ATTICA
L
o lamento, pero debo interrumpir la narración.
Me parece que tengo que confesar algo.
Han sucedido tres cosas.
El miércoles se presentó un hombre en casa. Quería verla, aseguraba que le habían dado la dirección en una agencia inmobiliaria.
Abrió la puerta mi esposa, que le contestó que la casa no estaba en venta. Debía de tratarse de un error.
—Su marido es profesor, ¿verdad? —quiso saber el extraño.
—Sí —contestó ella, pero insistió en que se equivocaba. La casa no estaba en venta.
Él se disculpó y se marchó.
No parecía alguien que pretendiese comprar una casa, según me contó más tarde mi mujer.
—Bueno, pero ¿cómo era? —le pregunté.
—Parecía alumno tuyo.
—¿Era uno de los chavales del colegio?
—No, quiero decir uno de tus otros alumnos.
Entonces sucedió lo segundo.
Estando en la sala de celadores, uno de los guardias, un tal Tommy, el Gordo, me informó de que iban a echarme a la calle pronto.
—¿Qué significa eso?
—Pues que van a echarte a la calle pronto.
Tommy pasaba de los ciento treinta kilos y más de una vez se había sentado encima de reclusos difíciles de controlar después de ponerles los grilletes y tumbarlos boca abajo en el suelo de la celda.
—¿Por qué? —quise saber.
—Recortes de presupuesto. Será que por fin se han dado cuenta de que con el dinero de nuestros impuestos pueden hacerse cosas mejores que enseñar a leer a los delincuentes.
Le pregunté si sabía cuándo iba a ser.
—Qué va, pero yo que tú no me pondría a enseñarles Guerra y paz.
entonces Tommy el Gordo se echó a reír y sus tres papadas se zarandearon.
Y después sucedió lo tercero.
El preso que estaba escribiendo la historia me puso una nota al pie del capítulo diez. Al principio pensé que formaba parte del texto, que era algo que Charles le decía a Lucinda o incluso se decía a sí mismo. Pero no. Se dirigía a mí. Era una especie de acotación al margen.
«¿Te gusta el cuento hasta ahora?»
Eso era lo que había escrito.
Y la respuesta, por cierto, era negativa.
No me hacía ninguna gracia.
Para empezar, carecía de suspense.
Le faltaba un elemento decisivo para desarrollar una intriga.
La sorpresa.
Resulta que la intriga se basa en que el receptor desconozca los acontecimientos que se avecinan, y yo ya sabía qué iba a suceder.
Sabía, por ejemplo, qué iba a haber tras la puerta de la habitación mil doscientos siete. Sabía quién iba a entrar cuando la abrieran. Sabía qué iba a hacerle aquel hombre a Lucinda una y otra vez a lo largo de las siguientes cuatro horas.
Lo recordaba todo de una vida anterior.
En esa existencia previa, me despertaba todas las mañanas pensando por qué prefería seguir durmiendo.
Me duchaba y me vestía e intentaba no mirar el medidor de glucemia, dejado encima del mármol de la cocina. Tomaba el tren de las 8.43 hasta Penn Station. Hasta una mañana de noviembre en la que lo perdí. Fue la mañana en que mi hija me retrasó y tomé el de las 9.05. Fue la mañana en que levanté la vista del periódico y el revisor me pidió un billete que no tenía.
Aquella historia era la mía.
A partir de aquí voy a seguir yo.