donde caerse muertos. Tuvieron que conformarse con lo único que quedaba: tierras del gobierno que nadie quería. Diez hectáreas de este terreno no pueden mantener a una vaca, ni aun en los buenos años, y dicen que en los años malos lo abandonan incluso los coyotes. Hay gente que dice que no puede comprender cómo se las apañaban los Hamilton para subsistir. Pero la verdad es que el señor Hamilton se puso a trabajar enseguida, y gracias a eso sobrevivieron. Trabajó como jornalero hasta que tuvo terminada su máquina trilladora.

—Pues ha debido de tener mucho éxito. He oído hablar de él por todas partes.

—Ya lo creo. Ha criado nueve hijos. Apostaría que no ha ahorrado ni cinco centavos. ¿Cómo hubiera podido?

Un lado del carricoche se elevó, pasó por encima de una gran piedra redonda, y volvió a caer. Los caballos estaban sudorosos y cansados.

—Me gustará hablar con él —afirmó Adam.

—Tiene usted que saber, señor, que ha criado una familia muy buena; sus hijos son todos excelentes muchachos, y los ha educado muy bien. Trabajan mucho, si exceptuamos, quizás, a Joe. Es el menor, y hablan de enviarlo al colegio. Pero los demás son muy laboriosos. El señor Hamilton puede sentirse orgulloso de ellos. La casa está al otro lado de esta escarpadura. No olvide lo que le he dicho, y no saque ese whisky, o de lo contrario ella le haría una acogida glacial.

La tierra reseca latía bajo el sol, y las cigarras emitían su monótono canto.

—Es una tierra realmente abandonada de la mano de Dios —observó Louis.

—Hace que me sienta avergonzado —dijo Adam.

—¿Y eso?

—Verá usted, pues porque como me encuentro en una posición bastante desahogada, no me veo obligado a vivir en un lugar como éste.

—Yo tampoco, pero no por eso me siento avergonzado, al contrario, estoy muy contento.

Cuando el carricoche remontó la cuesta, Adam descubrió el pequeño grupo de edificios que formaban la residencia de los Hamilton: una casa con muchos colgadizos, un establo para las vacas, un taller y un cobertizo para los carruajes. Era un panorama reseco y abrasado, sin ningún árbol corpulento, y sólo un jardincillo que se regaba a mano.

Louis se volvió hacia Adam y en sus palabras había una sombra de hostilidad.

—Quiero informarle de una o dos cosas, señor Trask. Hay personas que cuando ven a Samuel Hamilton por primera vez se forman la idea de que está algo chiflado. No habla como las demás personas, pero hay que tener en cuenta que es irlandés. Tiene muchos planes, más de cien al día. Y también mucha esperanza. ¡Por Dios, es necesario que haya tenido mucha para resignarse a vivir en esta tierra! Pero, recuerde usted: es un excelente trabajador, un buen herrero, y alguno de sus planes ha dado resultado. Además, le he oído hablar de cosas que iban a suceder y que han sucedido como él decía.

Adam se sintió alarmado ante aquella amenaza velada.

—No soy la clase de hombre capaz de hundir a otro —dijo—, y comprendió que súbitamente Louis lo trataba como a un forastero y a un enemigo.

—Yo sólo he querido advertirle. Muchos de los que vienen del este creen que, si un hombre no tiene mucho dinero, no vale nada en absoluto.

—Yo jamás creería que…

—Es posible que el señor Hamilton no haya podido ahorrar ni cuatro centavos, pero es de los nuestros, y es tan bueno como el mejor de nosotros. Y además, ha sacado adelante la familia más maravillosa que jamás haya conocido. Quiero únicamente que se acuerde de esto.

Adam estaba a punto de defenderse, pero se limitó a decir:

—Lo recordaré. Gracias por habérmelo advertido.

Louis volvió a mirar al frente.

—Allí está, mírelo, frente al taller. Nos habrá oído.

—¿Lleva barba? —preguntó Adam, forzando la mirada.

—Sí, se ha dejado una hermosa barba. Pronto se le habrá vuelto blanca; le asoman ya muchas canas.

Pasaron frente a la casa y vieron a la señora Hamilton asomada a la ventana, y siguiéndolos con la vista; se detuvieron por último frente al taller, donde los esperaba Samuel.

Adam vio a un hombre corpulento, con una barba de patriarca, cuya cabellera gris se agitaba en el aire como el vilano de un cardo. Sus mejillas, por encima de la barba, estaban rosadas por los efectos del sol sobre su piel de irlandés. Llevaba una camisa azul muy limpia, unos zahones y un delantal de cuero. Estaba remangado, y sus brazos musculosos aparecían también muy limpios. Solamente sus manos estaban ennegrecidas por el trabajo en la forja. Después de echarle un vistazo, Adam se fijó en sus ojos, de un azul pálido y repletos de una juvenil alegría, y con las típicas arrugas a su alrededor producidas por la risa.

—Louis —dijo—. Me alegro de verle. Incluso en este paraíso que nos rodea, es agradable ver a los amigos —añadió con sarcasmo, y sonrió a Adam.

—He traído al señor Adam Trask para que le conociera. Es un forastero que viene del este, pero tiene intención de establecerse entre nosotros —le explicó Louis.

—Encantado de conocerle —dijo Samuel—. Siento no poder darle la mano. No quiero ensuciarle la suya con estas tenazas de herrero.

—He traído algunos flejes, señor Hamilton. ¿Podría usted hacerme algunos ángulos? Todo el armazón de mi colector se ha ido al garete.

—Claro que sí, Louis. Pero apéense. Pondremos los caballos a la sombra.

—Ahí detrás tengo una pierna de venado, y el señor Trask ha traído un poco de «eso».

Samuel miró hacia la casa.

—Quizá sería mejor que sacásemos «eso» cuando hayamos situado el coche detrás del establo.

Adam advirtió el sonsonete de su voz, pero no así el acento extranjero con la excepción tal vez de las tes y las eles, más agudas y pronunciadas con la lengua apoyada en un punto más alto del paladar.

—Louis, ¿quiere desenganchar el tiro? Voy a llevar adentro el pernil. Liza se alegrará. Le gusta mucho el guisado de venado.

—¿Está en casa alguno de los chicos?

—Pues no. George y Will vinieron a pasar el fin de semana a casa, y se fueron anoche a un baile, al Wild Horse Canyon, en la escuela de Peach Tree. Vendrán con todo el grupo al atardecer. Por eso hemos echado de menos un sofá. Ya se lo contaré más tarde. Liza querrá vengarse, no hay duda; fue Tom quien lo hizo. Pero ya se lo contaré.

Rio y se dirigió hacia la casa, con el pernil de ciervo envuelto.

—Si lo desean, pueden llevar el «eso» al taller para que el sol no lo caliente.

Lo oyeron llamar a su esposa al aproximarse a la casa:

—Liza, ¿a que no lo adivinas? Louis Lippo ha traído un cuarto de venado más grande que tú.

Louis llevó el coche a la parte trasera del establo, y Adam lo ayudó a desenganchar los caballos, a trabarlos y dejarlos a la sombra.

—Se refería a que el sol podía calentar la botella —dijo Louis.

—Debe de ser una mujer terrible.

—No es mayor que un pájaro, pero de acero.

Samuel se reunió con ellos en el taller.

—A Liza le encantaría que se quedaran a comer —anunció.

—Pero ustedes no nos esperaban —protestó Adam.

—Calle, hombre. Ella hará algunos pastelitos de carne. Es un placer tenerlos aquí. Deme esos flejes, Louis, y dígame cómo los quiere.

Samuel encendió fuego con astillas en el negro hogar de la forja, e hizo soplar el fuelle sobre él, echando luego coque húmedo con los dedos hasta que lo tuvo bien fuerte.

—Venga acá, Louis —dijo—, y écheme una mano con el fuego. Tiene que atizarlo despacio y sin parar. —Depositó los flejes de hierro sobre el lecho de ascuas—. No, señor Trask, Liza está acostumbrada a cocinar para nueve chicos medio muertos de hambre. No hay nada que pueda espantarla. —Colocó el hierro, con ayuda de las tenazas, en una posición más conveniente y lanzó una carcajada—. Consideremos mi último comentario como una mentira piadosa —dijo—. Mi mujer está rugiendo como los guijarros removidos por la rompiente. Y les advierto a ustedes que es mejor que no mencionen la palabra «sofá». Eso la pondría muy furiosa.

—Algo ha comentado antes al respecto —recordó Adam.

—Si conociese a mi hijo Tom, lo comprendería enseguida, señor Trask. Louis ya lo conoce.

—Naturalmente que lo conozco —corroboró Louis.

—Mi Tom es un diablillo —prosiguió Samuel—. Siempre se sirve más de lo que puede comer. Siempre planta más de lo que puede cosechar.

Es excesivo en los placeres y en las penas. Hay muchas personas como él. Liza cree que yo también soy así. Ignoro lo que la vida le deparará. Acaso grandes cosas, acaso derrotas. Bien, ya ha habido algún que otro Hamilton que ha terminado colgado. Pero eso ya se lo contaré otro día.

—El sofá —sugirió Adam cortésmente.

—Ah, sí, el sofá. Tengo la costumbre, y Liza lo repite hasta la saciedad, de pastorear mis palabras como si fuesen ovejas descarriadas. Bueno, el caso es que se organizó ese baile en la escuela de Peach Tree, y todos los muchachos, es decir, George, Tom, Will y Joe, decidieron ir. Y desde luego preguntaron a las chicas si les apetecía. George, Will y Joe, pobres muchachos, invitaron cada uno a una amiga, pero Tom, como siempre, se excedió en su porción: invitó a las dos hermanas William, Jennie y Belle. ¿Cuántos agujeros para los tornillos quiere usted, Louis?

—Cinco —contestó Louis.

—Perfecto. Ahora tengo que decirle, señor Trask, que mi Tom posee todo el egoísmo y el amor propio de un muchacho que se cree feo. Lo normal es que vaya siempre hecho un zarrapastroso, pero cuando llega una fiesta, se engalana como un árbol de mayo y se ufana como las flores primaverales. Eso le ocupa mucho tiempo. ¿Observa usted que el cobertizo de los carruajes está vacío? George, Will y Joe salieron primero, y no tan guapos como Tom. George tomó el coche, Will se llevó la calesa y Joe el cochecillo de dos ruedas. —Los ojos azules de Samuel brillaban de contento—. Bien, pues luego salió Tom, tan tímido y resplandeciente como un emperador romano, y lo único que quedaba con ruedas era un rastrillo para el heno; pero como puede suponer, en él no cabría ni una sola de las hermanas William. Vaya usted a saber si por buena o mala suerte, Liza estaba echando la siesta. Tom se sentó en la escalera y se puso a pensar. Luego le vi dirigirse al establo: enganchó dos caballos, y sacó el mango del rastrillo. Arrastró con dificultad el sofá fuera de la casa y ató las patas con una cadena. ¡El maravilloso sofá de crin y alto respaldo que Liza quiere más que nada en el mundo! Yo se lo había regalado para que descansase en él antes de que naciese George. Lo último que pude ver fue a Tom arrastrándose por la ladera del monte, repantigado a sus anchas en el sofá, camino de la casa de las William. ¡Oh, Señor!, cuando regrese lo traerá tan pelado por el roce como una oblea. —Samuel dejó sus tenazas y puso los brazos en jarras para reír más a gusto—. Y Liza está que echa chispas. ¡Pobre Tom!

—¿Querría usted tomar un poco de «eso»? —preguntó Adam, sonriendo.

—Con mucho gusto —respondió Samuel.

Aceptó la botella, echó un traguito, y se la devolvió.

—Uisquebaugh. Es una palabra irlandesa, significa whisky, agua de vida. Y así es.

Puso los flejes al rojo sobre el yunque, y les hizo varios agujeros; después dobló el metal hasta formar ángulos con ayuda de su martillo, haciendo saltar las chispas. Luego introdujo el hierro en medio barril de agua negra, lo que produjo un silbido.

—Aquí están —dijo, arrojándolos al suelo.

—Muchas gracias —respondió Louis—. ¿Cuánto es?

—El placer de su compañía.

—Siempre es así —se lamentó Louis desolado.

—No; cuando le abrí su nuevo pozo, usted me pagó lo que le pedí.

—Ahora que me acuerdo, el señor Trask piensa comprar la residencia de Bordoni, la antigua concesión de Sánchez. ¿La conoce usted?

—Y muy bien —contestó Samuel—. Es una propiedad muy buena.

—El señor Trask quiere saber si hay agua en ella, y yo le dije que usted sabe más acerca de eso que todos los de la comarca.

Adam le alargó la botella, Samuel bebió un sorbito con toda delicadeza y se secó los labios con el antebrazo, procurando no mancharse de hollín.

—Todavía no me he decidido —dijo Adam—. Sólo estoy averiguando.

—¡Oh, Señor, ha puesto usted el dedo en la llaga! Dicen que es muy peligroso hacer preguntas a un irlandés, porque las responderá. Supongo que usted sabrá lo que hace cuando me da licencia para hablar. He oído decir que hay dos maneras de considerarlo. Según unos, el hombre silencioso es un sabio, y según otros, un hombre que no habla es un sujeto desprovisto de ideas. Naturalmente, me inclino a favor de la segunda teoría. Liza dice que con exceso. ¿Qué desea usted saber?

—Bien, pues volvamos a la propiedad de Bordoni. ¿A qué profundidad habría que excavar para encontrar agua?

—Tendría que ver el lugar, en algunos sitios a unos diez metros, en otros a sesenta, y en ciertos puntos hasta el mismísimo centro de la Tierra.

—Pero dicen que usted hace aparecer el agua.

—Casi en todos los sitios, menos en mis propias tierras.

—He oído que a usted le falta agua aquí.

—¿Que lo ha oído? ¡Hasta el propio Dios debe de haberlo oído! Lo he dicho a voz en grito.

—Se trata de una propiedad de ciento sesenta y una hectáreas a ambas orillas del río. ¿Se encontrará agua en el subsuelo?

—Tendría que ir allá a echar un vistazo. Me parece que es un valle poco corriente. Si usted tiene paciencia, acaso le cuente algo acerca de él, porque lo he visto y he metido mi sonda hasta bastante profundidad. Un hombre hambriento se atraganta de comida mentalmente, no le queda otro remedio.

—El señor Trask es de Nueva Inglaterra —le explicó Louis Lippo—. Su proyecto es establecerse aquí. Ya había estado antes en el oeste, pero en el ejército, luchando contra los indios.

—¿Estuvo usted recientemente? Tendría que hablarme de ello. Me gusta aprender.

—No me agrada recordarlo.

—¿Por qué no? ¡Buena les esperaba a mi familia y a mis vecinos si yo hubiese luchado contra los indios!

—Yo no quería luchar contra ellos, señor.

El «señor» se le escapó sin darse cuenta.

—Sí, ya lo comprendo. Debe de ser una cosa muy dura tener que matar a un hombre desconocido y contra el que no se siente ninguna clase de odio.

—Puede que lo haga más fácil —observó Louis.

—Sí, eso es verdad, Louis. Pero también hay hombres que se sienten en su corazón amigos de todo el mundo, y hay otros que se odian a sí mismos, y que esparcen su odio en torno a ellos como la mantequilla sobre una rebanada caliente.

—Preferiría que hablásemos de las tierras —dijo Adam con algo de desasosiego, porque se le representó en la memoria una lúgubre imagen de cadáveres amontonados.

—¿Qué hora es?

Louis salió afuera y miró al sol.

—No más de las diez.

—Si empiezo a hablar, no conseguiré detenerme. Mi hijo Will dice que hablo con los árboles cuando no puedo encontrar un vegetal humano. —Suspiró y se sentó sobre un barrilito de clavos—. Decía que era un valle extraño, pero acaso se deba a que he nacido en un país muy verde. ¿Lo encuentra usted extraño, Louis?

—No, yo nunca he salido de O.

—Lo he excavado mucho —dijo Samuel—. Algo sucedió bajo su superficie, acaso todavía continúa sucediendo. Debajo del valle se halla el lecho de un océano, y bajo éste otro mundo. Pero ello no tiene por qué preocupar a un granjero. En la superficie es una tierra bastante buena, particularmente en los llanos. La capa superior del valle es ligera y arenosa, pero mezclada con ella están las tierras de las colinas, acarreadas por las lluvias invernales. A medida que se asciende hacia el norte, el valle se ensancha, y el suelo se vuelve más negro, más espeso y quizá más rico. En mi opinión, en esa región hubo antaño pantanos, y las raíces centenarias se pudrieron debajo del suelo, fertilizándolo y ennegreciéndolo. Y cuando se excava un poco, aparece alga de arcilla grasienta formando una argamasa con él. Me refiero a González, al norte, en la boca del río. A ambos lados, en torno a Salinas, Blanco, Castroville y Moss Landing, aún subsisten los pantanos. Y cuando algún día los desequen, esa tierra será una de las más ricas de este mundo rojo.

—Siempre dice usted cómo serán las cosas algún día —atajó Louis.

—Bueno, es que la mente de un hombre no siempre está acorde con su cuerpo.

—Si acabo quedándome aquí necesito saber cómo y dónde —dijo Adam—. Mis hijos, cuando los tenga, tendrán que vivir en este lugar.

La mirada de Samuel vagó sobre las cabezas de sus amigos, hacia la dorada luz del sol que reinaba fuera de la oscura forja.

—Tiene usted que saber que bajo una buena parte del suelo del valle, en algunos lugares a mucha profundidad, y en otros casi debajo de la superficie, hay una capa llamada masa dura, que está formada por una arcilla muy homogénea, grasienta al tacto. En algunos lugares tan sólo tiene treinta centímetros de espesor, y en otros más. Y esta masa dura es impermeable al agua. Si no fuese por ella, las lluvias invernales empaparían la tierra y la humedecerían, y en verano se levantarían hasta las raíces. Pero cuando la tierra de encima de la capa de arcilla está empapada, el resto produce una inundación, o se pudre encharcada. Es una de las mayores maldiciones que pesan sobre nuestro valle.

—Pero a pesar de todo, tengo entendido que es un lugar muy bueno para vivir, ¿no es eso?

—Sí, así es. Sin embargo, es imposible descansar por completo cuando se sabe que se podría ser rico. Se me ocurrió que, si se pudiesen abrir miles de agujeros a través de esa capa para permitir que el agua penetrase, se solucionaría el problema. Incluso hice algunas pruebas con unos cartuchos de dinamita. Perforé un agujero en la capa de arcilla y explosioné la dinamita, lo que provocó que la costra se rompiera y el agua penetrara. Pero ¡Dios del cielo!, piense usted la cantidad de dinamita que se necesitaría. He leído que un sueco (el mismo que inventó la dinamita) ha descubierto un nuevo explosivo, más fuerte y más seguro. Quizás ésa sea la solución.

Louis dijo entre burlón y admirativo:

—Siempre está pensando en la forma de cambiar las cosas. Nunca está satisfecho de cómo son.

Samuel le sonrió.

—Dicen que antaño el hombre vivía en los árboles. Alguien tenía que sentirse insatisfecho de andar por las ramas, o de lo contrario ahora no tendríamos los pies en el suelo —apuntó, y soltó una nueva carcajada—. Me veo a mí mismo sentado en mi rincón, creando un mundo en mi mente, del mismo modo que Dios creó el suyo. Pero Dios pudo ver su mundo. Yo nunca veré el mío, a no ser que lo haga con los ojos de la imaginación. Este valle será muy rico algún día. Podría alimentar al mundo, y tal vez lo haga. Y en él vivirán miles y miles de personas felices.

Una nube pareció pasar sobre sus ojos, su rostro adquirió una expresión triste, y permaneció silencioso.

—Lo pinta como un buen lugar para establecerse —afirmó Adam—. ¿En qué otra parte con semejante futuro podría criar a mis hijos?

—Hay algo que no comprendo —prosiguió Samuel—. Hay algo oscuro en este valle. Ignoro qué es, pero lo noto. A veces, en un día luminoso y resplandeciente, lo siento como si se interpusiese ante el sol y absorbiese la luz como una esponja. —Elevó el tono de su voz—. Existe una mano negra en este valle. No sé, es como si algún viejo fantasma surgiese del océano muerto que hay bajo su superficie y llenase el aire de pesadumbre. Es algo tan secreto como una pena oculta. No puedo determinar qué es, pero lo veo y lo siento en la gente del valle.

Adam se estremeció.

—Ahora recuerdo que prometí volver pronto. Cathy, mi esposa, va a tener un niño.

—Pero Liza casi lo tiene todo a punto.

—Seguro que me disculpará cuando sepa lo del niño. Mi esposa no se siente muy bien. Y muchas gracias por la información sobre el agua.

—¿Le he decepcionado con mis explicaciones?

—No, en absoluto. Es que se trata del primer hijo de Cathy, y la pobrecilla no se siente muy bien.

Adam pasó toda la noche dando vueltas a la cabeza, y al día siguiente se dirigió a casa de Bordoni, le estrechó la mano y las tierras de Sánchez pasaron a ser de su propiedad.