LOS AMANTES DE ANTIOQUÍA
Leonor ardía de entusiasmo cuando a caballo regresó a París. Sería la principal aventura de su vida. Deseaba cabalgar a la cabeza de las damas a las que elegiría como acompañantes. Comenzó inmediatamente la tarea de diseñar los atuendos que ellas usarían. Tenían que ser más que inspiración para los hombres; tenían que ser auténticas cruzadas.
Qué reconfortante abordar una empresa bendecida por la Iglesia, y planear excitantes aventuras con la conciencia de que al mismo tiempo uno conquistaba la redención por los pecados cometidos. Era la segunda ocasión que debía agradecer a Bernard. Él había hecho el milagro de darle un hijo, y ahora le ofrecía este modo maravilloso de expiar sus pecados y al mismo tiempo gozar de una aventura excitante.
Convocó a sus damas. Les dijo que montarían caballos con alegres gualdrapas; la propia Leonor había ordenado que se reuniesen muchísimas mulas para llevar el equipaje, no podía tolerar la idea de viajar sin los hermosos vestidos y todo lo que era necesario para una dama elegante.
Los bardos ahora cantaban a la guerra… la guerra santa. Leonor escuchaba con aparente atención, pero sus pensamientos estaban muy lejos, en Tierra Santa, donde se imaginaba cabalgando al frente de su grupo de damas. Debían vestirse como Amazonas, porque se disponían a entrar en batalla. Organizó una escuela de equitación, donde se enseñaba a sus damas a practicar el manejo del caballo de guerra. Se tocaban trompetas cerca de los animales, de modo que éstos se acostumbrasen al ruido de la batalla; se los obligaba a saltar elevados obstáculos.
Leonor pasó muchas horas interesantes preparando las cajas con los vestidos, los perfumes, los ungüentos y todo lo que las damas elegantes necesitaban.
Petronelle se reunió con ella y prorrumpió en estridentes lamentos cuando supo que no se la incluía en el plan. Al principio había creído que acompañaría a su hermana; había practicado equitación, y se había complacido mucho en idear los vestidos que necesitaría.
Después, se había decidido que Raoul, conde de Vermandois, colaboraría con el abate Suger, a quien el Papa había elegido como regente de Francia en ausencia del rey. Petronelle se sintió abrumada por el pesar. Lloró e imploró, pero se le dijo que debía separarse del marido o permanecer en Francia.
- No te aconsejo que te separes de Raoul -dijo Leonor con una sonrisa-. Es un marido que muy fácilmente practica la infidelidad, como tú misma lo descubriste antes de casarte con él.
Así, Petronelle decidió permanecer en Francia.
- Bien -dijo Leonor-, no es posible tenerlo todo. Hermana, encontraste un marido atractivo y viril, y debes contentarte con eso.
De modo que Leonor continuó sus preparativos, y habló con tanto entusiasmo de la cruzada que muchos más se reunieron bajo su estandarte.
Con su habitual concentración de propósito, Leonor despreciaba a todos los que no deseaban incorporarse. Dijo a sus damas que si un hombre no deseaba unirse a la caravana, tenía que ser un cobarde.
- Algunos de ellos creen que las mujeres son inútiles, salvo para cumplir sus obligaciones domésticas y someterse al placer masculino, y por la necesidad que ellos sienten de prolongarse en sus hijos; pero yo nunca acepté ese punto de vista -dijo-. Creo que mi sexo es en todo sentido igual al otro. Y ahora que iremos a combatir, ahora que hemos demostrado a Francia que las mujeres pueden contribuir a esta guerra santa, y quieren hacerlo, ¿por qué los hombres que permanecen en su casa no se dedican a hilar y tejer, y a cuidar de los niños?
Cómo se burlaba desdeñosamente de quienes formulaban excusas y rehusaban incorporarse a la cruzada.
- Vamos -decía-, les enviaremos nuestras ruecas, y les pediremos que las aprovechen bien, puesto que no desean hacer lo que ellos mismos llaman el trabajo de los hombres.
Leonor se sintió muy divertida cuando supo que muchos de ellos, que habían recibido las ruecas, cambiaban de opinión y se unían a la expedición.
Se aproximaba el día de la partida. Se había dispuesto que todos los franceses que querían unirse a la cruzada debían concentrarse en Metz, donde el rey Luis esperaba para conducirlos; y los alemanes debían confluir sobre Ratisbona, donde el emperador Conrado esperaba para dirigirlos.
Después, los dos ejércitos avanzarían hacia Constantinopla, donde Manuel Comnenus, que era el nieto de Alexis Comnenus, esperaba para ayudarlos.
Leonor se despidió de su hijita de tres años, y marchó a la cabeza de un grupo de amazonas, mientras Luis dirigía a los hombres. Una brillante caravana cruzó Europa, y los lirios dorados flameaban al lado de la cruz roja de la Cristiandad.
Mientras cruzaban Europa, los hombres ansiosos de unirse a la cruzada se incorporaban al séquito del rey, de modo que ahora su ejército contaba con unos cien mil hombres. Leonor estaba en su elemento. Descansaba en los castillos de los nobles, que se sentían muy complacidos de recibirlos y que, ansiosos de ayudar a quienes se comprometían en esta empresa, ofrecían una hospitalidad generosa al grupo. Leonor y sus damas cantaban y tocaban; y había torneos y entretenimientos que alegraban a todos.
Luis no se sentía muy seguro de que fuese apropiado gozar de tanto lujo, pues como él mismo señaló no era una partida de placer. Pero Leonor se reía burlonamente de sus escrúpulos, y cuanto más grandioso el espectáculo, más complacida se sentía.
Cuando llegaron a Constantinopla, que estaba gobernada por Manuel Comnenus, descubrieron que el emperador Conrado se les había adelantado. Los griegos les ofrecieron una grata acogida, y hubo mucha alegría y regocijo.
Manuel declaró que les daría guías para llevarlos a Asia Menor, y que haría todo lo que estuviese a su alcance para ayudarlos en la campaña contra el infiel. Se mostró encantado con Leonor y su grupo de damas, y ella no demostró prisa para dejar tan agradable refugio.
A comienzos de octubre el emperador Conrado estaba pronto para salir de Constantinopla, y fiel a su promesa Manuel suministró guías que debían llevarlo a través del territorio turco, que era hostil. El ejército francés aún no había completado sus preparativos, y como Conrado había sido el primero en llegar a Constantinopla, fue también el primero en partir.
Luis y sus consejeros se sintieron ingratamente sorprendidos cuando llegó la noticia de que los turcos habían atacado a Conrado, y lo habían derrotado completamente en Iconio. El propio Conrado había sido herido; su ejército retrocedía en desorden, y no se sabía de cierto si podría continuar las acciones.
Se manifestó grave consternación entre los asesores de Luis, y se convenció al rey de que se celebrase una conferencia secreta en sus habitaciones. Varios obispos, que venían con el grupo, rogaron al rey que no incluyese a la reina en esta reunión. Ella mantenía estrecha amistad con Manuel, y según afirmaron los obispos sería difícil expresar en presencia de la soberana las sospechas que comenzaban a concebir.
Luis, que había comenzado a creer que Leonor, mostraba una ligereza que no siempre era oportuna, aceptó la propuesta y en el discreto ambiente de las habitaciones del monarca, el obispo de Langres anunció que no confiaba en los griegos.
- Me parece -continuó diciendo el obispo-, que Conrado cayó en una emboscada. ¿Quiénes eran sus guías? Varios griegos suministrados por Manuel. ¿Quizá Manuel es cómplice de los turcos?
- ¡Son infieles! -exclamó Luis.
- Son ricos. Tal vez ofrecieron a Manuel un soborno para lograr que traicionase a Conrado.
- No puedo creerlo. Tendrían que responder por eso en el Cielo.
- Mi señor, algunos permiten que los tesoros terrenales los cieguen, de modo que no se interesan en los que esperan en el Cielo.
- Sin embargo, Manuel se ha mostrado muy bondadoso con nosotros.
- ¡Excesivamente bondadoso! -replicó el obispo-. Excesivamente cordial. A veces incluso servil. No confío en él, y ahora que el ejército de Conrado sufrió una derrota, temo por el nuestro.
- Entonces, ¿qué debemos hacer? -preguntó el rey-. Nos hemos comprometido a tomar el camino que lleva a Jerusalén.
- Pero no debemos confiar en los griegos. ¿Cómo sabemos que no escuchan nuestros planes, y advierten a los turcos?
- No puedo creer que esa sea actitud propia de cristianos.
- Mi señor, juzgáis a otros por vos mismo. Por desgracia, carecen de vuestra piedad y vuestro honor. Tengo sobrados motivos para creer que bajo la dirección de Manuel los griegos traicionan nuestra causa.
- Entonces, debemos considerar con sospecha el consejo que nos ofrecen.
- Mi señor, eso no basta. Pueden tener espías. Quizá avisan a los turcos. Debemos apoderarnos de Constantinopla. Que el enemigo sepa que no toleramos a los traidores.
- ¡Jamás aceptaré eso! -exclamó el rey-. No hemos venido para castigar a los griegos, sino para expiar nuestros pecados. Cuando aceptamos la cruz, Dios no depositó en nuestras manos la espada de su justicia. Vinimos a combatir al infiel y a devolver a los cristianos la Ciudad Santa. Y no aceptaré otra clase de guerra.
Los caballeros apoyaron al rey. Ansiaban continuar la marcha. Deseaban llegar a Tierra Santa, y no querían comprometerse en una guerra contra los griegos.
- En ese caso, estad atentos -dijo el obispo de Langres.
- No temáis, pondremos el mayor cuidado -dijo Luis-. Y ahora, debemos actuar.
Cuando Luis y su ejército salieron de Constantinopla y desembarcaron en Asia Menor, se reunieron con los restos del ejército de Conrado. Luis se sintió muy perturbado cuando vio al jefe germano herido y abandonado. Conrado explicó a Luis que los turcos eran fieros luchadores; además, estaba seguro de que conocían los planes de los cristianos.
No estaba en condiciones de marchar con Luis, y había decidido que regresaría a Constantinopla, y quizá iría por mar a Palestina.
Una fiera decisión se apoderó del ejército francés. Todos los hombres sabían que los franceses no correrían la misma suerte que los germanos. Estaban preparados y dispuestos a recibir a los turcos si éstos intentaban emboscarlos.
Y así, cuando los ejércitos chocaron en Frigia, sobre el río Meander, los franceses alcanzaron una brillante victoria sobre los turcos. Leonor y sus damas contemplaron desde lejos la batalla, y cuando la victoria fue un hecho cierto, se acercaron al campo, vendaron las heridas de los que habían caído, y celebraron el éxito con canciones compuestas para la ocasión.
- Un ejército como éste -dijo el obispo de Langres-, si hubiera querido habría tomado Constantinopla.
- No habría tenido corazón para eso -dijo Luis-. Se formó para librar una guerra santa, y otra cosa no lo satisfaría.
Ahora, las esperanzas de los soldados eran muy intensas. Habían triunfado allí donde los germanos fracasaran. Colmados de optimismo, planearon la marcha siguiente.
La reina y su grupo se veían muy embarazados por los caballos de carga que transportaban el equipaje; así, se decidió que el ejército se dividiera en dos partes. La reina y sus damas instalarían su campamento en las alturas que dominaban el valle de Laodicea. Desde allí podrían advertir la aproximación de fuerzas enemigas. Desde esa altura dominaban el fértil valle y muchos kilómetros de la región circundante. El rey las seguiría, y todos se reunirían en las alturas.
Por supuesto, las damas debían contar con adecuada protección, y Luis eligió a sus mejores hombres para acompañarlas; entretanto, con el equipaje de las damas y los restos del ejército, Luis venía dispuesto a rechazar a las fuerzas enemigas que pretendieran acercarse.
Leonor cabalgaba a la cabeza de las tropas, y a su lado marchaba su condestable. Saldebreuil de Sanzay, un hombre cuya conversación la complacía. Era un hombre elegante, apuesto y culto. A menudo, ella había deseado que el rey se le pareciese más.
Cada vez más ella comenzaba a comparar al pobre Luis con otros hombres, y el resultado no era ventajoso para su marido.
Reían y cantaban mientras avanzaban, y al fin llegaron a las alturas donde, de acuerdo con la decisión del rey y sus comandantes, todos debían descansar. Leonor contempló la meseta. Parecía un lugar inhóspito, y muy distinto del hermoso valle de Laodicea. En éste había verdes pastos y cascadas de agua límpida que brotaban de las laderas de la colina, y crecían profusión de flores silvestres.
- ¡Qué lugar encantador! -exclamó Leonor.
- En efecto -convino Saldebreuil-, y es lástima que no podamos quedarnos aquí.
- Pero nos quedaremos aquí -dijo Leonor-. Es demasiado hermoso, y no podemos pasar de largo. Un lugar encantador. Deseo descansar aquí. Imagino cómo será a la luz de la luna.
- El rey ordenó que acampáramos en la meseta -le recordó su condestable.
- Dejad el rey a mi cargo. Comprenderá que después de descubrir un lugar como éste no podemos ser tan ciegos a las bellezas de la naturaleza que lo ignoremos. Esta noche cantaremos las glorias de la naturaleza. Y agradeceremos a Dios que nos trajo a tan hermoso sitio.
- Y el rey…
- El rey comprenderá que fue mi deseo -dijo Leonor. De modo que acamparon en el valle, y cayó la noche.
El rey, con la carga del equipaje, advirtió que los árabes se preparaban para atacar.
- Gracias a Dios -dijo-, que la reina se adelantó y está a salvo en la meseta.
Ahora, los árabes los rodeaban por todas partes.
- ¡Adelante! -ordenó el rey-. Debemos llegar a la meseta. Allí nos esperan nuestros soldados. Tan pronto lleguemos, podremos afrontar al enemigo con toda nuestra fuerza.
El ejército francés se abrió paso combatiendo fieramente, jaqueado desde todas partes por los árabes, y así fue acercándose al valle. Pero vieron consternados que las alturas no estaban ocupadas por sus tropas, como se había previsto.
- ¿Y la reina? -exclamó Luis-. ¿Dónde está?
Pensó que si no estaba con sus tropas en la meseta, debía de encontrarse en el valle, y lo terrible de la situación lo alarmó. Luis tenía que situarse entre los árabes y las tropas adelantadas, las que acompañaban a la reina y sus damas. Imaginó el destino de Leonor y sus mujeres si caían en manos de los infieles. Las venderían como esclavas. Las someterían a mil indignidades. A toda costa debía reunirse con Leonor. Pero los árabes estaban sobre él. Habían visto el rico equipaje, y se oyeron gritos de triunfo cuando arrancaron los fardos de los caballos que los cargaban. Los hermosos vestidos de Leonor, sus joyas, todo lo que la complacía y había convertido el viaje en una aventura tan excitante, se perdió en pocos minutos. Peor aún, ¿cuál sería su destino y el de las mujeres? ¿Qué sería de los soldados que acompañaban a Luis?
Alrededor, los hombres caían, y quedaban muy pocos entre él y el enemigo. Recordó el horrible incendio de Vitry, y al mismo tiempo cobró conciencia del peligro que afrontaría la reina si él moría.
Casi por milagro vio un árbol cercano, y sobre él un peñasco enorme. Obedeciendo a un impulso, aferró la rama del árbol y consiguió subir a la roca. Así quedó fuera del alcance de las crueles cimitarras.
Otro hecho lo favoreció: de pronto había oscurecido, y los árabes que habían estado atacando a los soldados cristianos, temerosos de que otros se llevasen los mejores despojos del botín, comenzaron a proferir fuertes gritos y se alejaron de prisa para obtener su parte del saqueo.
Se aferró de la rama que le había permitido pasar a la roca, y descendió. Después, trepó al árbol. Creía que un milagro lo había salvado. Dios había puesto allí ese árbol, porque no cabía duda de que había salvado su vida.
Allí estaba provisoriamente a salvo. Las hojas lo ocultaban por completo. Espiando entre las hojas, a la luz de la luna alcanzaba a ver parte de la horrible carnicería; y ahora comprendió que había sufrido una derrota tan evidente como la que un tiempo antes había afectado a Conrado y sus germanos.
¿Y Leonor? ¿Qué sería de ella? ¿Estaría a salvo en el valle? Luis pensó que probablemente no corría peligro; y en todo caso, estaba protegida por los mejores hombres.
Si ella hubiese ocupado la meseta, como Luis había ordenado, nada de eso habría ocurrido. Leonor jamás hubiera debido participar de la cruzada. Las mujeres a veces acompañaban a los hombres, pero tenían que obedecer estrictamente las órdenes, y eran acompañantes en los campamentos y no comandantes de la cruzada. Pero Leonor jamás aceptaría una función subordinada. Siempre impondría su voluntad a quienes la rodeaban. Luis se preguntaba cómo habría sido su vida de haber desposado a una mujer menos enérgica.
E incluso ahora, con tanto horror alrededor, no se arrepentía de su matrimonio. Había en ella una condición que él jamás encontraría en otras mujeres. Nunca podría olvidar la primera vez que se habían visto, cuando él había pensado que Leonor era la criatura más bella sobre la tierra. Y él, que había pensado que jamás desearía vivir con una mujer, después necesitó sentirse acompañado día y noche por Leonor.
Estaba atado a ella. No importaba lo que ella hiciera, Luis la amaba; jamás lamentaría su matrimonio. Y podía pensar así y desentenderse de esa carnicería, imputable en medida considerable a la obstinación de Leonor; pese a todo, él la amaba, y ansiaba verla, y jamás se arrepentiría del momento en que la había conocido y había sabido que sería su esposa.
El alba mostró que el enemigo se había retirado. Los caballos de carga, despojados de sus bultos, erraban desorientados entre los cuerpos de los caídos.
El rey descendió del árbol. Lo que quedaba de su ejército se agrupó alrededor del monarca. No podían enterrar a los muertos, pero tenían que socorrer a los heridos.
Después, avanzaron tristemente hacia el valle, donde la reina y sus defensores los recibieron con profundo pesar.
Habían muerto siete mil soldados excelentes, y el ejército no tenía medios para continuar la lucha. El breve éxito alcanzado en Frigia ya no tenía el menor valor.
Luis y el ejército francés estaban en condiciones tan deplorables como había sido el caso de Conrado y sus hombres.
A orillas del Orontes trazaron nuevos planes.
- No podemos permanecer aquí -dijo Luis-. El enemigo regresará. Sabe que estamos debilitados. Y entonces nos acabará del todo.
Leonor se sentía muy desalentada. Tantos hombres apuestos perdidos para siempre, y perdidos también los hermosos vestidos y las joyas que la complacían. No le agradaba esta clase de aventura si tenía que mostrarse desgreñada, cubierta por un vestido sucio. La aventura se había echado a perder.
- ¿Y podemos viajar en estas condiciones? preguntó el obispo de Langres-. ¿Qué será de nuestros heridos?
- Tenemos que arreglarnos de modo que los llevemos -dijo el rey-. Y permanecer aquí es peligroso. Necesitamos continuar la marcha y buscar socorro. Si conseguimos llegar a Pamfilia, de allí pasaremos a Antioquía.
- Mi tío Raymond es el gobernador de Antioquía -dijo la reina-. En Antioquía podremos curar a los heridos y rehacer el ejército.
- Es posible -dijo Luis-, si podemos llegar allí antes de que nos alcancen los árabes, que sin duda nos perseguirán. Si atacan, en el estado lamentable en que nos encontramos tendremos escasas posibilidades de sobrevivir.
- Lo haremos -dijo Leonor.
- Y si fracasamos -dijo el rey-, habremos muerto en Cristo, porque en la batalla contra el infiel hicimos Su trabajo, y sabremos que ésa es Su voluntad.
El ejemplo de la reina más que la aceptación del destino por el rey fue el factor que acicateó a los sobrevivientes de esa desastrosa campaña, y los movió a continuar la marcha.
Mientras se desplazaban, las bandas de árabes los jaqueaban constantemente. En una de estas escaramuzas, Saldebreuil de Sanzay fue capturado. La reina se sentía profundamente deprimida. El pensamiento de que su apuesto condestable estaba en manos del infiel era insoportable. ¡Dios sabía qué le harían! Sin duda hubiera sido mejor que lo mataran. Ella no podía desear otra cosa si pensaba en la posibilidad de que el infiel lo torturase. Estaba en cierto modo enamorada de este hombre, como también lo estaba de varios de los gallardos caballeros que la rodeaban; y a cada momento los comparaba con el monacal Luis.
Pero la situación era demasiado desesperada, y ella no podía detenerse mucho tiempo en el destino ajeno; debían llegar cuanto antes a Antioquía. Al fin, hambrientos y maltrechos, perdida la mayor parte del equipaje, llegaron a Pamfilia.
El gobernador de la ciudad les dio refugio.
- No abusaremos de vuestra bondad -dijo el rey-. Permaneceremos aquí únicamente hasta que podamos trasladarnos a Antioquía.
El gobernador explicó al rey que Antioquía estaba a cuarenta días de marcha desde Satalia, el puerto más próximo, pero por mar se necesitaban sólo tres días.
- Mi ejército no está en condiciones de marchar -dijo Luis-. Si podéis suministrar embarcaciones que nos lleven a Antioquía, os pagaremos bien apenas podamos resolver esto.
El gobernador dijo que haría todo lo posible.
Leonor esperó impaciente la llegada de las naves. Su padre le había hablado de su hermano Raymond, que se había convertido en príncipe de Antioquía gracias a su matrimonio con la nieta de Bohemund.
- Raymond -le había dicho su padre-, fue el hombre más apuesto que jamás conocí. Las mujeres siempre lo consideraban irresistible.
Aparentemente lo mismo había pensado Constance, la nieta de Bohemund, y así ella le había permitido convertirse en príncipe de Antioquía. Leonor ansiaba conocer a ese hombre. Era su tío, y seguramente le daría buena acogida. En Antioquía ella podía obtener algunos vestidos hermosos. Le dolía profundamente la pérdida del equipaje, pues para gozar de la vida necesitaba parecer romántica y bella.
Día tras día esperaba la llegada de las naves que la llevarían a Antioquía, y cuando al fin aparecieron, la decepción fue profunda. Sin duda tenían buenas condiciones de navegación; pero su número era tan reducido que no podían transportar al ejército y a todos sus acompañantes.
Luis se sintió desagradado. En esas condiciones, algunos de ellos tendrían que emprender la peligrosa marcha terrestre que insumía cuarenta días.
- No puedo obligar a nadie a hacer eso -dijo a sus obispos-. Es necesario tratar de llevar a todos en los barcos.
- Se hundirán -fue la seca respuesta.
- Sin embargo, no puedo permitir que marchen por tierra. Los árabes los atacarán. Sufrirán privaciones y hambre… No, no puedo hacerlo.
- Sí.
Embarcó en la nave con la reina, las damas, los mejores hombres de su ejército y algunos obispos.
Y así, Luis y Leonor partieron para Antioquía. El rey había perdido más de tres cuartas partes de su ejército.
El viaje que debió insumir tres días, se prolongó tres semanas. Sin embargo, el tiempo había sido bueno, y pareció que al fin la fortuna les sonreía.
Al frente se extendía un país verde y fértil, y Raymond, príncipe de Antioquía y tío de Leonor, había recibido comunicación anticipada de la visita, y se preparaba para recibirlos con honores especiales.
Apenas fueron avistadas las naves, Raymond en persona salió a recibirlos; además, había ordenado a sus súbditos en Antioquía que se reuniesen y se alineasen a lo largo del camino que los visitantes debían seguir; de ese modo, se les daría la bienvenida. En ese marco Leonor y su tío se conocieron.
Ella tuvo que levantar los ojos para mirarlo en la cara, pues si bien Leonor de ningún modo era una mujer de corta estatura, Raymond la superaba holgadamente. El rumor no había mentido cuando decía que era el príncipe más apuesto de la Cristiandad. Entre ambos se advertía un lejano parecido; los dos eran alegres y tenían un carácter temerario; ambos eran ambiciosos, ambos ansiaban vivir plenamente la vida, y aprovecharla todo lo posible. Se reconocieron inmediatamente como pájaros del mismo plumaje, y entre los dos se estableció una relación de mutuo interés.
Raymond tomó la mano de Leonor y la besó.
- Cuánto placer me ha traído este día -dijo.
- Por mi parte, me siento muy feliz de estar aquí -replicó Leonor.
Raymond se había vuelto hacia Luis. ¡El rey de Francia! ¡Esa pobre criatura! Por supuesto, con cierta nobleza santurrona, pero de ningún modo un marido apropiado para su fiera reina. Sin duda, sería una situación divertida y sugerente.
- Sire, bienvenido a Antioquía -dijo Raymond. y se inclinó.
- Te lo agradecemos, pariente. Hemos tenido un viaje difícil.
- Me enteré con tristeza de lo que ocurrió a tu ejército. Pero no desesperemos. Aquí puedes descansar entre amigos y trazar nuevos planes. Iniciemos la marcha. Os llevaré al palacio que preparé para ambos, y abrigo la esperanza de que allí tendrán todo lo necesario.
Montaron a caballo… se había destinado a Leonor un hermoso animal de pelaje blanco.
- En cierto modo, sabía que os estaba destinado -dijo cálidamente Raymond. y no permitió que nadie, salvo él mismo, la ayudase a montar. Entró en Antioquía cabalgando entre el rey y la reina.
- ¡Qué hermosa ciudad! -exclamó Leonor, seducida por los olivares, las palmas, y el pueblo que los saludaba y agitaba ramas al paso de la caravana.
De tanto en tanto Raymond la miraba. Su sobrina no sólo tenía carácter; además, era bella. Una digna heredera de Aquitania. La consecuencia más interesante del episodio sería su relación cada vez más estrecha con esa sobrina, y la posibilidad, quizá por intermedio de Leonor, de completar planes que meditaba desde hacía mucho.
- Si el palacio que os destiné no les agrada, debéis decírmelo. Inmediatamente prepararemos otro.
- ¡Cuánta bondad se nos muestra! Raymond se inclinó hacia ella.
- ¿No estamos unidos por lazos de parentesco? Y aunque así no fuera, desearía hacer por ti todo lo que esté a mi alcance.
Los ojos de Raymond resplandecieron con un brillo que no era exactamente el que correspondía a un tío con su sobrina. Leonor se sintió muy complacida con esta conversación; reflejaba bien la esencia de ese romance al que ella aludía en sus canciones. Si ella lo atraía, también Raymond interesaba a Leonor. Luis nunca le había parecido tan insignificante. Mientras entraban a caballo en Antioquía, ella se dijo que su vida habría sido muy diferente si el rey de Francia hubiese demostrado la apostura, los modales y la vitalidad del príncipe de Antioquía.
Entraron en el patio del palacio. Estaba adornado por brillantes flores y el sol primaveral se reflejaba en las aguas de las fuentes y en las ramas frondosas de los cipreses. Desde los balcones de su apartamento, Leonor podía contemplar los olivares y los viñedos de esa tierra fértil, y se sentía seducida por el espectáculo.
Qué bien la comprendía Raymond. Había oído hablar de la pérdida de su equipaje, y le había enviado bellas prendas con el fin de que Leonor eligiese; y con el ajuar habían llegado costureras que podían confeccionarle inmediatamente los vestidos que la reina necesitaba. También le había regalado costosas joyas.
Leonor experimentaba profunda alegría, pues veía que Raymond la cortejaba con insistencia mucho más tenaz que la de su marido.
Se organizaron entretenimientos para el placer de la soberana.
Después de un banquete, Raymond le pidió que cantara, y ella entonó alguna de sus canciones de amor, mientras él la miraba con ojos brillantes.
Constance, la esposa de Raymond, gracias a la cual él había alcanzado la dignidad de príncipe de Antioquía, se sintió menos complacida con la presencia de los visitantes. Tenía perfecta conciencia de la inquietante personalidad de la reina de Francia, y la alegraba el estrecho parentesco de la reina con Raymond, porque un hombre difícilmente podía convertir en amante a su sobrina. Raymond era el hombre más apuesto y encantador que Constance había conocido jamás, y se alegraba de ser su esposa; pero sabía que su opinión era compartida por muchas mujeres, y eso por supuesto significaba que su atractivo marido a menudo hallaba en su camino la tentación de ser infiel.
Prefería no conocer las infidelidades de Raymond. Era su esposa. Raymond no podía repudiar a la nieta del gran Bohemund. En ese sentido, se sentía bastante segura. Pero su tranquilidad sería mayor cuando el grupo francés partiera para continuar su cruzada.
Leonor no sentía deseos de abandonar la ciudad. La cruzada en definitiva no había sido la alegre aventura con la cual ella soñara. No se trataba sencillamente de cabalgar al frente de sus damas, seduciendo a los cruzados con sus canciones, y encantándolos con su presencia. El desastre reciente se lo había enseñado. Lo habían pasado muy mal en las naves que los llevaron a Antioquía, y cuando pensaba en su equipaje saqueado por los infieles, se encolerizaba de tal modo que las damas temían que pudiese herirse ella misma.
Todo eso había quedado atrás. Ahora estaba en Antioquía, con el más adorable de los anfitriones, y entre ambos comenzaba a formarse una relación muy sugestiva.
- Antes de que penséis en partir, es necesario que os hayáis recuperado por completo de vuestros sufrimientos -insistía Raymond.
- Tu bondad me complace -replicaba Luis-, pero creo que no podemos demorarnos demasiado tiempo.
- Es necesario atender los consejos de mi tío -le advirtió Leonor-. Recuerda cuántos hombres perdiste.
Luis podría haber contestado: Si, por tu locura. Si hubieses obedecido mis órdenes y ascendido a la meseta, podríamos habernos defendido a medida que nos acercábamos. Pero no dijo nada semejante. Se alegraba de que ella hubiese recuperado el buen ánimo y de que gozara de las comodidades que Antioquía podía ofrecer.
Luis le recordó amablemente que, después de todo, habían venido a combatir contra el infiel, y a recuperar la Ciudad Santa para el cristianismo.
- De todos modos -replicó ásperamente Leonor-, sería absurdo continuar la empresa antes de habernos preparado convenientemente. Nuestros hombres sufrieron mucho. Necesitan tiempo para recuperar la salud.
- ¿Y dónde mejor que aquí? -agregaba Raymond- ¿Dónde pueden descansar seguros, entre amigos?
Leonor y Raymond intercambiaban sonrisas y Luis concordaba en que, ciertamente, debían descansar un tiempo. Se volvió hacia Raymond.
- Aunque te agradezco la hospitalidad, y en efecto mi reconocimiento es grande, sé que me comprenderás cuando te diga que estoy impaciente por completar mi misión.
- Por supuesto, comprendo -replicó Raymond-. Pero creo que la reina acierta cuando afirma que debes esperar un poco.
- Dios te bendiga por tanta bondad como la que estás mostrando con nosotros -contestó Luis.
En el palacio había un jardín amurallado. En el centro se levantaba una bella fuente con una estatua que mostraba el abrazo de dos amantes. Leonor frecuentaba este jardín. Raymond lo sabía, y la fuente se había convertido en un lugar de cita.
Se paseaban tomados del brazo. A ella le agradaba sentir la presión de los dedos de Raymond en su propio brazo.
- Vivo en el temor -dijo Raymond- de que muy pronto nos abandones.
- Haré todo lo posible para continuar aquí.
- El rey parece inquieto.
- ¡El rey! -Había un acento de impaciente menosprecio en la voz, y Raymond lo advirtió al instante. Esa reacción sencillamente confirmaba la evaluación que él había hecho acerca de la relación entre los dos soberanos.
- Tú deberías haber sido el comandante -se aventuró a decir.
- ¿Una mujer? -preguntó ella.
- Más bien una diosa.
- Príncipe Raymond, dices cosas encantadoras. Me pregunto si hablas en serio.
Él se volvió para mirarla.
- ¿De veras dudas?
- No estoy segura. Ojalá pudiera convencerte.
- Quizá un día lo hagas.
- Lo haría, si continuaras aquí… para siempre.
- ¿Para siempre? Eso es mucho tiempo. Cuando dos personas concuerdan tanto como según creo es el caso entre tú y yo, ese tiempo no parece demasiado prolongado.
- Sí, concordamos, ¿verdad? Así lo sentí desde el momento en que nos vimos.
- Tú y yo -dijo él. Y se inclinó y tocó la frente de Leonor con los labios. Ella tembló con un placer que antes jamás había experimentado.
- Fue un agradable beso de tío -dijo ella, como si quisiera recordarle el parentesco que los unía.
- ¿Quizá a causa de nuestro estrecho parentesco nos entendemos tan bien?
- Quizá así sea; en todo caso, no debemos olvidar ese parentesco.
- ¿Y por qué tendríamos que recordarlo? -preguntó Raymond.
Ella se mostró un tanto inquieta, y dijo:
- Quizá entendí mal.
- No -exclamó él con voz apasionada-. No hay ningún malentendido. Conoces mis sentimientos hacia ti. Por las noches me paso las horas pensando en ti y en mí.
Leonor dijo: -Eres el príncipe de Antioquía, casado con una nieta de Bohemund. Yo soy la heredera de Aquitania, casada con el rey de Francia.
- ¿Y qué?
- Y eres mi tío.
- Nunca atribuí mucha importancia a las leyes. ¿Y tú?
- Tampoco -reconoció Leonor.
- ¿Podemos ser francos?
- Es mejor.
- En mi corazón nada hay que no pueda decirte.
- Tampoco en el mío.
- Te amo -dijo el príncipe de Antioquía-. Eres la mujer más sugestiva que jamás conocí. Ojalá fuera el rey de Francia. Tú y yo seríamos uno. ¿Qué dices a eso, mi reina? ¿Te mostrarás igualmente franca conmigo?
- Eres el hombre más sugestivo que jamás conocí. Ojalá fueras el rey de Francia.
- Entones, Leonor, ¿por qué hemos de negarnos lo que de un modo tan claro nos pertenece?
- Porque…
- ¿A causa de este parentesco estrecho?
- Raymond, en verdad eres mi tío.
- Leonor, en verdad eres mi amor.
Él la abrazó, y la resistencia de Leonor se derrumbó. Lo miró sonriente. ¿Era una mujer que pudiese sujetarse a leyes? Había entonado loas al amor, había escrito acerca del amor. ¿Debía temerlo cuando lo veía en la vida real? Esta era la principal aventura de su vida. Raymond era el héroe de las canciones románticas; Raymond era el amante que siempre ella había deseado. Leonor despreciaba al rey de Francia. Amaba al príncipe de Antioquía.
Su carácter no la inducía a la vacilación. Todos los obstáculos desaparecieron. Ese día, Leonor y el príncipe de Antioquía se convirtieron en amantes.
A menudo salían a caballo; de tanto en tanto trataban de alejarse del resto y se ocultaban en algún lugar secreto que él conocía. Para ambos el encuentro era una cita de amor. Se veían en una pequeña glorieta, en los terrenos de uno de los palacios de Raymond. Sus criados sabían muy bien que no debían interrumpirlo cuando se encontraba allí. Quizá lo había usado muchas veces con otras mujeres. A Leonor no le importaba. Creía que en la relación entre ambos había algo que la distinguía de todo lo que cualquiera de ellos había vivido previamente.
Ella tenía veintiséis años y él cuarenta y nueve; sin embargo, para Leonor era el amante perfecto. Su experiencia la complacía; su encanto la abrumaba; a cada momento ella lo comparaba con Luis y deploraba el destino que la había entregado a su marido.
Estaba apasionada y temerariamente enamorada. Quizá una o dos personas conocían la relación entre ambos; pero a Leonor no le importaba.
¿Y si la esposa de Raymond los descubría? Leonor se encogía de hombros. Sabía que ésta no era la primera vez que Raymond había quebrantado sus votos conyugales. ¿Cómo hubiera podido saber Raymond que Leonor era la mujer que le estaba destinada, si no hubiera tenido la experiencia de muchas otras? ¿Y si Luis descubría lo que estaba ocurriendo? Leonor se encogía de hombros. Que lo descubriese; que aprendiese que en el mundo había hombres auténticos.
Así, los dos amantes se encontraban, y Leonor se decía que todo lo que había padecido en el camino a Antioquía bien valía la pena.
Raymond le decía que la adoraba; no podía imaginar cómo había logrado vivir sin ella. Una vida trivial, sórdida, que no valía nada.
Mientras yacían en el refugio, protegidos por los criados de Raymond, el príncipe le hablaba de sus planes para retenerla.
- Es necesario convencer a Luis de que permanezca aquí -dijo.
- Jamás lo hará. Es muy obstinado. Tiene la idea fija de que debe ir a Tierra Santa para redimir sus pecados. Todavía sueña con Vitry-La-Incendiada. Jamás renunciará a la idea.
- Te revelaré mis planes. Sé que comprenderás fácilmente. Prefiero hablar contigo antes que explicar el asunto al rey. Quizá tú logres que él entienda. Aquí, estamos asediados constantemente. Vivimos rodeados por infieles. El destacamento francés que vigila esta plaza es tan reducido que, si bien consiste en hombres valerosos, no alcanza para defender el territorio. Si no adquirimos más fuerza, con el tiempo seremos desbordados por los sarracenos. Aleppo está a corta distancia de Antioquía y ahí se encuentra el cuartel general del enemigo. Sólo si reforzamos nuestra presencia aquí y ocupamos esas ciudades que nos amenazan podemos tener la certeza de que en este territorio prevalecerá la influencia cristiana; y si este camino se perdiera, los cristianos ya no tendrían acceso a Tierra Santa.
- ¿Y sugieres que Luis permanezca aquí, de modo que tú y él marchen contra los sarracenos de Aleppo?
- Sería lo más sensato. Luis hubiera debido ocupar Constantinopla. Hubiera podido hacerlo y creo que alguno de tus obispos lo aconsejó.
- Pero estaba en manos de Manuel.
- ¡El griego traicionero! No es nuestro amigo.
- ¿Crees que suministró información falsa a Conrado?
- De eso estoy seguro. Y los alemanes fueron destruidos casi totalmente.
- Entonces, tu enemigo es tanto el emperador griego Manuel como los sarracenos.
- Desearía verlo destruido. Sabes que los gobernantes de Antioquía son sus vasallos. Debo aceptarlo como soberano, porque puede reunir fuerzas superiores a todo lo que yo tengo, y quitarme Antioquía. Quiero ver destruido a ese hombre. Deseo que esta faja de la costa del Mediterráneo sea un lugar seguro para los cristianos, y que los peregrinos cristianos puedan pasar libremente a Tierra Santa.
- ¿Y crees que Luis puede ayudarte en esta empresa?
- Tiene un ejército.
- Muy debilitado.
- Pero son soldados excelentes. El hecho de que en este suelo se encuentre el ejército francés ha reanimado a los cristianos del territorio entero, y atemoriza a los infieles. Luis fue emboscado, pero antes había conquistado una gran victoria. Si hubiese intentado tomar Constantinopla, lo hubiera logrado.
- ¿Y qué puedo hacer yo?
- Luis te aprecia mucho. Todos hablan de su devoción a tu persona. Si pudieras convencerlo de que reúna fuerzas conmigo, de que postergue su viaje a la Ciudad Santa, de que realice el trabajo más inmediato, prestaría a Dios un servicio más grande que cualquier otro.
- Y también a nosotros nos haría un servicio -dijo Leonor- porque continuaríamos unidos. Yo marcharía con el ejército y acamparía contigo.
Raymond no estaba seguro de eso, pero guardó silencio.
- Habla con Luis -dijo-. Sondéalo. Pero no le reveles que he confiado en ti.
Leonor prometió hacer lo que se le pedía. Estaba dispuesta a hacer todo lo que Raymond sugiriese; y como el proyecto significaba que no tendrían que separarse, ella deseaba consagrar todas sus fuerzas a concretarlo.
Ahora, ella soportaba con dificultad la proximidad de Luis. Lo comparaba constantemente con Raymond. Difícilmente hubieran podido concebirse dos hombres tan distintos. ¿Por qué Luis el Gordo, rey de Francia, había tenido un hijo así? Cualquiera de sus hermanos habría sido más digno del trono. Ella había oído decir que uno de sus hermanos, Robert, conde de Dreux, tenía grandes ambiciones. Henry, el que seguía en edad a Luis, era arzobispo de Reims, de modo que seguramente estaba muy satisfecho con su suerte. Había otro Philippe, destinado a reemplazar al que había muerto a causa del cerdo, y estaba Pierre. Cualquiera de ellos habría sido mejor rey que Luis. Un rey cuyo corazón estaba consagrado a la Iglesia no era apropiado para gobernar un país. La única cualidad de Luis era su piedad; ¡y vaya si eso lo convertía en un individuo aburrido!
Ella se había mantenido distanciada de su marido, y se alegraba de que cuando él se absorbía en los asuntos de Estado experimentara escaso deseo de contacto físico. ¡Qué hombre para desposar a una mujer como ella! Aunque Leonor siempre había sabido que los dos armonizaban muy mal, lo comprendía mejor después de relacionarse con Raymond. Ese era un verdadero hombre. Gobernante, amante, todo lo que ella podía desear.
Deseaba consagrar todo su poder a la colaboración con él.
Luis llegó al departamento que ambos ocupaban en el hermoso palacio que Raymond había puesto a disposición de los monarcas. Tenía el ceño fruncido, y era evidente que estaba muy preocupado.
Leonor se preguntó qué estaría inquietándolo. ¿Quizá una ceremonia o un rito en alguna de las procesiones de la Iglesia? Era hombre capaz de entusiasmarse mucho con esas cosas. La religión comenzaba a obsesionarlo.
- Luis -dijo Leonor-, ¡qué hermoso es este lugar! ¡Qué pacífico! Pero de un momento a otro los infieles pueden asolar esta hermosa región.
Luis guardó silencio, y ella continuó:
- Es una lástima que un lugar así no sea seguro para los cristianos.
- No hay seguridad en el camino a Jerusalén. Por eso una cruzada como la nuestra está colmada de peligro.
- Entonces, Luis, debemos tratar de que el camino sea seguro.
- No, debemos ir a Jerusalén.
- Pero, ¿qué ocurrirá si esta costa cae en manos de los infieles?
- Grande será la gloria de los que traten de derrotarlos.
- ¿Un cristiano no debe realizar la tarea que se le presenta inmediatamente?
- En efecto, y nuestra obligación es marchar sobre Jerusalén. -Los ojos de Luis tenían un resplandor de fanatismo.- Veo a nuestras fuerzas expulsando a los sarracenos de la Ciudad Santa, y convirtiéndola en baluarte eterno de la Cristiandad.
- Eso lo verás después -dijo Leonor-. Ante todo, ¿no debemos garantizar la posibilidad de que los ejércitos y los peregrinos pasen por aquí?
- La gracia de Dios nos trajo aquí.
- Y la gracia del príncipe de Antioquía nos ofreció refugio.
- No importa lo ocurrido, no importa lo que ocurra en el futuro, nuestro deber es evidente. Debemos marchar sobre Jerusalén.
Después de saber gracias a Leonor que Luis mostraba poco interés en los nuevos planes. Raymond no tuvo más alternativa que convocar a una reunión a la cual invitó a Luis y a sus principales consejeros.
Explicó ante ellos sus planes, y habló apasionadamente de la necesidad de consolidar un baluarte más firme en el camino de la Ciudad Santa. Señaló la proximidad de Aleppo, y habló de los muchos infieles que acechaban en el camino. Era necesario garantizar la ruta y la Ciudad Santa debía retornar a la Cristiandad; y hasta que se pudiese alcanzar ese objetivo había que hacer la guerra a los sarracenos. Los cristianos debían unirse.
La idea misma de una guerra de agresión provocaba apasionada repugnancia en Luis. Mientras viviese jamás podría olvidar los gritos de los que habían muerto en el incendio de Vitry.
Afirmó que no haría la guerra mientras a él mismo no le hicieran la guerra.
En vano Raymond defendió su tesis. Veía que estaba convenciendo a los sacerdotes y a los nobles; pero Luis se mantenía inflexible, y el consentimiento del rey era esencial para aplicar el plan.
En la glorieta Raymond discutió la situación con Leonor.
- Luis no es soldado dijo-. Es desastroso que mande un ejército. No comprende que es mucho más importante afirmar el dominio cristiano en esta región, fortalecer nuestra presencia aquí que realizar una inútil peregrinación a la Ciudad Santa.
- Lo único que le interesa es obtener el perdón de sus pecados.
- ¿Qué pecados pudo cometer un hombre como él?
Leonor se echó a reír.
- Por su aspecto es un monje. Jamás debió haberse apartado de la Iglesia. Y pensar que me dieron a un hombre como él.
- Me pregunto si habrá deseado casarse.
- Creo que no lo quiso, pero cuando me vio se reconcilió con la idea.
- Entiendo que lograste seducirlo. ¡Pero reconciliarse con la idea! ¡Qué vergüenza! Y tú… la reina del amor y la canción.
- Como digo, debió ser monje. De mala gana fue a la guerra, y después sobrevino ese infortunado incidente en Vitry. Como si cosas así no ocurriesen en todas las guerras. Ojalá me viese libre de él. Desde que tú y yo somos amantes, he comprendido cada vez mejor cuánto me desagrada este hombre.
Raymond la abrazó, pero su mente estaba muy activa.
Luis había desposado a Leonor porque incluso él había percibido que esa unión con Aquitania era conveniente para Francia. Leonor seguramente era la heredera más rica de Europa. Y aunque Luis había recibido el título de duque de Aquitania, su esposa continuaba siendo la gobernanta de esa rica provincia.
¿Y si ella se liberaba de Luis? ¿Si permanecía soltera? ¿Quizá él podría arreglar otro matrimonio para Leonor? ¿Con quién podía casarse? Era imposible. Pero, ¿por qué no se divorciaba de Luis? Podía encontrarse una excusa. ¡Un parentesco demasiado cercano! Era el argumento acostumbrado, y un argumento fácil, porque casi todas las familias de la aristocracia estaban más o menos relacionadas unas con otras; bastaba para el caso remontarse un poco en los ancestros de cada uno.
Su mente se mostraba activa mientras hacía el amor con la reina.
Para Raymond era esencial hacer esa guerra. Necesitaba someter al infiel; tenía que acabar con esta situación intolerable, la del vasallo del emperador griego. Allí estaba su gran esperanza, y Luis… Luis el ineficaz, Luis el monje, se interponía en su camino. Era delicioso que la esposa de Luis fuese infiel, y con el propio Raymond… su tío. ¡Qué fácil era comprender a este individuo tan sencillo, un hombre que odiaba la guerra y apenas pensaba en los beneficios que ella podía aportar a su corona! ¡Un hombre que se reprochaba el hecho de que sus soldados hubiesen muerto a unas pocas mujeres y a sus hijos! Un hombre que apenas se complacía en el acto del amor, y a quien se había convencido de la necesidad de compartir el lecho matrimonial simplemente porque esperaba tener hijos, y porque sentía la tentación voluptuosa de una esposa.
Raymond se echó a reír, y comenzó a estudiar el modo de aprovechar lo mejor posible a este rey cuya negativa a cooperar en los planes del príncipe de Antioquía amenazaba convertirse en un obstáculo insuperable.
Conversaron sinceramente… él y Leonor. Tenían que encontrar el modo de retener a la soberana en Antioquía.
Raymond la comprendía mucho mejor que Leonor a él. Sabía que su pasión por él era tan superficial como la suya por ella. Leonor no lo sabía. Esa reina romántica de los trovadores estaba enamorada del amor y lo veía como la suprema actividad humana. Raymond no le dijo que, como él había sido el medio de liberarla de una irritante convención, en adelante ella se apartaría de la norma de conducta aceptada, y nada podría frenarla. Pero él sabía que así serían las cosas.
No pasaría mucho tiempo antes de que ella tomase otro amante.
Se separaron tiernamente. No debían salir juntos del refugio. Era necesario que ella se retirase primero.
Cuando comenzó a alejarse vio una figura que se apartaba de los arbustos. Fingió que no lo veía, y continuó caminando. El hombre que había emergido de las sombras la siguió.
Antes de llegar al palacio ella se volvió y enfrentó al intruso. Rió despectivamente.
- ¡Tú! -Era un hombre a quien siempre había despreciado. Thierry Galeran, un eunuco de gran estatura. Era sagaz, y se había destacado en la corte de Luis el Gordo, quien lo había distinguido y había aprovechado sus habilidades. El rey había recomendado a su hijo los servicios de Thierry Galeran, y Luis le profesaba el mismo respeto que le había demostrado su propio padre.
- Durante un momento -dijo Leonor-, pensé que me acechabas con cierto propósito. ¡Qué broma! La meta habría sido completamente inalcanzable para ti.
Galeran hizo una reverencia. Dijo: -Mi señora, os vi en los jardines y os reconocí. Pensé prestaros mis servicios, si necesitabais protección.
- De ti nada necesito -contestó secamente la soberana.
Caminó de prisa hacia el interior del palacio, y se preguntó brevemente si él la había visto entrar en la glorieta. En caso afirmativo, ¿adivinaba lo que había ido a hacer allí?
Rió para sí misma.
- Algo, mi pobre eunuco, que tú no entenderías -murmuró.
Galerón volvió hacia el refugio; entonces se encontró con el príncipe de Antioquía, y comprendió inmediatamente que el príncipe había sido el compañero de la reina de Francia.
Irritado por el insulto de la reina, vaciló acerca de la conveniencia de informar al rey de Francia de lo que había visto. Quizá era un poco prematuro. No, todavía no haría nada; pero vigilaría de cerca a la reina.
Después de quebrantar con Raymond sus votos matrimoniales, Leonor pensó a menudo en algunos de los hombres apuestos que se habían insinuado, y a quienes había rechazado. Por ejemplo Raoul, conde de Vermandois, que desesperado se había vuelto hacia Petronelle y ahora colaboraba con el abate Suger en el gobierno de Francia. Ese hombre la atraía mucho, y Saldebreuil, que había caído en manos del infiel. Pensaba mucho en él.
Mencionó a Raymond el hecho de que muchos de los mejores soldados del ejército de Luis eran cautivos del enemigo, y que a menudo ella se preguntaba cuál había sido la suerte de estos guerreros.
Obsesionado por su plan maestro, Raymond buscaba constantemente los medios de realizarlo. Y se le había ocurrido una idea que a primera vista parecía desesperada, aunque cuando se la examinaba más atentamente no merecía ese calificativo.
- Hay un sarraceno llamado Saladino, que es un príncipe bastante poderoso -explicó a Leonor-. Es un hombre de buena apariencia y cierta cultura. Creo que un día incluso podría convertirse al cristianismo.
- ¡Un sarraceno convertido al cristianismo! Una cosa inaudita.
- No tanto, amor mío. Por ciertas razones, hay sarracenos convertidos en cristianos, y cristianos en sarracenos. No es cosa inaudita. Pero este Saladino es cosa interesante. Mira, si le enviaras un mensaje diciéndole que deseas formularle un pedido, por lo menos te escucharía.
- Es lo que más deseo. Podría hacerle una oferta de rescate y ver si de ese modo devuelven a mi buen Saldebreuil. ¿Me ayudarás?
- Con todo el corazón. Deja el asunto en mis manos.
En definitiva, muy poco después llegó un mensaje de Saladino. Había oído hablar mucho de la belleza y del encanto de la reina de los trovadores. Ella deseaba formularle un pedido. Él estaba dispuesto a otorgarlo, y a cambio pedía un solo favor y quizá ella tuviese la bondad de concederlo. Quería que Leonor lo recibiese, de modo que él tuviese el gran placer de escuchar el pedido de sus propios labios, y ver con sus propios ojos a la dama tan famosa por su gracia y su belleza.
La respuesta complació a Leonor. El incidente era digno de una de sus propias baladas.
Respondió que si él acudía, con mucho gusto estaba dispuesta a recibirlo.
Habló del asunto a Raymond.
- Tendrá que atravesar un ejército hostil. ¿Cómo lo conseguirá” preguntó Raymond.
- Dice que está dispuesto a ello.
- ¡Arriesgará la vida para verte un momento y tener el placer de oír unas pocas palabras de tus labios!
En efecto, era el tipo de romance que los trovadores de Leonor cantaban. La complacía ver que esos temas cobraban realidad en la vida.
- Nunca llegará a Antioquía -dijo con tristeza Raymond.
- Lo conseguirá. Sé que lo conseguirá.
- Haré todo lo que pueda para ayudarle. Le enviaré una escolta, y él tendrá que disfrazarse de tal modo que nadie lo reconozca.
Leonor estaba encantada.
- Mi querido Raymond, ¡qué bueno eres conmigo!
- ¿Por qué no debería serlo con la mujer a quien amo?
Leonor pensaba que la vida era muy interesante. Así había que vivirla. Lamentablemente aún no sabía cuánto tiempo permanecería en la ciudad. Luis estaba inquieto. Ella nunca lo había visto tan decidido a ejecutar su plan. No atendía razones. A medida que pasaba el tiempo ella se irritaba más con su marido, y apasionadamente deseaba poner término a la unión conyugal.
Pero ahora no quería pensar en Luis. Quería evocar la figura de este romántico infiel dispuesto a arriesgar la vida para verla.
¡Cómo brillaban sus ojos oscuros mientras la miraba! ¡Qué alto era! ¡Qué guerrero!
Hablaba un poco de francés, no mucho, pero lo suficiente para expresarle su admiración y el efecto que tenía sobre él.
Saladino la impresionó tanto como él a ella. Era diferente de todos los hombres que ella había conocido, y la originalidad de su persona le parecía irresistible.
Saladino dijo que, según había entendido, ella deseaba pedirle un favor. Leonor replicó que un hombre por quien ella tenía cierta consideración era prisionero del jefe musulmán. Su nombre era Saldebreuil de Sanzay. Leonor estaba dispuesta a pagar un importante rescate por la libertad del francés. Saladino declaró que no aceptaría ningún rescate. Bastaba que ella hubiese formulado el pedido. Su mayor placer era conceder lo que ella quería.
Un mensajero debía ir disfrazado al castillo donde estaba encarcelado el francés. Saldebreuil sería liberado inmediatamente, y recibiría un salvoconducto.
- Qué gesto encantador -exclamó la reina-. No sé cómo agradecérselo.
Trató de complacer a Saladino. Cantó canciones que ella misma había compuesto, canciones de amor. Él escuchaba, absorto.
Raymond se reunió con ellos, y pareció complacido de que se agradasen tanto. Leonor pensó que su tío era un hombre sumamente cultivado. ¡Qué diferente del torpe Luis! Ella y Raymond eran amantes, pero el príncipe de Antioquía advirtió inmediatamente que se manifestaba una intensa atracción física entre Leonor y el fascinante infiel.
El hecho mismo de que él fuese infiel aumentaba su atracción. Leonor no podía dejar de sentirse muy excitada en presencia del musulmán.
Raymond afirmó que Saladino no debía tratar de abandonar el palacio, por lo menos durante unos días. Había realizado un largo viaje y arriesgaba mucho. Él y Leonor debían sostener otras charlas agradables antes de que Saladino regresara a sus ejércitos. Raymond se ocuparía de que estuviese bien protegido, y de que se mantuviese en secreto su identidad. Podían confiar en Raymond.
Cuando quedó solo con Leonor -el príncipe Saladino había regresado a los aposentos secretos que Raymond le había preparado- Raymond dijo a Leonor:
- Tengo un plan. Quizá creas que es imposible. Si piensas eso, no vaciles en decirlo. Tú sabes que solo me interesa tu bien.
- Lo sé -dijo Leonor.
- Estás harta de Luis.
- En efecto.
- Quisieras librarte de él
- Nada podría complacerme más.
- ¿Por qué no puedes lograrlo? Seguramente entre ambos hay cierto parentesco. No sería difícil descubrirlo. Un divorcio… y te verías libre de Luis.
- ¿Y después?
- Bien, podrías casarte con otro.
- Tú estás casado, mi querido Raymond.
- Oh, no esperaba obtener esa maravillosa felicidad. ¿Y si encontrases a otro hombre?
- ¿A quién sugieres?
- Te agrada mucho nuestro apuesto Saladino.
- ¡Raymond! Sabes que lo que hay entre nosotros es imposible.
- No veo por qué.
- Saladino… ¡un sarraceno!
- Muy apuesto. Un hombre poderoso y rico. Nada impide que se convierta al cristianismo.
Leonor miró fijamente a su tío. Pensaba en el atractivo de
Saladino y una salvaje excitación la poseía. Era tan diferente, tan
extraño y por lo tanto fascinante.
- Si fuera posible… -comenzó a decir Raymond-. Imagina que fuera posible…
- Sí, Raymond.
- ¿Te quedarías aquí… un tiempo? Con él serías la señora de extensas tierras.
- ¡Una infiel!
- Tendría que convertirse al cristianismo.
- ¿Lo haría?
- Por ti… sé que lo haría. Qué gloria excelsa para ti. Con tus encantos incomparables habrías conseguido lo que es inalcanzable para los ejércitos. Habrías llevado la Cristiandad a esos infieles. Pues si Saladino llegase a ser cristiano, el mismo camino tendría que seguir su pueblo.
- ¿Y Aquitania?
- Mi querida Leonor, de tanto en tanto podrías viajar a tus dominios. Podrías ocupar tu tiempo viajando de un lugar a otro, lo cual siempre es más entretenido que vivir en un solo lugar.
- No parece imposible.
- ¿Encuentras repulsivo a ese hombre?
- No del todo.
Raymond disimuló una sonrisa. Su voluptuosa sobrina deseaba al hombre, y la relación entre Leonor y Raymond había perdido el primer impulso de la novedad. Raymond imaginaba el resultado de su atrevido plan. Si ella se casaba con Saladino, ¿quién cuidaría de sus propiedades en Aquitania? ¿Quién mejor que su tío, que después de todo podría haberlas heredado de haber sido el hermano mayor? Leonor podría gozar de su sarraceno y él iría a Aquitania, pues su posición en Antioquía era muy insegura. Y con el tiempo Aquitania sería suya. Le vendría muy bien, pues si no obtenía la ayuda de los franceses para destruir al emperador griego, tendría que trazar otros planes.
- Piensa en ello -dijo-, y verás que no es tan imposible como creíste al principio.
Leonor meditó el plan. Tenía la mente poblada de imágenes. El sarraceno era un hombre tan apuesto… tan alto, moreno, con sus ojos enormes y expresivos.
Saldebreuil llegó a Antioquía. Ella se sintió muy complacida al verlo, no porque fuese un hombre a quien considerara encantador, sino más bien porque su retorno era un símbolo del deseo de complacerla de Saladino.
Cuando comparaba al sarraceno con Luis, despreciaba más que nunca a su marido. Tanta meditación, tantas plegarias la irritaban, y Leonor no dudaba de que deseaba huir cuanto antes de él.
Amaba a su tío, pero después de todo en efecto era su tío. y estaba envejeciendo. Saladino era joven.
La perspectiva de tener otro marido la excitaba. No deseaba cometer de nuevo el mismo error. No deseaba un hombre a medias, lo que según pensaba era Luis. ¿Qué tenía Luis, al margen de sus dominios? Si se le quitaba la corona, no había en la corte un hombre a quien ella no hubiese preferido.
¡Pero Saladino! ¡Un sarraceno!
¿Por qué no? Ya se conocían casos de uniones entre cristianos y sarracenos.
Ella se pondría a prueba. Vería cómo reaccionaba unida con un sarraceno. Debía tener la certeza de que la unión entre ellos podía ser perfecta.
La actitud de Leonor hacia él había cambiado. Se mostraba más cálida, más sugestiva.
Saladino no era hombre de cerrar los ojos a las veladas sugerencias de la soberana. Durante el encuentro siguiente se convirtieron en amantes.
Una experiencia muy satisfactoria para Leonor.
Después, yacieron juntos en el lecho, y hablaron de las posibilidades de matrimonio. Por supuesto, primero ella debía desembarazarse de ese aburrido inconveniente, el rey de Francia.
Saladino dudaba de esa posibilidad, pero no lo dijo. Ansiaba complacer a su nueva y sugestiva amante, y estaba dispuesto a participar en la fantasía que ella proponía.
Luis se mostraba cada vez más inquieto. Se había demorado bastante en Antioquía; sin duda, había aprovechado el respiro; había reorganizado su ejército, y ahora estaba dispuesto a marchar sobre la Ciudad Santa.
Eso era algo que Leonor no podía tolerar. Ahora estaba completamente consagrada a su asunto amoroso con Saladino. Creía que podría tener con él un matrimonio feliz y permanecer en la región, no lejos de su amado tío.
Luis se paseaba por el dormitorio. Leonor yacía en la cama, y lo miraba, y advertía su carencia de encanto físico, comparado con Saladino y Raymond.
- Me propongo iniciar la marcha dentro de una semana -decía Luis-. Me he demorado aquí demasiado tiempo.
- Te alegraste bastante de llegar a esta ciudad.
- En efecto, me alegré después de tantas dificultades; pero ya basta. Ahora, tenemos que marchar.
- Te equivocas; deberíamos permanecer aquí.
- ¿Con qué propósito?
- Mi tío ya explicó la necesidad de combatir aquí al infiel.
Luis pareció hastiado.
- Es una idea que he rechazado.
- ¿Por qué? ¿Porque temes combatir? ¿Porque eres sólo medio hombre?
Él la miró con tristeza. Ella le había demostrado con tanta frecuencia -y sobre todo en los últimos tiempos que lo despreciaba.
- Conoces la razón -dijo-. Vine en una cruzada. No es mi intención usar a mis ejércitos en otras guerras.
Los ojos de Leonor relampaguearon.
- ¿Realmente eres rey?
- Sabes que soy el rey de Francia y que tú eres la reina. Te vendría bien comportarte de acuerdo con tu posición.
¿Ese comentario sugería que él estaba al tanto de sus aventuras? Ella prefería confesar audazmente sus indiscreciones antes que permitir que él las descubriese y creyera que Leonor había intentado ocultarlas.
- Para mí es evidente -dijo Leonor-, que tú y yo jamás debimos casarnos.
- ¡Jamás debimos casarnos! El nuestro fue un matrimonio que contó con la aprobación general tanto en Francia como en Aquitania.
- Tengo mucho que darte. Tú tenías algo que darme. En sí mismo, eso no era desagradable. Pero Luis, sabes que como hombre y como mujer no nos llevamos bien.
- En nuestra condición de rey y reina debemos hacer todo lo posible para armonizar.
- ¿Por qué?
Él la miró, asombrado.
- ¿Acaso podría ser diferente?
- Existe el divorcio.
- ¡Divorcio! No hablas en serio. ¡Que el rey y la reina de Francia se divorcien!
- No veo motivo que impida interrumpir un matrimonio inarmónico y desagradable.
- ¿Desagradable?
- ¡Para mí… sí! Quiero por marido a un hombre, no a un monje. Divorciémonos. Yo volveré a casarme y tú puedes regresar a la Iglesia. Es una solución admirable para ambos.
- No creo que puedas hablar en serio.
- Hablo muy en serio. Luis, ya he tenido bastante de todo esto. Deseo mi libertad.
- ¿Renunciarías a la corona de Francia?
- No significa mucho para mí, y tú, Luis, tendrás que renunciar a Aquitania.
- No habría creído que esto fuera posible.
- No, no lo habrías creído. A lo sumo estás medio vivo. Tu corazón está en la Iglesia. Regresa a la Iglesia, y concédeme la libertad.
El guardó silencio. Se sentó en un taburete y miró fijamente al frente.
- ¿Bien? -dijo Leonor, impaciente.
- Es un asunto de Estado -replicó Luis-. Debo conversar con mis ministros.
- Habla con quien quieras, pero dame la libertad. Lo repito. Luis, ya es suficiente. Es tiempo de que tú y yo nos separemos.
Se recostó en la cama y cerró los ojos.
Luis continuó sentado, mirando fijamente el vacío.
Al día siguiente, Luis convocó a sus consejeros y les comunicó la propuesta de la reina.
Algunos dijeron que era imposible. No podía hablarse de divorcio.
Otros pensaban que la conducta de la reina no era la que correspondía a su rango. Nunca lo había sido. La reina venía del sur, y todos sabían que la moral de los meridionales era menos rigurosa que la de los habitantes del norte. El abuelo de la reina había sido un notorio disipado, y la reina prolongaba la práctica de su pariente, consistente en mantener una corte de trovadores; además, algunas de las canciones que ellos cantaban no eran precisamente del mejor gusto.
Había que contemplar la situación de Aquitania. No cabía duda de que allí habría dificultades. Si el rey podía conservar el territorio de la reina, sin duda el divorcio era una solución admirable. Después, el rey podría casarse con una princesa dócil, y tener un hijo, y en adelante no habría más dificultades en el círculo doméstico de la realeza.
Luis estaba muy inquieto. Ella lo despreciaba, pero Luis la amaba. Era extraño que él, que nunca se había interesado por las mujeres, alentase sentimientos tan intensos por una, que era precisamente su esposa. La primera vez que la había visto -joven, vital, bella e inteligente al extremo de que su mente ágil lo avergonzaba- la había adorado. Ella lo había reconciliado con el matrimonio y el trono. Pero Luis sabía que últimamente ella lo despreciaba. Había rehusado hacer el amor con él. No era que él desease esa actividad con excesiva frecuencia. Pero era necesario tener un heredero, porque hasta ahora tenían únicamente a la pequeña Marie. Sin embargo, ella lo había rechazado; y eso era extraño, porque antaño Leonor se complacía en el acto de la unión, y a menudo lo había inducido a practicarlo con más frecuencia que lo que él hubiera deseado por propia iniciativa.
En verdad, ella lo despreciaba. De eso no cabía duda, y Luis no sabía muy bien cómo reaccionar.
El eunuco Thierry Galeran solicitó una entrevista privada con el soberano, y cuando Luis la concedió, Galeran dijo que había venido para hablar de un asunto delicado; antes de empezar solicitó la indulgencia del rey si decía algo que ofendiese a Su Majestad.
Luis, que era un hombre muy tolerante, se sorprendió y pidió a Galeran que dijese lo que deseaba, sin temor de ofender.
- Sire, se relaciona con la reina.
Luis pareció inquieto, y Galeran continuó hablando de prisa.
- Debo deciros esto con mucho pesar, pero lo cierto es que la reina no os ha sido fiel.
Luis meneó la cabeza, pero en realidad era algo que él ya presentía.
- Galeran, no debes formular estas acusaciones, a menos que tengas pruebas de lo que dices.
- Las tengo sire. La reina se ha comportado impropiamente con dos hombres. Su tío Raymond y el príncipe Saladino.
- Es imposible. ¡El propio tío de la reina y un infiel!
- Así ha sido -dijo Galeran-. Puedo presentar testigos que respalden mi versión.
Luis estaba atónito. Quizá no lo asombraba mucho que la reina le hubiese sido infiel; pero que ella hubiese decidido engañarlo con dos personas como ésas era inconcebible. ¡Su tío y un sarraceno! ¡Acaso jamás tenía en cuenta las normas más respetables! Su propio tío. Eso era un incesto. Un sarraceno… un hombre de credo y color diferentes.
Sabía que Galeran no habría formulado la acusación si no hubiese podido demostrarla. Sabía también que su padre había estado en lo cierto cuando le dijera que Galeran era un hombre en quien podía confiar. Era verdad que Leonor odiaba a Galeran. Había formulado comentarios cáusticos acerca de su persona. Ella despreciaba a los eunucos, y como era obstinada e impulsiva, jamás había intentado disimular su menosprecio. Seguramente Galeran no apreciaba a la reina; pese a todo, probablemente había cierta verdad en sus acusaciones.
- Sire, parece que sólo resta un curso de acción. Es necesario que os desembaracéis de esta reina.
- Ya conoces las opiniones del Consejo.
- Si pudiera hallarse el medio de mantener sus tierras bajo el dominio de la Corona de Francia… El rey meneó la cabeza.
- Galeran, imagina los conflictos… El pueblo de Aquitania tomaría las armas contra nosotros. Son fieles a Leonor. No aceptarán otro gobernante.
Galeran reflexionó.
- No continuaréis aquí, permitiendo que la reina os engañe. Eso os colocaría en una posición inaceptable para cualquier hombre, pero más aún para el rey de Francia.
- Tienes razón, Galeran. Debemos partir sin demora. Pero la reina no aceptará salir de Antioquía.
Galeran dijo:
- Es necesario obligar a la reina.
- Salvo que la llevemos por la fuerza, no veo modo de obligarla a salir.
- Entonces, sire, es necesario apelar a la fuerza, pues tenéis que comprender, y también lo comprenderán vuestros consejeros, que el actual estado de cosas no puede ser tolerado por el rey de Francia.
Luis inclinó la cabeza. Se sentía profundamente herido y humillado. Recordaba a cada momento la primera vez que la había visto, y cómo su belleza y su inteligencia lo habían seducido.
¿Qué había hecho mal para llegar a este resultado?
Leonor marchaba al encuentro de su amante. ¡Qué cortés era Raymond! ¡Con cuánta elegancia se apartaba para dejar lugar a Saladino! Así debía vivirse la vida. Ella lo había sabido siempre. El amor era supremo; lo que decían las baladas era cierto. Nada más tenía importancia. Deseaba desembarazarse de Luis. Y casarse con Saladino. Él se convertiría al cristianismo, y el matrimonio sería el primer paso de la introducción de la Cristiandad en el Islam.
¡Y qué placentero el modo de llegar a esa conclusión tan deseada! Sería casi una santa por el servicio que prestaba a la Cristiandad… ¡al mismo tiempo que obtenía tan profundo placer!
La glorieta del jardín era el lugar de la cita. Había sido un lugar excelente para ella y Raymond. Y ahora Raymond se apartaba de modo que ella pudiese encontrarse con Saladino.
Cuando pasó entre los arbustos oyó el crujido de una rama. Miró por encima del hombro, y en ese mismo instante un par de fuertes brazos la apresaron.
Esperaba ver el rostro de su amante, y se volvió sonriendo Estaba contemplando los ojos odiados de Thierry Galeran.
- ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó.
- He venido a deciros que el rey se prepara para salir de Antioquía, y desea que ahora mismo os reunáis con él.
Leonor estaba furiosa. ¡Cómo era posible que este hombre se atreviese a ponerle la mano encima! Se disponía a exigir que la liberase cuando al lado de Galeran aparecieron dos soldados.
- Esto es traición -dijo la reina-. Haré que os castiguen… severamente. Seréis…
- Mi señora -dijo Galeran-, obedecemos las órdenes del rey.
- ¡Las órdenes del rey! ¡Y qué! Os digo…
- Somos los hombres del rey -dijo Galeran-. Os ruego vengáis sin resistencia, o nos veremos obligados a usar la fuerza.
- Cómo te atreves…
Pero la tomaron por los hombros. La indignidad era más de lo que ella podía soportar. ¿Dónde estaba Saladino? ¿Dónde estaba Raymond?
Enfurecida a causa de su propia impotencia, no le quedaba más alternativa que permitir que la retirasen de los jardines.
Aparecieron más soldados. La envolvieron en una capa destinada a disimular su figura, y la obligaron a atravesar la ciudad y a salir fuera de sus murallas.
Allí, el ejército francés estaba acampado, pronto para una partida inmediata.
Furiosa, frustrada pero impotente. Leonor no tuvo más remedio que acompañar a las tropas.