ATTICA

 

D

os días más tarde, después de cenar, mi hijo se me subió al regazo y me exigió que jugara a buscar el tesoro por su espalda.

—Vamos a buscar un tesoro —susurré mientras con los dedos daba unos pasitos que subían y bajaban por su columna vertebral—. La equis marca el lugar exacto del escondrijo...

Se retorcía y se reía, y me di cuenta de que olía a champú, a caramelos y a plastilina, una mezcla de aromas que era claramente suya y sólo suya.

—Para descubrir el tesoro, das pasos grandes y pasos pequeños —fui murmurando, y cuando terminé me pidió que le dijera exactamente dónde estaba su tesoro, y le contesté de inmediato. Siempre jugábamos igual, el tesoro siempre era el mismo.

—Justo aquí —contesté, y le abracé.

Mi esposa, sentada al otro lado de la mesa, nos sonrió.

Tras despedirme de todos con sendos besos, me detuve unos segundos antes de salir de casa. Era como si estuviese intentando absorber toda la energía positiva que iba a hacerme falta para pasar el resto del día, para cruzar el arco de ladrillos rojos de la entrada de Attica y meterme en la fétida sala de esparcimiento, como si constituyese una especie de aura mágica capaz de protegerme.

—Ve con cuidado —me aconsejó mi mujer desde la puerta de casa.

Al pasar por el detector de metales, éste comenzó a sonar como una sirena antiaérea.

Me había olvidado de sacar del bolsillo las llaves de casa.

—Eh, tú, pringado —me dijo el celador mientras me cacheaba—, ¿es que no sabes que las llaves son de metal?

También les gustaba llamarme «pringado». «Cerebrito» sólo era uno de los tantos motes que me habían puesto.

—Lo siento —me disculpé—. No me he acordado.

En cuanto entré en el aula me percaté de que había otra entrega de la historia encima de la mesa, esperándome. Once páginas cuidadosamente impresas.

«Sí —me dije—. Esto apenas acaba de empezar.»

Tras aquella remesa fueron llegando las demás, puntuales como un reloj: a partir de aquel día me encontraría una nueva entrega de la historia cada vez que entrara en la clase.

A veces sólo había una o dos páginas, otras varios capítulos. Me las encontraba encima de la mesa, siempre como la primera, sin firmar. La narración se desarrollaba poco a poco, igual que esos culebrones televisivos que impiden al espectador apartar la vista de la pantalla. No es mala comparación, porque, al fin y al cabo, terminaría conteniendo todos los ingredientes de un serial: sexo, mentiras y tragedia.

Esas entregas no se las leía a la clase. Había comprendido que desde aquel momento me concernían solamente a mí. A mí y a su autor, claro.

Y, por cierto: había veintinueve alumnos en mi clase, dieciocho negros, seis hispanos y cinco blancos (como el papel).

Estaba bastante seguro de que ninguno de ellos había tomado nunca el tren de las 9.05 para Penn Station.

Entonces, ¿dónde estaba mi hombre?