3. Misterios

Debby abrió lentamente los ojos. Se estiró y contempló la habitación. Ciertamente era muy distinta a la que compartía con Lucy en el internado. Recordó el rosa pastel de las paredes y de las colchas, y el blanco luminoso de los escritorios, el tocador y las mesillas de noche. En la habitación en que se hallaba los muebles eran bellos, pero demasiado oscuros. En las puertas del armario habían sido labrados complejos motivos florales, que hacían juego con los que se podían observar en las mesillas de noche, en la puerta y en el mueble que contenía la jofaina. Se levantó y se acercó a ella. Elaborada con fina porcelana, tenía una hermosa rosa dibujada que resaltaba sobre el fondo blanco. Debby se mojó las manos. El agradable frescor del agua despertó rápidamente sus ojos somnolientos y su tersa piel.

Se sentía algo cansada, había vuelto a ella el extraño sueño del que le había hablado a su tía, solo que esta vez aún parecía más real.

Ella caminaba por un extraño pasillo. Envolventes visos color violeta cubrían la oscura pared, en la que destacaban, puestos cual satánico adorno, pequeños nidos rosas con pájaros que parecían cobrar vida a su paso. Del final del corredor llegaba una voz melosa y traicionera que la llamaba:

—Débora, Débora…

Más Debby era fuerte y conseguía huir.

Intentando apartar ese pensamiento de la cabeza, se puso la bata y se acercó a la ventana. La abrió de par en par y se sentó en el repecho. El aire puro y frío la hizo estremecerse. El paisaje era muy hermoso. El valle, con los rojizos tejados de las casas del pueblo y la pequeña torre de la iglesia en el fondo, estaba recubierto por una suave neblina.

Extensos bosques en los que sin duda sería fácil perderse cubrían las laderas con su verdor. Un hilo de plata cuyas aguas provenían del cercano deshielo atravesaba serpenteando el valle. Debby sonrió feliz y, aun saboreando los aromas de la mañana, cerró la ventana y empezó a vestirse. Un conjunto de jersey y pantalón marrón y unos botines formaban su atuendo. Se recogió la parte superior del cabello y salió de la habitación, situada en el ala oeste. Todas las estancias estaban cerradas con llave, y las puertas estaban labradas con diferentes motivos. Debby se prometió investigar todo a fondo más tarde. Aquella casa, aunque hermosa, le parecía un misterio que estaba anhelante por resolver.

Aquella mañana, lady Angélica permanecía en el pasillo, preguntándose si debía ir a visitar a Lucy, cuando vio a Debby salir de su habitación. Al advertir su presencia, su sobrina le besó cariñosamente en la mejilla y le dijo:

—Buenos días, tía. ¿Descansaste bien?

—Sí, Débora —respondió lady Angélica halagada—. Me gustaría que te sintieras a gusto aquí. Sé que no es el lugar más apropiado para una jovencita, pero algún día será tuyo.

—Es precioso. Esto, tía, te agradezco que permitieras a Lucy quedarse. Para mí es como una hermana.

—Lucy… El abandono de sus padres la ha convertido en un ser vulnerable. Y eso me asusta.

—¿Cómo estás al corriente de todo eso? —preguntó Debby extrañada.

—Yo lo sé todo, Debby. ¿Así te llaman, verdad? Porque eres buena.

—No entiendo lo que dices, tía.

—Lo sé.

Dicho esto lady Angélica continuó subiendo las escaleras. Antes de desaparecer afirmó:

—El bien está contigo.

Debby estaba estupefacta. De no ser por el respeto que sentía por su tía hubiera dicho que estaba loca. Y seguramente lo estaba, se dijo a sí misma.

Seguía aún a los pies de la escalera pensando en el extraño comportamiento de su tía, cuando la señora Brotter la sacó de sus cavilaciones. Con su voz impertérrita le anunció:

—Su desayuno está preparado. ¿Desea que se lo sirva en el comedor?

—No es necesario. En la cocina estará bien.

—Sígame.

Una puerta comunicaba con el vestíbulo. Desde allí llegaron al pasillo por el que habían pasado la noche anterior. La primera puerta a la derecha, en la que Debby no se había fijado anteriormente, daba al gran comedor, le informó la señora Brotter. La estancia siguiente era la biblioteca. La parte izquierda estaba ocupada por el lavabo, la cocina y la despensa. Al fondo del pasillo estaba la puerta por la que habían pasado la noche antes, y que comunicaba asimismo con las habitaciones del servicio.

La cocina era impresionante. En la parte derecha había una mesa y dos largos bancos de madera; y en la pared decenas de cencerros estaban puestos de adorno. En la parte izquierda estaba la cocina. Grandes fogones ennegrecidos por el uso, antiguos estantes labrados de madera que guardaban la loza, picas y un fregadero eran su único mobiliario. Lo que le entusiasmó fue la despensa. Limpia y ordenada, el espacio había sido muy bien distribuido mediante armarios y alacenas. De pronto, Debby se fijó en una argolla que había en el suelo.

—Señora Brotter —llamó.

—¿Qué desea, señorita Débora?

—¿A dónde conduce esta trampilla?

—Comunica con las bodegas. ¿Quiere verlas?

—Naturalmente.

A instancias de la señora Brotter cogió un candelabro y encendió las velas. Debajo de la trampilla había una estrecha escalera.

—Tenga cuidado, señorita. Si me lo permite, iré delante.

Debby asintió y la señora Brotter le explicó una vez ambas habían descendido:

—Las bodegas son oscuras y frías, condiciones imprescindibles para que no se estropee el vino.

—¿Qué se hace con él?

—Nada. Este vino siempre ha estado aquí y siempre estará.

—¿Por qué hablaran todos de un modo tan extraño? —se preguntó Debby.

El recorrido era muy interesante, aunque la muchacha no se sentía muy a gusto. La señora Brotter tenía una mirada extraña y en aquellas bodegas parecía que el tiempo se hubiera detenido. Una gran araña pasó cerca de ellas y Debby ahogó un gritito.

—¿Quiere que nos vayamos ya, señorita? —propuso solícita la señora Brotter, como si leyera sus pensamientos.

Ella asintió, más de pronto se le cayó el anillo, con el que había estado jugueteando y corrió tras él. Al ir a cogerlo se fijó en una puerta escondida tras un tonel.

—¿A dónde conduce? —preguntó a su acompañante.

—A las mazmorras.

—No sabía que las hubiera.

—Hace tiempo que no se usan. Esta es una entrada secreta. Únicamente la conoce el servicio.

—Entonces, ¿por qué me lo ha explicado?

—Porque quizás algún día lo necesite —repuso la señora Brotter enigmáticamente.

Subieron en silencio las escaleras. Antes de pasar a la cocina la señora Brotter susurró:

—Le ruego que no explique lo que le he contado. Si desea visitar las mazmorras use la entrada principal.

—¿Dónde está situada?

—Detrás de la escalera que hay al final del corredor.

—No dude en que lo haré. Su secreto está a salvo conmigo.

La señora Brotter sonrió y se dispuso a preparar el desayuno. Debby se sentó en uno de los bancos y después de beber un poco de leche exclamó:

—Está riquísima. Tiene un sabor delicioso y está caliente. En el internado no saben lo que es ninguna de las dos cosas.

—Me alegra que le guste, señorita Débora. Y ahora, si me lo permite, he de ir a hacerme cargo de mis tareas. ¿Debo llevar el desayuno a la señorita Lucinda?

—No es necesario. Debe estar a punto de bajar. Lucy es muy…

No pudo acabar de hablar. La imagen de Lucy en la puerta la dejó sin habla. Llevaba sombra violeta en los ojos, máscara de pestañas verde en las pestañas, pintalabios rojo en los labios y los pómulos muy marcados con colorete. El pelo, que solía llevar bien peinado y con la parte superior recogida hacia atrás con una aguja, estaba ahora desmelenado y endurecido con laca. Un jersey negro muy ceñido y unos pantalones cortos y ajustados con unas medias oscuras formaban su atuendo.

Con un tono de voz desconocido por Debby dijo:

—Hola, encanto. Cuidado con lo que comes. La delgadez de hoy quizás no durará para siempre. Señora Brotter, ese peinado le sienta fatal. Debería cambiárselo.

—¡Lucy! —la reprendió su amiga.

Sin embargo, la señora Brotter no parecía extrañada de su comportamiento, aunque quizás un poco intranquila. Sin embargo, su voz denotaba la misma impasibilidad de siempre al decir:

—Buenos días, señorita Lucinda. Su desayuno está servido.

Silenciosamente salió de la habitación mientras Debby, visiblemente molesta, evitaba mirar a su amiga. De pronto Lucy cayó en redondo. Rápidamente Debby llegó a su lado y ella le susurró enigmáticamente:

—Debby, no me dejes ir…

Ella la miró extrañada, pero la ayudó a levantarse y le tendió un vaso de agua mientras le decía cariñosamente:

—Lucy, tranquila. No pasa nada. Estoy segura de que la señora Brotter aceptará tus disculpas.

—Yo, yo no sé cómo he podido hablar así. Y mi pelo, ¿qué le he hecho? ¿Y por qué me he puesto esta ropa? No recuerdo nada. Debby, tienes que creerme, algo raro está pasando.

—Lucy, tranquilízate. Mira, estas últimas semanas fueron agotadoras. Estudiábamos hasta tarde y teníamos que soportar una fuerte tensión nerviosa. Y estoy segura de que te has pasado la noche pensando en fantasmas. Con unos días de descanso se te pasará todo. Desayunemos y estoy segura de que te encontrarás mejor.

Lucy asintió, pero permaneció silenciosa el resto del desayuno, así que Debby le habló de su visita a las bodegas:

—Son muy interesantes. Aunque no deseo volver.

—¿Demasiado vino?

—No, demasiadas arañas.

Las dos chicas rieron. Lucy apuró su tazón de leche y dijo:

—Voy a cambiarme de ropa.

—Me parece bien. Yo iré a pedir permiso a Angus para poder curiosear por la casa.

—Te espero dentro de diez minutos en mi habitación. ¿Te acuerdas de dónde está?

—Sí. Un momento, ¿cómo has sabido dónde estaba la cocina?

—No lo sé. Supongo que por intuición. Hasta ahora.

Debby se quedó pensativa. Había algo extraño que no acertaba a comprender. Con sobresalto volvió a la realidad al oír que Angus le decía:

—Buenos días, señorita Débora. ¿Ha pasado una buena noche?

—Sí. Gracias Angus. Si no le es molestia, nos gustaría ver la casa.

—Naturalmente, señorita. Yo mismo las acompañaré.

Diez minutos más tarde, Lucy, ataviada con pantalones blancos y un amplio y cómodo jersey verde, les esperaba en el vestíbulo. Se había recogido el cabello en una coleta y había retirado el maquillaje.

Con el servicial mayordomo a la cabeza llegaron al ala este.

—Aquí se encuentran las habitaciones del servicio. Esta que ven a su derecha pertenece a Gladys, la camarera. Las siguientes están ocupadas por la señora Kers, la cocinera y Millie, Margot, Anne y Susanne, las doncellas. Las que ven a su izquierda pertenecen a la señora Brotter y a mí, respectivamente.

Debby y Lucy pudieron observar que los aposentos de estos últimos eran visiblemente más grandes que los de las criadas. Y seguramente estaban mejor decorados y amueblados. Naturalmente ninguna de las dos chicas solicitó ver el interior de las habitaciones. Volvieron al vestíbulo y se adentraron en el ala oeste. La primera puerta a la izquierda, en la que aparecían labradas unas hermosas campanillas, conducía al antiguo cuarto de los niños.

Lucy y Debby no pudieron ocultar su deleite ante los antiguos y bonitos juguetes que ocupaban la habitación. Había una gran casa de muñecas, con tres plantas y un desván. En ella habían sido reproducidos hasta los más mínimos detalles: flores y un gran espejo en el recibidor; vajillas completas en los estantes del comedor; mantel, servilletas, platos, cubiertos y una gran sopera en la mesa; delicados tapetes y diminutas lámparas en las mesas; fogones ennegrecidos y una gran chimenea en la cocina; alimentos en la despensa, brillantes ollas y teteras en alacenas; jofainas y toallas; antiguos vestidos en los armarios; una mecedora en el cuarto de la abuela; telarañas ficticias en el desván…

Cada vez descubrían más cosas. Entre aquellos juguetes parecían haber recuperado sus sueños infantiles. Debby exclamó:

—Me gustaría haber jugado aquí de pequeña.

Angus sonrió ante la sinceridad de la muchacha y Lucy añadió:

—A mí también. Mira este carrito de madera. Va tirado por seis caballos. Ni siquiera en los museos había visto uno igual.

—¿Y qué me dices del carrito de leche?

—¡Que soldaditos tan bonitos!

—¡Y cuántas muñecas de porcelana!

Angus las miraba con aire paternalista. Con un tono de voz muy diferente al que estaban acostumbradas a oír dijo dirigiéndose a Debby:

—Quizás sus hijos jugarán aquí algún día, señorita.

—Me gustaría —declaró Debby con vehemencia—. Me gustaría mucho.

—Aunque para eso tengas que encontrar primero novio… —le recordó Lucy con una sonrisa burlona.

—Muy graciosa…

En el ángulo izquierdo de la habitación había una pequeña puerta que comunicaba con el cuarto de los niños. Al verlo, Lucy y Debby no pudieron evitar una exclamación de asombro, parecía que estuviera esperando la llegada inminente de los retoños de la familia. La madera del armario y las mesitas no mostraba ningún signo de envejecimiento y se veía pulida y cuidada. En un rincón resplandecía una hermosa jofaina de porcelana, a la que Lucy se acercó para comprobar si estaba vacía. En medio del cuarto se hallaban colocadas dos coquetonas camitas cubiertas por colchas formadas por cuadritos de diferentes colores y texturas. En el ángulo derecho de la habitación una diminuta cuna de madera con una muñeca de porcelana en su interior daba el último toque de realidad. Lucy comentó:

—Esta habitación está muy bien conservada.

—La señora Brotter se alegrará de su observación, señorita Lucinda. Se encarga personalmente de preservarla de cualquier daño o deterioro.

Debby permanecía en silencio. Aquella habitación le despertaba la imaginación. Le parecía ver retozar a los niños sobre las camas, el aya amable pero severa instándolos para que se pusieran a dormir, y al bebé sollozar en busca del consuelo de unos brazos cariñosos. De pronto un pensamiento la asaltó y preguntó:

—¿Dormía aquí mi madre con mi tía?

—No, este cuarto era usado exclusivamente por lady Angélica.

—¿Cuál era la habitación de mi madre?

—Ninguna. Su madre jamás habitó en esta casa. Poco después de su nacimiento fue trasladada al pueblo donde usted nació.

—¿Por qué? —se apresuró a preguntar Debby, intrigada.

Angus arqueó las cejas y contempló fijamente a la muchacha, que supo inmediatamente que había cometido una incorrección. Un mayordomo podía hacer constatar unos hechos en caso de ser preguntado, pero no era lícito que diera explicaciones sobre el modo de actuar de la familia con la que trabajaba. Así que Debby se apresuró a cambiar de tema diciendo:

—¿Con qué comunica esta puerta?

—Es la habitación del aya. Síganme.

En silencio atravesaron la puerta. La estancia era pequeña pero cómoda y acogedora. Un armario, dos mesitas, una cama y un tocador con su jofaina eran los únicos muebles visibles. Junto a ella el cuarto de baño de los niños. Pronto salieron de allí y se encontraron en el pasillo, delante de otra habitación. Esta era grande, espaciosa; y estaba formada por dos camas con sus correspondientes mesitas, un gran armario y un tocador, todo ello en madera de roble. Las colchas eran de suave terciopelo azul, al igual que las cortinas. Angus aclaró:

—Este dormitorio tenía una doble finalidad: si la familia era numerosa era ocupada por los dos niños que tenían edad de abandonar su cuarto infantil; pero si no lo necesitaba se destinaba como habitación de invitados auxiliar o, en su defecto, se cerraba hasta que fuera necesario su uso. La habitación que veremos a continuación era usada con el mismo motivo, aunque por los jóvenes de la casa. Podrán observar que es idéntica a esta, si exceptuamos el color salmón del terciopelo con el que han estado confeccionadas las colchas y las cortinas. Ambas tienen cuartos de baño adosados.

La habitación siguiente era la de Lucy. Angus explicó:

—Esta es la habitación de los invitados. Solía ser ocupada por matrimonios.

Dicho esto permaneció educadamente en la puerta mientras Lucy enseñaba a Debby la estancia. Esta última constató:

—Es bonita.

—Esta casa es absolutamente preciosa —comentó la aludida—. Tienes suerte de que sea de tu familia.

—Lucy, tú tienes tres hermosas casas…

—No es lo mismo. Todas ellas son nuevas, prefabricadas. Esta casa es diferente. Cada muro y cada piedra son un retazo de historia de nuestro país y de tu familia.

—Así es —asintió Debby en un susurro. Y tomando cariñosamente del brazo a su amiga añadió:

—Siempre serás bienvenida aquí.

Lucy sonrió y acompañó a su amiga hasta la ventana. La vista que se observaba desde allí era muy diferente a la que poseía esta última. Abarcaba la parte sur del valle, recubierto en su totalidad por frondosos bosques, el granero y la fuente. Debby comentó:

—Después de comer podemos inspeccionar la parte exterior de la casa. Ayer apenas si pude vislumbrar nada a causa de la tormenta.

—Perfecto, me apetece tomar un poco el aire —corroboró Lucy.

Angus llamó levemente en la puerta con los nudillos, indicándoles que su visita debía proseguir. Subieron por unas escaleras y llegaron al segundo y último piso de esa parte de la casa, donde Angus les informó:

—El ala derecha está ocupada en su totalidad por las habitaciones de lady Angélica, en las que obviamente no entraremos.

Siguiendo al diligente mayordomo, las dos muchachas entraron en la primera estancia del ala izquierda, en cuya puerta había sido grabado un ramo de flores silvestres. Al entrar en ella se vieron cegadas momentáneamente por el fuerte sol del mediodía, que entraba a raudales a través de dos grandes ventanales.

—Este era el cuarto de estudio de los herederos de la familia. Si mostraban aptitudes para ello, también eran instruidos en el arte del dibujo.

—Ciertamente, el paisaje que se observaba desde la ventana y la gran luminosidad de la estancia favorecían esas tareas —pensó Debby. Y estuvo segura de que ella se sentiría muy feliz estudiando allí, comenzando a lamentar no haber visitado a su tía antes.

Bajo la ventana habían sido colocados dos hermosos bancos de madera, labrados finamente. En la parte derecha de la habitación un armario, una gran mesa y varias sillas eran el recuerdo del continuado uso que de ella habían hecho jóvenes muchachos. En la parte izquierda un gran tablero de dibujo y unas banquetas situadas cerca de enormes bastidores constituían el resto del mobiliario. Dejándose llevar por la imaginación las chicas pudieron llegar a ver el pintoresco cuadro de traviesos mozalbetes recostados sobre sus libros de estudio, hermosas muchachitas vestidas con largos vestidos de encaje blancos con lazos rosados concentradas en sus bordados y tapices, e incluso la figura seria y recatada de una diligente institutriz.

—La siguiente habitación era usada invariablemente por el primogénito. Tengo entendido que ahora es ocupada por usted, señorita Débora.

—Así es —asintió la aludida—. A propósito, ¿cree que Lucy y yo podríamos ocupar un cuarto doble? Estamos acostumbradas a compartir habitación.

—Lo lamento, pero en esta casa se guarda rigurosamente la etiqueta. Y usted debe ocupar el dormitorio que le pertenece.

Lucy la miró con resignación y Debby añadió:

—¿Queda alguna cosa por ver?

—El desván, que ocupa todo el segundo piso del ala este. Pero no es aconsejable que subamos ahora. Falta poco para la comida y lady Angélica es muy estricta con los horarios.

—Podemos ir esta tarde —sugirió Lucy.

—Yo les aconsejaría que pospusiesen su visita a mañana. El desván es oscuro y está muy desordenado, podrían sufrir algún percance.

—Así lo haremos —aceptó Debby—. Muchas gracias por habernos acompañado.

—Sí —corroboró Lucy—. Ha sido muy amable de su parte.

—Ha sido un placer, señoritas. Ahora, con su permiso, voy a retirarme. Recuerden que la comida será a la una y media en el comedor.

Mientras el diligente mayordomo se retiraba silenciosamente, Debby enseñó a Lucy su habitación. Sentadas sobre la cama, tal y como solían hacer en el internado, intercambiaron opiniones sobre la casa y el servicio, e hicieron grandes planes para el resto de sus vacaciones.

La risa adolescente de las muchachas resonaba en las paredes del elegante comedor de la mansión, y daba un toque de vida a la frialdad aparente que este comunicaba. Sin duda, pensó Debby, era una habitación de enorme belleza. Los altos muebles de madera, finamente tallados, dejaban entrever por los cristales los delicados juegos de té y de café realizados en costosa plata o en delicada porcelana decorada con hermosos motivos florales. Destacaban también las vajillas grabadas con escenas costumbristas de épocas anteriores y las copas y vasos realizados en un cristal tan fino que parecía que iban a romperse en cualquier momento. En las oberturas de estos muebles destacaban diversas estatuas de mármol, que le traían a la memoria los cuerpos atléticos y desnudos de las figuras griegas admiradas en los libros de arte, y jarrones de porcelana exquisitamente labrados.

—¿Más pastel señorita Débora? —preguntó Angus sacándola de sus cavilaciones.

—No, gracias. La verdad es que he comido en exceso. Tía, deberías dejar que me llevara a la señora Kers al internado. Es la mejor cocinera que he conocido.

lady Angélica rio complacida y después replicó:

—Lo siento querida, pero la señora Kers me es imprescindible.

—En ese caso te tendré que venir a visitar con frecuencia —afirmó Debby sonriendo al tiempo que tendía la mano a su tía por encima de la mesa.

—Eso sería maravilloso —comentó lady Angélica estrechando la mano de su sobrina. Y dirigiéndose a Lucy añadió:

—Y tú, jovencita, ¿querrás volver a visitarme?

—Es usted muy amable —contestó la aludida.

Angus se acercó a la mesa y dirigiéndose a lady Angélica preguntó:

—¿Sirvo el té, señora?

—Sí, Angus. En el salón.

lady Angélica se levantó silenciosamente y, tomando por la cintura a las muchachas, se dirigió al salón contiguo, separado del comedor por una pared con una gran obertura central en arco. Tres grandes y cómodos sofás que, tapizados con telas de color verde oscuro, se distribuían en torno a unas mesitas de madera, un mueble bar y una chimenea constituían todo el mobiliario. En las paredes destacaban hermosos tapices que representaban escenas típicas de la campiña.

Después de que el diligente mayordomo les hubiera servido lady Angélica inquirió:

—¿Qué tenéis pensado hacer esta tarde?

—Nos gustaría explorar los alrededores. El paisaje que se divisa desde las ventanas del piso superior es magnífico, supongo que en vivo debe ser aún más bonito.

Al oír esto lady Angélica se quedó mirando fijamente a Lucy y una sombra de miedo se posó en sus ojos.

—¿Sucede algo, tía? —preguntó Debby, algo preocupada.

lady Angélica simuló una sonrisa diciendo:

—No es nada.

—Si prefieres que nos quedemos aquí…

—¡Oh, no! No serviría de nada. Salid y divertíos. Pero bajo ningún pretexto os adentréis en el bosque —les ordenó enigmáticamente.

—¿Quieres acompañarnos?

—Lo siento, pero debo prepararme.

Lucy y Debby intercambiaron una mirada interrogativa. Lucy, temiendo una reacción similar a la de la noche anterior, preguntó:

—¿Tienen caballos? Desde la ventana de mi cuarto he visto las caballerizas.

—Naturalmente. Cuatro hermosos, robustos y veloces caballos. Yo ya no monto en ellos, pero me gusta contemplarlos. Si os apetece, podéis salir mañana a dar un paseo.

—¡Por supuesto! —exclamaron las dos al unísono.

—En ese caso, se lo comunicaré a Matthew.

—¿Quién es? —inquirió Debby.

—Un joven de la aldea. Se encarga del cuidado de los caballos y a cambio yo le dejo que los monte siempre que quiere. Es un gran jinete, y un buen chico. Estoy segura de que estará encantado de acompañaros.

Cuando lady Angélica salió de la habitación las dos chicas intercambiaron una mirada divertida y Lucy comentó:

—Me pregunto si también será guapo…

—¿Es que no te basta con mirar la fotografía de Jimmy todo el día?

—¡Qué simpática! Pensaba en ti… Quien sabe, puede que sea el chico de tus sueños…

—Sí, seguro que en mitad de la nada encuentro novio… Me conformaré si nos enseña buenos lugares para cabalgar.

—Yo también voto por ello y, para que conste, no me paso el día mirando fotografías de Jimmy.

—Si tú lo dices…

Lucy se sonrojó y Debby decidió no insistir, aunque no pudo evitar sonreír por lo bajo. Si Lucy quería jugar al escondite en su relación, no sería ella la que diera el paso definitivo para sacarlo a la luz.

Cogidas del brazo, como hacían en el internado, fueron hasta la puerta principal, donde Angus las esperaba ya con los abrigos en la mano. Se abrigaron y salieron al exterior, estremeciéndose a causa del cambio de temperatura.

El fuerte viento ondeaba sus cabellos y las hacía caminar inseguras por el camino que rodeaba la casa. Débiles rayos de sol se filtraban entre las oscuras nubes, que con sus extravagantes formas anunciaban una cercana tormenta. Debby y Lucy caminaban entre risas, deteniéndose en ocasiones para recoger algunas florecillas que intentaban sobrevivir bajo la acción del frío, el mismo frío que daba un color rojizo inconfundible a las mejillas de las muchachas.

Al llegar a una esquina de la casa encontraron una pequeña fuente, cuya agua helada surgía entre unas rocas. Lucy acarició levemente el agua estancada y, al tiempo que se formaban diminutos círculos cristalinos, un ligero estremecimiento dominó por unos segundos sus sentidos. Debby, más osada, cogió un poco de agua con las manos y bebió, paladeando a pesar del frío la pureza de su sabor. Continuaron caminando. Se acercaban al bosque y Debby, recordando el consejo de su tía, declinó la sugerente idea de adentrarse en él y se dispuso a rodearlo. Apenas había caminado unos pasos cuando sus ojos se posaron en una estatua de piedra gris que, con un realismo asombroso, representaba un gnomo de mirada perversa, con largas barbas descuidadas y un hacha colgando del cinto. Débora se estremeció y exclamó:

—¡Mira lo que he encontrado!

Al no obtener respuesta se giró en redondo. No había nadie.

—¡Lucy!, ¡Lucy! —gritó con todas sus fuerzas.

Dio una pequeña vuelta en el camino y vociferó:

—¡Lucy, no tiene gracia!

Un potente trueno ahogó su grito, al tiempo que una rama cercana se partía en dos por la acción destructiva de un rayo. Debby continuaba llamando a su amiga. La repentina oscuridad que iba envolviendo el valle la asustaba y preocupaba. Por unos momentos creyó que Lucy habría vuelto a la casa, pero al ir a sujetarse en un tronco de un árbol del bosque que lindaba con el camino en el que ella se hallaba situada observó la cinta que Lucy llevaba en el pelo enredada en una rama. En su cabeza resonaban las palabras de advertencia de su tía: «No os adentréis en el bosque, no os adentréis en el bosque». Y sin embargo, Lucy estaba allí, en el bosque oscuro y traicionero, bajo una fuerte tormenta y entre árboles que atraían rayos tan cegadores como destructivos.

Apartando unas ramas caídas se adentró en él. Una repentina cortina de agua dificultaba sus pasos y su visión. Temblaba de frío y de miedo, caminaba zarandeada por el fuerte viento, sentía las ropas mojadas pegadas a su piel y el peso que estas producían le hacían encogerse. Ignoraba ya donde se encontraba. El laberinto de árboles, ramas secas y animales que huían despavoridos la atormentaba y le hacían perder todo sentido de la orientación. De pronto, divisó a lo lejos la figura de Lucy desplomándose en el suelo. Corrió hacia ella. Sus rubios cabellos, enredados e impregnados de lodo, rodeaban su cuello y se ceñían sobre sus pálidas mejillas. Debby ahogó un grito e intentó reanimar a su amiga. La tormenta arreciaba, convirtiendo el bosque en su peor enemigo. Debby lo sabía, pero Lucy seguía sin despertar. De pronto un rayo atravesó fulminante el árbol bajo el que se hallaban situadas y lo partió en dos. Estaba a punto de caer sobre las muchachas, apenas se sostenía en pie gracias al apoyo del árbol de al lado, que, sin embargo, no aguantaría su peso durante mucho más tiempo. Lucy, que había abierto los ojos a causa del ensordecedor ruido, sintió la mano de su amiga que la instaba a que se levantara y su voz apremiante que le decía:

—¡Corre, Lucy, corre!

Corrían con todas las fuerzas que les quedaban, saltando ramas y troncos caídos, entre tropezones y golpes. De pronto una luz se vislumbró entre los árboles y las muchachas corrieron hacia ella. Era Angus, con un semblante de preocupación y calado hasta los huesos, que les esperaba para llevarlas de vuelta a casa.

lady Angélica, acompañada por el ama de llaves y la cocinera, les esperaba nerviosa y preocupada en el vestíbulo. Apenas habían traspasado el umbral de la puerta cuando ella y la señora Brotter rodearon a las muchachas para ayudarles a quitarse los abrigos mojados. Lady Angélica ordenó:

—Señora Brotter, prepare un baño bien caliente para las señoritas. Y dígale a la señora Kers que prepare algo para beber. Rápido.

—Sí, lady Angélica. Acompáñenme, señoritas.

—Tía Angélica, yo —musitó Debby.

—Luego, Débora, luego. Id a quitaros esa ropa mojada antes de que cojáis un resfriado. Angus, puede retirarse. Gracias.

Después de observar como todos se retiraban en silencio lady Angélica abrió la puerta de la calle y, tomando el aldabón con las manos, musitó una extraña oración al tiempo que pasaba los dedos sobre el rostro sin formas de la mujer representada. Sus peores presentimientos se habían cumplido, «ella» había vuelto. Jamás, cuando invitó a Debby, pensó que algo así podría suceder. Asustada por los sueños que Debby le había confesado en su última visita al internado, la había invitado para protegerla. Y ahora no solo su sobrina estaba en peligro, sino también aquella pobre muchacha que nunca debería haber ido a la casa. Sintió una mano en su espalda, se giró y vio el rostro preocupado de Angus, que solo musitó unas palabras:

—Ha vuelto, ¿verdad?

lady Angélica se limitó a tomarle de la mano y decirle amargamente:

—Avise al resto del servicio, todos tendremos que estar preparados.

El chispeante fuego de la chimenea iluminaba la biblioteca, configurando una atmósfera cargada e irreal. Cerca de ella, sentadas en cómodas butacas, se hallaban Debby, Lucy y lady Angélica. Debby fue la primera en hablar:

—Siento lo ocurrido, tía.

lady Angélica dejó la taza de té en una mesita cercana y preguntó con suavidad:

—Sinceramente, ¿por qué desoísteis mi ruego?

Debby miró a Lucy interrogativamente y esta respondió:

—Ha sido culpa mía, lady Angélica. Estaba cerca del bosque cuando de pronto perdí de vista a Debby. Me pareció oír que alguien me llamaba entre los árboles. A medida que me iba adentrando la voz se hacía cada vez más clara. Me decía Lucinda, así que creí que era una broma suya.

—Claro que te llamaba —la interrumpió su amiga—. Pero desde el camino que linda con el bosque, no desde este. Y siempre grité «Lucy».

—Deja que Lucinda acabe de explicarse —le instó lady Angélica, al tiempo que añadía:

—Continúa, muchacha.

Lucy, con los ojos bajos y jugueteando con el ribete del jersey como hacía siempre que estaba nerviosa, añadió:

—Cuando estalló la tormenta, me di cuenta de que me había perdido. Caminé durante unos minutos y después la voz se hizo más fuerte. Lo último que recuerdo es que perdí el sentido.

lady Angélica se levantó y después de pasear durante unos minutos en silencio por la habitación les dijo:

—El bosque entraña peligros insospechados por vosotras. Esta tarde habéis tenido mucha suerte, pero a partir de ahora debéis tener mucho cuidado…

Lentamente se acercó a ellas y, tomándolas de las manos les musitó:

—Seguid vuestro instinto. Yo debo ir a prepararme, debo estar lista…

Debby y Lucy contemplaron como salía de la habitación y después Debby comentó:

—¿Por qué hablará siempre de ese modo? Me pone nerviosa.

Lucy esbozó una sonrisa y después contestó:

—A mí también. A propósito, gracias por haberme salvado en el bosque.

—¡Oh, no es nada! Solo lo hice por la estupenda recompensa económica que vas a darme.

Lucy le tiró un cojín por toda respuesta y, entre risas y charlas, pasaron el resto de la tarde.

A la luz de las velas el comedor adoptaba un aire aún más elegante y distinguido. La fina porcelana, el delicado mantel blanco, el brillo resplandeciente de las copas y el vestir cuidado del mayordomo trasladaban a las muchachas a una época y unas normas a las que no estaban acostumbradas. Lady Angélica las miraba sonriente. Hacía mucho tiempo que deseaba ver a su sobrina allí, en el lugar que le correspondía. Miró a Angus, que pareció leer sus pensamientos. Había deseado quedarse con su custodia desde que fallecieron sus padres, pero siempre supo que lo mejor para ella era estar con sus abuelos paternos, lejos de aquella casa, lejos del peligro. Sabía que Debby pensaba que la había dejado en el internado porque no quería que viviera con ella, pero no había nada más lejos de la realidad. La maldición la había alejado del amor, de formar una familia, de disfrutar siquiera de la suya propia. Debby podría haber sido una hija para ella, pero por el temor a perderla como al resto de sus seres queridos, la había mantenido alejada. Sin embargo, ahora ya no podía seguir en la distancia, no cuando sentía que se iba haciendo mayor y sabía que Debby tarde o temprano heredaría todos sus bienes. En sus visitas al internado siempre le había transmitido una fortaleza muy similar a la suya, fortaleza que siempre le faltó a su madre. Por ello se había decidido a invitarla, aunque jamás pudo predecir que consigo trajera a aquella sensible muchacha. Su rostro se contrajo, preocupada, y Angus le hizo un gesto para evitar que su sobrina sospechara. Ella le agradeció con la mirada y le indicó que podía comenzar a servir. Angus colocó la sopera sobre la mesa y, cuando se disponía a servirla, Debby le dijo:

—Lucy y yo queremos darle las gracias por haber salido a buscarnos. Ha sido usted muy valiente.

Por unos segundos la cara de Angus se contrajo por la emoción, pero después recuperó su compostura y replicó:

—Es un placer haberlas ayudado, señoritas.

lady Angélica sonrió y le indicó que siguiera sirviendo.

La cena había terminado, y Angus volvió para indicarles que pasaran al salón, donde se sentaron en las butacas más próximas a la chimenea.

lady Angélica se recostó y comentó añorada:

—Recuerdo que cuando era pequeña solía sentarme en esta silla, cerca de la abuela. Ella sonreía, me acariciaba el pelo y, mientras jugueteaba con alguno de mis rizos me contaba leyendas, cuentos e historias del país. La mayoría de las veces me quedaba adormecida sobre la butaca, oyendo de lejos sus palabras.

—Mi abuela también me explicaba historias, sobre todo mientras cocinaba. Yo me sentaba en un taburete demasiado alto, que me dejaba las piernas colgando, y la escuchaba con atención mientras la observaba trajinar con los pucheros —afirmó Debby, con un acento triste al recordar su infancia pasada.

Lucy, que las había estado escuchando con una mirada ausente y melancólica, comentó con voz amarga:

—Lo único que yo recuerdo es a las profesoras del internado durante el período escolar y a las criadas que me ponían delante del televisor esperando que me durmiera pronto las escasas ocasiones que estaba en casa de mis padres.

Debby miró a su amiga e intentó pensar en algo para animarla. De pronto una idea surgió en su mente y exclamó:

—¡Tía, cuéntanos una de esas leyendas!

—Pero Débora, querida, hace años de eso. No creo que recuerde ninguna.

—Estoy segura de que sí —insistió Debby.

—Está bien. ¿De qué queréis que trate?

—De gnomos —contestó al instante Debby—. Esta tarde he visto la estatua de uno cerca del bosque. Tenía aspecto de perverso.

—¡Oh, sí!, Bake, el malvado, le llamaban. Cuenta la leyenda que cerca de estas montañas había una mina de oro desconocida por los mortales. Un ejército de traviesos gnomos trabajaba en ella. Les dirigía una bruja, conocida por todos por lo justo de su proceder. Un día, tres gnomos dieron con una gran veta. Trabajaron duramente y lograron llenar sus sacos. De los tres, solo Bake regresó con vida a la superficie. El malvado ser robó el oro de sus compañeros, después de acabar con ellos. Al instante se dio a la fuga. Nadie lo había visto. Atravesó montañas y valles, hasta que llegó hasta esta zona. Creyó que estaba salvado pero la bruja, después de consultar con su bola de cristal, se montó en su escoba mágica y le alcanzó. Murmuró unas palabras mágicas y el malvado gnomo quedó convertido en una estatua de piedra. Según la leyenda, el gnomo se librará del hechizo el día que los gritos de los asesinados dejen de oírse en el túnel en el que perecieron.

Lucy y Debby aplaudieron y la primera comentó:

—Me gustaría saber quién inventó esa historia.

lady Angélica la miró seriamente y le preguntó:

—¿Por qué crees que es mentira?

—Porque los gnomos solo existen en la imaginación —se apresuró a contestar ella.

—No creas únicamente en aquello que veas, querida, podrías llevarte una sorpresa.

Y en tono más amable añadió:

—Será mejor que nos retiremos a descansar. El día ha sido largo y cansado. He hablado con Matthew, el chico de quien os hablé. Vendrá mañana.

—Estoy deseando ver los caballos —afirmó Lucy—. Al estallar la tormenta no pudimos visitarlos esta tarde.

—Y yo —corroboró Debby. Y acercándose a su tía la besó y dijo:

—Que descanses, tía.

—Buenas noches, Débora. Buen reposo, Lucinda.

—Hasta mañana.

lady Angélica se retiró silenciosamente, al tiempo que la señora Brotter entraba en la habitación para acompañar a las muchachas a sus habitaciones.

Debby y Lucy seguían hablando animadamente mientras seguían a la señora Brotter por las escaleras. Esta se detuvo primeramente, al igual que la noche anterior, en la habitación de Lucy.

—¿Quieres que venga después a tu habitación y charlemos un rato? —preguntó Debby solícita.

—¡Oh, sí! —contestó rápidamente Lucy. Pero al instante un quejido salió de su interior y, disimulando un gesto de dolor, añadió:

—Será mejor que no. Quiero estar sola.

Debby, advirtiendo un extraño brillo en los ojos de Lucy, inquirió:

—¿Te encuentras bien?

—Claro que sí, pequeña. Buenas noches, Débora. Señora Brotter… —contestó en un tono de voz irónico y burlón.

—Buenas noches, señorita Lucinda —se despidió la señora Brotter al tiempo que señalaba a Debby que debían proseguir. Esta última se alejó con un semblante de preocupación en los ojos, fruto del insólito comportamiento de su amiga.

Apenas entró en su habitación, Lucy sintió de nuevo aquel pinchazo en la cabeza y se dejó caer de rodillas en el suelo, junto a la puerta. Las lágrimas fluían a sus ojos sin cesar. Tenía miedo, quería huir y quería quedarse. A instantes se sentía la misma Lucy de siempre y en otras se encontraba hablando y actuando de un modo totalmente diferente que ella reprochaba. Quería pedir ayuda, sincerarse con Debby, pero no podía. Aquella fuerza que la llamaba era más fuerte que ella, dominaba sus sentidos, su vida, su manera de actuar…

Lucy caminaba de nuevo por aquel extraño pasillo. Los velos color violeta se ceñían violentamente sobre su cuerpo y le rodeaban el cuello cortándole la respiración, conduciéndola inexorablemente hacia aquella malvada, perversa y melosa voz que le decía:

—Ven, Lucinda, ven. Sígueme y ya nunca estarás sola, sígueme, Lucinda, sígueme…

Mientras Lucy se dejaba llevar, lady Angélica permanecía nerviosa en su despacho, intentando encontrar una manera de ayudar a aquellas muchachas. Se sentía perdida, y por ello apenas reparó que Angus había entrado en la habitación después de golpear quedamente la puerta.

—Angus, ¿puedo ayudarte en algo?

El mayordomo cambió su semblante serio por una sonrisa amable y contestó con suavidad.

—En realidad, me preguntaba si yo podía ayudarla a usted.

—No necesito nada, gracias, la cena estuvo perfecta.

—No me refería a eso, y usted lo sabe.

lady Angélica sonrió suavemente, recordando que Angus la conocía más que ella a sí misma. No en vano llevaban toda la vida juntos, no en vano sabía que él jamás la abandonaría. Con voz apenada comentó:

—Me temo que no haya nada que ninguno podamos hacer. La otra noche hablé con la señora Brotter e intenté infundirle ánimos, decirle que aún hay esperanza, pero ahora lo veo tan complicado…

—Sin embargo…, esa chica…, no podemos permitir que suceda de nuevo. ¿Y si también afecta a la señorita Débora?

lady Angélica se levantó pausadamente, y le tomó las manos en un gesto de ternura que pocas veces se había permitido a lo largo de su vida en común. Con voz apenada contestó:

—Debby es fuerte, resistirá, como lo hice yo. Pero no sé cómo ayudar a Lucy…, no lo sé…

Suspiró sin dejar de apretarle las manos y añadió:

—Lo mejor será que vaya a la biblioteca, puede que allí encuentre alguna respuesta.

—Hemos revisado esos libros cientos de veces…

—Lo sé, pero quizás se me escapa algo…

—Entonces, la ayudaré.

—No es necesario. Váyase a descansar.

Angus la miró paternalmente y, mientras sostenía su mano con fuerza, afirmó:

—Yo nunca voy a dejarla, lady Angélica, mientras sea mi destino permanecer en esta casa, seguiré a su lado, ayudándola y protegiéndola.

Ella tembló, estremecida por las palabras de quien ya era parte de aquella casa mucho más que ella misma. No le contestó, pero, ajenos a las miradas diurnas del resto del personal, fueron cogidos del brazo en su último intento común de encontrar una respuesta que evitara una nueva tragedia.