DESCARRILADO CATORCE

 

Q

uedé con Lucinda en la fuente de la calle Cincuenta y uno con la Sexta avenida.

Al llamarla para contarle qué quería Vasquez, se había quedado en silencio y después me había pedido que nos viéramos allí.

Llevaba diez minutos sentado en aquel lugar cuando la vi, al otro lado de la Cincuenta y uno.

Me puse en pie e hice ademán de levantar la mano para saludarla, pero me detuve. Estaba con otro hombre. Siguió andando hacia mí, y por un instante me quedé entre sentado y levantado, entre el saludo y el silencio. Decidí volver a mi sitio; algo me impulsó a no llamar la atención.

Me quedé allí sentado en el borde de la fuente mientras Lucinda y aquel hombre pasaban justo por mi lado sin mirarme.

Él llevaba un elegante traje azul y zapatos recién abrillantados. Debía de rondar la cincuentena, tenía entradas incipientes y los labios apretados en gesto pensativo. Lucinda ya casi había recuperado su aspecto normal, pensé, es decir, estaba otra vez guapísima, si no se la miraba de muy cerca, si no se observaban expresamente las tenues ojeras, que aunque no eran como las mías, resultaban apreciables. Tenía aspecto de no haber dormido demasiado últimamente, de haber pasado la noche en vela, dando vueltas en la cama, a pesar de los dos valiums y la copa de vino que seguramente se habría tomado.

Me dio la impresión de que hablaba con aquel hombre, pero, le dijera lo que le dijese, no llegaba a mis oídos, porque lo engullía una cacofonía de cláxones, timbres de bicicletas, música ambiental, motores de autobuses... Pasaron a menos de dos metros de donde estaba y no oí una sola palabra.

Los vi doblar la esquina. Me rodeaba la mezcla habitual de turistas de cuello estirado, fumadores que habían tenido que salir a la calle a encender un pitillo con desesperación manifiesta y algún que otro vagabundo que hablaba solo.

Me quedé mirando la decoración navideña del Radio City Music Hall, en la acera de enfrente. «Inolvidable espectáculo navideño», decía. Toda la marquesina estaba cubierta de acebo. Ante la puerta principal había un Papá Noel de carne y hueso que agitaba una campanilla y gritaba: «¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo!» Donde estaba yo, junto a la fuente, hacía frío y soplaba un viento cortante.

Esperé cinco, diez minutos.

Y entonces vi que Lucinda volvía, que doblaba la esquina a toda prisa y me miraba directamente. Ajá. Sí que me había visto al pasar.

—Gracias —dijo.

—De nada. ¿Por qué?

—Por no saludar. Por permanecer callado. Era mi marido.

«Era mi marido.» El golfista. El que no debía saberlo jamás.

—Ah.

—Se ha presentado por sorpresa en la oficina. Con flores. Ha insistido en compartir un taxi conmigo hasta aquí. Lo siento.

—Tranquila. ¿Qué tal va todo?

—De miedo. Mejor, imposible. —El tono de su voz daba a entender que había sido algo tonto por preguntárselo, como esos reporteros televisivos que aparecen cuando ha sucedido una tragedia inimaginable y van preguntando a los familiares de la víctima qué tal se encuentran—. ¿Ha vuelto a llamarte? —quiso saber.

—Desde que me pidió los diez mil dólares, no.

—¿Y? ¿Vas a dárselos?

—Sí.

Bajó la vista hacia sus manos.

—Gracias —dijo.

—De nada. Vamos a dejarlo.

Dejarlo era precisamente lo que quería, porque cada vez que lo pensaba se convertía en algo más real, algo que de verdad iba a suceder.

—Mira —me dijo—, aquí tengo mil dólares. Los he sacado de una libreta de la que mi marido no sabe nada. No es mucho. —Metió la mano en el bolso.

—Tranquila. No hace falta.

—Acéptalo —insistió, como si me pidiera que le dejara pagar por las palomitas y los refrescos, pero yo, tan chapado a la antigua, me empeñara en correr con todos los gastos de nuestra cita de adolescentes.

—No. Puedo encargarme yo solo.

—Ten. —Me obligó a coger los diez billetes de cien dólares. Tras un breve tira (y afloja, me rendí. Me metí el dinero en el bolsillo. Entonces añadió—: ¿Crees que con esto va a acabar todo?

Esa era la pregunta clave, claro. ¿Iba a terminar todo con eso? ¿O no?

—No lo sé, Lucinda.

Asintió y suspiró.

—¿Y si sigue? ¿Y si pide más dinero? ¿Qué ocurrirá entonces?

—Tampoco lo sé.

«Entonces estamos perdidos, Lucinda», pensé.

—¿Cómo hemos llegado a esto, Charles? —preguntó, con voz tan tenue que al principio no estaba seguro de haberla oído.

—¿Qué?

—Que cómo hemos llegado a esto. ¿Cómo? A veces tengo la impresión de haberlo soñado. Parece imposible, ¿no? Es increíble que nos haya sucedido a nosotros. ¡A nosotros! A veces...

Se enjugó las lágrimas que estaban a punto de caer, y en aquel momento recordé que sus ojos habían sido lo segundo que me había llamado la atención aquella mañana en el tren. Primero el muslo, quizás, y luego los ojos. Había detectado ternura en ellos y me había dicho: «Sí, eso me iría muy bien. Eso es justo lo que necesito en este momento.»

—Quizás es mejor que pienses así, que lo consideres una pesadilla.

—Pero no lo ha sido. Sería una estupidez.

—Sí. Sería una estupidez.

—Sí se enterase, se moriría —comentó. Se refería a su marido. Volvía a hablar de él—. Si se enterase, me mataría.

—No se enterará.

Con eso quería tranquilizarla, recordarle que estábamos los dos en el mismo barco. Aunque hubiéramos engañado a nuestros respectivos cónyuges, no íbamos a engañamos entre nosotros.

—¿Qué le has dicho a tu mujer? —me preguntó—. De lo de la nariz, quiero decir.

—Que me caí.

—Sí —repuso, como si eso fuera exactamente lo que se hubiera imaginado.

—Mira, quería decirte que... —¿Qué? ¿Qué quería decirle, exactamente? Que le había fallado, supongo, que le había fallado una vez, pero que no volvería a hacerlo.

—¿Sí?

—Tendría que haber... Que haberle parado los pies.

—Sí.

—Lo intenté, pero no lo bastante.

—Iba armado.

Sí, iba armado, llevaba una pistola con la que a veces me apuntaba y a veces no. Por ejemplo, mientras la violaba. El arma estaba allí en el suelo, a un metro de mí, quizá, nada más.

—No le des más vueltas —me aconsejó, pero estaba claro que no era sincera, que creía que tendría que haberlo intentado con más fuerza, que debería haberla salvado. Y me acordé de cómo la había defendido en el bar aquella noche y de cómo me había besado después para recompensarme. Los tíos que montan follón en los bares son una cosa, y los que violan a punta de pistola, otra.

—Me parece que no deberíamos volver a hablar, Charles —anunció—. Adiós.

 

—¿Hasta ahora estás contento? —me preguntaba David Frankel.

—¿Qué?

—Que si hasta ahora estás contento. Con la película.

Estábamos rodando el anuncio de aspirinas en el plato diez de los estudios Silvercup, en el barrio de Astoria, en Queens.

—Sí. Va bien.

—¿Verdad? Corinth es muy bueno y lleva muchos años en esto.

«Demasiados», estuve a punto de decir. Robert Corinth era el director del anuncio de aspirinas, bajito y calvo, con una cola de caballo ridícula que nacía bajo una medialuna de piel tostada por el sol. Aquel peinado decía: «Puede que esté sucumbiendo a las indignidades de la vejez, pero sigo siendo moderno.» Íbamos por la toma veintidós.

—¿Quién nos hace la música? —le pregunté.

—¿La música?

—Sí, la música del anuncio. ¿Quién está haciéndola?

—Pues T&D Music House.

—Ni idea.

—Ah, sí. Son buenos.

—Vale.

—Siempre hacen la banda sonora de mis trabajos.

—Vale, muy bien.

—Te gustará. Siempre nos hacen un buen precio.

Iba a preguntarle por qué me sonreía del modo en que lo hacía, pero me interrumpió Mary Widger, que me susurró al oído:

—Charles, ¿puedo hablar contigo un momento?

—Claro.

—El señor Duben cree que el frasco de aspirinas debería estar más alto.

—¿Más alto?

El señor Duben era mi nuevo cliente. Me había saludado con estas palabras: «O sea que por fin llega sangre nueva.» «Sí, del tipo 0», Je había contestado yo. Se había echado a reír y había comentado: «¡Perfecto! Justo lo que necesitábamos.»

Mary Widger se explicó:

—Más alto. En el encuadre.

—Sí, claro. David, ¿puedes pedirle a Robert que suba un poco el frasco?

—Por supuesto —soltó David—. Estas cosas son las que dan sentido a mi vida.

Más tarde, entre las tomas cuarenta y ocho y cuarenta y nueve, Tom Mooney me acorraló y dijo a modo de saludo:

—Eh, amigo.

Tom no era amigo mío. Era el comercial de Headquarters Productions, y su forma de trabajar era ponerse sumamente pesado, hasta que los clientes le encargaban trabajo para quitárselo de encima. Y no se le daba nada mal la técnica.

—¿Qué tal, Tom?

—Pues bien. La pregunta es qué tal estás tú. —Me miraba fijamente la cara.

—Me he caído —expliqué, por enésima vez.

—Quiero decir en el terreno profesional.

Tom sabía exactamente cómo estaba en el terreno profesional. Sabía, por ejemplo, que hasta hacía pocas semanas había llevado la cuenta de una tarjeta de crédito de primera fila, pero en aquel momento sólo me ocupaba de aquella aspirina. Lo sabía porque el mundillo de la publicidad era reducido y, como en casi todos los mundillos, las noticias se propagaban como reguero de pólvora, sobre todo las malas.

—Estupendamente —contesté.

Me preguntó si había recibido su felicitación navideña.

—No.

—Te la mandé.

—Pues no me llegó.

—¿No?

—No.

—En ese caso, feliz Navidad. Ya te haré un regalo.

—No hace falta que me regales nada, Tom.

—No seas tonto. El tío Tommy nunca se olvida de un cliente.

—Si es una gorra de Headquarters, ya tengo una.

—¿Quién ha dicho nada de gorras? ¿He dicho yo algo de gorras?

—También tengo la camiseta de Headquarters.

—Oye, pues entonces eres cliente de Headquarters de los fieles.

—Ya.

—Imagínate que soy Papá Noel.

—Qué gracia, no te pareces en nada. —Con el pelo engominado hacia atrás y aquellos gestos hiperactivos, Tom recordaba más al entrenador Pat Riley inflado de anfetaminas.

—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Es que has visto a Papá Noel alguna vez?

Cuando Anna era pequeña, tendría unos cinco años y medio, una vez me preguntó por qué Papá Noel hacía sus compras en Toys“R”Us si vivía en el polo norte. Sin darme cuenta, había dejado el adhesivo de la tienda en la caja de la Barbie.

—Pues encantado, señor Noel.

—¿Y qué es lo que quiere mi amiguito Charley estas Navidades?

Si Tom hubiera tenido todo el día, me habría dado tiempo de contárselo.

—Nada, Tom. De verdad.

—Eh, estás grabando un anuncio conmigo. ¿Correcto?

—Correcto.

—Estás trabajando con Frankel. ¿Correcto?

—¿Frankel? Pues sí, sí.

—Vale. Pregúntale qué va a traerle Papá Noel.

¿Qué quería decir con eso?

—Lo único que quiero que me traiga Papá Noel es un anuncio bien hecho, Tom.

—Y entonces ¿por qué nos has contratado a nosotros? —se preguntó, y cuando vio que no me echaba a reír añadió—: Es broma.

 

Esa noche, Vasquez llamó a casa y me ordenó que me reuniera con él en el barrio de Alphabet City, en la esquina de la calle Ocho con la avenida C.