12 Las siguientes noches

 

Pasaron los días y las semanas, y cada noche Seleine visitaba a Bayir en la laguna.

Casi siempre le llevaba alimentos, para que no le faltara de nada y para que mantuviera su vigorosa energía. Iba al mar a por las algas que más le gustaban, pescaba peces pequeños y también guardaba algo de su propia comida para él. Poco a poco, sin embargo, el apetito del rey pez fue menguando y lo único que le importaba era tenerla cerca. La joven se sentaba en la orilla, unas veces en silencio, otras cantándole dulces canciones. Y así pasaban las horas hasta que, rendidos de cansancio, se dormían muy cerca el uno del otro. En ocasiones, al llegar el alba, Seleine tenía que correr hasta su cabaña para fingir que amanecía allí.

Al principio, Bayir siguió relatando sus extraordinarias aventuras a lo largo y ancho del arrecife y más allá, en los mares que lo envolvían. Las contaba porque Seleine ya se había acostumbrado a ellas y la fascinaban. Después, de manera gradual, fue enmudeciendo.

Días y semanas.

Con el paso del tiempo, ya nada fue igual.

Los colores de sus escamas perdieron viveza y brillo.

Sus ojos se entristecieron tanto que apenas si eran dos rendijas por las que conseguía filtrarse su mirada.

Sus aletas, de tanto nadar en círculos sin mucha fuerza, se debilitaron.

Los vecinos del pueblo, que al comienzo le convirtieron en su mayor atracción, perdieron todo su interés en él.

–Ya no es el mismo.

–Ha cambiado.

–Se está transformando en un pez vulgar.

–No sé por qué hemos de tenerlo en la laguna.

–Deberíamos venderlo antes de que pierda todos sus colores.

Seleine era la que más se daba cuenta de lo que sucedía.

Porque solo ella conocía el secreto del rey pez.

Cuando Bayir dejó de comer, comprendió que ni todo su amor sería capaz de salvarlo.

–¿Cómo lograste sobrevivir tú cuando te retuve en el fondo del mar? –le preguntó una noche.

–Teniendo esperanza –respondió ella.

–¿No fue mi amor lo que te mantuvo con vida?

–No, solo mi ansia de libertad.

–Entonces... ¿eso quiere decir que yo he perdido la esperanza?

Seleine comprendió que así era.

Y sin esperanza, la vida carecía de sentido.

A la noche siguiente, cuando acudió a la orilla de la laguna, el rey pez no nadó a su encuentro.

–Bayir –lo llamó, susurrando para no alertar a nadie.

No obtuvo respuesta.

Seleine se echó al agua y braceó por el estanque, pero no dio con él. Por un momento pensó que alguien del pueblo lo había atrapado con su red y se lo había llevado. Y entonces vio un destello apagado muy al fondo, en la parte más oscura de las aguas. Se dirigió hacia la zona y encontró a Bayir recostado en el fondo.

Ya no parecía un rey.

Solo un pez moribundo.

–¿Qué te pasa? –se alarmó la joven.

–Nada –dijo él escondiendo la cabeza.

–No puedes seguir así.

–¿Y cómo quieres que siga? Ya no soporto más esta cárcel.

–¿No me amabas?

–Ni siquiera todo mi amor puede aliviar esta falta de libertad: sin libertad no hay vida.

–¿Comprendes ahora el daño que me hiciste a mí?

Bayir lo comprendía.

Y mucho.

–¿Podrás perdonarme algún día? –suplicó.

–Ya te perdoné hace tiempo.

–¿No querías vengarte?

–¡No! –exclamó ella acariciándole la cabeza.

Ese simple gesto hizo que a Bayir le brillaran las escamas.

–Quise odiarte y no pude –continuó Seleine–. Primero sentí rabia, después lástima, y ahora...

–¿Ahora qué?

–Cada día espero a que llegue la noche para venir a verte y estar contigo –suspiró.

–Entonces... ¿me amas? –los ojos del pez se abrieron como grutas submarinas.

¿Le amaba?

La joven volvió a acariciarle la cabeza. Miró su cuerpo rendido. Recordó al exuberante pez que surcaba los mares cuando estaban juntos.

Ahora solo era una sombra de lo que había sido...

–Sí –se rindió ante la evidencia–, te amo, Bayir.

–Ahora que lo sé, moriré feliz –afirmó, y se abandonó por completo sobre el lecho marino.

–¡No puedes morir! –gritó Seleine.

–Ya no puedo seguir aquí –reveló él.

–Ni yo vivir siempre en el fondo del mar –dijo ella.

Y entonces intercambiaron la mirada más hermosa, y también la más triste.

Hermosa, porque finalmente el amor los había unido.

Triste, porque no podrían estar juntos jamás.

A no ser que...

–Bayir –dijo de repente la joven–, mañana volveré a por ti. Aguanta un día más. Solo uno más, ¿de acuerdo?

–¿Qué vas a hacer? –quiso saber el pez.

Pero Seleine ya nadaba hacia la superficie de la laguna.

–¡Un día! –gritó con ánimo y determinación–. ¡Solo un día más!