DESCARRILADO CUARENTA Y DOS
C
uando saqué la pistola de debajo de la cama, el mundo se derrumbó. Dejó de existir.
Se produjo un fogonazo, un estallido de calor, la Tierra sufrió una implosión y todo quedó en tinieblas.
Y a continuación desperté.
Abrí los ojos y pensé: «Estoy muerto. Vasquez me ha matado. He muerto. Estoy en el cielo.»
Pero no, no podía estar en el cielo.
Porque me encontraba en el infierno.
No hay más que abrir el Infierno de Dante e ir directamente al sexto círculo. Los negros gases sulfurosos. El infierno de aceite hirviendo. Los gritos de agonía. Abrí los ojos y me di cuenta de que no veía. Aún era por la mañana, pero se había hecho de noche.
Eso estaba claro. La octava planta del hotel Fairfax se había convertido en el sótano. Y la séptima, en una tumba.
La habitación a duras penas seguía en pie. Estábamos en primavera, pero había empezado a nevar (polvo de yeso, según descubrí cuando me llevé un poco a la boca y lo probé). Tenía un aparato de aire acondicionado entero encima de la pierna izquierda.
Todo eso lo sé ahora, pero en aquel momento no lo comprendía. Fui encajando las piezas gracias a los periódicos, la televisión y lo poco que había podido observar yo mismo.
El centro sanitario para mujeres contiguo al hotel Fairfax practicaba abortos con subvenciones federales, por lo que para determinadas personas no se trataba de un centro sanitario, sino de un centro abortista.
El hombre de la chaqueta de la Universidad de Oklahoma que había visto en el ascensor el día que me había registrado y después también en el vestíbulo, el que se quejaba de que no había Biblia en su habitación, era una de esas determinadas personas. Era un cristiano de los de piñón fijo, firme partidario del llamado «movimiento pro vida», pero tenía el sentido de la justicia algo perturbado y le fascinaban los explosivos.
Resultó que no se dedicaba a gastarse dinero con los trileros y a comprar Rolex falsos en la calle, sino que pasaba el tiempo en su habitación, montando laboriosamente una bomba confeccionada con fertilizante y acetatos. Una vez terminada, se la ató firmemente al cuerpo con una correa.
Se metió en el ascensor para bajar al vestíbulo del hotel Fairfax con la intención de entrar en el centro sanitario del edificio contiguo y volarlo (y volarse) por los aires.
Me gustaría aclarar lo inestable que es una bomba de ese tipo. Según los informes aparecidos posteriormente en la prensa, no se trata precisamente del explosivo más seguro que puede prepararse. No es como la dinamita, por ejemplo, o los explosivos plásticos. Es sumamente volátil, muy transmutable.
No llegó al vestíbulo. Sucedió algo. El ascensor se detuvo a medio camino. O al de Oklahoma le dieron un empujón. O apretó el detonador por error. Algo.
La bomba hizo explosión en el centro matemático del edificio. Si alguien hubiera intentado derribar el hotel Fairfax y no la clínica abortista contigua, y si hubiera analizado con detenimiento la potencia explosiva, las repercusiones del impacto y las flaquezas estructurales, habría elegido ese punto.
El ascensor, justo entre la quinta planta y la sexta.
Y, claro, el hotel Fairfax era de una gran flaqueza estructural y estaba pidiendo a gritos que alguien pusiera fin a su sufrimiento.
Sus huesos estaban resquebrajados, eran frágiles y quebradizos. El amianto que se despegaba del techo lo convertía en el edificio más peligroso del mundo en caso de incendio. La calefacción de gas tenía varias fugas, según se supo después. En resumen, era el escenario perfecto para el desastre.
Vigas de acero, pedazos del tejado, placas de yeso de las paredes, cristales, gente. Todo ello salió volando por los aires y después, en cumplimiento de la física newtoniana, cayó. Cayó encima de lo que había quedado del hotel Fairfax y lo dejó estrujado como un pastel de boda aplastado.
Aquella mañana murieron ciento cuarenta y tres personas en el hotel Fairfax y los cuatro edificios colindantes.
Ciento cuarenta y tres personas y, con el tiempo, otra más.
De repente oí una voz.
—¿Hay alguien vivo ahí abajo? ¿Hay alguien?
—Sí —contesté.
«Si me oigo —pensé—, puede ser que esté vivo.»
—Sí —contesté, y me oí.
Unos brazos agarraron los míos, me sacaron de los escombros, de la carnicería, de las tinieblas, y de repente resucité, respiré.
Todo eso lo sé ahora, pero no lo comprendía en aquel momento.
Dos habitaciones habían quedado intactas, o prácticamente intactas. ¿Quién sabe por qué? Cuando alguien decide atarse una bomba al cuerpo y saltar en pedazos, la lógica y la razón dejan de funcionar. Aquella mañana hubo gente que giró hacia la izquierda y murió. Aquella mañana hubo gente que giró hacia la derecha y sobrevivió. Aquella mañana hubo una persona que estaba a poquísima distancia de la muerte en el suelo de una habitación de hotel y salió de ella con vida.
Y prácticamente ilesa.
Me sacaron de los escombros y me colocaron en una camilla, en la acera; luego volvieron a entrar y fueron sacando a todo el que hallaron, incluidos Vasquez, Lucinda, Dexter y Sam. De los cuatro, tres estaban muertos y el otro, casi. Dexter, Sam y Lucinda tenían el rostro tapado con una manta. Vasquez estaba inconsciente y ensangrentado. Apenas respiraba.
Le dejaron a mi lado sobre la acera. Un bombero le tomó el pulso y meneó la cabeza. Alguien se acercó a la carrera con una cruz roja en el brazo.
—Ocúpate de esa anciana —le dijo el bombero, y señaló a una viejecita a la que la ropa le echaba humo—. El de ahí no sale de ésta.
Pasado un rato decidí levantarme y marcharme de allí, sin más.
Aunque debía de estar sufriendo algún tipo de shock, me sentía terriblemente lúcido.
La visibilidad era casi nula, pero distinguí el cadáver de Lucinda, a menos de metro y medio de mí. Vasquez estaba al alcance de mi mano. Los bomberos y los policías corrían de un lado a otro, en medio de una vorágine de humo negro que hacía el aire irrespirable.
Me incorporé. Eché a andar. El caos me engulló y desaparecí.
Anduve durante un buen rato. Me puse a pensar si Deanna tenía razón con su teoría, si de verdad las cosas pasaban por algo. No estaba muy seguro. La gente me miraba como si acabara de aterrizar procedente de otro planeta, pero nadie me detuvo, nadie me preguntó si estaba herido o si necesitaba un médico o una ambulancia. A lo mejor habían quedado inmunizados ante algo así. Tomé Broadway y seguí adelante sin detenerme. Tenía la impresión de que se me había chamuscado el pelo, y cuando me pasé las manos por él crepitó como si tuviera electricidad estática. Acabé parando un taxi en alguna esquina, cerca de Central Park.
Regresé a mi piso de Forest Hills. El taxista llevaba la radio puesta. Alguien estaba hablando de la explosión. Debía de haber sido una fuga de gas, decía un mujer. Estaba entrevistando al jefe de bomberos. Tardarían aún un tiempo en hallar pruebas que indicaran otro motivo. El taxista me preguntó si me encontraba bien.
—Sí —contesté—. Divinamente.
Al llegar a Forest Hills, mi calle estaba desierta. Todos debían de encontrarse mirando las noticias de la televisión. Nadie me vio entrar en el edificio, llegar hasta mi piso, quedar sumido en una especie de aletargamiento.
Dormí un día entero.
Al despertar a la mañana siguiente, fui al lavabo y no me reconocí. Tenía la cara pintada de negro. Después encendí el televisor. Tres bustos parlantes estaban debatiendo cifras. ¿Qué cifras, exactamente? Tardé un buen rato en comprenderlo. Del total de muertos, de eso hablaban. El consenso fue que superaban las cien personas. En otro canal aseguraron que eran noventa; en un tercero, ciento cincuenta. Se contaban los muertos del hotel y lo que llamaban «bajas periféricas»: la gente de los edificios contiguos. Pero ¿quién sabía a ciencia cierta cuánta gente había muerto? Eso decían los bustos parlantes. Los cadáveres estaban calcinados, aplastados, destrozados. Resultaba imposible calcular un total, aseguraba uno, quizá nunca se supiera. Si alguien que había estado en el hotel aparecía, es que continuaba con vida. Si no, había muerto. La gente ya había empezado a recorrer los hospitales y los centros de la Cruz Roja, colocando fotos en las paredes, las vallas y las farolas, formando un ejército de viudos y huérfanos desesperados, con los ojos hundidos.
Dediqué todo el día a ver la televisión sin moverme.
No llamé a nadie. No hablé con nadie. Estaba prácticamente paralizado. El horror era sobrecogedor. No podía moverme, no podía comer, no podía hablar.
La ilusión de invulnerabilidad que llevaba conmigo como derecho inalienable, la ilusión que me habían arrancado de cuajo Vasquez y Lucinda, acababa de ser arrebatada a ciento cuarenta y tres personas. Ya nadie estaba a salvo. Nadie.
Los cascotes del hotel fueron trasladados en camiones al vertedero municipal. Al vertedero de Staten Island. Al que se llegaba con sólo seguir el hedor desde la avenida Western.
Para hacer sitio para las toneladas de escombros que llegaban, primero tuvieron que mover otras tantas toneladas. De un lado a otro. Y en mitad de un montón de acero retorcido, cartón aplastado, latas de aluminio, huesos rotos, comida en descomposición, ladrillos resquebrajados y restos producidos por seres humanos dieron con los restos de un ser humano.
Finalmente encontraban a Winston.
Aquello era lo que esperaba con ansiedad la policía. Un cadáver. Antes tenían una grabación en la que mi voz le decía a Winston lo que quería que hiciera por mí, pero no tenían al propio Winston.
Hasta aquel momento.
Me enteré cuando por fin llamé a Deanna tres días después de haberme alejado dando tumbos de los edificios semiderruidos, de la zona que parecía Beirut en sus peores tiempos. Se alegró muchísimo de oír mi voz.
—Gracias a Dios, Charles. Creía que estabas muerto.