DESCARRILADO CINCO
N
o estaba.
Tomó el mismo tren después de esperarlo en el mismo punto del andén.
Lo recorrió de un vagón a otro (primero hacia atrás, luego hacia delante) mirando las caras de la gente como quien espera a un familiar que llega de otro país en un aeropuerto, caras que se conocen pero no se conocen, aunque de repente se desea conocerlas bien.
—¿Se acuerda de la mujer que me echó una mano ayer? —le preguntó al revisor—. ¿La ha visto?
—Pero ¿de qué habla?
El revisor no se acordaba de él, ni de ella, ni del incidente. Quizás estaba acostumbrado a amonestar a los viajeros a diario y el episodio del día anterior ni siquiera merecía ser recordado.
—Da igual —dijo Charles.
No estaba allí.
Se sorprendió un poco de que le importase, de hecho, de que le importase hasta el punto de haber recorrido los vagones como un indigente en busca de cobijo. ¿Quién era ella, al fin y al cabo, sino una mujer casada con la que había coqueteado de un modo inocente un día de camino al trabajo? Y precisamente por eso había sido algo inocente, porque no lo habían repetido. Entonces, ¿exactamente por qué se había puesto a buscarla?
Bueno, porque quería charlar, quizá. De esto y de aquello, y de lo de más allá. Y de lo que le había pasado el día anterior en la oficina, por ejemplo.
No había sido capaz de contárselo a Deanna.
Había estado a punto de hacerlo.
—¿Qué tal ha ido hoy el trabajo? —le había preguntado ella durante la cena.
Era una pregunta totalmente legítima, de hecho la que él mismo había estado esperando. Pero Deanna, cansada y preocupada, estaba mirando el diario en el que anotaban los niveles de azúcar en la sangre de Anna cuando Charles había entrado en la cocina.
Así pues, le contestó:
—El trabajo va bien.
Y ya no se habló más de la oficina.
Al principio, cuando Anna se había puesto enferma, no hablaban de otra cosa, hasta que se había hecho evidente lo que le reservaba el futuro y habían dejado de sacar el tema. No hablar de ello era no reconocerlo.
Después habían creado toda una lista de cosas sobre las que no podían hablar entre ellos: el futuro profesional de Anna, por ejemplo, o cualquier artículo de la revista Diabetes Today que hiciera referencia a amputaciones, o cualquier mala noticia en general. Y es que quejarse de cualquier otra cosa que no fuese lo de Anna era quitarle importancia a lo que ésta padecía.
—Hoy ha venido a supervisarme la señora Jeffries —anunció ella. La señora Jeffries era la directora de su colegio.
—¿Y qué tal ha ido?
—Bien. Bastante bien. Ya sabes que siempre monta un número si me desvío de los programas aceptados.
—¿Y lo has hecho?
—Sí, pero la redacción que les he puesto ha sido «¿Por qué me cae bien la directora?», así que no podía quejarse mucho, ¿verdad?
Charles se echó a reír y pensó que aquello les hacía mucha falta. Los Schine, la familia risueña. Y entonces miró a su mujer y pensó: «Sí, sigue siendo hermosa.»
Se fijó en su pelo rubio manchado (con algo de ayuda de Clairol, quizás), alborotado y rizado y apenas contenido por una goma elástica de color blanco, y en sus ojos pardos, que jamás le miraban sin como mínimo un atisbo de amor, sólo que desde el contorno de éstos surgían unas arrugas de cansancio, como si las lágrimas hubieran dejado a su paso auténticos surcos en la piel. Eran como aquellas líneas entrecruzadas de las fotografías de Marte hechas por la Nasa; «lechos secos», explicaban los astrónomos, por los que habían discurrido tiempo atrás torrentes de agua que recorrían el paisaje actualmente muerto. Y así precisamente se imaginaba él a veces a Deanna, consumida a fuerza de derramar lágrimas.
Después de cenar los dos subieron al piso de arriba. Charles intentó ayudar a Anna a hacer los deberes de Sociales de octavo (la separación de poderes entre Iglesia y Estado), para lo cual ella tenía puesta la MTV con un volumen que solo podía calificarse de insoportable.
—¿Qué pasos dio Estados Unidos para separar Iglesia y Estado? —preguntó Charles, pero moviendo exageradamente los labios para que Anna captase la indirecta: hacer los deberes era incompatible con ver la televisión.
La niña hizo caso omiso de la insinuación. Cuando finalmente su padre se colocó delante del televisor para que dejara de mirar de reojo a Britney, o a Kylie, o a Christina, y se concentrara en lo que estaba haciendo, le pidió que se apartara un poco.
—Sí, claro, si quieres me muevo —le contestó, y empezó a agitar los brazos y las piernas, imitando con una destreza razonable a Jane Fonda.
Al menos la broma arrancó una sonrisa, un logro nada desdeñable ante una hija de trece años cuya actitud habitual se situaba entre el malhumor y la amargura. Desde luego, motivos no le faltaban.
Cuando terminó de ayudarla, le dio un beso en la cabeza que fue contestado con un gruñido que tanto podía ser «Vale, papá» como «Vale ya».
Después se fue a su dormitorio, donde Deanna, metida ya en la cama, fingía dormir.
A la mañana siguiente se encontró a Eliot junto a los ascensores.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Sí, claro.
—¿Sabías que venían a echarme de la cuenta?
—Creía que venían a quejarse de los anuncios. Pedir que te quitáramos de la cuenta ha sido su forma de dejar clara la seriedad de la queja.
—Es que quería saber si estabas al corriente de lo que iba a pasar.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué quieres saber si estaba al corriente de lo qué iba a pasar? ¿De qué sirve, Charles? Iba a pasar y ya está.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor apareció Mo con dos libretas y el nuevo director creativo de la cuenta.
—¿Vas para abajo? —preguntó.