2 La niña de la playa

 

Era un apacible atardecer. Escasas nubes tachonaban el cielo de copos blancos mientras el horizonte, a lo lejos, se llenaba de colores cada vez más cárdenos. Durante el día había hecho mucho calor, tanto que hasta las aguas llegaron a estar más cálidas que de costumbre. Bayir, que había dado una vuelta completa a varias islas jugando a ver cuántas era capaz de rodear en una sola jornada, se alejó de pronto más y más, en línea recta, hacia poniente, para averiguar por dónde desaparecía el astro llameante del cielo. Siempre le sorprendía ver cómo aquel disco emergía de las aguas sin quemarlas y horas después se sumergía en ellas con la misma prodigiosa habilidad. Su padre le había dicho que el poderoso ser del cielo flotaba en el aire, pero Bayir pensaba que eso era imposible. De esta forma llegó a una zona de aguas relativamente profundas donde las olas besaban las costas de varias islas dispersas por el mar.

Unas islas nuevas y desconocidas para él.

Y fue entonces, al asomarse a ras del agua frente a una playa de arenas muy blancas, cuando...

La vio.

Una pequeña criatura de las islas.

Tan hermosa, tan increíblemente única, tan especial...

El pez había visto a muchos seres de dos piernas. Siguiendo el consejo de su padre, los rehuía cuando salían a pescar con sus maderas flotantes, pero los espiaba cuando jugaban o nadaban cerca de la orilla. A veces se aproximaba tanto que podía escuchar sus voces y así los veía más de cerca. Eran muy curiosos.

Sin embargo, nunca había visto a nadie como ella.

Su cabello, muy largo y muy negro, le llegaba más allá de la espalda. Sus ojos eran dos lunas, siempre llenas, y brillaban como dos constelaciones atrapadas en aquel universo acotado que formaba su rostro. La nariz era una colina apenas dibujada sobre sus labios, suaves corales cincelados por una naturaleza caprichosa y perfecta. Su piel oscura era una noche clara. Sus manos, algas vivas. Sus pies, ostras dulces. Y sus brazos y piernas, hojas de la más tierna palmera.

Bayir no supo qué le sucedía.

Su corazón empezó a latir tan rápido que las aguas se agitaron como si fuera a desencadenarse una tempestad.

Fue un arrebato, un impulso, una locura, una pasión tan fuerte y súbita que no la pudo reprimir. Al contrario.

Todo en él cambió de pronto.

Bayir se había enamorado.