3 El rapto de Seleine

 

El tiempo dejó de existir.

Con la cabeza a ras del agua, Bayir pasó mucho rato observando a la pequeña habitante de la isla.

No supo qué hacer hasta que, de pronto, ella corrió al agua y se arrojó de cabeza riendo.

Nadaba como el propio rey pez. Nadaba como los delfines o las sinuosas anguilas, como las sutiles rayas o las lánguidas medusas. El mar la acariciaba.

Tan bella como un coral.

Bayir se aproximó tanto que, sin darse cuenta, saltó por encima de las aguas y cruzó el cielo igual que un pájaro, con las aletas extendidas. El astro llameante le arrancó todos los destellos imaginables, desparramando un arco iris de verdad en la trayectoria semicircular de su vuelo. Cuando volvió a caer al agua, dejó de ocultarse. Nadó tan cerca de ella que les bastó extender una mano y una aleta para tocarse.

La piel de la pequeña era suave.

La de Bayir, fascinante.

Los dos se quedaron mirando, sorprendidos pero también felices.

–¿Cómo te llamas? –le preguntó Bayir.

–Seleine –dijo ella.

–Yo soy el rey del mar, el rey de todos los peces, y mi nombre es Bayir.

–Pero hablas como yo –se sorprendió la pequeña.

–Os he observado mucho tiempo. ¿Qué eres?

–Una niña, un ser humano.

–¿Y él? –preguntó Bayir señalando el astro del cielo, que en ese momento se sumergía entre las olas.

–Es el sol. Nos da vida, calor y energía.

–Sabes muchas cosas –suspiró el pez.

–Sé lo que sabe cualquiera –dijo ella, y volvió a tocarle con la mano.

Bayir se estremeció.

–Ahora debo irme –anunció Seleine.

–¿Por qué?

–Es hora de cenar, tengo que volver a casa. Solo quería darme el último baño del día.

–¿Tu casa?

–El lugar donde vivo. Está hecha con hojas de palma, y es muy agradable y bonita.

–Mi casa es el mar. También es agradable y hermoso.

–Entonces, eres afortunado.

–Ven –dijo el pez de repente, y le tendió una aleta.

–No puedo –se entristeció la niña antes de que su rostro volviera a iluminarse–. Pero regresaré mañana, y pasado, y siempre, para verte y ser tu amiga.

–No, no lo harás –el semblante del pez se ensombreció.

–Claro que lo haré. ¿Por qué iba a engañarte?

–Vosotros nos pescáis y nos coméis.

–¡Yo nunca haría eso! –protestó Seleine.

Los ojos de Bayir se llenaron de luces.

–Eres muy bonita –dijo.

–Y tú, el pez más increíble y bello que jamás haya visto.

El sol, como lo llamaba la niña, desapareció bajo las aguas.

La niña iba a marcharse.

Nadaría hacia la orilla, echaría a andar sobre sus frágiles piernas y desaparecería.

Bayir se estremeció todavía más.

Porque no quería perderla.

Quería...

Lo que hizo entonces fue un arrebato, una locura, algo en lo que ni siquiera había pensado. Simplemente... reaccionó así, movido por su joven ímpetu y su instinto animal.

Se acercó a Seleine, la rodeó con sus aletas en el más dulce de los abrazos y, sujetándola con fuerza, se la llevó al fondo del mar.