ATTICA
E
ra mi última clase.
La había marcado en el calendario con un círculo. Lo había ensayado todo en sueños.
Al pasar por el detector de metales, un celador que se llamaba Stewey comentó:
—¿Qué? El último día, ¿eh?
Casi me pareció abatido. Quizá la gente se acostumbra a quienes denigra. ¿Quién sabe si, una vez que los pierde, logrará encontrar a otros igual de buenos?
Antes de entrar en el aula, me detuve en la sala de celadores.
Era una simple habitación con mesas y sillas plegables y un televisor de trece pulgadas en cuya pantalla solían verse reposiciones de El equipo A. Estaba claro que a los agentes de prisiones les hacía gracia la chica de la serie. Sería la ropa ajustada que llevaba, porque aún colgaba de una de las paredes un viejo póster suyo. Alguien había dibujado a lápiz unos pezones encima de la blusa blanca.
Me serví un café. Eché leche en polvo a la taza y le di vueltas con un palito de plástico.
Como quien no quiere la cosa, me acerqué al museo de los celadores, situado en el rincón izquierdo de la habitación.
—Te dan el 12.01, colega —anunció Tommy el Gordo. Estaba respatingado entre dos sillas metálicas comiéndose una cena descongelada que había colocado encima de la mesa que tenía delante.
Es muy natural que los trabajadores de un centro adopten la jerga que se utiliza en él; los guardias de Attica hablaban muchas veces como los internos, y el 12.01 equivalía a conseguir la libertad (en mi caso, el aviso de despido).
«Quizá —pensé—. Ya veremos.»
Me tomé el café con calma y examiné detenidamente la colección de fierros y pinchos mientras Tommy el Gordo iba mascando una comida que en última instancia sólo podía dejarlo insatisfecho. Estábamos los dos solos en la sala.
Cuando por fin me volví y me marché, Tommy el Gordo levantó la vista, pero no se despidió.
Desde la sala de celadores hasta el aula tenía que pasar primero por una puerta negra cerrada con llave. Al llegar tenía que llamar dos veces con los nudillos y esperar a que me abriera otro agente. A continuación recorría el boliche, que era como llamaban a la principal travesía de la cárcel, seccionada por la mitad por una raya amarilla intermitente, como si fuera una carretera. Un lado era para los internos y el otro, para los celadores (o para esa gente que no acababa de ser ni lo uno ni lo otro).
Pasé junto a un agente que se llamaba Hank.
—Eh, tú, pringado —me saludó—. Voy a echarte de menos. Eras mi mejor colega.
—Gracias —contesté, aunque sabía que no hablaba en serio.
Cuando los alumnos se sentaron, les comuniqué que aquélla era la última vez que los vería. Les dije que me había gustado darles clase y que esperaba que siguieran leyendo y escribiendo por su cuenta. Les aseguré que en las mejores clases el profesor pasa a ser el alumno, y los estudiantes se convierten en maestros, y que eso era lo que había sucedido en nuestro caso: yo había aprendido de ellos. Nadie se mostró especialmente conmovido, pero cuando terminé uno o dos me hicieron un gesto de asentimiento, como si fueran a echarme de menos.
Malik no estaba entre ellos. Tras la lección anterior me había entregado una nota en la que indicaba dónde iba a esperarme el autor de la narración.
Les dije a los alumnos que podíamos aprovechar esa única clase para una reflexión creativa. Les pedí que escribieran una redacción en la que explicaran lo que había supuesto el curso para ellos. Si querían, añadí, podían incluso escribir su nombre.
Entonces les dejé diciendo que iba al lavabo.
Pasé junto al celador negro que en teoría tenía que estar siempre ante la puerta del aula y que aquel día, sin que sirviera de precedente, en efecto se encontraba allí. Le dije que tardaría diez minutos en volver y me contestó:
—Ahora mismo me encargo de informar a la prensa.
Según Malik, iba a estar esperándome cerca de la farmacia de la cárcel.
Allí trabajaba.
Colocarse en la farmacia daba prestigio, según me había explicado Malik, porque desde allí se tenía acceso a los fármacos.
Y a otra cosa, eso lo sabía yo bien, pues también se tenía acceso a los distribuidores farmacéuticos, a quienes se podía llamar para preguntar lo que se quería saber. Por ejemplo, dónde se distribuía determinado tipo de insulina poco común.
Quizás en realidad no hubiese tardado varios años en encontrarme.
Volví por la bolera, recorriendo el mismo camino en dirección contraria. Seguí las indicaciones.
La farmacia era un largo mostrador protegido por una malla de acero. Me di cuenta de que había cárceles dentro de las cárceles, un axioma que también podía aplicarse a la vida en general. Era una de esas observaciones que habría estado bien comentar en clase; si no me hubieran despedido, claro.
Pasé de largo y seguí con buen ritmo por un corredor vacío que giraba bruscamente hacia la izquierda y que no parecía tener un final concreto, pero lo tenía.
Malik me había indicado dónde iba a esperarme, y yo me había encargado de explorar el terreno.
Se trataba de un hueco situado en mitad del corredor, una especie de escondrijo. En un centro antiguo como Attica, los había a montones, rincones ocultos en los que los reos realizaban transacciones, vendían drogas y se arrodillaban. Allí ajustaban cuentas. Un escondrijo, pero yo en realidad no quería esconderme, sino que determinada persona me viese muy bien.
Me metí en el hueco, que estaba totalmente en silencio, y me detuve.
—¿Hola?
Oía su respiración.
—Hola —susurré de nuevo.
Y entonces salió de las sombras.
Había cambiado. Eso fue lo primero que pensé. No se parecía al recuerdo que tenía de él.
Era la cabeza. Parecía más pequeña, con otra forma, como si se la hubieran apretado en un tomo. Tenía una cicatriz que le bajaba por la frente. Eso por un lado. Además, llevaba un tatuaje en el hombro derecho: la esfera de un reloj sin manecillas, un símbolo carcelario alusivo al tiempo que tenía que pasar allí. Y más abajo, en el brazo, otro tatuaje más concreto: una lápida con un número (el doce) alusivo a la sentencia que le había correspondido.
—Sorpresa —dijo.
No lo era, pero precisamente quería que creyera que sí.
—¿Qué tal estás, Chuck? —preguntó, y se sonrió como se había sonreído aquel día en la puerta de mi casa, cuando le había puesto la mano encima a mi hija.
—Larry.
—Larry. Sí, ya lo sé. Joder, tío, qué bien te lo has montado haciéndote pasar por muerto y todo eso. Se lo tragó todo el mundo, ¿eh, Larry?
—Todo el mundo no.
—No, es verdad. Tienes razón. No deberías haber dejado que mi nena te viera la cartera, Larry. Fue un error. Una gilipollez.
La acompañante del Crystal Night Club. Widdoes... «¿Te llamas Widdoes?», había comentado.
—Creía que estabas muerto.
—Ya te gustaría.
«Sí —pensé—. Sí, que me gustaría.» Y llega un momento en que hay que actuar para que los deseos se hagan realidad.
—Te he buscado, Larry. Por todas partes. Te llevaste algo que era mío, ¿sabes?, y quiero que me lo devuelvas. Por eso te buscaba. Bueno, al final te he encontrado. Te he encontrado dos veces.
—¿Dos veces?
—La primera en Chicago. Ah, sí... Fíjate por dónde. Te sorprende, ¿eh? Sí, sabía perfectamente dónde estabas. En Oakdale, Illinois. Y luego te acercaste a mí.
—Sí.
—Bennington. Aquí al lado. ¿Qué te parece esa casualidad? ¿Eh?
—Pues muy curiosa.
—¿Verdad que sí? ¿Sabes cómo te he encontrado?
—No.
—Por tu hija. Por las farmacias. Primero en Chicago. Después en Bennington. Y luego, de repente, sin darme cuenta, apareces por la puerta de la cárcel.
—Sí.
—Y me dije: «Aquí tienes el 12.01. Te lo ponen en bandeja.»
—¿Por qué no fuiste a saludarme?
—Sí que te saludé, tío. Le pedí a mi colega que te escribiera un buen saludo.
—¿A tu colega?
—A Malik no, a su amiguito. Es un profesor de literatura judío que se cargó a su señora. Escribe todas las peticiones de libertad condicional. Y también cosas muy guapas para que la gente se haga pajas. «Charley Schine se deja dar por el culo» es su última obra.
—Sí. Ha dado muy buen resultado.
—Se me ocurrió que al ver la historia de tu vida a lo mejor te abrías.
No, pensé, si hubiera contemplado la posibilidad de huir lo habría hecho en Oakdale. Era lo que había propuesto Deanna: «Vámonos de aquí.» Yo había contestado: «Muy bien, pero si huimos ya no podremos dejar de huir jamás. ¿Y si nos quedamos?» Y, así, había pedido un permiso y habíamos acabado en Attica.
—Tienes algo que me pertenece, Larry —dijo.
—Una parte era mía desde el principio.
Vasquez sonrió.
—¿Te crees que esto es una puta negociación? ¿Te crees que estoy regateando? Has metido la pata. Estás jodido. Es tu especialidad, ya deberías haberte hecho a la idea. Ponte de rodillas, abre la boca y humíllate. Quiero mi dinero.
—El médico dice que me hace falta esa mierda, ¿vale, tío? —gritaba alguien en la farmacia.
—Estás en la cárcel —observé.
—Y tú también. Estás encerrado. Estás cumpliendo condena. ¿Te crees que en la calle no va a pasarte nada? Venga ya, mamón. Puedo denunciarte. Puedo decirles: «Ese es Charley.» Eso si tienes suerte. Porque también puedo mandar a alguien a tu casa a que se folie a tu mujer. No sé... ¿Cuántos años tiene tu hija? Ya debe de estar de muy buen ver, ¿no?
Me arrojé sobre él.
El reflejo más simple se apoderó de mi cuerpo y me dijo: «Oye, vamos a detener a este tío, vamos a cerrarle la boca de una vez. Para siempre. ¡Venga!» Pero cuando me arrojé sobre él, cuando me tiré a buscarle la garganta, levantó la rodilla y me la encajó en el estómago. Se me colocó detrás, me pasó el brazo por el cuello y apretó.
—Se acabó, Charley —me susurró al oído—. Te he pillado, ¿eh? Qué casualidad que aparecieras en Bennington, ¿no? A sesenta kilómetros. Aquí al lado, vamos. Y entonces, como si esa casualidad no fuera suficiente, apareces un buen día y te pones a dar clases aquí. Menuda casualidad. Parece increíble, ¿no? ¿No es demasiada coincidencia? ¿A ti qué te parece, Charley? ¿No te parece demasiada coincidencia? No sé, la verdad. ¿Me has traído algún regalito, Charley? —Bajó la mano y me tocó el bolsillo derecho. Lo encontró. El pincho que había sacado del museo de los celadores—. ¿Querías agujerearme con esto? —Me lo sacó del bolsillo y me lo enseñó—. Ya deberías conocerme mejor, Chuck. «Claro que sí. Quedamos al lado del río. Claro que sí. Iré solo.» Claro que sí. O no, porque primero me topé con tu amiguito el cartero, ¿verdad? Y le arranqué la cabeza de cuajo, ¿verdad, Charley? ¿Con quién coño te crees que tratas? ¿Te crees que soy un delincuente juvenil?
Apoyó la punta del pincho en mi garganta. Hizo fuerza contra la yugular. Entonces se puso a sonreír y me tiró al suelo. Me llegó un olor punzante: a orines y amoníaco.
Me entraron ganas de responderle en aquel mismo momento.
De decirle que sí, que claro que sabía con quién trataba. De soltarle que por eso había esperado seis meses en Bennington antes de presentarme al puesto de profesor de Attica. Por eso me había asegurado de que primero me encontraba allí, viviendo en Bennington y dando clases en un instituto, para que luego el trabajo en la cárcel pareciera, sencillamente, una gran coincidencia. Un trabajo en la misma cárcel en la que estaba preso él. Me entraron ganas de decirle que por eso aquel día me había dejado las llaves en el bolsillo, a posta, al pasar por el detector de metales, para ver si era posible entrar un arma. Una pistola. Y luego, al darme cuenta de que no, había empezado a visitar la sala de los celadores, porque me había enterado de que tenían una especie de museo.
Quería decirle que era cierto, que antes no sabía con quién trataba, que no lo sabía cuando estaba sentado al lado de Winston, cerca del río, ni después en el hotel Fairfax. Ni siquiera entonces lo sabía. Pero las cosas habían cambiado. Ya había aprendido.
Y una última cosa. Quería decirle una última cosa, para acabar. Quería contarle que, cuando estaba en el museo de los celadores, dándole la espalda a Tommy el Gordo, me había susurrado, para mí mismo, algo que había descubierto. Había sido como una oración dedicada al dios de los planes malogrados. Y es que había descubierto que para que Dios se echara a reír había que preparar un plan, pero para conseguir que sonriera había que preparar dos.
Dos.
Metí la mano en el bolsillo izquierdo. Saqué la pistola de madera y lata accionada por un muelle que había cargado con detenimiento en la sala de celadores.
Y le descerrajé un tiro a Vasquez justo entre los ojos, reflejo de su sorpresa.
TIMES UNION
UN REO MUERE EN ATTICA
TRAS INTENTAR MATAR A UN PROFESOR
por Brent Harding
Raul Vasquez, interno de Attica de 34 años, falleció ayer después de que la persona a la que intentaba asesinar lograra arrebatarle un arma de fuego confeccionada en la propia cárcel y herirlo mortalmente. Lawrence Widdoes, de 47 años, que daba clases de lengua y literatura a los presidiarios dos veces a la semana, fue atacado por Vasquez en las proximidades de la farmacia del centro. Un testigo que trabaja en esa zona de la prisión vio cómo Vasquez se lanzaba sobre el profesor. «Estaba ahogándole», asegura.
Claude Weathers, también preso en Attica, añade: «Y entonces se oyó el petardo y Vasquez se desplomó.»
Widdoes, que quedó con el cuello amoratado, asegura desconocer el motivo del ataque, pero cree que puede estar relacionado con la severidad con la que juzgó a uno de sus alumnos, que era compañero de celda de Vasquez. Widdoes, cuya labor docente ha finalizado debido a recortes presupuestarios, se muestra feliz de seguir con vida, sin plantearse nada más. «Tengo la impresión de que me han dado una segunda oportunidad», asegura.