DESCARRILADO DIEZ
C
harles se desmayó, se desmayó más de una vez, pero el intruso siempre le despertaba, le echaba agua por la cara, le susurraba al oído.
—No te me duermas, tío. Que vamos a por el segundo asalto, tío. A por el tercero... El cuarto...
Era como una película porno mala, de esas que uno en realidad no quiere ver, pero un amigo resulta que la tiene y, bueno, pues acaba viéndola. Incluso si se aparta la vista se mira de reojo. La mujer que se lo monta con el perro, el vídeo de zoofilia en el que se la mete toda en la boca; es asqueroso, de verdad, parece increíble que esté haciéndolo, pero lo hace, y uno lo mira. Se le forma un nudo en el estómago, se le revuelven las tripas, le entran ganas de vomitar, pero tiene que mirar. No sabe por qué, pero tiene que mirar.
Lucinda y él. Aquella mujer desnuda tan hermosa y él.
Qué hermosa era. Hermosa aún cuando el intruso la ponía a cuatro patas y se la metía por el culo. Y además iba contándole a Charles lo que hacía, le ofrecía sus comentarios a modo de banda sonora.
—¿Lo ves, Charles? Les encanta que les den por el culo. Te dicen que no, pero a todas las putas les gusta cantidad.
Y le pedía a Lucinda que gimiera. Le ponía la pistola en la nuca mientras la montaba y la obligaba a gemir. Eran quejidos de dolor, seguramente, pero parecían gimoteos de placer. Un gemido era un gemido. No era fácil distinguir uno de otro, aunque Lucinda apretaba los ojos con fuerza, tenía todo el rímel corrido por la cara y se mordía el labio inferior con todas sus fuerzas, hasta hacerse sangre.
Charles miraba todo aquello sentado en la silla como si estuviera atado, aunque no lo estaba.
—¿Lo ves, Charles? Es chupapollas por vocación... Así, así, nena... Trágate toda la polla de tu papi...
La escena había cambiado. Ya no estaba dándole por el culo, sino que se había puesto de pie delante de ella y le sostenía la cara con ambas manos, aquella cara tan hermosa de Lucinda. Y ella se atragantaba.
—Ah, sí... Sí... ¿Lo ves bien, Charles? ¿Charley? No te pierdas la corrida... Ahora verás cómo me corro... Ah, sí...
Y, después, Lucinda quedó allí tendida. ¿Cuánto tiempo después? Charles no lo sabía, era aún por la mañana, o quizá por la tarde. Lucinda se había quedado allí tumbada en el suelo, cubierta de sudor y de semen, casi inmóvil. ¿Estaba muerta? No, aún respiraba, aunque casi imperceptiblemente. Charles se miró la sangre seca de las manos y no supo a quién pertenecía, no recordaba que era suya, que debía de tener la nariz rota.
Y entonces el hombre empezó a manosearse. Estaba desnudo a excepción de los calcetines y las zapatillas y miraba a Lucinda en el suelo mientras se masturbaba. Estaba preparándose para otro asalto. ¿El quinto? ¿El sexto?
—¿Sigues ahí, Charles? —le preguntó—. No nos abandones, tío, que aún queda espectáculo...
Era cierto.
El intruso volvió a penetrarla. La apoyó Contra la cama como si fuera una marioneta, con los brazos y las piernas inertes, como si la moldeara para convertirla en un objeto de lujuria. Le puso las piernas a la altura de las orejas, las manos separadas del cuerpo, y mientras, iba riéndose, entretenido. Se tomaba su tiempo, la colocaba exactamente en la posición deseada, movía una mano unos centímetros por aquí, una rodilla unos centímetros por allá. Lucinda con la mandíbula caída, convertida en un títere, en una muñeca hinchable.
Y entonces Charles decidió intentarlo otra vez. No lo decidió él, sino su espíritu de macho, su cerebro reptil, quizá. Fue eso lo que le hizo levantarse de la silla y abalanzarse hacia el hombre que estaba a punto de violar a Lucinda por quinta o sexta vez.
Para empezar, estaba mareado. Era como jugar a la gallina ciega: le habían hecho dar vueltas como una peonza y no sabía dónde estaba cada cosa. Se tambaleó, perdió el equilibrio, dio tumbos, y el intruso ni siquiera se fijó en él, porque aún estaba concentrado en la colocación precisa de Lucinda, e incluso, quizá, se había olvidado de la presencia de Charles. Así que, para recordársela, éste cruzó toda la habitación y le agarró por detrás, del cuello, y apretó.
Apretó con todas sus fuerzas, apretó como si le fuera la vida en ello, le aferró el cuello con una garra de acero. Sin embargo, el intruso se levantó con toda tranquilidad, casi con desidia, y se libró de Charles como quien suelta una bolsa de basura en la acera, Charles acabó despatarrado en el suelo, sin saber qué había pasado, mientras el otro sonreía y meneaba la cabeza.
—Charles, Charles. ¿Qué coño te pasa, tío? Te estoy ofreciendo un espectáculo que no has visto en tu puta vida y me lo agradeces así. Mierda. Me entran ganas de molerte a palos, Charles. Me entran ganas de pegarte una paliza que te cagues en todo.
Charles farfulló algo. ¿Qué? No lo sabía...
—Vale, Charles. Vamos a tranquilizamos. Voy a contar hasta diez. A lo mejor es que te apetecía recibir tú también, ¿eh? De verme follar como una máquina te has puesto caliente, ¿no? Ya te entiendo. Pero hoy no, tío. No te toca, ¿vale? ¿Lo entiendes?
Lucinda seguía inmóvil en aquella postura pornográfica, como una modelo hastiada a la espera de escuchar el obturador de la cámara, con la diferencia de que su cara no era de aburrimiento, sino de muerte, y ni siquiera se giraba para mirar a quien había tratado de salvarla, un intento que había acabado en un simple cambio de localidad. Charles había pasado del gallinero a la platea.
Mientras, el desconocido (con el pene erecto; al parecer la violencia, con toda su torpeza, le había excitado más) se arrodilló entre los blancos muslos de Lucinda, aquellos muslos entre los que había yacido Charles no hacía ni dos horas, y empezó otra vez. Estaba tan cerca que Charles casi podía tocarle, aunque no pudiera pegarle, aunque no pudiera detenerle.
—Ay, Charles —le susurró—, es como de terciopelo. Qué suavecito. Este coño es de terciopelo...
Una vez que el intruso se hubo marchado, Charles tardó un rato en darse cuenta de que ya no estaba.
Había oído el portazo, incluso le había visto salir antes de oír el portazo, incluso le había oído despedirse de ellos («No me hace ninguna gracia tener que dejaros, pero...»). Sin embargo, se había quedado sentado allí en el suelo, como si la pistola aún le apuntara a la cabeza, como si el intruso siguiera gimoteando en el pelo de Lucinda, y aquel culo grotesco siguiera agitándose a irnos pocos centímetros de su cara.
Y allí estaba Lucinda, aún con las piernas abiertas, como una fulana, como aquellas putas de Ámsterdam que se despatarraban en sus escaparates, a modo de invitación. Claro que sus expresiones no eran de horror y no tenían el pelo pegado a la barbilla por el sudor, la sangre y el semen seco.
Al final, Charles se movió, primero una pierna y luego otra, como quien tiene miedo del agua y se adentra poco a poco, como si quisiera comprobar que podía moverse, aunque no tuviera demasiadas ganas de creérselo. Y después, una vez hubo movido las piernas, los brazos y luego el resto del cuerpo, se levantó del suelo. Se tambaleaba un poco, pero volvía a estar en pie. Y entonces avanzó, y ella también se movió.
No dijo nada, absolutamente nada, pero poco a poco fue acercando los muslos, ocultando la parte de sí misma que había quedado al descubierto y semejaba una herida en carne viva. Y después, lentamente, fue poniéndose de pie y se arrastró hasta el baño, entró y cerró la puerta.
Charles oyó el agua correr y cómo se frotaba la toalla contra la piel, y después le pareció que vomitaba. Tiró de la cadena una vez y luego otra.
Él aún no se había lavado. Tenía las manos y la cara cubiertas de sangre, estaba seguro; le daba la impresión de que el tamaño de la nariz era el doble del habitual, como si se hubiera colocado una de esas de circo encima de la verdadera, pensó, y se dijo que quizá sí, que quizás ésa era la mejor forma de explicarlo: Charles el payaso, al que le pegan mamporros en la cabeza y patadas en el culo, mientras el animador se ocupa de la atracción principal del espectáculo. Y precisamente esa atracción estaba abriendo la puerta del lavabo en aquel mismo instante. Seguía sin dirigirle la palabra. Al fin y al cabo, ¿qué se le dice a un payaso? Seguía aturdida y maltrecha, aunque se hubiera adecentado un poco. Y también seguía desnuda, como si eso no importara, como si jamás pudiera estar más desnuda que quince minutos antes, despatarrada y violada. Después de una cosa así, ¿qué ropa puede vestir un cuerpo? Además, los payasos eran seres insignificantes, superfluos, y daba igual lo que vieran, porque no podían hacer nada por sí mismos.
«¿Te encuentras bien», estuvo a punto de preguntarle. Las palabras ya casi habían salido de sus labios cuando se dio cuenta de que eran totalmente improcedentes. ¿Cómo iba a encontrarse bien? Era imposible que volviera a encontrarse bien en la vida.
—Debería llevarte al hospital —dijo por fin.
—No. —Era la primera palabra que le dirigía probablemente desde hacía horas.
—Tiene que verte alguien.
—No. Hoy ya me han visto lo suficiente.
Su voz carecía de vida y emoción, como las de los malos actores. Daba más miedo que unos hipotéticos gritos, asustaba más que las lágrimas que no caían de sus ojos. Si se hubiera echado a llorar, la habría abrazado para consolarla, pero tal como estaban las cosas no podía hacer nada por ella.
Lucinda empezó a vestirse, poco a poco, prenda a prenda, sin taparse, sin volverse con timidez, como había hecho antes, para que él no la viera. Y, así, Charles se metió en el baño, y allí pegó un respingo al verse reflejado en el espejo, y pensó por un instante que estaba ante otra persona. No podía ser él. Pero lo era, Charles el payaso, un bufón de nariz protuberante, con maquillaje rojo por la cara y una peluca despeinada.
Se colocó una toalla mojada en la nariz y le escoció, como si se pusiera yodo. Se alisó el pelo e intentó limpiarse la sangre de las mejillas.
Cuando salió, Lucinda estaba más o menos vestida. Una de las medias tenía una carrera y la falda estaba rasgada, pero aun así había conseguido imitar bastante bien el aspecto de una mujer vestida, como un maniquí: lo tenía todo, menos una cosa, ese algo que confiere vida a la mujer.
—¿Qué hacemos? —preguntó Charles, no sólo a ella, sino también a sí mismo, porque no lo sabía.
—Nada —se limitó a contestar Lucinda.
Nada. Parecía absurdo, ridículo. Qué tontería tan evidente. El delincuente estaba suelto, sus víctimas habían quedado apaleadas y ensangrentadas, y ¿qué proponía ella que hicieran? Nada.
Pero el contrario de nada sólo puede ser algo, y ese algo no se le ocurría.
¿Qué podían hacer? ¿Acudir a la policía?
Sí, claro, acudir a la policía. Cuando te roban, te pegan una paliza y te violan, lo que hay que hacer es presentar una denuncia. Claro que...
—¿Qué hacían en el hotel Fairfax?
—Bueno, pues...
—¿Qué estaban haciendo en el hotel Fairfax a media mañana?
—Mire, resulta que...
—¿Qué estaban haciendo ustedes dos en el hotel Fairfax?
—Si me permite que le explique...
Quizá podrían pedirles discreción, a lo mejor estaba permitido pedir discreción, era posible que el inspector les guiñase un ojo, cómplice, y dijera: «Lo comprendo.» Tal vez les garantizara que aquello iba a quedar entre ellos y él, que no tenían de qué preocuparse. O tal vez no.
Se había cometido un delito, y a veces los delincuentes acababan en la cárcel, a veces la gente los denunciaban, la policía llegaba a detenerles e iban a juicio. Y esos procesos eran públicos, salían en los periódicos, en primera página, y los testigos tenían que presentarse y declarar, subir al estrado a decir: «Fue ese hombre, señoría.» Y esos testigos tenían que ser ellos, Lucinda y él.
—¿Y qué hacían en el hotel Fairfax?
—Bueno, pues...
—¿Qué estaban haciendo en el hotel Fairfax a media mañana?
—Mire, resulta que...
—Responda a la pregunta.
¿Qué podían hacer? Esa era la pregunta clave.
Nada. Quizá no fuese tan ridículo como podía parecer a simple vista. Quizá no fuese tan absurdo.
Y, sin embargo, ¿cómo iban a seguir viviendo sin más, sin reaccionar ante lo que acaba de sucederles? ¿Cómo iba Lucinda a olvidarlo, como si se tratara de un comentario de mal gusto o un gesto obsceno? ¿Cómo irse a la cama esperando despertarse y que todo se hubiera esfumado?
—Me voy —anunció ella.
—¿Adonde?
—A mi casa.
Su casa. Se iba, a reunirse con la rubita de cinco años apasionada de los columpios, con el marido golfista de handicap nueve que podría apreciar la repentina palidez de sus mejillas, el labio partido y el comportamiento típico de una situación postraumática. Podría apreciarlos, o quizá no.
—Lo siento, Lucinda.
—Sí.
Lo sentía todo. Para empezar, haberle pedido que subiera a una habitación de hotel con él; no haber visto al hombre que acechaba en la escalera, frente a la habitación; haberse quedado sentado, observando, mientras la violaba una y otra vez; no haberla protegido.
Lucinda se dirigió con dificultad hacia la puerta. Sus andares, de una elegancia impresionante, habían quedado convertidos en algo lento y pesado, desgarbado. Y no sé volvió. Charles estuvo a punto de ofrecerse a pedirle un taxi, pero sabía que rechazaría la proposición. No había sido capaz de darle lo único que necesitaba de él y ya no le quería para nada.
Lucinda abrió la puerta, salió y la cerró tras de sí.