DESCARRILADO

 

L

a mañana en que Charles iba a conocer a Lucinda, abrió los ojos, y aún en la cama, tardó unos instantes en recordar por qué prefería mantenerlos cerrados.

Cuando su hija, Anna, lo llamó desde el pasillo se acordó de inmediato.

Le pedía dinero para el almuerzo, una nota para el profesor de Educación Física y su colaboración en la redacción de una reseña que debería haber entregado el día anterior.

No necesariamente en ese orden.

Con una destreza digna del mejor malabarista, Charles consiguió hacer las tres cosas y además ducharse, afeitarse y vestirse. No tenía más remedio, puesto que su esposa, Deanna, ya se había ido al trabajo, en el colegio público 183 de Nueva York, y lo había dejado a cargo de todo.

Al bajar las escaleras y entrar en la cocina vio el medidor de glucemia de Anna y una jeringuilla usada en la encimera.

 

Anna había conseguido que saliera tarde.

Al llegar a la estación el tren ya se había ido; todavía tuvo tiempo de escuchar el tenue reflejo de su estruendo mientras se alejaba.

Cuando llegó el siguiente, el andén ya se había llenado otra vez con un plantel de viajeros completamente nuevo que se dirigían a sus trabajos en Nueva York. Conocía de vista a casi todos sus compañeros de trayecto del tren de las 8.43, pero aquél era el de las 9.05, de modo que se hallaba en un terreno desconocido.

Encontró un buen sitio y se sumergió de inmediato en la sección deportiva del periódico.

Corría el mes de noviembre, por lo que el béisbol había desaparecido de los titulares tras ganar su equipo favorito otra liga. El baloncesto aún estaba tomando impulso, pero el fútbol americano ya había desvelado la promesa de otra temporada de terribles sufrimientos.

Así pasó aproximadamente los siguientes veinte minutos: con la cabeza gacha, la mirada fija en la página y el cerebro repleto de estadísticas sin sentido que era capaz de recitar de un tirón como su número de teléfono, cifras que podía repetir en sueños (cosa que a veces sucedía), aunque sólo fuera para no tener que dar vueltas a otras.

¿Qué otras cifras?

Pues, por ejemplo, las del medidor de glucemia de Anna, unos números que subían con una facilidad escalofriante.

Hacía más de ocho años que su hija sufría diabetes juvenil, y su estado de salud no iba nada bien.

Así pues, dada la situación, prefería un número como 3,25 (el promedio de carreras limpias durante la última temporada de Roger Clemens, Cohete, el mejor de la liga).

O el 22, ése que era un buen número capicúa (la media de puntos por partido de Sprewell, con sus trenzas de rastafari al viento y la camiseta de los Knicks de Nueva York).

Eran números que podía mirar sin que le entraran náuseas.

El tren dio una sacudida y se detuvo.

Estaban entre dos estaciones y a los lados de la vía vio filas de casas de una sola planta de color parduzco. De repente se le ocurrió que, aunque había hecho aquel trayecto innumerables veces, era incapaz de describir uno solo de los barrios por los que pasaba. En algún momento, durante otro recorrido, el que le había llevado a los cuarenta años, había dejado de mirar por las ventanillas.

Volvió a meterse en la madriguera del periódico.

Y en aquel mismo momento, en algún punto situado entre la columna de Steve Serby sobre las utilidades de la repetición y el lamento de Michael Strahan por la tendencia decreciente de las capturas en su haber, fue cuando sucedió.

Más adelante se plantearía exactamente qué le había empujado a levantar la vista otra vez en aquel preciso instante.

Se preguntaría una y otra vez qué habría sucedido si no lo hubiera hecho. Se torturaría pensando en todas las variantes, en lo que podría haber sido y no fue, en los porqués y en los cómos.

Pero lo cierto es que levantó la vista.

El tren de las 9:05 de Babylon a Penn Station siguió avanzando, de Merrick a Freeport, a Baldwin y a Rockville Center. De Lynbrook a Jamaica, a Forest Hills y a Penn Station, ya en Manhattan.

Pero Charles descarriló, manifiesta y espectacularmente.