7 El día de la libertad
El amor de Bayir, lejos de menguar, aumentaba día tras día cuanto más conocía a Seleine. La mimaba, la atendía, le traía los mejores manjares del mar, la cuidaba los días de oleaje y la defendía de cualquier peligro inesperado. La noche en que un volcán submarino despertó de su letargo, la tomó en sus brazos y la llevó lo más lejos que pudo en menos de un suspiro. Raro era el momento en el que no estuvieran juntos. Como el rey pez apenas dormía, y si lo hacía activaba todos sus sistemas para estar en constante y perpetua alerta, apenas dejaba de mirarla un instante.
Hasta que una mañana...
Seleine abrió los ojos y, al desperezarse, se dio cuenta de algo insólito.
Bayir no estaba allí.
Bayir no la contemplaba extasiado como cada amanecer.
La muchacha miró a su alrededor, pero no había nadie más en la cueva submarina que les servía de casa durante aquellos días. Se encontraban a mitad de tiempo entre dos lunas, por lo que no había islas cerca.
Seleine se asomó al exterior, pero tampoco vio rastro de su enamorado pez.
–¿Has visto a Bayir? –le preguntó a una raya enterrada en la arena.
–Ha salido hace un rato, nadando a toda velocidad –le dijo esta–. Ha oído los rumores.
–¿Qué rumores?
–Se dice que un barco cargado de tesoros ha naufragado al sur del arrecife, y el rey pez ha ido a inspeccionarlo. Ya sabes lo mucho que le fascinan esas cosas. Estará buscando algo para ti.
El sur del arrecife estaba lejos.
Lo bastante como para...
Seleine sintió cómo se le paralizaba el corazón.
Bayir era más rápido que ningún otro pez. Su única posibilidad era llegar a una isla, la que fuera, antes de que él regresara. Si no ponía pie en tierra, la volvería a capturar, arrastrándola al fondo del mar.
Había llegado su oportunidad.
La primera en todos aquellos años.
Seleine miró las aguas, sintió la herida abierta de su alma, pensó en el gran amor del rey pez... Pero su anhelo de libertad pudo más que ninguna otra cosa.
Entonces empezó a correr por el fondo del mar.
Corrió y nadó.
Cuando por fin sacó la cabeza a ras del agua, vio una isla a lo lejos y se dirigió hacia ella.
Metro a metro, no dejaba de pensar que Bayir aparecería de un momento a otro y la apresaría entre sus aletas.
Cuanto más se aproximaba a tierra, más nerviosa estaba. Temía desfallecer por el esfuerzo, pero se dio cuenta de que el cansancio no hacía mella en su ánimo. Después de vivir tantos años bajo las aguas, ya era casi un pez más.
Casi.
Su corazón humano y su determinación la empujaron hasta la playa.
Puso un pie en tierra firme, al aire libre.
Y echó a correr.
Daba igual que no fuera su isla. Allí había gente, y barcas. Lo único que importaba era su libertad. ¡Volvía a ser una persona!
Llegó hasta las primeras palmeras y solo entonces, justo cuando iba a desaparecer entre las matas, escuchó la voz del rey pez a su espalda.
–¡Seleine!
La joven se detuvo y miró hacia atrás.
Bayir estaba en la orilla, agotado después de nadar a toda velocidad para detenerla. No podía avanzar más: sus aletas solo le permitían moverse en el agua. Sus ojos imploraban, su semblante era amargo.
–¡No te vayas!
–Lo siento –dijo Seleine.
–¡Te quiero!
Su amada ya no le respondió.
Bajó la cabeza y continuó su camino.
Ella también estaba llorando.