5 Las noches de luna llena

 

Bayir sabía que la niña no era feliz, que vivía en el infortunio, que echaba de menos a los suyos, que no se sentía cómoda en el mar, que anhelaba el sol en su piel y el viento en sus cabellos, las luces de su mundo y los sonidos de la tierra. Pero aun así, egoístamente, prefería verla desgraciada a no verla, y la retuvo a su lado, luna a luna, mes a mes.

Y fueron muchas lunas, muchos meses.

Tantos, que la niña dejó de ser niña para convertirse en una joven doncella.

Con cada luna llena, el pez y ella se acercaban a la costa de una isla del arrecife, sacaban la cabeza a ras del agua y...

–¿Es este tu pueblo? –preguntaba él.

–No –respondía ella.

La esperanza se hacía cada vez más pequeña.

Luna a luna, la niña regresaba al fondo del mar con su enamorado pez, pues el lugar elegido nunca correspondía con el de sus recuerdos.

Luna a luna.

Al comienzo, Seleine escogió las islas y los pueblos al azar, sin fiarse de Bayir. Después, y dado que vivía en una gran isla coronada por una montaña, partió de un punto concreto del arrecife y cada mes oteaba desde el agua la isla siguiente a la del mes anterior. El pez sabía muy bien cuál era la tierra de la niña. Nunca le decía si su elección era acertada o no. Como buen habitante de las profundidades, conocía la línea de la costa tan bien como el fondo abismal del que había salido. Por esta razón, el tiempo transcurrió sin que nada enturbiara su sensación de victoria. Mes a mes, su amor por Seleine creció y creció hasta hacerse tan grande como el océano.

Bayir deseaba vivir siempre a su lado.

Pero unos pocos años después, por más que hubieran empezado en la parte más lejana del arrecife, el pueblo de su prisionera fue acercándose luna a luna, hasta que el pez supo que la hora de la verdad había llegado.

Con la siguiente luna, la muchacha se asomaría frente a su playa.

El pez tendría que cumplir con su palabra y dejarla marchar.

Y eso no podría soportarlo.

La noche antes de que la luna entrara en su plenitud, sacó la cabeza a ras del agua y llamó al viento y a las nubes, a la tempestad y a la lluvia.

Era Bayir, el rey de los peces.

–Haced que mañana esta costa sea irreconocible –les imploró–. Mandad el peor de los huracanes si es necesario. Hacedlo, os lo suplico, o mi dolor será tan grande que no habrá mar suficiente para todas mis lágrimas.

Y al día siguiente, la peor de las tempestades se abatió sobre la tierra y el mar.

Cuando la muchacha se asomó a ras del agua, no reconoció apenas nada. Ni siquiera atisbó la línea de la costa, tal era la intensidad de las furias que la naturaleza había desatado.

Seleine volvió a las profundidades, con el rey pez.

Y así, pasaron algunos años más.

Luna a luna, ella buscaba su pueblo.

Luna a luna, sin encontrarlo.

Luna a luna, con Bayir cada vez más enamorado y la muchacha cada vez más resignada.