DESCARRILADO TREINTA Y CUATRO

 

E

ra imposible no ver las piernas de Lucinda.

No había podido evitarlo aquel primer día en el tren.

Y tampoco dejé de verlas al cabo de tanto tiempo, entre la multitud que todas las mañanas llenaba Penn Station, avanzando con paso firme para alejarse de un mar de tela vaquera, sarga y lana inglesa. Elegantes, sensuales, sólo podían ser suyas.

De Lucinda y de aquel hombre.

Hacía días que esperaba verlos. Había tomado el tren de las cinco y media cada mañana y, al llegar a Penn Station, me había plantado más o menos en el mismo lugar en el que les había visto la última vez. Había montado guardia diligentemente. Al disiparse la masa de viajeros matinales, recorría la estación de una punta a otra.

Había hecho lo mismo día tras día.

Me repetía que era mi única oportunidad. Cruzaba los dedos y rogaba a Dios.

Sin embargo, cuando por fin los vi me costó mirarlos.

Me sentía desnudo, vulnerable y atemorizado.

No podía evitar mirar a aquel hombre, por ejemplo, y verme a mí. Una vez, en la despedida de soltero de un amigo de la oficina, había apartado la vista de la núbil jovencita que hacía el striptease vestida solamente con un tanga de lamé dorado, apenas un instante, y, al ver cómo la miraban todos los demás, había pensado con repentina consternación: «Tengo la misma pinta que ellos.»

Era evidente que aquel hombre estaba loco por Lucinda, o como se llamara aquella mujer. No hacía más que buscar su mano y mirarla con ojitos de cordero degollado.

No me había equivocado en absoluto. Lucinda jugaba con él como antes había jugado conmigo. Era el siguiente.

«Qué patético —pensé—. Qué pena me da.»

Cómo se parecía a mí.

Al ver la imagen del portarretratos aquel día en la papelería me había puesto a pensar qué era lo que me había convertido en un objetivo tan claro, pero enseguida lo vi. Lo sabía muy bien. A la luz del día era evidente lo mucho que yo mismo lo había deseado, lo había pedido. Qué ganas tan enormes tenía de que pasara algo, lo que fuese, de que sucediera algo que me salvara de mí mismo.

Había dedicado mucho tiempo a repasar todos los momentos compartidos con ella, mi salvadora. Sin embargo, ya no los recordaba de la misma forma. Los hacía avanzar y los rebobinada mentalmente, de la misma forma en que, en la época anterior a los sistemas de edición informáticos, tenía que pasar tiras de celuloide por la moviola hasta que se desgastaban y se partían. Tenía que ponerles cinta adhesiva a modo de parche una y otra vez, hasta que acababan por aparecer fisuras en las imágenes y casi se desintegraban, se convertían en polvo. Por ejemplo, el día que había conocido a Lucinda. «Tenga. Ya me encargo yo», había dicho con toda la dulzura del mundo aquella mañana en el tren, pero de repente al mirar la imagen de cerca ya veía unas fisuras muy feas que surcaban su rostro mientras le ofrecía un billete de diez dólares al revisor al que yo había puesto de mal humor.

Aquel día me había seleccionado.

Lucinda y su acompañante se habían dirigido a la cafetería del vestíbulo de la estación, donde vendían magdalenas de melocotón light y bagels pastosos. Aquel hombre pidió dos cafés y se quedaron codo contra codo, apoyados en una de aquellas mesitas altas que no permitían sentarse. El vapor a veces ocultaba sus rostros.

Me puse de espaldas a ellos. Fui echando un vistazo a las revistas del quiosco sin dejar de mirarles de reojo. Me daba miedo que ella me viera, pero no tanto como podría esperarse.

Mi cara había cambiado.

Había sucedido de forma gradual, poco a poco. Había perdido peso. A medida que mi vida se desmoronaba, el apetito había ido disminuyendo, desapareciendo, desvaneciéndose. La ropa me iba grande. Cuando Barry Lenge me había asestado el golpe de gracia y me había mandado a la cola del paro, también había dejado de afeitarme. Mi perilla se había convertido en una barba en toda regla. Unos días atrás me había mirado en el espejo del baño y había visto una de esas caras que se ven cuando termina un secuestro. Era aquel secretario de embajada de aspecto angustiado al que por fin liberaban tras meses de cautividad a oscuras. Ese aspecto tenía.

La diferencia era que yo seguía siendo rehén.

No dejaba de mirarlos disimuladamente.

Se me hacía difícil no ceder a la tentación de acercarme a plantarles cara. Y es que, además de sentirme atemorizado, desnudo y vulnerable, estaba furioso. Había ido acumulando la rabia como una náusea repentina. Era esa ira que hasta el momento había reservado exclusivamente para Dios (en los días en que creía en él y en los días en que no) por culpa de la enfermedad de Anna. Era esa furia que me hacía apretar los puños con fuerza e imaginarme que los estampaba contra la cara de Vásquez. Y la de ella.

Conseguí resistirme al impulso de acercarme y decirle que la había descubierto, que sabía lo que me había hecho. Tenía que aguardar el momento oportuno. Para recuperar el dinero de Anna me hacía falta encontrar a Vasquez; para dar con Vasquez necesitaba a Lucinda. Ese era mi mantra. Ésa era mi misión.

Ella iba a llevarme hasta él.

 

Llegué a la conclusión de que Lucinda ya no era corredora de Bolsa.

En la mañana del miércoles de la semana siguiente escuché fragmentos de una conversación que mantuvo en Perm Station con aquel hombre. El habló de «malvender unas acciones» para un cliente, y de cómo ese cliente era todo un «filón de beneficios» para él, lo cual me indicó que él era corredor de Bolsa y ella ya no. Y es que, claro, otro corredor de Bolsa debía de conocer a gente en otras empresas del sector y podría darle por preguntarles por Lucinda, esa mujer que trabajaba con ellos y que al final resultaría que no existía. No, evidentemente Lucinda había pasado a tener otra ocupación. Sería abogada, agente de seguros, payasa de circo. Y, además, no cabía duda de que ya ni siquiera se llamaba Lucinda.

El nombre que sí sabía era el del hombre al que estaba a punto de timar. Y eso porque mientras se tomaban ese café aquella mañana se le había acercado otro hombre que le había dicho:

—Sam, Sam Griffen, ¿qué tal estás?

No demasiado bien, la verdad. El señor Griffen había palidecido. Se le había quedado la cara blanca como el papel y Lucinda se había vuelto para mirar la lista de precios colgada de la pared.

Cuando consiguió recuperar la voz, el señor Griffen contestó:

—Bien.

Entonces Lucinda se levantó y se marchó, café en mano. Era otra profesional más que había llegado a Manhattan con el tren y se dirigía a la entrada del metro.

Y, así, el señor Griffen se quedó allí sentado y charló con aquel intruso inoportuno durante cinco minutos. Cuando se marchó, el señor Griffen suspiró y se pasó una servilleta sucia por la cara.

Me resultó desconcertante estar tan cerca de una víctima y no poder advertirle del peligro que corría. Era como encontrarse junto a un niño que no ve el coche que se dirige hacia él a toda velocidad y sin embargo tener prohibido decirle que se apartara, tener que ser testigo de un terrible accidente, en primer plano y a cámara superlenta.

 

En una ocasión me pareció que me había visto.

Aquella mañana los había seguido hasta una cafetería situada un poco al norte de Chinatown.

Se sentaron junto a la ventana y vi que Sam Griffen buscaba la mano de Lucinda y ella se la entregaba.

No pude evitar recordar lo que había sentido al tener aquella mano entre las mías. Apenas un instante. Recordé las cosas que me había hecho la mano, el placer que me había ofrecido aquel día en el hotel Fairfax. Era como abrir una muñeca rusa y encontrar otra dentro, y abrir ésa, y después la siguiente, y seguir descubriendo otras muñecas, cada vez más diminutas, e ir abriéndolas cada vez más deprisa hasta que no quedaba ninguna y me faltaba el aliento.

Cuando salieron de la cafetería aún me faltaba la respiración, aún estaba perdido en los recuerdos de un placer culposo. Tuve que volverme y cruzar la calle como una exhalación. Tuve que contener el aliento, contar hasta diez y girarme poco a poco, con los dedos cruzados, para ver si me habían descubierto.

No. Se habían ido en un taxi con rumbo desconocido.

Y entonces los perdí.

Un día.

Dos días.

Tres días.

Una semana. Ni rastro de Lucinda. Ni rastro del señor Griffen.

Me pateé Penn Station de un extremo a otro, llegué pronto, me quedé hasta tarde.

Y nada.

Empecé a alarmarme, a pensar que quizás había perdido mi oportunidad. Que ya se habría llevado al señor Griffen a donde fuera para ofrecerle una tarde de sexo y que Vasquez ya los habría pillado in fraganti. Que ya les habría robado la cartera y le habría preguntado al señor Griffen por qué le ponía los cuernos a su mujer. Quizás incluso lo habría llamado a su casa y le habría expuesto que necesitaba urgentemente un préstamo. Sólo diez mil dólares, nada más, y lo dejaría en paz, prometido.

Al empezar la siguiente semana y seguir sin encontrarles me dispuse a abandonar. Estaba a punto de reconocer que un ex ejecutivo publicitario de cuarenta y cinco años no tenía ningún motivo para creer que podía salir victorioso de aquello, que estaba metido en algo que me venía enorme.

Iba a tirar la toalla.

Y de pronto recordé algo.