EL TRIUNFO DEL REY

Enrique no podía dejar de pensar en Becket. A veces despertaba de un sueño en el cual mantenían la misma amistad que los había unido cuando él era rey y Tomás su canciller. Nadie podía divertirlo tanto como lo había hecho Becket. Enrique no sentía mucho placer en compañía de otros. Incluso en Woodstock se sorprendía pensando en Becket.

Ese hombre parecía decidido a molestarlo. ¿Qué le había ocurrido? Había adquirido una actitud seria… el eclesiástico había desplazado por completo al alegre calavera, porque en efecto Becket había sido un hombre alegre. ¡Cómo le agradaba sentarse a su propia mesa y contemplar la fina vajilla y la lujosa librea de sus criados! Poco importaba que él mismo comiese frugalmente y bebiera poco. Todo eso era parte de la excentricidad que parecía tan atractiva a Enrique.

Se preguntaba si habría un modo de reconciliarse. Si Becket cedía a los deseos de Enrique, la Iglesia entera lo seguiría. Por su parte el Papa no se encontraba en una posición muy cómoda y no podía provocar muchas dificultades. Enrique podía reformar la Iglesia de su país y Alejandro no se atrevería a alzar la voz contra él.

Decidió hablar con Tomás, y le comunicó la orden de que fuese a Northampton.

Cuando el rey llegó con su nutrido séquito, envió un mensaje diciendo a Tomás que permaneciese donde estaba, pues sería imposible que la ciudad albergase a dos grupos tan numerosos.

Y no dudo, pensó irritado el rey, que tu grupo será tan numeroso y tan grandioso como el mío porque, mi querido arzobispo, siempre te agradó la ostentación.

Se encontraron en un campo, y Tomás adelantó su caballo para reunirse con el rey. Durante un momento se miraron en los ojos, y la conciencia de la íntima amistad que los había unido se impuso a ambos, de modo que fue un momento emotivo.

Aquí, el rey dijo: -Desmonta. Conversaremos mientras caminamos.

Así lo hicieron, y el rey aferró el brazo de Tomás y dijo: -Me maravilla que hayas olvidado todos los favores que te hice. Me asombra que seas tan ingrato que me contradigas en todo.

- Mi señor, no me muestro ingrato por los favores que me habéis concedido vos mismo, ni por los que me otorgó Dios por vuestro intermedio. Jamás me opondré a vuestra voluntad, mientras sea también la voluntad de Dios. Sois mi señor. Pero Dios es vuestro Señor y también el mío, y a ninguno de los dos beneficiaría que yo desatendiese Su voluntad por responder a la vuestra. Un día ambos compareceremos ante Él para ser juzgados.

El rey hizo un movimiento impaciente, pero Tomás no se dejó acallar. Continuó diciendo: -San Pedro dice que debemos obedecer a Dios más que al hombre. Y aunque yo obedeceré los deseos de mi rey siempre que ello sea posible, no podría hacerlo si tal cosa se opusiese a mi deber hacia Dios.

- Por favor, no me prediques sermones -replicó Enrique-. No vine aquí para eso.

- Mi señor, no es mi intención predicar; sólo deseo deciros cuál es mi opinión acerca de estos asuntos.

- ¿Y cuál crees es mi opinión?' ¿Acaso el rey debe subordinarse a uno de sus rústicos?

- Os referís a mi humilde cuna. Es cierto que no tengo sangre real. San Pedro tampoco la tenía, pero Dios le entregó las llaves del Cielo y lo convirtió en jefe de la Iglesia Católica.

- Es verdad -dijo el rey-. Pero él murió por su Señor.

- Moriré por mi Señor cuando llegue el momento.

- Te has elevado mucho, y crees que por esa altura que alcanzaste gracias a mi bondad tienes tanta importancia que puedes desafiarme. No confíes demasiado en mi amistad.

- Confío en el Señor -dijo Tomás-, porque tonto es el hombre que deposita su confianza en los hombres.

- Suficiente, Tomás. Estamos casi de acuerdo. Sólo deseo que jures servir a tu rey.

- Lo haré, pero sólo cuando servirlo no choque con la voluntad de Dios.

- ¡Sólo cuando…! No acepto condiciones. Jura servir a tu rey.

- No podría… sin esa condición.

- He intentado razonar contigo, pero no escuchas razones. A causa de la amistad que antaño sentí por ti y podría sentir otra vez, vine aquí. Quise hablarte personalmente. Ofrezco volver a aceptarte, y digo que las cosas pueden ser como fueron antaño entre nosotros. He sentido mucho afecto por ti. Te echo de menos. ¿Recuerdas qué divertida era la vida cuando estábamos juntos? Vamos, Tomás. Lo único que necesitas hacer es decir unas pocas palabras. Dilas. Tomás, y todo estará bien.

- Mi señor, no puedo decir lo que deseáis, porque entiendo que hacerlo sería negar a mi Dios.

- Malditos sean tus sermones, y maldito seas, Becket. Te he elevado. También puedo derribarte. Piénsalo, rústico. Y recuerda que te opones al rey.

Dicho esto, se volvió y se separó de Tomás.

Sólo restaba hacer una cosa y era apelar al Papa. En Francia ya se conocía el conflicto entre el rey y el arzobispo. Luis envió cartas de apoyo a Tomás, y sugirió que si le parecía imposible continuar viviendo en Inglaterra, recibiría buena acogida en Francia.

La posición del Papa no era agradable. El emperador de Alemania había unido fuerzas con su rival y había obligado a Alejandro a salir de Italia. Ahora residía en Francia, y se sentía incómodo. Temía ofender a Enrique, lo mismo que había ocurrido en otras ocasiones. Al mismo tiempo, creía que Tomás estaba en lo cierto.

Pero se enteró de que Enrique Plantagenet había proferido amenazas contra él, pero a causa de su posición muy precaria no podía afrontar ningún tipo de oposición originada en ese sector. Aunque deseaba aplaudir a Becket, debía conciliar al rey, que ya había redactado su versión del asunto.

Enrique escribía que el Papa tenía que comprender que un rey no podía tolerar lo que parecía una actitud de desobediencia, y que para el caso poco importaba que el súbdito indisciplinado fuese sacerdote o mercader. Lo único que él deseaba era una declaración del arzobispo en el sentido de que serviría en todo a su rey; y la necesitaba para evitar el deterioro de su dignidad real. Ni el Papa ni el arzobispo debían creer ni por un instante que él pensaba aprovecharse de dicha declaración. Deseaba una Iglesia fuerte. Sabía muy bien que las creencias religiosas apuntalaban la virtud de los hombres. ¿Acaso alguien pensaba que el rey deseaba una nación de ladrones y salteadores y hombres sin religión? ¡De ningún modo! Pero un rey no podía admitir que algunos súbditos creyesen posible desafiarlo; y que además se vanagloriasen en público de su propia actitud.

El Papa escribió a Tomás para explicarle que a su juicio se necesitaba moderación y sumisión, porque el Pontífice estaba seguro de que así Tomás podía evitar graves problemas, los cuales en nada beneficiaban a la Iglesia. Ordenó a Tomás se sometiese al rey, pues según creía, el monarca no aceptaría otra cosa, y el momento no era el más apropiado para provocar un entredicho de la Iglesia con el rey de Inglaterra.

Cuando recibió la carta, Tomás se sintió asombrado y deprimido. Debía obedecer al Papa.

Descubrió que el rey estaba en Woodstock. Enrique aceptó recibirlo y allí, en su palacio.

Enrique estaba de buen humor. Era lo que ocurría siempre que venía a Woodstock, y cuando supo que Tomás pedía audiencia lo recibió inmediatamente.

- ¿Bien, Tomás?

- Mi señor, he recibido carta de Su Santidad.

- ¿Y cuáles son sus instrucciones? -preguntó el rey.

- Me ordena que acate vuestros deseos. Debo aceptar serviros sin condiciones.

- Ah -dijo el rey-. De modo que nuestro pequeño problema ha concluido. ¿Decidiste rendirme el homenaje que debes a tu rey?

- El Papa lo ha ordenado.

- Con esa actitud demuestra bastante sensatez -dijo riendo Enrique.

- No puedo desobedecerle.

- ¿Pero no concuerdas con él? -exclamó Enrique.

- Creo que mi actitud era acertada.

- Pero ahora la abandonas. Eso está mejor. Jurarás fidelidad absoluta a tu rey.

- Lo hago -dijo Tomás-, pues el Papa me dice que mi declaración es sólo para preservar vuestra dignidad, y que vos no haréis reformas que afecten a la Iglesia.

- Has jurado, Tomás.

- Sí, mi señor.

- Está bien. Juraste ante mí, en privado, pero como declaraste tu desobediencia en público, en público jurarás fidelidad. Adiós, Tomás, pronto nos reuniremos. Te convocaré a Clarendon, donde podrás pronunciar públicamente tu juramento de sumisión.

Apenas Tomás recibió el llamado del rey que le ordenaba ir a Clarendon, comenzó a cuestionar la validez de lo que había hecho.

El Papa estaba en una situación difícil; le había aconsejado someterse a Enrique porque temía el antagonismo del rey. Tomás no debía aceptar el consejo papal. Conocía bien a Enrique. ¿Quién podía conocerlo mejor? Durante los años en que había sido canciller, y ambos habían recorrido juntos el país, Tomás se había familiarizado con todos los recovecos de esa naturaleza violenta. Cuando Enrique se proponía obtener algo, lo conseguía. Era capaz de mentir, trampear, luchar, amenazar con lo que fuese para realizar su propósito.

Carecía de escrúpulos, y ahora era evidente que estaba decidido a someter a su antiguo amigo y canciller. Tenía que demostrar a Tomás que era su superior. Siempre había ocurrido lo mismo en los juegos y las bromas que ambos compartían. A Enrique le agradaba un buen adversario, porque de ese modo la victoria era más gloriosa.

Sus promesas en el sentido de que no deseaba interferir en el gobierno de la Iglesia no significaban nada. Por supuesto, deseaba interferir en los asuntos de la Iglesia. Deseaba someterla, como sometía a sus perros. Trataría de que la Iglesia sirviese al Estado. Quizá verbalmente se sometiese al Papa, pero todos los habitantes del reino, fueran obispos o arzobispos, debían saber que él era el amo.

Y Tomás había dicho en privado que aceptaría en todo el gobierno de Enrique… porque un Papa débil había temido ordenarle lo contrario.

Tomás pasó varias horas orando de rodillas. El cilicio lo torturaba, incluso más de lo que hubiese sido el caso con la mayoría de los hombres porque la mala circulación acentuaba la sensibilidad de su piel. Pero se sometía a esta penitencia con la esperanza de expiar sus pecados y conquistar la ayuda de Dios. Recordó su orgullo cuando Richer de L'Aigle lo había llevado a Pevensey, y la alegría que había hallado en vivir la vida de un noble. Pensó en sus ricas vestiduras, las capas forradas con piel, los jubones de terciopelo, el placer que extraía de su condición de permanente compañero del rey. Todo eso había sido vanidad terrenal. ¿Quizá ahora debía pagar por todo?

Su carácter cambió apenas alcanzó la dignidad de arzobispo de Canterbury. Su amor al lujo había desaparecido, porque ahora comprendía qué absurdo era. Recordaba cómo había intentado rechazar esa dignidad, cuánto se había esforzado para evitar ese cargo, porque sabía que ahí terminaba su vida alegre.

Y ahora, tenía los pies sólidamente afirmados en un camino que debía seguir, porque era su destino.

Confiaba en que Dios le mostraría qué debía hacer en Clarendon, pues sabía que lo que allí ocurriera, para bien o para mal, influiría en su futuro.

En el gran salón, Enrique ocupaba el centro del tablado, y a la izquierda tenía a su hijo, el pequeño Enrique, de nueve años de edad. Los ojos del niño se iluminaron cuando vieron a Tomás, y el corazón del arzobispo se sintió reconfortado al verlo. Ahí estaba un ser que lo amaba. Tomás no buscó la mirada del rey, pero comprendió que el monarca lo observaba disimuladamente.

En su condición de primado, ocupó un lugar a la derecha del rey; después del monarca su cargo era el más importante del reino. Allí se habían reunido todos los obispos, y entre ellos estaba el arzobispo de York, Roger de Pont l'Evéque. Roger no podía disimular su satisfacción. Seguramente recordaba los viejos tiempos en la casa de Theobald, cuando cierto joven -que no era de cuna noble- se había reunido con los restantes alumnos, y conquistado el afecto del viejo arzobispo de un modo que nadie más había logrado. Roger había hecho todo lo posible para calmar su propia envidia y conseguir que expulsaran a Tomás; lo había logrado dos veces, pero cuando volvieron a llamar a Tomás, el favor de que gozaba era más alto que nunca. Cuánta envidia debió de haber sentido Roger cuando supo de la amistad que unía al rey con el hombre a quién odiaba. La gente solía decir entonces: El rey ama al canciller más que a cualquier otro ser viviente.

Y ahora paladeaba el triunfo, pues todos los que allí estaban sabían que se habían reunido para asistir a la humillación pública del amigo otrora bienamado del rey.

Sin embargo, Tomás tenía sus propios simpatizantes… hombres maduros, hombres íntegros. Uno era Henry de Winchester, hermano del rey Esteban, un hombre que otrora había alimentado grandes ambiciones, pero que hacía mucho las había desechado, porque comprendía qué vacías eran. Conocía el carácter del rey, y también el de Tomás. El conde de Leicester y Robert de Luci eran hombres buenos y honestos que servían bien al rey. No se opondrían a Enrique, pero tampoco deseaban ver humillado a un hombre como Becket. Comprendían sus escrúpulos, y los aplaudían, y hubieran preferido que no fuera necesario convocar a esta reunión.

Si Tomás conocía al rey, el rey conocía a Tomás. Sabía muy bien que le había dado su promesa verbal porque como eclesiástico creía que tenía que obedecer al Papa. Fue un error, pensó regocijado el rey. Tu pobre y débil Papa tembló por su propio pellejo, y tú caíste en la trampa. Y ahora lo lamentas. Y bien, puedes negarte a prestar juramento en público. Y yo te conozco bien. Conozco tu elocuencia. Sé que podrías convencer a una multitud. Mira la sala, Tomás. Observa a los hombres armados que traje aquí. Otros pueden verlos. Saben para qué están aquí. En esta sala no hay un solo hombre que se atreva a ofender a su rey. Excepto quizá tú mismo. Tomás, reflexiona acerca de tu absurda actitud.

El propio monarca inauguró la reunión.

Según dijo, el arzobispo de Canterbury había venido para jurar ante todos que estaba dispuesto a servir incondicionalmente a su rey. Tomás se puso de pie.

- Mi señor -dijo-. Juro servir a mi rey cuando su servicio no se contradiga con mi deber para la Iglesia.

El rostro del rey se puso escarlata, le brillaron los ojos, y salvo Tomás todos los que estaban en el salón temblaron. En cambio, Tomás sentía inmensa alegría, pues había hecho lo que creía justo. Había temido flaquear frente a la asamblea, pero ahora había afrontado bien la prueba, y se sentía apoyado por Dios.

La furia de Enrique explotó. Tan intensa era su cólera que se mostró incoherente. No atinó a hacer más que proferir insultos contra su arzobispo. Tomás permaneció sereno y pálido, como si no oyera al rey.

Y no lo oía. Estaba pensando. He dado el primer paso. Debo aceptar lo que me ocurra. Si es la muerte, esto acabará muy pronto, y yo habré muerto por Dios y la Iglesia.

El rey salió bruscamente de la sala. Su hijo dirigió una mirada temerosa a Tomás, y siguió al padre. Tomás alcanzó a ver la expresión cínica del arzobispo de York, quien durante esos segundos no pudo disimular su placer.

Tomás se dirigió a su alojamiento, para meditar y pedir la fuerza que le permitiría continuar lo que había comenzado. No pasó mucho tiempo antes de que Joceline, obispo de Salisbury y Roger, obispo de Worcester, viniesen a visitarlo.

- Entrad, amigos míos -dijo Tomás.

Los visitantes entraron, y miraron temerosos a Becket.

- Mi señor, os imploramos -dijo el obispo de Salisbury- que hagáis las paces con el rey.

- No deseo hacer la guerra al rey -contestó Tomás.

- Mi señor, nos matará a todos si no juráis.

- En ese caso, tenemos que morir. No será la primera vez que los hombres mueren por la Iglesia de Dios. Muchísimos santos nos enseñaron con la palabra y el ejemplo. Hágase la voluntad de Dios.

- Habéis visto el humor del rey. También visteis a los hombres armados que llenaban el salón.

- Los vi -dijo Tomás-. Rezad pidiendo valor. Puede ser que nuestra hora haya llegado. Si es así, solo tenemos que temer que nos falte el coraje necesario para afrontar la situación. Rezad pidiendo ese coraje. Dios no os fallará.

Los obispos se marcharon, pesarosos y atemorizados.

Después, llegaron el conde de Leicester y el conde de Cornwall, tío del rey.

- El rey se considera insultado -dijo Leicester-. Declara que se vengará.

- En ese caso, que sea vengado.

- Sólo tenéis que jurar que prestaréis obediencia absoluta al rey.

- Soy un hombre de la Iglesia.

- El rey declara que en privado le prometisteis servirlo.

- Le dije que el Papa me había aconsejado en ese sentido.

- Mi señor, también nosotros os aconsejamos así. Somos vuestros amigos. Deploramos esta disputa entre vos y el rey.

- Sé que sois mis buenos amigos, y os lo agradezco. Sé que sois hombres discretos. Para vosotros es fácil jurar obediencia absoluta al rey, porque no tenéis ningún compromiso con la Iglesia. He dicho al rey que le obedeceré en todas las cosas temporales. Pero cuando su voluntad choca con la voluntad de la Santa Iglesia, tengo que desobedecerle y seguir a mi verdadero amo.

- El rey está de muy mal humor.

- Conozco bien esos estados de ánimo. Los he visto muchas veces.

- Antes nunca estuvieron dirigidos tan firmemente contra vos.

- Sé que el rey es un hombre cuya voluntad no conviene contrariar. Tendrá lo que desea, y si desea mi sangre sin duda la tendrá.

- No desea vuestra sangre, sólo vuestra obediencia.

- Pero, ¿si no puedo darle lo que pide?

- Mi señor, tememos que nos ordene acabar con vuestra vida. Para nosotros eso es un crimen, pero tendremos que cometerlo si tal es la voluntad del rey.

- Ah, caballeros, esto es cosa que deben resolver vuestras conciencias.

- Bastaría que aceptarais jurar…

- No, señores. Eso es algo que yo no puedo hacer. Ahora, dejadme. Id a la quietud de vuestras habitaciones, y rogad que cuando llegue la hora de la decisión, Dios os pida hacer lo que es justo.

Tomás continuaba arrodillado cuando llegó otro visitante. Era Richard de Hastings, Gran Maestre de los Templarios ingleses, y con él venía otro templario, Hostes de Boulogne.

Eran hombres piadosos y Tomás confiaba en ellos. Gozaban de la confianza del rey y aseguraron a Tomás que conocían la posición del rey, y que él les había revelado sus verdaderos sentimientos.

- Mi señor arzobispo -dijo Richard de Hastings-. El rey os profesa profundo afecto. Desea que seamos sus mediadores. Dice que comprenderás fácilmente la posición en que lo ha puesto vuestra obstinada decisión y la violencia de su temperamento. Este asunto ha llegado tan lejos que él ya no puede retroceder. Parecería debilidad en un rey, que habiendo explicado lo que está decidido a obtener, acepte algo menos. Nos ha jurado que desea únicamente vuestra promesa pública, y que si la ofrecéis él no tocará las leyes de la Iglesia.

- ¿De eso se trata? -preguntó Tomás.

- Así lo juró.

- No siempre cumple sus promesas.

- Él ha preguntado qué beneficios obtendría el reino si el rey disputase francamente con la Iglesia. Y qué daños provocaría si disputase con su primado, al extremo de separar al Estado de la Iglesia. El rey desea reconciliarse con vos. Si regresáis al salón y le dais lo que él desea, no habrá nada que temer. El rey ha dado su palabra. Pero vos debéis jurar en público, y prometer obediencia absoluta a la corona.

- ¿En efecto venís de parte del rey?'

- Así es.

- ¿Y él ha jurado que cumplirá su promesa, que es abstenerse de cualquier intervención en los asuntos eclesiásticos?

- Ya lo juró.

- En tal caso, mandaré llamar a mis obispos, y les diré que basándome en vuestros consejos y seguridades puedo pronunciar públicamente este juramento.

Tomás regresó al salón. El arzobispo de York lo miraba cínicamente, y el resto tenía el aire de las personas que de pronto soportan un gran peso sobre los hombros.

El rey estaba casi alegre. Tenía una expresión bondadosa en los ojos, y se lo veía desbordando afecto mientras se volvía hacia su arzobispo de Canterbury.

Tomás se puso de pie, y juró ante la asamblea que obedecería de buena fe las costumbres del reino.

- Todos oyeron lo que el arzobispo me prometió por propia iniciativa -exclamó en voz alta el rey-. Ahora sólo resta que, respondiendo a su pedido, los restantes obispos hagan lo propio.

- Quiero que satisfagan el honor real tal como yo lo hice -dijo Tomás.

Todos los obispos se pusieron de pie y prometieron. Sólo Joceline, obispo de Salisbury, vaciló y miró a Tomás.

- ¿Qué os aqueja, mi señor obispo de Salisbury? -tronó el rey.

- ¿Estáis seguro, mi señor preguntó el obispo, mirando a Tomás, que es justo que yo preste este juramento?

- Por los ojos de Dios -exclamó el rey-, este hombre está contra mí.

Entrecerró los ojos, y se volvió hacia uno de sus hombres armados.

Tomás se apresuró a decir: -Mi señor, debéis jurar, como hicimos todos. -Y entonces Joceline de Salisbury prestó juramento.

- Ahora -exclamó el rey-, todos los que están aquí oyeron las promesas formuladas por los arzobispos y los obispos, en el sentido de que respetarán las leyes y las costumbres de mi reino. Con el fin de que no haya más disputas acerca de este tema, pongamos por escrito las leyes de mi abuelo Enrique.

La reunión concluyó en un triunfo para el rey.