DESCARRILADO VEINTICINCO

 

T

enía que deshacerme del Sable azul.

Lo había alquilado en Dollar Rent A Car un tal Jonathan Thomas, haciendo uso de uno de lo cuatro permisos de conducir que Winston llevaba en una cartera por lo demás bastante vacía.

No hay nada más fácil de conseguir que una identidad, me había confesado el propio Winston. El tenía cuatro. En mi juventud, cuando era idealista, la búsqueda de la identidad había sido un rito iniciático que nos esperaba a todos. Winston, por su lado, había preferido comprarla (o robarla), y agenciarse unas cuantas más de recambio. Por si acaso.

Por si alguien le pedía que se deshiciera de otra persona.

De lo que yo tenía que deshacerme en ese momento era del coche.

La solución prácticamente me vino dada. Al regresar por la avenida Western pasé por la autopista; la noche era muy oscura, y yo iba reproduciendo mentalmente el ruido del festín canino. Iba apretando el botón de rebobinado imaginario, con muy poco juicio, y escuchándolo una y otra vez. Cuando uno está escuchando cómo un animal devora a un ser humano no es nada difícil saltarse las señales de la autopista. Terminé en una parte de Staten Island cuya existencia ignoraba. Eran tierras de labranza, con campos en barbecho y un silo a lo lejos (increíble pero cierto). Me había alejado dos pasos del lugar donde se concentraba todo lo peor de la civilización urbana y de repente me encontraba en Kansas.

Pero aunque estuviera en pleno campo no me había apartado de absolutamente todo lo terrible de las aglomeraciones humanas: pasé por un cementerio de coches. Parecía un abrevadero para vehículos siniestrados, ya que estaban todos agrupados en torno a un estanque embarrado, algunos de ellos medio sumergidos en él. Uno más apenas se notaría, ¿verdad?

Di un volantazo no demasiado brusco y salí de la carretera. Me metí en aquel solar lleno de baches y llevé el coche hasta la misma orilla. Lo miré por última vez, e intentando no tocar los trozos de carne pegados a la tapicería abrí la guantera y me encontré una sorpresa. Una pistola. Era de Winston, recordé, y supuse que no había llegado a empuñarla porque otra le había arrancado la cabeza antes de que tuviera oportunidad de hacerlo. Me la metí en el bolsillo con cuidado. Después dejé el coche en punto muerto, me bajé dando un traspié y con un leve empujón dejé que el Sable se sumergiera lentamente en el estanque, donde por fin encontró un sitio y quedó descansando. Sólo la antena sobresalía por encima de la porquería.

La religión no era lo mío (en realidad no sabía ninguna plegaria), pero de todos modos me quedé allí durante un minuto y susurré cuatro palabras. En su memoria.

Me volví y eché a andar.

¿Cómo iba a llegar a casa?

Podría haber llamado a un taxi, supongo, pero sabía que la carrera habría quedado registrada. Tenía que encontrar una forma de regresar a Manhattan, donde el hecho de que Charles Schine tomara un taxi para volver a casa tras una larga jornada de trabajo no tendría nada de especial.

Pasé por delante de una gasolinera. Vi a un hombre de rasgos indios que leía una revista en un cubículo mal iluminado. Di un rodeo para buscar el baño por la parte de atrás. Lo encontré.

Los aseos de las gasolineras se parecían bastante a los de Chinatown, que a su vez recordaban mucho al agujero negro de Calcuta, o eso me imaginaba. No había papel higiénico. El espejo estaba agrietado y el lavabo lleno de aceite y restos no identificados, pero tenía que lavarme. Tenía que encontrar un autobús o un metro que me llevase de regreso a la isla de Manhattan, y olía a basura.

El grifo del lavabo funcionaba. Quedaba incluso un poquito de jabón en el dosificador. Era denso, de un amarillo mugriento. Me lavé las manos, me eché agua por la cara y me quité la camisa, aunque en aquel baño hacía un frío terrible y cada vez que respiraba soltaba nubes de vapor. Me froté el pecho y las axilas. «Un lavado de puta», así era como lo llamaban, ¿no? Y yo era más puta que la que más. Había prostituido todas y cada una de las cosas en las que creía.

Me puse la camisa y me subí la cremallera de la cazadora. Salí y eché a andar.

Elegí una dirección al azar. No tenía ninguna intención de preguntarle al dependiente de la gasolinera, que podría recordar más adelante a un hombre de raza blanca con pinta de acabar de regresar de la guerra y que había aparecido por allí sin coche.

Una hora más tarde descubrí una parada de autobús y, cuando treinta minutos después pasó por allí uno vacío me subí. Tuve suerte: iba a Brooklyn, donde me dejó ante una parada de metro.

Conseguí regresar a Manhattan.

 

Mi casa.

Qué ganas tenía de llegar después de haberme pasado la noche cavando una tumba. Cuatro paredes recias de un amarillo claro y un tejado negro a dos aguas del que sobresalía una chimenea impresionante. El agente de la inmobiliaria que nos la había vendido la había descrito como una mansión colonial. Quedaba imponente. En una mansión colonial no podía pasarte nada malo, ¿verdad? Claro que fuera de ella cabía la posibilidad de que te pasara de todo.

Cuando bajé del taxi me acerqué a la puerta trasera e intenté abrirla y cerrarla haciendo el menor ruido posible, pero oí a Deanna, que se removía en nuestro dormitorio, en el piso de arriba.

Hice otra incursión en el baño, un baño mucho más acogedor que el anterior, desde luego, y más limpio. Unas esponjosas toallas amarillas colgaban de la pared y encima de la taza había una litografía de Degas. ¿Mujer en el baño?

Allí me quedé en calzoncillos y con una toalla empapada en jabón me limpié todo el cuerpo. Aquello ya era otra cosa. Casi olía decentemente. Saqué la pistola del bolsillo del pantalón y la metí en el maletín.

Después subí al dormitorio, donde recorrí a tientas la distancia que me separaba de la cama (tropecé con un zapato de tacón) y me metí en ella.

—Te has lavado —afirmó Deanna. No lo preguntó, lo afirmó.

Claro: había olido el jabón y había oído el grifo. A ver, ¿qué motivos tenía un marido que volvía tarde del trabajo para lavarse antes de meterse en la cama? Eso era precisamente lo que estaba preguntándose, y no me resultaba fácil imaginar una respuesta.

«Qué tontorrona eres, Deanna —podría haberle contestado—. No me he acostado con otra —o sea, con Lucinda—. Es que estaba enterrando a un matón amigo mío al que había contratado para que se deshiciera de un tío que está chantajeándome por haberme acostado con otra. ¿Lo entiendes ahora?»

—Es que hoy he ido al gimnasio —respondí— y no me ha dado tiempo de ducharme.

La verdad es que no era una excusa demasiado buena, y menos a aquellas horas. Podría haber esperado a la mañana para ducharme, ¿no?

Sin embargo, me pareció que funcionaba, porque Deanna musitó:

—Ajá.

A lo mejor le parecía sospechoso, a lo mejor le resultaba sospechoso mi comportamiento reciente, pero a lo mejor estaba muy cansada y no le apetecía discutir. Eran las dos de la mañana y me había esperado despierta.

—Buenas noches, cariño —dije, y me acerqué para darle un beso, un beso cálido, como nuestro hogar.

 

Esa noche tuve una pesadilla. Al despertar por la mañana recordaba varios detalles.

Había ido a visitar a alguien al hospital. Llevaba flores y una caja de bombones, y estaba en la salita de espera aguardando a que me llamaran para ir a la habitación del enfermo. Pero ¿quién era éste? Bueno, su identidad cambió varias veces, que es lo que sucede en los sueños: primero es una persona y luego otra. Al principio iba a ver a la madre de Deanna, pero cuando por fin llegaba a la habitación me encontraba a Anna en la cama. Estaba enchufada a una telaraña de tubos y apenas me reconoció. Exigí ver al médico, pero cuando me volví de nuevo hacia ella, en su lugar estaba Deanna, prácticamente en coma. Lo que pasaba a partir de ese momento en la pesadilla lo recordaba muy bien: gritaba en el pasillo para que acudiera el médico a verme, aunque en realidad ya había uno presente. De hecho, se trataba del doctor Baron, que no dejaba de explicarme que era imposible encontrar a un médico, no había nada que hacer. Yo me negaba a aceptarlo.

Por fin mis gritos surtieron su efecto y el médico fue a hablar conmigo, aunque también empezó a cambiar de identidad: primero era Eliot, mi jefe, luego alguien que podía ser mi vecino de al lado, Joe, y por último Vasquez. Sí, me desperté recordando el rostro de Vasquez allí en aquel pasillo conmigo. A veces estaba impasible, a veces, malévolo, y a veces, insidioso, pero siempre sordo a mis ruegos. Deanna se moría junto a nosotros y él se negaba a mover un dedo para ayudarla. No hacía nada, nada.

 

Por la mañana, después de que Deanna se fuera a trabajar y Anna al colegio, hice otro viajecito al archivador, otra visita furtiva al fondo de Anna.