EL CENADOR DE ROSAMUNDA

En Francia reinaba gran regocijo, pues la esposa de Luis había dado a luz un varón. Un heredero al trono de Francia, cuando ya se desesperaba de que tal cosa fuese posible. Luis estaba encantado. En Francia entera repicaban las campanas, y se proclamaba la noticia en las calles de París. Luis ya temía que él sólo pudiese tener hijas.

La noticia no agradó a Enrique. Su hijo, el pequeño Enrique, estaba casado con Margarita de Francia, y su padre había abrigado la esperanza de que a la muerte de Luis, como el rey francés por entonces no tenía heredero varón, el joven Enrique podría asumir la corona. Después de todo tendría cierto derecho gracias a la unión conyugal, y como contaría con el respaldo del rey de Inglaterra y el duque de Normandía, su poder sería considerable.

Por desgracia, la suerte no lo había favorecido.

Leonor compartía el pesar de su marido; poco después, ella misma dio a luz una hija. La llamaron Joanna.

El nacimiento de su hijo pareció conferir una dimensión diferente al carácter de Luis. Perdió gran parte de su blandura. Ahora tenía un hijo, y podía trazar planes. Lo demostró poco después en su modo de acoger a Tomás Becket, a quien concedió una bienvenida muy cálida.

- Es uno de los privilegios de la realeza de Francia proteger de sus perseguidores a los fugitivos, y especialmente a los hombres de la Iglesia -dijo.

Afirmó que estaba dispuesto a hacer todo lo que pudiese para ayudar a Tomás a llegar adonde estaba el Papa.

Los sentimientos de Enrique eran incomprensibles incluso para él mismo. Hasta cierto punto le agradaba que Tomás hubiese fugado. Habría podido arrestarlo en la cámara del Consejo. ¿Por qué no lo había hecho?' Muchas veces se había formulado esa pregunta. Porque no quería mancharse las manos con la sangre de Tomás. Ese hombre lo exasperaba de un modo insoportable: la sangre se le subía a la cabeza; y sin embargo, al mismo tiempo, no podía reprimir del todo cierto sentimiento de ternura hacia Tomás Becket. A menudo, se agolpaban en su mente recuerdos de los viejos tiempos. ¡Cómo se habían divertido! Nadie lo había entretenido tanto como Tomás. ¡Qué estúpido era este hombre! Si se hubiese mostrado dispuesto a hacer lo que el rey deseaba, la amistad entre ambos se habría mantenido, y en definitiva habría enriquecido la vida de los dos.

Despachó enviados a la corte de Francia, con regalos para Luis y felicitaciones, que Luis sabía eran falsas, por el nacimiento de su hijo.

Los enviados explicaron que también venían para hablar del ex arzobispo de Canterbury.

Con sorprendente entereza, Luis contestó que ignoraba que Tomás Becket fuese el ex arzobispo de Canterbury.

- Soy rey tanto como lo es el rey de Inglaterra -continuó diciendo-, y sin embargo carezco de poder para destituir al último de mis clérigos.

Comprendieron que Luis no estaba dispuesto a cooperar con ellos y que, en efecto, Tomás había encontrado refugio en la corte francesa.

Preguntaron a Luis si estaba dispuesto a escribir al Papa, detallando las quejas del rey de Inglaterra. Le recordaron que durante el conflicto entre Inglaterra y Francia el arzobispo había trabajado sin descanso contra Francia.

- Era su deber -dijo Luis-. De haber sido mi súbdito habría trabajado del mismo modo por mí.

Ahora, Enrique nada podía hacer para impedir que el caso de Tomás Becket fuese presentado ante el Papa; así, hizo todo lo posible para conseguir que su propia tesis estuviese bien representada; entre sus emisarios estaba Roger, arzobispo de York y antiguo enemigo de Tomás.

Los amigos que Tomás podía enviar, y que estaban encabezados por Herbert, formaban un grupo humilde comparado con la delegación del rey de Inglaterra. No podían ofrecer al Papa lujosos regalos. De todos modos, el Papa los recibió afectuosamente en su corte pontificia de Sens, y se sintió profundamente conmovido cuando supo de los padecimientos de Tomás Becket.

- Aún vive -dijo-. Y yo me regocijo de que así sea. Mientras su corazón late, aún puede reclamar el privilegio del martirologio.

Al día siguiente el Papa convocó a una reunión, a la cual asistieron la embajada real y los representantes de Tomás.

El Papa oyó atentamente las dos versiones del asunto, y después mandó llamar a Becket.

Cuando fue recibido por el Papa y sus cardenales, les mostró las constituciones que había traído de Clarendon. El Papa las leyó horrorizado, y Tomás confesó su pecado, consistente en prometer obediencia al rey; y dijo que sólo cuando se lo convocó para prometer públicamente lo mismo, había comprendido que el rey no tenía la más mínima intención de cumplir su palabra. Después, había decidido oponerse a Enrique, sin importarle lo que ocurriese.

- Tu falta fue grave -dijo el Papa-, pero hiciste lo posible para expiarla. Perdiste la gracia, pero hijo mío, ahora te veo más fuerte que antes. No te aplicaré una penitencia. Con todo lo que sufriste ya expiaste tu pecado.

Tomás estaba decidido a lograr que conocieran la verdad entera.

- Por mi culpa la Iglesia ha sufrido mucho mal -dijo-. Llegué a este cargo por el favor del rey, por la voluntad de los hombres, no la de Dios. Santo Padre, pongo en tus manos la carga que yo mismo ya no puedo soportar.

Intentó depositar el anillo arzobispal en las manos del Papa, pero éste no quiso aceptarlo.

- Tu trabajo por la Santa Iglesia ha expiado todas tus faltas -dijo-. Recibirás la Sede de Canterbury de mis propias manos. Confía en que aquí defenderemos tu causa, porque es la causa de la Iglesia. Hijo mío, debes retirarte a un refugio donde puedas meditar y recuperar tus fuerzas. Te enviaré a un monasterio donde deberás aprender a dominar la carne. Viviste con mucha comodidad y gran lujo y yo deseo que aprendas a vivir en la privación y la pobreza.

Tomás afirmó su ardiente deseo de hacer lo que el Papa le ordenaba, y se dispuso que durante un tiempo viviría en el monasterio cisterdense de Pontigny, que estaba en Borgoña.

Leonor de nuevo estaba embarazada y poco después de la Navidad del año 1166 tuvo otro hijo. Lo llamaron Juan.

Poco después del nacimiento de este hijo Leonor comenzó a preguntarse por qué las visitas del rey a Woodstock siempre entonaban su espíritu. Cuando mencionaba el lugar, su voz tenía una vibración particular.

¿Qué tenía de particular Woodstock? Sí, era un lugar bastante agradable, pero el rey tenía muchos castillos y palacios muy cómodos. La reina decidió averiguar de qué se trataba.

Cuando Enrique fue a Woodstock, ella hizo otro tanto, y allí advirtió que su marido desaparecía muchas horas por vez, y que cuando ella preguntaba a los servidores nunca obtenía una respuesta satisfactoria.

Decidió vigilarlo de cerca, y así lo hizo mientras estuvieron en Woodstock. Una tarde, su empeño se vio recompensado. Estaba mirando por una ventana y vio que el rey salía del palacio; Leonor abandonó de prisa la habitación, y salió por una puerta distinta de la que el rey había usado. Así, antes de que él se hubiese alejado mucho lo alcanzó.

- Un día agradable -dijo ella- para dar un paseo.

- En efecto -contestó, a ella le pareció que con voz un tanto nerviosa; y Leonor se disponía a decir que deseaba acompañarlo cuando vio un ovillo de seda clavado en la espuela de Enrique.

Iba a preguntarle cómo había llegado la seda a la espuela, cuando cambió de idea.

Dijo que volvía al palacio, y que lo vería después. Enrique pareció aliviado, y le besó la mano, y cuando ella se volvió para caminar hacia el palacio se las ingenió para inclinarse rápidamente y recoger el ovillo de seda.

Enrique siguió su camino, y ella advirtió asombrada que un pedazo de la seda todavía estaba adherido a la espuela, y que el ovillo se desenredaba a medida que él caminaba.

Leonor se sintió muy divertida, porque si podía seguir al rey a cierta distancia, gracias al hilo sabría exactamente qué camino había tomado.

Era un incidente divertido, y si él la descubría, ambos podrían festejar el episodio… y comentar cómo ella lo había seguido a través del laberinto de árboles.

De pronto, Leonor tuvo una idea. Había estado visitando a alguien. Seguramente era una mujer. Era la única que hubiera podido darle un ovillo de seda.

Una súbita cólera se apoderó de ella. Otro episodio amoroso. Pero era impropio que viese a una mujer tan cerca de un palacio real. Se lo diría si descubría quién era la nueva amante.

Enrique se había internado entre los árboles y los matorrales, y continuaba avanzando con paso firme. Leonor comprendió de pronto que el extremo del hilo adherido a la espuela se había desprendido, y que ya no la guiaba. Dejó caer su propio extremo del hilo de seda y siguió el rastro lo mejor que pudo. No había indicios de Enrique.

Dejaría allí el hilo de seda y volvería al palacio. Cuando se le ofreciera la oportunidad exploraría el laberinto, y vería si podía descubrir adónde había ido Enrique.

Ella se sintió muy intrigada cuando Enrique regresó al palacio, porque él tenía ese aire de satisfacción que ya le había visto otras veces.

Al día siguiente, Enrique tuvo que ir a Westminster, y la reina declaró su intención de quedarse un tiempo en Woodstock. Decidió inmediatamente explorar el laberinto. Así lo hizo, y descubrió que el hilo de seda continuaba allí. Lo siguió por los senderos y comprendió que estaba siguiendo el mismo camino que el rey había recorrido. De pronto, el hilo terminó, pero al mismo tiempo Leonor advirtió que los árboles comenzaban a ralear.

No necesitó mucho tiempo para descubrir la casa.

Era hermosa… un palacio en miniatura. En el jardín estaba sentada una mujer; bordaba, y en un canastillo que tenía al lado había ovillos de seda del mismo tamaño e igual color que el que se había clavado a la espuela del rey.

Dos niños pequeños jugaban a la pelota sobre el pasto, y de tanto en tanto la mujer los miraba.

En la apariencia de los niños había algo que encolerizó profundamente a Leonor.

De pronto, la mujer pareció advertir que la miraban, porque alzó los ojos y encontró la mirada fija de la reina. Se puso de pie. El bordado cayó al suelo. Los dos niños dejaron de jugar y miraron.

Leonor se acercó a la mujer y dijo: -¿Quién sois?

La mujer contestó: -¿No debería ser yo quien pregunte lo mismo, puesto que venís a mi casa?

- Preguntad si os place. Soy la reina.

La mujer palideció. Retrocedió un paso o dos, y miró furtivamente a derecha y a izquierda, como buscando el modo de huir.

Leonor le aferró el brazo.

- Será mejor que contestéis -dijo.

- Soy Rosamunda Clifford.

El mayor de los niños se acercó y dijo con voz aguda: -Por favor, no lastime a mi madre.

- Sois la amante del rey -dijo Leonor.

Rosamunda contestó: -Por favor… no hablemos frente a los niños. Después, se volvió hacia sus hijos y ordenó: -Entrenen la casa.

- Mamá, no podemos dejarte con esta mujer.

Leonor se echó a reír.

- Soy la reina. Debéis obedecerme. Vamos, entrad en la casa. Tengo algo que decir a vuestra madre.

- Sí, ahora mismo -dijo Rosamunda.

Los niños se alejaron, y las dos mujeres se miraron.

- ¿Cuánto tiempo hace de esto? -preguntó Leonor.

- Pues… cierto tiempo.

- ¿Y los dos niños pertenecen a Enrique?

Rosamunda asintió.

- Lo mataré -dijo Leonor-. Los mataré a ambos. De modo que venía aquí para estar con vos… desde hace años, y por eso viene tanto a Woodstock. -Tomó por los hombros a Rosamunda y la sacudió-. Insignificante criatura. ¿Qué ve en ti? ¿Sencillamente que acatas su voluntad? Jamás le dirás que no, jamás te opondrás, ¡harás únicamente lo que él quiera! -Continuó sacudiendo a Rosamunda-. Pequeña estúpida. ¿Cuánto tiempo crees que puede durar…?

Calló. Había durado años. Quizá había tenido otras mujeres pero conservaba a Rosamunda. No habría retenido a Leonor si no la hubiese necesitado. Ella estaba celosa; furiosamente celosa de esta belleza sonrosada y blanca, suave como la leche y dulce como la miel.

- No creas que permitiré que esto continúe -dijo.

- El rey lo desea -contestó Rosamunda, con un poco más de fibra.

- Y yo quiero que termine.

- Le dije que nunca debimos…

- Pero cuando él viene lo recibes afectuosamente. No ves el momento de llevártelo a la cama. Conozco a las mujeres de tu clase. No creas que me engañas. ¡Y te hizo dos hijos! ¡Y estoy segura de que prometió que les dispensaría toda suerte de honores! Más vale que te despidas de él, porque no volverás a verlo. Te lo prometo.

- ¿Habéis hablado con el rey?

- Todavía no. No sabe que te he descubierto. Te ocultó muy bien, ¿verdad? ¿Por qué? Porque teme que su esposa te descubra.

- Le pareció más prudente que yo estuviese aislada…

- No lo dudo. Pero te descubrí. Una de tus tontas madejitas de seda me trajo aquí. Pero ahora te encontré… y éste será el fin, te lo aseguro. No toleraré esta situación. ¿Y sabes qué será de ti cuando el rey se canse de tu persona? Preferirás no haber nacido jamás. ¿Por qué perdiste tu virtud con un hombre así? Debiste casarte, como hacen las mujeres honestas, y dar hijos a tu legítimo esposo. ¿Qué será de ti ahora? Lo mejor que podrías hacer es arrojarte desde lo alto de la torre de tu casa. ¿Por qué no lo haces?

Rosamunda la miró horrorizada.

- Sí. Deseo que lo hagas ahora.

- No podría.

- Sería mejor para ti. Eres una trotona. Más te valdría morir. Te traeré veneno. O te daré una daga y puedes clavártela en el corazón.

Rosamunda pensó que la reina estaba loca. Sus ojos tenían una expresión salvaje.

- Esperad… esperad… -rogó Rosamunda-. Esperad a que el rey regrese. Si me matáis, él jamás os perdonará.

- ¡Crees que necesito su perdón! Es un hombre duro. Un egoísta. Un hombre que siempre quiere salirse con la suya. Entra en tu casa. Piensa en tus pecados. En tu lugar yo me arrepentiría, y el único modo de que puedas obtener perdón es que no vuelvas a pecar. Mañana volveré, y tendrás que decidir qué piensas hacer. Esta noche reza, pide perdón por tu liviandad, y prepárate para morir mañana.

Leonor apartó bruscamente a Rosamunda y volvió corriendo por el laberinto de árboles. Parecía haber enloquecido.

Odiaba a Enrique. ¿Por qué la agobiaba tanto que él la hubiese engañado? ¿Por qué le importaba tanto? Importaba porque ésa era la mujer que él deseaba. Sabía que de buena gana él habría apartado a la reina para quedarse con Rosamunda.

De regreso en el palacio, se encerró en su dormitorio. Se acostó en la cama y miró fijamente el cielorraso.

Odiaba y al mismo tiempo amaba a Enrique.

Pensó: Estoy envejeciendo y ella es joven. Antes él me amaba, pero ahora me ve como a una anciana. ¿Acaso no hubo muchos que menearon la cabeza cuando nos casamos, porque soy casi doce años mayor que él? Cuando éramos más jóvenes, parecía que no importaba. Yo tenía tanto que ofrecerle. ¿Él me habría querido de no haber sido por Aquitania? ¿Me habría deseado? ¿Tanto como ahora desea a Rosamunda Clifford?'

Durante todos esos años él había mantenido la unión con aquella mujer. Leonor podía determinar la antigüedad del vínculo por la edad de los niños. Y él iba a verlos y allí se sentía feliz… ¡más feliz que en sus palacios reales!

Pensó: La mataré. Le llevaré un frasquito de veneno y la obligaré a beberlo. Cuando él vaya a verla encontrará un cadáver. Ella no vivirá para burlarse de mí.

Afortunadamente para Rosamunda, Enrique regresó a Woodstock el día siguiente. Leonor se acercó mientras él se preparaba para salir, como ella sabía ahora, en una visita a la casa en la cual había instalado a su amante.

- De modo que regresaste temprano. ¿Tanto deseas hacer el amor a Rosamunda Clifford?

Él interrumpió sus movimientos y miró fijamente a su esposa. Esta pensó con sombría satisfacción: ¡Atrapado! Vio cómo los ojos se le enrojecían. Ahora tendría una de sus famosas rabietas, porque ella lo había descubierto.

- ¿Qué sabes de Rosamunda Clifford? -preguntó Enrique.

- Oh, reconozco que no tanto como tú. Pero descubrí el cenador de la dama.

- ¿Quién te llevó allí?

- Tú, mi señor, con tu madejita de seda.

- ¡Qué tontería!

- No es tontería. La madejita de seda de la hermosa dama estaba clavada a tu espuela. La encontré y te seguí… o casi. Ayer la visité. No me acogió tan bien como sin duda te recibe a ti.

- ¡Fuiste allí!

- ¡Qué refugio! ¡Y dos hermosos varones! ¡Enrique, eres muy hombre para tener hijos con las putas! Estoy segura de que tu reputación muy pronto será parecida a la de tu abuelo y a la mía.

- De modo que descubriste eso.

- Así es. Estás descubierto.

- Sabe una cosa: haré lo que me plazca.

- Mi rey, todos lo sabemos. Pero si bien puedes hacer lo que te place con las doncellas de humilde cuna, no puedes hacer lo mismo con la reina de Inglaterra y con la duquesa de Aquitania.

Enrique rió, pero era una risa sin alegría.

- Ya deberías conocerme bastante, por lo menos para saber que ninguna de esas dos mujeres me dirá lo que yo debo hacer.

- Ninguna de ellas tolerará una amante en palacio, ni siquiera si se oculta en un laberinto. Absurdo Enrique, ¿creías que podrías ocultarme eternamente la existencia de una mujer?

- No lo creí y no me importa.

- Sin embargo, no quisiste que lo supiera.

- Me pareció más bondadoso contigo que no lo supieras.

- ¿Crees que necesito tu bondad? ¿Piensas que me enojaré porque tengas una amante o dos?

- No, eres demasiado sensata. Sabes muy bien que si deseo una mujer la tengo.

- ¿Cuánto tiempo hace que ésta es tu amante?

- Te bastará saber que lo es.

- Te atrae particularmente, ¿verdad?

- En efecto.

- Es como una esposa para ti, ¿no es cierto?

- Lo es.

- Y desearías que lo fuese.

Él la miró serenamente.

- Desearía que lo fuese.

Ella le dirigió un golpe; él le aferró la mano y la apartó.

- Loba rabiosa -dijo.

- Y tú eres el león. Enrique el León, Rey de la Selva. Pero no olvides que la loba tiene colmillos.

- Si se atreve a mostrármelos, o a dañar a quienes amo, se los

arrancaré. No lo dudes. Y sabe esto. Si dañas a Rosamunda Clifford,

te mataré.

- Aquitania entera se alzaría en armas si te atrevieses.

- ¿Qué me importa Aquitania? Someteré a Aquitania, como he hecho con todos mis territorios. ¡No olvides que soy el rey y el amo de todos! No seas tonta, Leonor. Eres la reina, ¿no te basta? Diste a luz a mis herederos. Tenemos una nursery poblada de hijos. Cuatro hermosos varones. Enrique será rey después de mí… tu hijo. ¿No te basta?

- No. No me basta. No permitiré que te diviertas con tu amante a un tiro de piedra del palacio. Debe marcharse. Que se vaya.

- Más bien preferiría separarme de ti.

- Si vuelves con esa mujer jamás compartiré el lecho contigo.

- Que así sea -dijo Enrique-. Ya no eres joven. Otras me agradan mucho más.

Ella de nuevo intentó golpearlo, pero él le aferró el brazo y la arrojó sobre la cama. Otrora, en ocasiones como ésta, se había despertado en ambos la pasión sexual. Pero ahora no fue así. Ahora, él se limitaba a odiarla. Para Leonor era evidente que los dos hijos menores, Joanna y Juan, habían nacido por obra de la costumbre o de la necesidad de un rey de tener tantos hijos como fuese posible para garantizar la sucesión.

De pronto, Leonor se sintió derrotada. Estaba envejeciendo, había vivido una vida aventurera; había tenido amantes, pero eso también había concluido.

Sin embargo, todavía era poderosa. Aún gobernaba a Aquitania. En esa bella provincia sus trovadores todavía cantaban su belleza.

Sintió el profundo deseo de volver allí.

- Me marcho a Aquitania -dijo.

- Tu pueblo siempre se alegra de recibirte -contestó el rey-. Es bueno que te vayas. Se inquieta cuando no tiene a su duquesa.

- Llevaré conmigo a Ricardo y a la pequeña Margarita.

Su cólera se había disipado. Enrique gozaría de total libertad para divertirse con Rosamunda Clifford. Quizá ahora no la alojase en la casa secreta… a menos que la dama fuese tímida.

Leonor había descubierto el secreto de Woodstock, y por ese camino habían llegado a conocerse mejor. El rey estaba cansado de ella. Ya no la amaba. Era simplemente la madre de sus hijos y la gobernanta de Aquitania. No le importaba que ella se marchase. Así se vería libre de su presencia. Había que dejarlo en paz, de modo que se consagrase a las dos pasiones que lo consumían: su amor a Rosamunda Clifford y su batalla contra Tomás Becket.

Como había previsto, Leonor encontró a sus hijos entretenidos con sus libros. Matilda, la hija mayor, tenía un año más que Ricardo, el hijo que por su hermosa apostura y su figura elegante era el favorito de la reina. Ese niño le agradaba no solo por su encanto y su belleza, sino también porque parecía que el padre le profesaba antipatía. ¿Por qué? Porque más que los otros, Ricardo miraba con malos ojos la presencia del bastardo Godofredo y Enrique sabía que Leonor amaba a este hijo más que a nada en la tierra.

Leonor también amaba a Godofredo, y cuando ella entraba en las habitaciones de los niños y pronunciaba su nombre, jamás había confusión con el otro. Leonor nunca hablaba al bastardo si podía evitarlo, y si se veía obligada a hacerlo, jamás lo miraba mientras le dirigía la palabra, y menos lo llamaba por su nombre.

Ricardo lo llamaba Godofredo el Bastardo. Se habían suscitado muchas peleas entre ellos. Leonor sospechaba que el astuto y pequeño bastardo se quejaba a su padre de la escasa bondad de Ricardo.

Su hijo Godofredo era muy bello. Aunque pareciese extraño, había heredado los rasgos de su abuelo del mismo nombre, Godofredo de Anjou, llamado Godofredo el Hermoso. También estaba la pequeña Leonor que aún tenía muy pocos años y no podía demostrar demasiado carácter; adoraba a Ricardo porque por su misma naturaleza era el jefe.

Joanna y el pequeño Juan aún no participaban de las actividades de sus hermanos, pero Juan ya mostraba signos de haber heredado el famoso temperamento angevino. Su madre estaba segura de que pocas veces un niño contrariado gritaba tanto como el señorito Juan.

Mientras los contemplaba durante esos pocos segundos que transcurrían antes de que ellos la viesen, Leonor se sintió abrumada por la emociones. Siempre había querido a los niños. Incluso las dos hijas que había tenido con Luis habían sido importantes para ella durante la primera parte de su vida. Para una reina que asumía tantas responsabilidades, estar con sus hijos era más difícil que lo que podía ser el caso de una madre más humilde; y en tiempos de su matrimonio con Luis ella ansiaba las aventuras, porque su propio matrimonio la aburría profundamente.

Con Enrique jamás había sentido hastío. Ahora que ella lo odiaba -de eso estaba segura-, el rey aún podía provocarle un sentimiento que estaba muy lejos del hastío. Y ella tenía un carácter tal que prefería el odio al hastío.

Ricardo alzó los ojos y la vio. El placer que se expresó en la mirada del niño compensó en Leonor el menosprecio manifestado por el rey. Enrique podía pensar que ella estaba envejeciendo, y que ya no merecía amor; pero Ricardo la amaba con un sentimiento que no dependía de los años. Era su hijo bienamado; ellos se entendían. Eran aliados contra el rey, pues Ricardo sabía bien que, por una razón o por otra, su padre no lo quería.

Ricardo se apartó de la mesa y corrió hacia su madre. Se arrodilló y le besó las manos.

- Madre -dijo, elevando hacia ella sus hermosos ojos.

- Querido hijo contestó ella, y el pequeño Godofredo ya estaba reclamando atención.

Leonor pensó: Me aman. Me aman de veras. ¿Hacen lo mismo cuando el rey llega a esta habitación?

Godofredo el Bastardo se puso de pie e hizo una tiesa reverencia. Ella miró en otra dirección, como si no hubiera advertido la existencia del niño.

Una niña entró en el cuarto. Era Margarita. la pequeña princesa de Francia, casada con Enrique, y educada en el seno de la familia real.

Margarita hizo una reverencia ante la reina y la saludó con su gracioso acento.

Leonor los reunió a todos, y formuló preguntas acerca de las lecciones que estaban estudiando. Todos respondieron con entusiasmo, pero ella advirtió satisfecha que Ricardo era el más inteligente.

- Vamos a Aquitania dijo-. Es mi país natal.

- ¿Iremos todos? -preguntó Ricardo.

- No lo sé de cierto, pero de una cosa estoy segura. Tú, hijo mío, vendrás conmigo.

Ricardo rió estrepitosamente para expresar su placer.

- ¿Eso te agrada, hijo mío? -preguntó Leonor, mientras le acariciaba los rizos rubios.

El niño asintió.

- Pero si ellos no me dejan ir… -la palabra ellos aludía al padre-, igual te seguiré.

- ¿Cómo lo lograrías?

- Cabalgaría hasta el mar, después entraría en el barco, y finalmente llegaría a Aquitania.

- Hijo mío, serás un aventurero.

Después, ella les habló de Aquitania y de los trovadores que acudían a la corte y cantaban bellas canciones, pues Aquitania era la cuna de los trovadores.

- Escucha, Margarita -preguntó Ricardo-. ¿No es cierto que mi madre cuenta hermosas historias? ¿No es mejor que tu viejo Becket?

- ¿Qué están diciendo de Becket? -preguntó la reina.

- Margarita siempre habla de él. Dice que ella y Enrique lloraron cuando él se fue. Margarita lo amaba… lo mismo que Enrique. Dijeron que lo querían más que a nadie, más que a nuestro padre… más que a ti… Lo cual estuvo mal, ¿verdad? Porque Becket es un hombre perverso.

- Estás repitiendo murmuraciones -dijo la reina-. No volverás a mencionar a ese hombre. Fue perverso porque ofendió al rey. Y eso es todo.

- ¿Ha muerto? -preguntó Ricardo, y al oír la pregunta Margarita rompió a llorar.

- No ha muerto -dijo la reina para tranquilizar a Margarita-. Pero no debemos hablar de él. Ahora, les cantaré una canción de Aquitania, y ustedes comprenderán qué felices seremos allí.

Y así, con Ricardo apoyado sobre su rodilla y Godofredo que la miraba con ojos asombrados, y Matilda y Margarita sentadas en sus banquitos, a los pies de la reina, esta pensó: Este es mi futuro, estos hermosos hijos, y sobre todo Ricardo. ¿Qué me importa de ti, Enrique Plantagenet, si tengo a mis hijos? Los ataré a mí, y serán realmente míos. Odiarán a quienes no me traten bien… aunque se trate de ti mismo, rey Enrique.

Cuando Leonor salió de Inglaterra el rey se sintió aliviado. Decidió que ahora viviría públicamente con Rosamunda, y terminaría con su reclusión. Ella lo tranquilizaba mucho, porque Enrique era un hombre muy preocupado. Pensaba siempre en Tomás Becket, y por mucho que se esforzara no podía apartar de su mente el pensamiento de aquel hombre. Ahora Tomás seguramente vivía en la pobreza de su monasterio. Tomás que había amado el lujo y que necesitaba la comodidad. Enrique recordaba cuánto frío pasaba Tomás cuando soplaba el viento, y cómo el propio Enrique se reía de él por su debilidad. Pero Tomás de ningún modo era débil. Tenía un espíritu fuerte, y poseía la fibra de los mártires.

Enrique pensó que no había espacio para los dos en Inglaterra.

Aunque reinase la paz, Enrique no podía gozar de su soledad en Inglaterra. Se habían suscitado nuevas dificultades en Bretaña, y eso lo obligaba a cruzar nuevamente el mar. Se despidió afectuosamente de Rosamunda y partió.

Se dijo que ese era el destino de todos los reyes de su estirpe, desde que su antepasado Guillermo el Conquistador había ocupado el país y lo había incorporado a sus dominios de Normandía.

En septiembre recibieron noticias de que su madre, a quien aun se denominaba la emperatriz Matilda, estaba gravemente enferma en Ruán; y antes de que Enrique pudiese llegar, ella había muerto.

El hecho lo entristeció. Había afecto entre ambos, y ella lo había amado tanto como era capaz de amar a alguien. Ahora que estaba muerta Enrique recordó todo lo que había hecho por él; y cómo, cuando ella supo que la corona inglesa no podría ser suya, había trazado planes con el fin de que la recibiese su hijo. Él había sido su favorito. Sus hermanos -ambos ahora muertos- nada habían significado para Matilda.

En cierto sentido ella le recordaba a Leonor: las dos eran mujeres enérgicas, ambas se habían educado en la idea de que estaban destinadas a gobernar. Era un error educar así a las mujeres. La vida conyugal de Matilda había sido tormentosa desde el principio. Por lo menos, él y Leonor habían comenzado amándose uno al otro.

Comparó la condición de ambas mujeres como madres. Parecía que Leonor estaba incubando una obsesión relacionada con el pequeño Ricardo. “Y a mi jamás me interesó el niño” pensó “aunque sin duda me pertenece. Es el hijo de su madre. Dispuesto a defenderla contra todos… yo incluido. Buen deportista.” Para un hombre era grato ver a un niño así y saber que era su hijo. Pero a Enrique no podía agradarle… no lo satisfacía tanto como Godofredo, el hijo de la prostituta. Qué extraño, había comenzado a interesarse mucho en él porque Leonor odiaba verlo en su nursery; y después ese sentimiento se había afirmado cada vez más. Y Enrique, el primogénito después de la muerte de Guillermo, Enrique era un hermoso niño. Encantador y apuesto. Un hijo de quien uno podía sentirse orgullos. Ahora no podía hablarse de que estuvieran distanciados, pues Becket se había encargado de la orientación del pequeño Enrique, y había conseguido separarlo de sus afectos naturales, y vincularlo a su propia persona. Así, cuando estallo la disputa entre Becket y el rey, el niño había tomado partido por su tutor más que por su padre.

Becket. En definitiva, todo retornaba a Becket.

El rey había estado pensando en su hijo mayor, y un tiempo antes se le había ocurrido que si coronaba rey de Inglaterra a su hijo Enrique en vida del padre nadie podría alimentar dudas acerca de la sucesión.

Algunos ministros opinaron que no era muy sensato tener dos reyes coronados.

- ¡Mi propio hijo! -exclamó Enrique-. ¿Que puedo temer de él?

Sí, el pequeño Enrique no era más que un niño, pero las cosas no serían siempre así.

Cuanto más pensaba en la idea más le agradaba. Uniría al heredero con su padre. Seguramente el niño sentiría agradecimiento por el padre que había hecho tanto por él. Y no cabía duda de que así comenzaría a debilitarse su sentimiento de fidelidad hacia Becket.

Pero sus ministros le recordaron otro aspecto de la cuestión. Era ley que el rey debía recibir la corona del arzobispo de Canterbury; y como el arzobispo estaba exiliado, ¿quién podía presidir esa importante ceremonia?

Allí estaba Roger, arzobispo de York y servidor del rey. Pero el arzobispo de York no era el primado, pese a que el rey había hecho cuanto estaba a su alcance para lograr ese resultado.

En la intimidad de sus habitaciones, Enrique pensó: ¿Y si hiciera las paces con Tomás? En ese caso, él podría regresar y coronar al pequeño Enrique. Tenía que reconocer que deseaba el regreso de Tomás. Quería renovar el combate. No podía evitarlo. Ese hombre había estado muy cerca del monarca. El pequeño Enrique extrañaba a Becket y en cierto modo lo mismo le ocurría a su padre.

Felizmente para Enrique, el papa Alejandro era hombre de métodos tortuosos, y cuando un hombre así afrontaba dificultades, como sin duda era el caso de Alejandro, no era una tarea insuperable obligarlo a aceptar algo que excedía sus propios derechos.

En un momento de debilidad, Alejandro aceptó que la coronación del joven Enrique estuviese a cargo de Roger, arzobispo de York.

Como sabia que después de verse obligado a hacer esta concesión Alejandro intentaría inmediatamente a anularla, Enrique realizó de prisa los preparativos de la coronación.

Envió un mensaje a Leonor para decirle que Enrique, que se había reunido con su madre y los restantes hermanos en Aquitania, debía ir a Caen con su esposa, Margarita, para esperar allí hasta que su padre mandase a buscarlo.

Leonor había escrito al rey para informarle que Margarita había declarado que la coronación no era tal si no la realizaba el arzobispo de Canterbury, y esta actitud irritó de tal modo al rey que cuando mandó a llamar a su hijo ordenó que viniese solo. Si Margarita creía que debía coronarla su amado Becket, tendría que prescindir completamente de la ceremonia.

Entretanto, habían llegado mensajeros del Papa, que temeroso de lo que había hecho, enviaba cartas con el propósito de anular su promesa anterior.

Enrique recibió las cartas y se apresuró a quemarlas. Todos creyeron que no había recibido nada. Ordenó vigilar los puertos y revisar el equipaje de los viajeros, porque quería evitar a toda costa que los obispos recibiesen el decreto papal. Pero una carta consiguió pasar. La trajo una monja enviada por Tomás, y la misiva llegó a manos de Roger de York.

La monja llegó a destino, y consiguió entrevistarse con Roger la víspera del día fijado para la coronación. Roger leyó el texto. ¡Tomás le prohibía actuar! ¡El Papa también se lo prohibía! Roger había llegado a su situación actual obedeciendo al rey, no a Tomás ni al Papa.

El día señalado el joven Enrique, de dieciséis años, según la opinión general el príncipe más hermoso del mundo, fue coronado rey de Inglaterra por Roger Pont l'Evéque.

El rey contemplaba complacido la escena.

De nuevo había demostrado que podía prescindir del arzobispo de Canterbury, y había garantizado la sucesión… o por lo menos eso creía.

El monarca tenía treinta y siete años, y como a menudo entraba en combate, era muy posible que un día u otro encontrase la muerte.

Todo estaba bien. Inglaterra tendría un rey que sucediera a Enrique, cuando el destino exigiera la muerte del monarca.