EL CRIMEN

Seis años atrás había huido de la ciudad de Sandwich, y ahora regresaba a ella. Sus servidores plantaron en la proa la cruz de Canterbury, y cuando la pequeña embarcación se acercó, el pueblo descendió a la playa para darle la bienvenida. Muchos se internaron en el agua, disputándose el honor de ayudarle a desembarcar. En la costa, muchos se arrodillaron y pidieron su bendición.

Un hombre gritó: -Bendito sea quien viene en nombre del Señor.

Y otros gritaron: -Hosanna.

Cuando tomó el camino a Canterbury, la gente se agrupaba detrás de él. Todos decían: -Ha regresado con nosotros. Dios nos bendijo y nos lo devolvió.

En la propia ciudad de Canterbury echaron a volar todas las campanas. La gente vestía sus más finas prendas; el gentío colmaba las calles; unos a otros decían que todo estaba bien en Canterbury, pues Becket había retornado.

Tomás entró en la catedral. Su alegría porque ahora estaba de nuevo en su propia iglesia era infinita. Ocupó el trono, y uno por uno sus monjes vinieron a recibir el ósculo de la paz, y el pueblo que había ingresado en la catedral miraba sobrecogido.

Algunos murmuraban: -Ahora, todo está bien. Ha regresado.

Muchos se sintieron profundamente perturbados por su regreso; los que habían ayudado a destruirlo; los que habían participado en la coronación del joven Enrique; los que habían creído que verían realizadas sus ambiciones si lo apartaban del camino. Y el principal era Roger, arzobispo de York.

- ¿Cuánto durará? -preguntó a sus amigos-. Nos ha condenado, porque oficiamos en la ceremonia de la coronación. El rey me apoya. Vaciaré mis cofres… Gastaré ocho, no, diez mil libras, para destruir a este hombre. Vayamos a Normandía, donde está el rey, y le diremos cómo se conduce Tomás Becket apenas pone el pie en Inglaterra.

Inquietos a causa de la amenaza de excomunión, los obispos coincidieron con Roger, y viajaron a Normandía.

Entretanto. Tomás comprobaba que el rey no había cumplido su promesa de devolver las propiedades del arzobispo, y que incluso se había vengado de su familia. Las hermanas de Tomás se habían visto obligadas a marchar al exilio. Mary se había convertido en monja, y había ingresado en un convento francés; y Matilda y su familia también habían viajado a Francia, donde el abad de Clairmarais les había ofrecido refugio.

¿Enrique había sido sincero? ¿Podía creerse en su promesa de amistad?

Roger de York era un hombre poderoso, y había odiado a Tomás desde los tiempos en que ambos estaban en la casa de Theobald. Ahora sabía que el ascenso de Tomás equivalía a su propia caída, y había hablado en serio al decir que estaba dispuesto a gastar una fortuna para arruinar a su rival.

Ejercía influencia en la Iglesia; había conquistado el favor del rey demostrándole que carecía de escrúpulos, y estaba dispuesto a realizar su ambición, que era asumir la jefatura de la Iglesia de Inglaterra.

Antes de salir para Normandía fue a Woodstock para ver joven Enrique.

El príncipe estaba orgulloso de su corona, y después de la ceremonia de la coronación su actitud había cambiado. Tendía a criticar a su padre, y los hombres discretos afirmaban que era absurdo que un rey coronase a su sucesor. No cabía duda de que el joven rey era un poco arrogante; estaba rodeado de adulones, y cuando Roger apareció con ese estilo untuoso que él sabía usar muy bien y halagó al joven, no le fue difícil influir sobre él.

- No dudo de que Becket viene a veros -le dijo-. Estoy seguro de que tendréis poco tiempo para ese viejo hipócrita.

La observación desconcertó a Enrique.

- Yo simpatizaba con él -dijo-. Como sabéis, fue mi tutor.

- Ah, mi señor. Entonces erais un niño, y podía engañaros fácilmente. Muy de prisa habéis aprendido a ver la verdad. Juraría que podéis comprender esto con mayor rapidez aún que vuestro noble padre.

- Tal vez así sea -dijo Enrique solemnemente.

- Comenté a mis obispos: “Nuestro señor, el joven rey, adivinará las maniobras de ese viejo cuando él intente envolverlo”.

- ¿Por qué querrá envolverme?

- Mi querido señor, porque sois lo que sois: nuestro rey.

Enrique sonrió.

- Era inevitable que ese hombre me agradase…

- Hasta que comprendisteis que era un perturbador. Visteis lo mismo que vio vuestro padre.

Enrique guardó silencio. Suponía que Tomás era un perturbador. Su padre y el arzobispo habían disputado.

- ¿Sabéis que excomulgó a los que participamos en vuestra coronación?

- ¿Por qué?

- Porque no creyó que era necesario que recibierais la corona.

- ¿Y por qué imagina tal cosa?

- Porque es un hombre presumido. Se opuso a la coronación Afirma que debe existir un solo rey.

- ¡Caramba! En ese caso, habría que demostrarle lo contrario.

- Mi señor, sabía que pensaríais así. Él os ha insultado con sus protestas contra la coronación. Estoy seguro de que no desaprovecharéis la oportunidad de insultarlo.

Enrique adoptó una expresión meditativa.

Tomás se dirigía a Woodstock. Con cuánto placer abrazaría a su alumno. También deseaba ver a la joven Margarita. Había sentido mucho afecto por esa pareja; y ellos se habían mostrado ansiosos de aprender de Tomás.

Primero atravesaría Londres; y cuando llegó a esa ciudad la recepción fue tan reconfortante como la que había recibido en Canterbury.

El obispo de Winchester lo recibió en su palacio de Southwark, y echó a vuelo las campanas, porque era tan buen amigo de Tomás como Roger de York era su enemigo.

- Me reconforta el corazón veros de nuevo aquí -dijo-. Y contemplar la bienvenida que os ofrece el pueblo de Londres. Venceréis a vuestros enemigos.

Cuando Becket se internó por las calles de la ciudad la gente se acercó y se arrodilló sobre los adoquines para recibir su bendición; pero hubo un incidente desagradable, cuando una loca que se autotitulaba profetisa corrió desmelenada entre la multitud.

- Cuídate del cuchillo, arzobispo -gritaba incansable-. Cuídate del cuchillo.

La apartaron y Tomás continuó su camino. Pero esa noche soñó, y en sus sueños oyó el grito de la anciana: “Cuídate del cuchillo”.

Cuando ya se aproximaba a Woodstock, su buen amigo el abad Simon de Saint Albans, que había viajado desde su monasterio para saludar al arzobispo, dijo que iría como mensajero adonde estaba el joven rey, para informarle de la aproximación de su antiguo amigo y consejero.

Lo entristeció el hecho de que Simon retornase con la noticia de que el joven rey rehusaba verlo, y de que uno de los caballeros de Enrique le había dicho que Tomás Becket no era bienvenido en Woodstock.

De modo que regresó a Canterbury.

Se acercaba la Navidad, y ese día durante la misa su texto fue: “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Lo agobiaban los presentimientos.

El joven Enrique le había vuelto la espalda, ¿y cómo podía saber Tomás lo que se incubaba en la mente del padre del joven rey?

Enrique estaba en Bayeux cuando fueron a verlo Roger de York y algunos de los obispos excomulgados.

Lo primero que preguntó fue: -¿Cómo se desenvuelve el arzobispo de Canterbury?

- Como lo hizo siempre, mi señor -dijo Roger de York-. Está recorriendo el país, y tratando de volver contra vos a muchos súbditos.

- ¿Cómo hizo tal cosa? -preguntó el rey.

- Es suficiente que aparezca, y ya el pueblo proclama su nombre. Afirman que es el mártir que ha sufrido mucho a causa de la mala voluntad del rey.

- ¿Y su buena voluntad hacia mí? ¿Qué dicen de eso?

- Mi señor, eso no lo mencionan, se las da de santo. Muchos afirman que lo es. El pueblo lo sigue dondequiera va. Se arrodillan ante él, y creen que si él les concede su bendición todos los pecados están perdonados, y pueden tener la certeza de que ocuparán un lugar en el cielo. Declara que el joven rey no es rey, porque jamás debió coronárselo.

- ¿Predicó eso?

- Ciertamente, mi señor. Maldijo a todos los que participaron en la coronación. Afirma que los excomulgará.

- Entonces, también a mí me excomulgará -dijo Enrique.

- Dijo todos, mi señor, y no hay duda de que eso os incluye también a vos. Reúne multitudes dondequiera va. Atraviesa Inglaterra convocando al pueblo a derribar al joven rey.

- Por los ojos de Dios -dijo éste-, de nuevo me engañó. Está contra mí y los míos.

La cólera comenzaba a manifestarse en sus ojos; se tiró de los cabellos y se arrancó el jubón.

Gritó a Roger y a sus compañeros: -¿Qué debo hacer, eh? ¿Qué me proponéis hacer?

- Mi señor, no nos corresponde aconsejaros -contestó Roger-. Es asunto que corresponde a vuestros barones, pero lo cierto es que mientras Tomás Becket viva, vos no gozaréis de paz. ni habrá tranquilidad en el reino.

Enrique cerró los puños, y quienes estaban cerca retrocedieron un paso, pues sabían que su cólera podía estallar de un momento a otro, y sería terrible.

- Un hombre que comió de mi pan alza su bota contra mí. Un individuo que la primera vez que vino a mi corte montaba un caballo cojo y tenía una capa por montura, revolotea alrededor de mi trono, mientras vosotros, los que siempre me acompañasteis, contempláis la escena.

Miró hostil al grupo, y sus ojos se posaron en cierto caballero llamado Reginald FitzUrse. El hombre tembló ante la furia del rey

- ¡Malditos sean todos los bribones a quienes alimenté! -escupió Enrique-. Mucho tiempo me obligaron a soportar la insolencia de este rústico clérigo, y no intentaron eliminarlo de la faz de la tierra.

Caminó irritado hasta la puerta, y con gestos nerviosos todos retrocedieron para darle paso.

Cuando salió, se hizo un profundo silencio en la habitación.

Reginald FitzUrse, hombre bastante ambicioso, invitó a su habitación a tres amigos; allí podrían hablar en secreto. Los tres eran William de Tracy, Hugh de Morville y Richard Brito.

Una vez allí, y después que se aseguraron de no ser oídos, FitzUrse dijo: -Fue una orden del rey. Me miró en los ojos cuando pronunció esas palabras. Me ordenó que matase a Tomás Becket.

- Así lo creo -replicó Hugh de Morville-. Creo que recompensará bien a quienes eliminen a ese fastidioso cura.

- Los invité aquí con el fin de que compartamos el honor de servir al rey. Podéis estar seguros de que no nos olvidará.

- El arzobispo está en Canterbury, rodeado por sus amigos.

- Eso no nos disuadirá.

- Entonces, ¿qué debemos hacer?

- Ante todo, vayamos a Canterbury; allí trazaremos nuestros planes.

- Bien -dijo Richard Brito-, ¿por qué no partimos ahora mismo?

- Saldremos esta noche para Canterbury -contestó Reginald FitzUrse.

Pocas horas después marchaban hacia la costa, con el fin de embarcarse para Inglaterra.

El 28 de diciembre los cuatro caballeros llegaron al castillo de Saltwood y allí descansaron. Habían formado un grupo de hombres que eran reconocidos enemigos del arzobispo, todos los que creían beneficiarse complaciendo al rey; y una vez reunidos, los miembros del grupo conferenciaron. Pensaron incitar al pueblo a que marchase sobre el palacio del arzobispado.

Pronto descubrieron que eso era imposible, pues el pueblo apoyaba fervorosamente al arzobispo; y sobre todo ésa era la situación en su propia región.

De modo que decidieron actuar solos.

Tomás estaba en el refectorio, conversando con algunos de los monjes y clérigos, según su costumbre. Habían intentado convencerlo de que huyese, porque se sabía muy bien que los caballeros del rey estaban en el vecindario intentando excitar al pueblo contra Tomás. Esa mañana había despertado con el presentimiento de que se aproximaba un desastre, y había dicho que creía que su fin estaba muy próximo.

Quienes lo amaban le imploraron que huyese. Estaban a nueve o diez kilómetros de Sandwich; podía obtenerse una embarcación. El rey de Francia le ofrecería hospitalidad.

- No -dijo Tomás-. No lo haré de nuevo. Sé que ha llegado el momento, y es la voluntad de Dios que permanezca aquí para afrontar mi destino.

Mientras estaban sentados, llegó el senescal de Tomás para anunciar la llegada de cuatro caballeros.

Comparecieron ante él, y lo miraron con expresión insolente. Los conocía a todos por sus nombres, pues le habían servido cuando él era canciller.

- Dios os ayude -dijo FitzUrse, y su voz era exultante.

- Entonces, ¿habéis venido a rezar por mí? -preguntó Tomás.

- Venimos con un mensaje del rey. ¿Queréis oírlo ahora o en privado?

- Como queráis -contestó Tomás.

- No, como vos queráis.

Tomás advirtió que todos estaban desarmados, pero vio la intención asesina en los ojos de estos hombres, y pensó: -El rey los envió para matarme.

- Será como vosotros queráis -dijo, porque no deseaba estorbar los planes de estos hombres. Más bien los recibía de buen grado, tan seguro estaba de que se aproximaba su propio martirio.

- Habéis ofendido al rey -dijo FitzUrse-. Habéis faltado a vuestro convenio con él. Habéis amenazado excomulgar a los amigos del rey, y recorréis el país convocando al pueblo contra el rey. Nuestro señor el rey os ordena que sin perder un momento vayáis adonde está su hijo el rey Enrique, para prestar juramento de fidelidad y expiar vuestros crímenes contra nuestro gran rey, Enrique II.

- Nadie -excepto el propio padre del joven Enrique- lo ama más que yo. Mis sentimientos hacia él son cálidos y fieles. La bienvenida que me ofrecieron mis amigos ha sido interpretada erróneamente, y se han visto en ellas demostraciones contrarias al rey; y estoy dispuesto a demostrarlo ante cualquier tribunal. Sólo el Papa decreta la excomunión. Con respecto a los que intervinieron en la coronación del hijo del rey, carezco de jurisdicción sobre el arzobispado de York, pero si los obispos de Londres y Salisbury, que participaron en esa ceremonia, solicitan el perdón, y afrontan un proceso por sus actos, serán absueltos. Cuento con la autorización del rey para castigar a quienes usurparon mis prerrogativas.

- Acusáis al rey de traición cuando decís que os permitió suspender a quienes participaron en una coronación organizada por él mismo -dijo FitzUrse.

- No acuso de traición al rey, pero vosotros conocéis nuestro acuerdo.

- ¿Quién os otorgó vuestro arzobispado? -preguntó FitzUrse.

- Dios y el Papa.

- ¿No fue el rey?

- De ningún modo. Debemos dar al rey lo que es del rey, y a Dios las cosas que son de Dios.

Los caballeros mostraron su desagrado, y lo odiaron todavía más porque los confundía.

Tomás dijo con voz suave: -No podéis estar más dispuestos a golpear que lo que yo estoy dispuesto a sufrir. Comprendedlo. No intentaré huir nuevamente.

Los caballeros se miraron, desconcertados. FitzUrse, que era el jefe, maldijo porque no tenía a mano un arma, y durante un momento se preguntó si le convenía apoderarse del báculo y matar a golpes al arzobispo.

Se volvió y se retiró de prisa, y los demás lo siguieron.

Los amigos de Tomás estaban aterrorizados. Sabían que los cuatro caballeros estaban decididos a matar.

- Deseo ir a rezar a la catedral -dijo Tomás; y varios de los monjes pensaron que tenía el aire de un novio que se dispone a asistir a la ceremonia de su propio matrimonio.

Salió del palacio con un grupo muy reducido de monjes. El terror prevalecía en la casa, y Tomás pensó que sus enemigos lo matarían antes de que pudiese llegar a la catedral.

Entró por la nave del norte, y al hacerlo, los cuatro caballeros aparecieron al final del claustro. Tomás se acercó al altar, y en la penumbra los caballeros no lo vieron; pero los monjes que lo habían acompañado corrieron a refugiarse en diferentes lugares de la catedral. Solamente un clérigo, Edward Grim, permaneció al lado de Tomás.

Los caballeros gritaron: -¿Dónde está el traidor Becket?

- Aquí -exclamó Tomás-. No es un traidor, sino un sacerdote de Dios. Si me buscáis, me habéis encontrado. ¿Qué deseáis de mí?

Tan grande era su serenidad que Morville y Tracy de pronto temieron, porque comprendieron que estaban ante un gran hombre.

Tracy gritó: -Huid, o sois hombre muerto.

- No temo a vuestras espadas -contestó Tomás-. Recibo de buen grado la muerte en nombre del Señor y la libertad de la Iglesia.

Como vio que sus acompañantes vacilaban. FitzUrse exclamó:

- Sois nuestro prisionero. Vendréis con nosotros.

- No lo haré contestó Tomás.

FitzUrse extendió la mano para aferrarle la capa.

- No me toques, alcahuete -dijo el arzobispo.

Sus palabras encolerizaron a FitzUrse, que blandió la espada sobre la cabeza del arzobispo.

Tomás comprendió que el momento había llegado. Murmuró: -En Tus Manos, oh Señor… -mientras FitzUrse gritaba: ¡Matadlo!

Tracy alzó su espada y el fiel Edward Grim trató de desviar el golpe. La espada le separó el brazo del cuerpo, y el clérigo cayó desmayado al suelo. La espada se abatió sobre la cabeza de Tomás, e hirió la parte tonsurada del cráneo.

FitzUrse se acercó y descargó otro golpe que obligó a Tomás a caer de rodillas. Brito descargó su espada y Tomás cayó moribundo al piso.

FitzUrse exclamó: -Hecho está. Salgamos, camaradas. El traidor jamás volverá a levantarse.

El cuerpo yacía sobre las losas y su chambelán Osbert se acercó y lloró sobre él. Después cortó un pedazo de su sobrepelliz y cubrió la cara de su amo.

Los soldados comenzaron a saquear el palacio, y los monjes se ocultaron. Fue como si una terrible oscuridad se hubiese cernido sobre la catedral; y cuando todo se acalló, y los saqueadores se marcharon, y la noticia de lo ocurrido se difundió por la ciudad, la gente se acercó al lugar donde yacía el arzobispo, y todos lloraban y se arrodillaban y lo llamaban “Tomás el Santo y Mártir”.

Los monjes recogieron los fragmentos dispersos del cerebro, y los reunieron en una fuente, como reliquias sagradas, descubrieron que bajo su túnica Tomás tenía un largo cilicio, y sobre él pululaban los insectos, que sin duda lo habían atormentado gravemente.

Toda la noche estuvieron arrodillados al lado del cuerpo, y como oyeron decir que sus enemigos venían para llevarse el cadáver y arrojarlo a los perros, por la mañana lo trasladaron a la cripta, y lo enterraron frente a los altares de San Juan Bautista y San Agustín, Apóstol de Inglaterra; y después, decían que en el santuario de Tomás Becket se hacían milagros.