DESCARRILADO DIECISIETE
P
api...
La palabra que prácticamente no te cansas de oír durante el día es la misma que te espanta cuando te despierta en plena noche. Fue como una alarma antiincendios en un cine a oscuras, y en medio de la proyección, un estreno, una especie de drama doméstico en el que aparecíamos Deanna, una mujer de ojos verdes y yo.
—¡Papi!
Volví a oírla, y esa vez me desperté del todo y casi me caí de la cama.
Recuerdos de otras noches como aquélla pedían a gritos toda mi atención por mucho que intentara quitármelos de la cabeza, concentrarme en el acto físico consistente en ponerme en pie y correr descalzo por un pasillo oscuro y helado.
Hasta la habitación de Anna.
Entré y encendí la luz de inmediato; con una mano apretaba el interruptor y con la otra buscaba a mi hija. Aunque tenía los ojos entornados debido a la luminosidad repentina, me di cuenta de que Anna presentaba muy mal aspecto. Estaba en pleno ataque hipoglucémico, no cabía duda.
Tenía los ojos en blanco, como si dirigiese las pupilas hacia esa parte de su cerebro que se tambaleaba por la falta de azúcar, y estaba temblando. Cuando la abracé fue como recoger a un cachorrillo asustado, todo escalofríos. Si Anna temía algo, no estaba en condiciones de decírmelo.
Cuando le grité, se negó a devolverme los gritos. Cuando le agité la cabeza y le susurré al oído, cuando le di una bofetada en la mejilla, casi sin fuerza, no hubo respuesta.
Me habían explicado qué tenía que hacer cuando sucediera aquello. Me habían avisado, informado y preparado. Pero en ese momento no recordaba ni una palabra de todo aquello.
Sabía que teníamos una jeringuilla en una funda de plástico de color rojo chillón. Creía que estaba en el piso de abajo, en un armario de la cocina. Me parecía que tenía que abrirla para sacar la jeringuilla y llenarla con unos polvos marrones que también estaban en la funda. Y agua, había que añadir una cantidad determinada de agua.
Todo aquello se me pasaba por la cabeza como un remolino, como una frase pronunciada por un disléxico que no conseguía comprender. Lo que sí entendí fue la idea de fondo, que era aterradora y despiadada.
Mi hija se moría.
De repente vi a Deanna justo detrás de mí.
—La inyección —le dije, o probablemente le grité.
Pero ya la tenía en la mano. Sentí un arrebato momentáneo de amor profundo hacia ella, hacia esa mujer con la que me había casado y con la que había creado a Arma, e incluso en pleno ataque de pavor deseé arrodillarme y abrazarla. Abrió la funda, sacó la jeringuilla con tranquilidad y leyó atentamente las instrucciones, escritas en negrita, mientras se metía en el lavabo de Anna. Yo mecí a ésta entre mis brazos, susurrándole que todo iba a salir bien. «Sí, Anna, todo va a pasar enseguida. Vas a ponerte bien, nenita», le susurraba mientras oía el agua del grifo correr. Al cabo de un instante Deanna regresó, agitando la inyección que llevaba en la mano.
—Ha de entrar bien —me dijo al entregármela—. Ha de atravesar la grasa y llegar hasta el músculo.
Le tenía terror a aquel momento. Me había imaginado una y otra vez cómo sería. En el hospital me habían enseñado a aplicar la inyección de insulina, a hincar finas agujas de seis milímetros en el tejido graso de la cadera, el brazo y la nalga, y también habían mencionado aquella situación, me habían dicho que más tarde o más temprano llegaría un día en que debería aplicar lo aprendido. No todos los padres tenían que hacerlo, pero, dado que el caso de Anna era especialmente virulento, y dado que era tan jovencita... Aquella aguja no tenía seis milímetros de longitud, sino irnos diez centímetros, y era tan gruesa que el instinto lo obligaba a uno a volver la cabeza. Y es que había que conseguir que la mezcla de azúcar puro llegase cuanto antes a las neuronas, para que no muriesen.
Ya tenía la jeringuilla en la mano, pero me temblaba tanto como temblaba mi hija, porque era como apuñalar a ésta, aunque fuera con aquel don de vida. Se la coloqué en la parte superior del brazo, pero, como los dos tiritábamos, tuve miedo de apretar demasiado, de no acertar y doblar la aguja, de derramar el contenido.
—Dame. —Deanna me arrebató la jeringuilla.
La colocó sobre la cadera de Anna, con pulso firme, y se la clavó hasta el fondo. Después, poco a poco, apretó el émbolo hasta que todo el líquido parduzco hubo desaparecido.
Fue casi instantáneo.
Un minuto antes mi hija estaba perdida, y de repente nos miró, nos vio, dejó poco a poco de temblar y se tendió en la cama.
Se echó a llorar.
Anna lloraba, mucho más que la mañana en que le habían diagnosticado la enfermedad y le contamos más o menos lo que le deparaba el futuro. Más que entonces.
—Papi... Ay, papi... Ay, papi...
Y entonces yo también rompí a llorar.
La llevé a la planta infantil del hospital Long Island Jewish, para quedamos tranquilos. No había vuelto desde aquellas primeras semanas atroces, y el olor del lugar bastó para hacerme revivir la vez en que, a las cuatro de la mañana, me había pateado los pasillos de arriba abajo, dando por terminada la mejor parte de mi vida. Anna también se sentía así; había logrado calmarse durante los veinte minutos que duraba el trayecto, pero en cuanto entramos en la sala de espera se acurrucó contra mi cuerpo. Casi tuve que entrarla en brazos.
Eran las dos de la mañana; nos asignaron a un médico residente indio que me pareció tan atareado como distraído. Al salir de casa habíamos dejado a Deanna llamando al médico de Anna.
—¿Qué ha pasado, por favor?
—Ha tenido un ataque de hipoglucemia —expliqué.
Anna estaba sentada en la camilla, prácticamente desplomada sobre mí.
—¿Le han administrado la inyección?
—Sí.
—Ajá. —La examinó mientras hablábamos, hizo todo lo que se esperaba que hiciese un médico (tomar el pulso, auscultar, examinar los ojos y los oídos), y pensé que quizá sí fuera competente, a pesar de todo—. Será mejor que comprobemos el nivel de glucemia, ¿no?
Me quedé pensando si estaba requiriendo mi opinión médica o sencillamente se trataba de una pregunta retórica.
—Ya lo he hecho antes de venir —informé—. Ciento cuarenta y tres. No sé cómo estaba antes de... —Iba a decir «desmayarse», «desvanecerse», «perder el conocimiento», pero tuve reticencia a emplear esas palabras delante de Anna. Me di cuenta de que ya le había salido un morado en el punto en el que Deanna le había clavado la aguja y pensé en otros padres, que dejaban morados en la piel de sus hijos y eran detenidos y encarcelados.
—¿Era de ciento cuarenta y tres?
—Sí.
—Bueno, vamos a ver...
Le pidió la mano a Anna, pero la niña no tenía la mínima intención de dársela.
—No —dijo, muy seria.
—Venga, Anna, que el doctor tiene que tomarte el nivel de azúcar en la sangre para comprobar que esté todo bien. Si lo haces cuatro veces al día. No pasa nada.
Pero claro que pasaba. Precisamente porque lo hacía cuatro veces al día. Le pedían que lo hiciera una quinta, o de hecho una sexta, ya que yo se lo había tomado antes de salir. Pasaba, y mucho, porque había vuelto al hospital en el que le habían dicho que no era como todos los demás, que su cuerpo sufría una terrible deficiencia que podía matarla. Para el doctor quizá no pasase nada, quizá tampoco para mí, pero para ella sí.
Sin embargo, se encontraba a las dos de la mañana en el Long Island Jewish porque su vida había pendido de un hilo, y el médico estaba pidiéndole una muestra de sangre.
—Venga, Anna, que ya eres mayor, ¿verdad?—insistí, recordando los primeros días, en casa, cuando había tenido que suplicarle que me diera el brazo e incluso había tenido que forzarla a ello, convenciéndome a mí mismo de que la fuerza bruta era preferible a un dolor terrible, y al mismo tiempo, de que estaba cometiendo el peor abuso posible.
—Vale, pero lo haré yo —dijo por fin.
El médico ya estaba perdiendo la calma; tenía muchos pacientes y poco tiempo.
—Mira, nena, tenemos que...
—Ha dicho que ya lo hace ella —intervine, recordando que una vez que le hubieron diagnosticado la enfermedad Anna se había pasado dos semanas en aquel hospital aprendiendo a convivir con la diabetes, y que las normas exigían que antes de recibir el alta todos los pacientes debían saber aplicarse una inyección de insulina. Y Anna, que temía las agujas como otra gente teme las serpientes, o las arañas o los sótanos oscuros, me había obligado a prometerle que eso no iba a tener que hacerlo. Yo le había contestado que se lo prometía. Después, el día en que estaba prevista el alta, se había presentado la enfermera y le había pedido que lo hiciera, que llenase la jeringuilla con dos tipos de insulina y se la inyectara en el brazo, ya de por sí cubierto de moratones. Al principio ni Deanna ni yo habíamos dicho nada, y habíamos dejado que la enfermera engatusara a la niña, primero con bastante cariño y después con menos, para que hiciera lo que estaba claro que le daba pavor. Y, por fin, cuando el silencio de sus únicos aliados era ya casi ensordecedor, Anna se había vuelto hacia mí con expresión de súplica en la mirada. Y, así, aunque sabía que seguramente era bueno para ella administrarse la inyección, le había dicho a la enfermera: «No. No tiene por qué hacerlo.» Le había hecho una promesa y quería mantenerla. Su cuerpo la había traicionado, sí, pero su padre no. Había sido uno de esos momentos que apetece lucir, de ésos que más adelante, cuando ya has traicionado todo lo demás, sacas del armario y acercas a la luz, para verlos bien.
—Ya lo hace ella —repetí.
—De acuerdo —dijo el indio—; pero que lo haga de una vez.
Le di el glucómetro para que se hiciera la punción y la miré mientras, tras quitarle el capuchón, se lo acercaba con mano temblorosa al dedo corazón. Una burbuja de sangre se formó nada más retirar el glucómetro. Me ofrecí a ayudarla, pero se negó. La pequeña Anna ya no era tan pequeña, se había convertido en toda una luchadora.
El nivel de glucemia estaba bien: ciento veintidós.
Le dije al residente que el endocrino de mi hija, el doctor Barón, estaba a punto de llegar.
Sin embargo, el doctor Barón no iba a llegar. Sonó el busca del residente y éste salió disparado a urgencias. Al regresar, anunció:
—El doctor Baron dice que puede irse a casa.
—¿No va a venir?
—No hace falta. Ya le he dicho las cifras. Dice que puede irse a casa.
—Yo creía que vendría a verla.
El residente se encogió de hombros. «Los médicos son así. ¿Qué se le va a hacer?», vino a decir.
—¡Qué bien! —exclamé.
—¿Puedo hablar un momento con usted? —pidió.
—Sí, claro.
Lo seguí hasta el otro extremo de la planta, donde un chino sentado en una silla se miraba una mano ensangrentada.
—¿Cómo tiene la vista?
—Bien. Lleva gafas para leer. Bueno, es hipermétrope —contesté, pensando que en realidad hacía tiempo que no se las veía—. ¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—¿No está peor?
—No lo sé. No creo.
Volvía a sentir aquel dolor ya familiar en la boca del estómago, como si tuviera algo alojado allí que ni siquiera el hospital Long Island Jewish sería capaz de extraer con una operación.
—Vale. —El residente asintió y me dio una palmadita en la espalda. Estaba atareado, y quizá fuese algo impaciente, pero no descuidaba la amabilidad.
—¿Debería decirle algo al doctor...?
—No, no. —Negó con la cabeza—. Sólo quería hacer una comprobación.
Tras pedirme que firmara unos papeles y solicitar mi nueva tarjeta de crédito, nos dijeron que podíamos irnos.
Fuera, en la quietud de la noche invernal, nuestros alientos se fundieron en una única nube de vapor que nos siguió por todo el aparcamiento de camino al coche. «Debería ser una nube negra», pensé. ¿No era ésa la representación de los malos augurios?
—Oye, cariño —le dije—, ¿ves bien?
—No, papá, me he quedado ciega —respondió Anna.
En fin, quizá tuviera el nivel de glucemia algo fastidiado, pero su sarcasmo seguía intacto y gozaba de buena salud.
—Sólo quería saber si has notado algo. Nada más. Algo en la vista, quiero decir.
—Me encuentro bien.
Sin embargo, de camino a casa se abrazó a mí, como cuando era pequeña y quería echarse la siesta.
—¿Te acuerdas del cuento, papá? —me preguntó, al cabo de unas manzanas.
—¿Qué cuento?
—El que me contabas cuando era pequeña. El que te inventaste. El de la abeja.
—Sí.
Era un cuento que me había inventado en un momento, después de que una abeja picara a Anna y yo le dijera, para animarla, que el insecto había muerto.
Sin embargo, no había conseguido alegrarla en absoluto, sino asustarla, pues le aterraba la idea de que las abejas muriesen al picar a alguien, por mucho que la hubieran picado a ella.
—Cuéntamelo —insistió.
—No me acuerdo —mentí—. ¿Qué me dices del de los caballos? Sí, aquél del viejo que parte en busca de aventuras.
—No. Quiero el de la abeja.
—Ay, Anna, ni siquiera me acuerdo de cómo empieza.
Pero ella sí lo recordaba.
—Erase una vez una abejita —comenzó— que quería saber por qué tenía aguijón.
—Ah, sí. Es verdad.
—Cuéntamelo.
¿Por qué tenía que ser precisamente ese cuento?
—Quería saber por qué tenía aguijón —dije.
—Porque... —prosiguió ella, impaciente.
—Porque veía que cada vez que las demás abejas se lo clavaban a alguien se morían.
—Y su mejor amigo... —insistió.
—Su mejor amigo, su tía Abeja, su tío Abejorro, todos clavaban el aguijón y se morían.
—Y a ella le daba mucha pena —comentó Anna en voz baja.
—Sí, estaba triste porque no entendía qué sentido tenía aquello, qué sentido tenía el aguijón, ser abeja.
—Y entonces...
—Y entonces se lo preguntó a todo el mundo, a todos los animales del bosque.
—Del jardín —me corrigió.
—Del jardín. Pero nadie supo ayudarla.
—Sólo el búho.
—Sí, el búho sabio, que le dijo: «Cuando lo claves, sabrás por qué lo tienes.»
—Y...
—Y un día, estando la abeja en el bosque..., en el jardín..., vio a un pavo real, pero, claro, no tenía ni idea de que era un pavo real, sino que le pareció un pájaro bastante raro, sólo eso.
—Cuando era pequeña no dijiste: «Sólo eso.»
—Bueno, pero ya no eres pequeña. Sólo eso.
—No.
—Vale. A ella le pareció un pájaro bastante raro. Su aspecto le llamó la atención. Se posó encima de él y le hizo la misma pregunta que a los demás animales: «Por qué tengo aguijón?»
—¿Y por qué? —preguntó Anna, como si de verdad quisiera saber la respuesta, como si se le hubiera olvidado y tuviera que volver a escucharla.
—Y el pavo real le dijo a la abeja: «Déjame en paz.» Y entonces ella se enfadó.
—Y le clavó el aguijón —terminó Anna por mí—. Y el pavo real soltó un quejido y se le pusieron todas las plumas tiesas. Todas. Todos los colores del arco iris. Y a la abejita le pareció que era lo más bonito que había visto en la vida. Y entonces murió.
Cuando llegamos a la calle Yale, Vasquez estaba allí, de pie bajo una farola, como un centinela.
Pasé de largo y casi me subí a la acera que tenía delante.
—¡Papi!
Anna ya no se abrazaba a mí. De repente estaba bien despierta e incluso asustada.
No sé cómo, pero conseguí recuperar el control y llevar el coche al centro de la calzada. Lo metí en el sendero de acceso al número 1823 de la calle.
—¿Qué te pasa? —preguntó Anna.
—Nada.
Jamás un «nada» había sonado tan falso en labios de nadie, o al menos en los míos, pero Anna no se atrevió a hacer otra pregunta, ni siquiera cuando la agarré del brazo y la metí en casa a rastras.
Deanna estaba levantada, esperándonos. Tenía café hecho, las luces encendidas y el televisor de la cocina sintonizado en el Food Channel mientras aguardaba el regreso al hogar de los dos amores de su vida, sanos y salvos.
Sanos y salvos quizá no, pero habíamos regresado.
Es posible que al ver mi expresión de terror la achacara a los acontecimientos de la noche, a habernos despertado para encontrarnos a nuestra hija inconsciente y en pleno ataque. ¿Qué más podría haber provocado que me quedara blanco y que estuviera tan nervioso que fuera de un lado a otro de la cocina continuamente?
—¿Se encuentra bien? —quiso saber. Ya le había formulado la misma pregunta a Anna, que, recuperada ya toda la fuerza de su mal carácter adolescente, se había limitado a pasar de largo y a subir las escaleras camino de su cuarto.
—Sí —contesté—. Está bien. El nivel de glucemia ha bajado a ciento veintidós.
—¿Qué tal está? ¿Tiene miedo?
—No —respondí. «El miedo lo tengo yo», pensé.
Anna era muy fuerte e iba a salir adelante, pero lo del pobre Charley ya no estaba tan claro. Intentaba evitar que mi mujer mirase hacia la puerta, ya que en cualquier momento el hombre que estaba haciéndome chantaje podía llamar al timbre.
Vasquez se hallaba a poco más de treinta metros de mi mujer y mi hija.
Me acerqué a la ventana e intenté escudriñar en la oscuridad.
—¿Qué miras? —me preguntó Deanna.
—Nada. Es que me ha parecido oír algo.
Se había colocado detrás de mí. Apoyó la cabeza en mi hombro y se quedó allí; uno de los dos estaba convencido de que el peligro había pasado y el otro sabía que no era así.
—¿De verdad que está bien? —insistió.
—¿Qué? —El calor de su cuerpo me reconfortó momentáneamente.
—A lo mejor esta noche debería dormir con ella.
—No te dejará.
—Puedo meterme cuando ya se haya dormido.
—Yo no me preocuparía, Deanna. Esta noche no va a pasarle nada. —Las palabras clave eran «esta noche», por supuesto. No podía garantizar su seguridad al día siguiente ni al otro. Naturalmente, también era posible que sí nos pasase algo esa misma noche a los tres.
¿Por qué había ido Vasquez hasta allí? ¿Qué quería?
—Te noto muy preocupado, Charles. ¿Por qué? Yo creía que ésa era mi especialidad.
—Bueno, no sé... Con todo lo del hospital...
—Me voy a la cama —dijo—. A ver si consigo dormir.
—Yo ahora subo.
Sin embargo, después de que se marchara Deanna conté hasta diez y me fui directo a la chimenea para agarrar el atizador. Lo agité en el aire un par de veces.
Abrí la puerta de la calle y salí.
Estaba aproximadamente a irnos veinticinco pasos de la entrada de casa, cerca de la calle. Lo sé porque los conté, uno a uno. Era una forma de distraerme, de hacer algo, lo que fuera, de evitar el pánico. No quería pensar en lo que estaba haciendo: salir de casa con un atizador en la mano.
Cuando crucé todo el jardín y llegué hasta la acera, respiré hondo tres veces y comprobé que Vasquez no estaba.
Debajo de la farola no había nadie.
¿Era posible que me lo hubiera imaginado? Había empezado a ver a Vasquez incluso cuando no estaba. ¿Estaba obsesionado con él, como un niño con el coco?
Tenía muchísimas ganas de creer que así era. En realidad, lo ansiaba con desesperación, pero hasta que fui hasta la esquina e incluso lo llamé (no muy alto, pero sí lo bastante como para que el setter del barrio se pusiera a ladrar), hasta que di media vuelta y me dirigí a la otra esquina, pasando de largo por el sendero de acceso a mi casa, no llegué a creérmelo del todo.
Sí, quizá me imaginaba cosas. Aquella noche había vivido una experiencia terrible, mi hija había estado con un pie en la tumba, y si te pegan un susto te preparas para otro. Mi viejo amigo el miedo se había apuntado un tanto. O quizás era mi nuevo amigo; últimamente pasábamos mucho rato juntos.
Sin embargo, al pasar junto al roble que fijaba el límite de mi terreno me llamó la atención una mancha, un líquido que bajaba por su tronco retorcido. Y percibí un olor peculiar.
Un hedor acre, semejante al del estadio de los Giants durante el descanso. Se consumían y se evacuaban tantas cervezas que el estadio acababa convertido en un enorme urinario. Así olía allí.
¿Podía deberse a un perro que hubiese pasado por allí? Sí, claro, si no hubiera sido por una simple ley física: un perro no podía llegar tan alto. No podía haber sido ni Curry, ni el setter del barrio, ni siquiera un gran danés. Orinar en un árbol era para un perro un ritual sumamente solemne, según había leído, una forma de marcar el territorio.
Eso era lo que había hecho Vasquez.
No me había imaginado nada.
Vasquez nos había visitado y había dejado su tarjeta. «¿Lo ves? —decía—, éste es mi territorio: tu casa, tu vida, tu familia. Ahora es mío.»