Capítulo 48
1
A últimos de noviembre murió la Negra, y la enterraron sombría y severamente, como lo había solicitado en su testamento. Estuvo expuesta durante todo el día en la capilla funeraria de Muller, en un ataúd de ébano y plata, con su perfil flaco y severo todavía más ascético a la luz de los cuatro grandes cirios que rodeaban el féretro.
Su pequeño marido negro estaba agazapado como un gato junto a ella, con la cabeza apoyada en el hombro derecho de la muerta, y durante muchas horas permaneció tan inmóvil como ella. No hubo flores, según su voluntad, ninguna clase de ceremonia, ni sermones, ni manifestaciones de dolor. Pero una extraña selección de ciudadanos católicos se acercó de puntillas a la puerta de la capilla para atisbar en su interior y marcharse enseguida: abogados, agricultores, empleados y contables de banco, la mayoría hombres de mediana edad. Sus pupilas pasaron de una en una, la miraron porque así lo exigía la decencia, y porque eso también daba buena suerte, y se fueron.
Una institución desaparecía de Salinas, el sexo oscuro y terrible, tan falto de esperanza y tan profundamente doloroso como un sacrificio humano. La casa de Jenny seguiría sacudiéndose al son de estrepitosas carcajadas y ruidosas bromas. En la de Kate se continuaría excitando los nervios de los hombres hasta un éxtasis rebosante de pecado que los dejaba ateridos y débiles y asustados de sí mismos. Pero el sombrío misterio de una comunión, que era como una ofrenda vudú, había desaparecido para siempre.
El entierro se efectuó también según la voluntad de la difunta, empleándose en él un coche fúnebre y un solo automóvil, en un rincón del cual se acurrucaba el hombrecillo negro. Era un día gris, y cuando los empleados de Muller hubieron bajado el ataúd con ayuda de una cabria engrasada y silenciosa, el coche fúnebre se marchó y el viudo se quedó rellenando la fosa con una pala nueva. El vigilante, que cortaba la hierba seca a cien metros de distancia, oyó un gemido llevado por el viento.
Joe Valery había estado tomando una cerveza con Butch Beavers en La Lechuza, y fue en compañía de su amigo a echar un vistazo a la Negra. Butch llevaba prisa porque tenía que ir a Natividad para subastar una pequeña manada de toros Hereford, de cara blanca, para los Tavernettis.
Al salir de la funeraria, Joe se topó con Alf Nichelson, el loco de Alf Nichelson, superviviente de una época que ya había desaparecido. Alf servía lo mismo para un roto que para un descosido: era carpintero, calderero, herrero, electricista, yesero, afilador y zapatero remendón. Alf sabía hacerlo todo, y el resultado era que siempre estaba en quiebra, a pesar de trabajar continuamente. Lo sabía todo de todos casi hasta el principio de los tiempos.
En el pasado, es decir, en la época de sus éxitos, había dos clases de personas que tenían acceso a todas las casas y a todos los chismes: la costurera y el manitas. Alf podía contar cosas acerca de todos los que habitaban a ambos lados de la calle Mayor. Era un chismoso incorregible, un curioso insaciable y acostumbraba emplear la maledicencia, aunque sin malicia.
Miró a Joe y trató de recordarlo.
—Yo le conozco —dijo—. No me diga que no.
Joe se apartó. Estaba harto de la gente que lo conocía.
—Espere un momento. Ya lo tengo. En casa de Kate. Usted trabaja en casa de Kate.
Joe suspiró aliviado. Temía que Alf lo conociese de antes.
—Así es —corroboró.
—Nunca olvido una cara —aseguró Alf. Lo vi a usted cuando construí aquel estúpido colgadizo para Kate. ¿Pero para qué demonios quería eso? Y además, sin ventanas.
—Quiere estar a oscuras —le explicó Joe—. Le duelen los ojos.
Alf lanzó un bufido. Le costaba mucho creer cualquier cosa sencilla o buena acerca de nadie. Uno podía darle los buenos días, y él lo interpretaría como una contraseña. Estaba convencido de que todo el mundo tenía una vida secreta, que sólo él era capaz de ver.
Indicó con la cabeza la funeraria de Muller.
—Era toda una institución —comentó. Casi todos los de los buenos tiempos han desaparecido. Cuando se vaya Jenny, será el fin. Y Jenny ya está bastante pasada.
Joe estaba inquieto. Deseaba irse, y Alf lo sabía. Alf era un experto en gente que quería zafarse de él. Quizá por eso siempre llevaba aquel repertorio de historias. Nadie deseaba irse, si podía oír algún jocoso comentario acerca de los demás. En el fondo, todos los hombres son chismosos. A Alf no le querían por esta cualidad, pero les agradaba escucharlo. Y se dio cuenta de que Joe estaba a punto de dar cualquier excusa para marcharse. Se le ocurrió que últimamente no había tenido muchas noticias de la casa de Kate. Joe podría cambiarle noticias frescas por otras viejas que él le daría.
—Los viejos tiempos eran encantadores —aseguró Alf. Claro que usted es muy joven.
—Tengo que irme, he quedado con un amigo —se excusó Joe. Alf hizo como si no lo hubiese oído.
—Tome usted a Faye, por ejemplo —continuó. Era todo un personaje. Faye era la dueña de la casa de Kate. En realidad, nadie sabe cómo Kate consiguió la propiedad. Fue algo muy misterioso, y para algunas personas incluso sospechoso.
Observó con satisfacción que Joe parecía dispuesto a aplazar por largo tiempo la cita que habla anunciado.
—¿Qué es lo que sospechaban? —preguntó Joe.
—¡Qué diablos, usted ya sabe que a la gente le gusta hablar! Probablemente, no hubo nada. Pero tengo que admitir que resultaba bastante divertido.
—¿Quiere tomar una cerveza? —preguntó Joe.
—Ha tenido usted una buena idea —dijo Alf. Dicen que muchos pasan de un entierro a una cama, pero ya no soy tan joven como antes. Ahora, los entierros sólo me dan sed. Sí, la Negra era toda una ciudadana. Podría contarle muchas cosas sobre ella. La conocía desde hacía treinta y cinco años, no, treinta y siete.
—¿Quién era Faye? —preguntó Joe.
Entraron en el bar del señor Griffin. A éste no le gustaba el alcohol en absoluto, y odiaba profundamente a los borrachos. Era propietario del Salón Griffin en la calle Mayor, y era capaz, un sábado por la noche, de rehusar servir más copas a veinte hombres si creía que ya tenían bastante. El resultado es que su negocio se desenvolvía a la perfección en medio del mayor orden y tranquilidad. Era un salón ideal para cerrar tratos y para hablar tranquilamente sin ser interrumpidos.
Joe y Alf tomaron asiento a la mesa redonda del fondo, y bebieron tres cervezas por barba. Joe se enteró de todas las verdades y mentiras, de lo que se sabía y de lo que se suponía, y de todas las conjeturas, por feas que fuesen. De todo ello sacó una completa confusión, pero también unas pocas ideas claras. En la muerte de Faye había gato encerrado. Kate debía de ser la esposa de Adam Trask. Se agarró a esto rápidamente; era muy posible que Trask estuviera dispuesto a pagar por su silencio. El asunto de Faye era demasiado peligroso para tocarlo. Joe tenía que pensar, pero a solas.
Al cabo de un par de horas, Alf estaba ya impaciente. Joe no le había devuelto la pelota. No le había suministrado nada, ni un solo chisme, ni una sola noticia. Alf pensó que aquel tipo tan reservado debía de ocultar algo. ¿A quién podría tirar de la lengua acerca de Joe?
Alf dijo por último:
—Entiéndame, a mí me gusta Kate. Siempre tiene algún que otro trabajillo para mí, y me paga con puntualidad y generosidad. Probablemente, todas esas habladurías sobre ella son humo de paja. Y si uno lo piensa bien, llega a la conclusión de que es una mujer muy fría y muy dueña de sí misma. Tiene una mirada peligrosa. ¿No lo cree?
—Yo me llevo muy bien con ella —respondió Joe.
Alf estaba enojado ante la sinuosa reserva de Joe, así es que trató de espolearle.
—Cuando le construí aquel colgadizo sin ventana se me ocurrió algo muy divertido —le explicó. Un día me miró con su mirada glacial, y de repente pensé: si ella supiese todo lo que yo he oído decir de ella, y me ofreciese una copa, o aunque fuese un pastel, yo le contestaría: «No, gracias, señora».
—Ella y yo nos llevamos muy bien —repuso Joe—. Tengo que encontrarme con un sujeto.
Joe se fue a su habitación para pensar. Estaba inquieto. Se levantó, miró en su maleta y abrió todos los cajones del escritorio. Se le ocurrió que acaso alguien había andado revolviéndole las cosas. Fue una simple idea, ya que no había nada que descubrir. A pesar de ello estaba nervioso y se esforzaba por ordenar en su mente todo lo que Alf le había dicho.
Llamaron suavemente a la puerta y entró Thelma con los ojos hinchados y la nariz enrojecida.
—¿Qué le pasa a Kate?
—Ha estado enferma.
—No quiero decir eso. Yo estaba en la cocina batiendo la nata en una jarra, cuando entró ella y descargó toda su furia sobre mí.
—¿Acaso habías mezclado aguardiente en el batido?
—No, ¡qué diablos! Sólo extracto de vainilla. Ella no tiene derecho a hablarme de ese modo.
—Pero te habló, ¿no es eso?
—Sí, y no lo soporto.
—Pues lo harás —aseguró Joe—. ¡Márchate, Thelma!
Thelma lo miró con sus hermosos y penetrantes ojos oscuros, y volvió a refugiarse en la isla de seguridad de la que una mujer depende.
—Joe —le preguntó. ¿Eres realmente un puro hijo de perra o sólo finges serlo?
—¿Y a ti qué te importa? —preguntó Joe.
—Nada en absoluto, hijo de perra —le respondió.
2
Tras meditarlo con detenimiento, Joe decidió actuar lenta y cautelosamente. «Tengo los cuatro ases, sólo he de saber emplearlos bien», se dijo.
Fue en busca de sus instrucciones de cada noche, y Kate se las dio sin volver la cabeza. Estaba sentada ante su escritorio, con la visera calada hasta las cejas y ni siquiera lo miró. Terminó de darle sus secas órdenes y luego añadió:
—Joe, me pregunto si te has ocupado del negocio correctamente. He estado enferma, pero ahora ya estoy bien, o casi bien.
—¿Ocurre algo malo?
—Tan sólo es una impresión. Prefiero que Thelma beba whisky que extracto de vainilla, y no quiero que beba whisky. Me parece que te has dormido en los laureles.
Joe trató de encontrar una escapatoria.
—Verá, he estado muy ocupado —dijo.
—¿Ocupado?
—Claro. Estaba haciendo lo que usted me encargó.
—¿Qué te encargué?
—Ya sabe, lo de Ethel.
—¡Olvídate de Ethel!
—Muy bien —respondió Joe, y añadió, sin darse cuenta: Ayer encontré a un tipo que me dijo que la había visto.
Si Joe no la hubiese conocido, no hubiera dado a aquella pequeña pausa, a aquellos rígidos diez segundos de silencio, su verdadero valor.
—¿Dónde? —le preguntó con tacto.
—Aquí.
Ella giró lentamente la silla giratoria hasta quedar frente a él.
—No debía haberte dejado trabajar en la oscuridad, Joe. Me cuesta reconocer un error, pero te debo una explicación. No es necesario que te recuerde que hice que expulsaran a Ethel del condado. Creí que me había hecho algo —su voz adquirió un tono melancólico—. Estaba equivocada. Más tarde lo descubrí. Desde entonces, esa idea no deja de preocuparme. No me había hecho nada. Quiero encontrarla y decírselo y compensarla. Supongo que te parecerá extraño que manifieste esa clase de sentimientos.
—No, señora.
—Trata de encontrarla, Joe. Me sentiré mejor si puedo compensarla. ¡Pobre muchacha!
—Trataré de hacerlo, señora.
—Y escucha, Joe, si necesitas dinero, dímelo. Y si la encuentras, repítele lo que te he dicho. Si ella no quiere venir, averigua dónde puedo telefonearla. ¿Necesitas dinero?
—Ahora, no. Pero tendré que salir con mucha frecuencia de la casa.
—Lo dejo en tus manos. Eso es todo, Joe.
Joe sentía deseos de abrazarse a sí mismo. En el vestíbulo se cogió los codos con las manos y se dejó llevar por la alegría que le invadía. Comenzó a creer que era él quien lo había planeado todo. Atravesó el salón en sombras, en el que reinaba un temprano susurro de conversaciones. Salió al exterior y miró las estrellas, que nadaban en grandes bancos a través de las nubes empujadas por el viento.
Joe pensó en el zoquete de su padre porque recordó algo que éste le había dicho. «Ojo con los aduladores», había dicho el padre de Joe. «Fíjate en esas señoras que se pasan la vida dándole coba a alguien. Significa que quieren algo, no lo olvides».
Joe repitió en voz baja:
—¡Una zalamera! Pensaba que era mucho más astuta.
Trató de recordar su tono de voz y sus palabras para asegurarse de que no se le había escapado nada. Una zalamera; y pensó en Alf cuando decía: «Si me ofreciese una copa o aunque fuese un pastel…».
3
Kate estaba sentada a su escritorio. Oía gemir el viento entre las hojas de la alheña del patio, y aquel viento y las tinieblas que la rodeaban estaban impregnadas de la presencia de Ethel, de la gorda y sucia Ethel, que sudaba junto a ella, gelatinosa como una medusa. Se sentía fatigada y agobiada.
Se dirigió a su refugio, la pequeña estancia gris, cerró la puerta y se sentó en la oscuridad, notando cómo el dolor se apoderaba de nuevo de sus dedos. Sus sienes latían acompasadamente. Palpó la cápsula que colgaba de su cuello con una cadenilla, frotó el tubo de metal, que conservaba el calor de su pecho, contra su mejilla, y recobró el valor. Se lavó la cara y se maquilló, se peinó y se arregló el cabello a lo Pompadour. Se dirigió al vestíbulo y se detuvo, como siempre, a la puerta del salón para escuchar.
A la derecha de la puerta había dos mujeres y un hombre conversando. En cuanto Kate entró, dejaron de hablar.
—Helen, si ahora no estás ocupada, quiero verte —le indicó. La mujer la siguió por el vestíbulo hasta su habitación. Era una rubia paliducha de tez marfileña.
—¿Es algo importante, señorita Kate? —preguntó con cierto temor.
—Siéntate. No, no es nada. Tú fuiste al entierro de la Negra, ¿no es eso?
—Sí, señora.
—Cuéntame cómo fue.
—¿El qué?
—Dime lo que recuerdes.
Helen dijo con nerviosismo:
—Verá usted, en cierto modo fue horrible y hermoso al mismo tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé. No hubo flores, ni nada, pero sí hubo…, hubo…, bueno…, una especie de dignidad. Ella estaba tendida en un ataúd de madera negra, con unas maravillosas asas de plata de un tamaño enorme. Te hacía sentir como…, no sé, soy incapaz de describirlo.
—Tal vez ya me lo has dicho. ¿Cómo iba vestida?
—¿Cómo iba vestida, dice usted?
—Sí, su ropa. Supongo que no la enterraron desnuda.
El rostro de Helen reflejaba el esfuerzo que estaba haciendo por recordar.
—No lo sé —dijo finalmente—. No me acuerdo.
—¿Fuiste al cementerio?
—No, señora. Nadie fue, excepto él.
—¿Quién?
—Su hombre.
Kate dijo con rapidez, casi con demasiada prisa:
—¿Tienes algún cliente esta noche?
—No, señora. Hoy es la víspera del día de Acción de Gracias, y siempre suele venir muy poca gente.
—Lo había olvidado —respondió Kate—. Ahora vete.
Contempló a la muchacha mientras se iba, y volvió a sentarse llena de nerviosismo ante su escritorio. Y mientras examinaba una detallada factura del fontanero, se llevó la mano izquierda al cuello y tocó la cadena, lo cual le produjo una sensación de alivio y seguridad.