LEONOR Y ENRIQUE
DUQUESA Y REINA
Desde una ventana del castillo de l’Ombrière, el duque de Aquitania contemplaba la escena del sombreado rosedal. Era un espectáculo que lo seducía. Sus dos hijas -encantadoras criaturas ambas, aunque la mayor de ellas, Leonor, era más bella que su hermana Petronelle- estaban rodeadas por miembros de la corte, hombres y mujeres jóvenes, decorativos y elegantes, y ahora escuchaban al bardo que entonaba su canción de amor.
Los ojos del duque descansaron en Leonor, porque ella estaba en el centro del grupo. Había en ella algo que la distinguía del resto de los que allí se habían reunido. No era sólo su belleza, y tampoco su rango. Después de todo, era la heredera de Aquitania hasta que el duque engendrara un hijo; y siendo viudo, debía poner cierta diligencia si quería conseguirlo, pues aunque tenía solo treinta y ocho años, había perdido dos esposas, y el único fruto de sus dos matrimonios estaba representado por sus dos hijas, Leonor y Petronelle. Leonor era alta y hermosa; había algo imperioso en su figura; tenía el aire de la persona nacida para gobernar. Había también en ella cierta sensualidad. Suspiró, pensando en su propio padre, cuya vida había estado dominada por su consagración al sexo opuesto, y preguntándose si su atractiva hija imitaría en ese aspecto al abuelo.
Ella tenía catorce años, y su hermana era tres años menor. Sin embargo, en ambas, e incluso en la pequeña Petronelle, se manifestaba cierta madurez. Con respecto a Leonor, podía decirse que estaba pronta para el matrimonio. Y si algo sucedía al duque de Aquitania antes de que ocurriese ese hecho, ¿quién la protegería? La imaginaba en su rosedal, rodeada por los bardos y las damas de la corte; y pensaba en un pretendiente que entrara cabalgando en el castillo. Lo atraerían no solo las vastas tierras y la fortuna de Leonor, sino también la propia personalidad fascinante de la joven. ¿Y si ella rechazaba el matrimonio? El duque conocía las costumbres de la época. La hermosa doncella sería secuestrada, mantenida en prisión, desflorada si no cedía voluntariamente, y puesta en una situación tal que su familia se mostraría ansiosa de desposarla con su secuestrador.
Era difícil imaginar un destino así para Leonor. Sin embargo, también a ella podía obligársela a ceder.
Agradeció a Dios que las cosas no habían llegado a ese punto. Él era un hombre de treinta y ocho años con dos hijas atractivas. Tenía que casarse y engendrar un hijo. Sin embargo, ¿qué ocurriría si se casaba y no obtenía el deseado varón? Era una presunción lógica, pues hasta ahora sólo había producido hijas. Con mucha frecuencia los herederos masculinos de la sangre real se mostraban esquivos. ¿Por qué le habían dado sólo hijas? Como era usual en los hombres de su tiempo, se preguntaba si Dios estaba castigándolo por sus pecados, o quizá por los pecados de sus antepasados.
Su padre había sido uno de los pecadores más famosos de su tiempo. Había tenido mujeres por docenas. Había abandonado a su esposa e instalado con pompa a su amante, e incluso había ordenado que grabasen la imagen de esa mujer en su escudo. Y Guillermo, noveno duque de Aquitania, no había prestado atención a las normas, y aunque el principal propósito de su vida había sido la persecución de las mujeres, ésta era una cualidad -o un defecto, según como se lo mirase- bastante usual, y así había conquistado fama sobre todo por su amor a la poesía y el canto. El ideal para ese duque había consistido en acostarse con su amante del momento, y escuchar el tañido del laúd, y las canciones que a menudo él mismo componía, entonadas por sus bardos. Se lo llamaba el Padre de los Trovadores, y en eso Leonor había heredado su talento; la joven podía componer un poema, acompañarlo con música, tocarlo, cantarlo… y por eso atraía a la corte a los mejores compositores del ducado. ¿Qué más había heredado del abuelo? El duque se formulaba esta pregunta cuando observaba la expresión de esos ojos grandes y lánguidos que a veces descansaban en la figura de ciertos apuestos caballeros.
Él necesitaba tener rápidamente un hijo, y encontrar marido para Leonor. Pero ninguno de esos proyectos podía realizarse sin una dosis considerable de reflexión. Era fácil encontrar marido para Leonor, ahora que era la heredera, pero todos recordarían que la joven podía verse desplazada si su padre tenía un hijo. Y para tener un hijo, primero necesitaba encontrar esposa. Tampoco este asunto ofrecía graves dificultades. Lo que él debía tener era una esposa fecunda. Y ahí estaba el meollo del asunto. ¿Antes del matrimonio, quién podía asegurar que una esposa daría a luz un varón? ¿Qué ocurriría si se casaba y después descubría que la dama era estéril, o podía darle únicamente hijas? De modo que éste era su dilema. ¿Podía volver a casarse y tratar de tener un hijo? ¿O tenía que aceptar que Leonor era la heredera de Aquitania? ¿Cuál era el marido apropiado para la joven? Ciertamente, si ella debía continuar siendo heredera de Aquitania, había un solo marido digno de su persona, y era el hijo del rey de Francia. Así, el duque de Aquitania se sentía agobiado por la duda mientras contemplaba la escena del jardín.
Ordenó llamar a Leonor. Como la joven era inteligente y podía leer y escribir -una cualidad poco usual-, como ya se veía en el papel de futura gobernanta de Aquitania, como su mente era ágil y merecía tanta admiración como su belleza, el padre desde hacía cierto tiempo conversaba con ella como hubiera podido hacerlo con alguno de sus ministros. La joven pasó del cálido sol a la relativa frescura del castillo, y al hacerlo arrugó un poco la nariz, pues el olor del aire rancio después del rosedal no era demasiado grato.
Ordenaría a los criados que perfumasen el lugar. Tendría que haberlo hecho una semana antes. Los juncos muy pronto desprendían un olor ingrato.
Su padre debía de estar en su propio apartamento, al que se llegaba por una escalera que aparecía al fondo del gran vestíbulo. Este mismo vestíbulo era la sala principal del castillo. Se extendía de un extremo al otro, y se elevaba hasta las vigas maestras. Los apartamentos ducales eran relativamente pequeños, porque era precisamente en el vestíbulo, con sus gruesas paredes de piedra y sus ventanas estrechas donde la corte pasaba la mayor parte de su tiempo. Aquí los cortesanos reinaban y tocaban el arpa, y cantaban; aquí, las damas se sentaban y bordaban, mientras contaban cuentos y entonaban sus canciones; y como el castillo no podía albergarlos a todos, vivían en casas próximas, a corta distancia de la corte.
Leonor ascendió los peldaños de la escalera, en dirección a los aposentos de su padre.
El duque de Aquitania se puso de pie cuando entró su hija, y apoyando las manos en los hombros de la joven la atrajo hacia él y la besó en la frente.
- Hija mía -dijo-, quiero hablarte.
- Me lo imaginé, padre, puesto que me pediste que viniese.
Algunos habrían dicho “ordenaste”. A Leonor había que pedirle, jamás ordenarle, y graciosamente ella satisfacía la solicitud.
El padre sonrió. Él no deseaba que fuese de otro modo.
- Leonor, querida hija, sabes que estoy profundamente preocupado.
- ¿Por qué razón?
- No tengo herederos varones.
Ella irguió orgullosamente la cabeza.
- ¿Y por qué necesitas un varón, cuando tienes una hija?
- Sí, una excelente hija. No me interpretes mal. Conozco tus cualidades. Pero parece que los hombres siempre siguen a los hombres.
- Es necesario obligarlos a comprender que hay veces en que por su propio bien deben seguir a una mujer.
Él le sonrió.
- No dudo de que tú serías capaz de obligarlos a comprender eso.
- En ese caso, padre, no tienes ningún problema. Ven a los jardines, y oirás a mis bardos entonar mi última canción.
- Una experiencia que me complacería, querida hija. Pero mis ministros me sugieren que estoy obligado a contraer matrimonio.
Los ojos de Leonor resplandecieron, súbitamente coléricos. ¡Otro matrimonio! ¡Un medio hermano que la desplazaría! Estaba dispuesta a hacer cuanto pudiese para evitarlo. Amaba ese hermoso país de Aquitania. El pueblo la adoraba. Cuando ella montaba a caballo, la gente salía de sus cottages para verla, y prorrumpía en vivas sinceros. Leonor creía que jamás alentarían sentimientos tan cálidos hacia otra persona que no fuese ella misma. Oh, era mujer, y quizá su sexo la perjudicaba; pero su abuelo, el duque Guillermo IX, había amado e idealizado a las mujeres, había creado las Cortes del Amor; había compuesto poesías y canciones en favor del amor, y las mujeres habían sido el factor más importante de su vida. Entonces, ¿por qué el siguiente gobernante de Aquitania no podía ser una duquesa en lugar de un duque? Era lo que la gente deseaba. Ella misma lo quería; y Leonor ya había decidido que tendría lo que deseaba.
- ¿Y si te casaras -exclamó la joven-, ¿cómo podrías tener la certeza de que conseguirías este varón que tanto deseas?
- Estoy satisfecho con mis hijas-. El duque retrocedió ante la furia de Leonor, una actitud en sí misma ridícula. Él, padre y duque, intimidado por una joven, ¡y para colmo su hija! ¿Por qué sentía esta necesidad de atacarla?
- Son mis ministros… -comenzó a decir con voz débil.
- Entonces tus ministros necesitan ocuparse de sus propios asuntos.
- Querida hija, este es un asunto del ducado.
- Está bien, cásate, y si lo haces seguramente pronto te veré iniciando una peregrinación a algún santuario para pedir un hijo.
- ¿Una peregrinación?
- Es la costumbre. Pero tu actitud me asombra. Padre, tienes que responder por tus pecados. Necesitas redimirte, como lo necesitó mi abuelo.
- Mi vida no fue nunca como la suya.
- Él cometió sus pecados en las Cortes de Amor. Hay otros pecados por los cuales es necesario responder. Padre, ofendiste a muchos. Es posible que el Cielo oiga las plegarias de tus enemigos, los pedidos de venganza y no tu solicitud de perdón.
- Hija, lo aprovechas todo.
- Tal vez diga la verdad. Siempre me agradó hablar francamente, y siempre será así.
- En ese caso, hablemos claro. Eres la heredera de Aquitania, y estás decidida a continuar siéndolo.
- Es mi deseo, y una actitud natural en mí. Sería mala gobernanta si no detestara la pérdida de mi herencia. Si te casas y tienes un hijo varón, me veré desplazada. El pueblo lo lamentará.
- No, no lamentarán que les dé un duque.
- En primer lugar, tiene que nacer tu pequeño duque y después de dos matrimonios Dios ha demostrado que sólo te da hijas.
- Si así lo crees no te perturbará la perspectiva de mi matrimonio.
- Padre, me inquietará tu decepción.
El monarca se echó a reír.
- Mi querida Leonor, ya eres una diplomática. ¡Y no tienes más que catorce años!
- He aprovechado bien mis catorce años, y algo me dice que Dios jamás te dará un hijo varón.
- ¿Además eres profeta?
- No. Tantos miembros de la casa real se casan para tener varones. Recuerda al rey de Inglaterra y cuánto deseaba un hijo. ¿Y qué ocurrió? Su matrimonio nada produjo. Un hombre que había sembrado bastardos en todos los dominios de Inglaterra y Normandía, y tuvo un solo hijo legítimo que se ahogó en el mar; y nunca pudo tener otro. Dios le negó su deseo más caro, y es muy posible que niegue el tuyo. Creo que Enrique de Inglaterra lamentó su segundo matrimonio. ¿Para qué le sirvió? No le aportó aquello que él precisamente más deseaba: hijos varones.
- Fue un hombre que llevó una vida de grave inmoralidad.
- Él y tu padre se parecían en eso. Quizá no se arrepintió lo suficiente, y por lo tanto el Cielo hizo oídos sordos a sus ruegos.
- Yo no soy Enrique I de Inglaterra.
- No, padre, no lo eres. Pero te opusiste al Papa. Puede ser que él esté pidiendo al Cielo que no satisfaga tus deseos, y precisamente porque te mostraste hostil a su persona.
El duque guardó silencio. La misma idea se le había ocurrido. ¿Quizá el Cielo lo repudiaba porque había apoyado a Anacleto II contra Inocencio II, cuando casi todo el mundo aceptaba que Inocencio era el auténtico Papa? En definitiva, había tenido que ceder, pero el episodio sería recordado para desmerecerlo. Cuando Enrique de Inglaterra había muerto y Esteban de Blois se había proclamado rey, el duque había unido fuerzas con Godofredo de Anjou, y había tratado de someter a Normandía, y de entregar ese inquieto ducado a Godofredo, el marido de Matilda, hija de Enrique; muchos decían que ese hombre tenía más derecho a Inglaterra -y a Normandía- que el advenedizo Esteban. ¿Y qué había ocurrido? ¡Había sufrido una amarga derrota! Como su padre, nunca había sido un hombre que se complaciera en la guerra. Aquitania había estado segura durante generaciones, y su pueblo gozaba de paz. El duque había odiado la guerra. No podía olvidar el espectáculo de los hombres que morían alrededor; el desgarrador gemido de las mujeres y los niños expulsados de sus hogares.
¿Quizá él en efecto había ofendido a Dios, y mientras no recibiese la absolución no podría tener un hijo?
Deseaba explicar a esa muchacha tan vital por qué necesitaba un varón. Quería que ella comprendiese las dificultades que podían agobiar a una mujer. Pero Leonor jamás entendería, porque para ella no había dificultades. Y sin embargo, allí estaban, muy definidas y concretas.
Deseaba tener un hijo que creciera hasta convertirse en hombre, un hijo que tomara las riendas del gobierno antes de la muerte de su padre. De ese modo Aquitania continuaría viviendo en paz.
De pronto, concibió la idea que muchos habían tenido antes que él. Debía reconciliarse con su Dios, y un modo de lograrlo era hacer una peregrinación y rendir homenaje a un santuario. Los pecadores más terribles obtenían de este modo la absolución. Él, el décimo duque Guillermo de Aquitania, seguiría el ejemplo.
- Lo que debo hacer -dijo-, es salir en peregrinación. Visitaré un santuario y allí obtendré el perdón de mis pecados. Una vez que haya hecho eso, regresaré para casarme, y Dios me concederá la bendición de un hijo.
Leonor entrecerró los ojos.
La peregrinación no podía realizarse antes de varias semanas; y después, restaba el problema de elegir una novia apropiada.
Siempre era mejor postergar todo lo posible la desgracia. Habría bastante que hacer antes de que su padre pudiese casarse y tuviera un hijo.
Algo le decía a Leonor que él nunca lograría su propósito.
Comenzaron los afiebrados preparativos. Después de haber adoptado una decisión, el duque Guillermo se sentía más sereno. Pensó ir al santuario de San Santiago de Compostela, allí pediría que se le concediese un matrimonio fecundo. Su hija contempló los preparativos con cierta satisfacción cínica, como si supiera que los ruegos de su padre jamás serían atendidos.
En cierto sentido él sufría, pues amaba mucho a su hija. La admiraba, lo mismo que la mayoría de las personas que cobraban conciencia de la personalidad imperiosa de la joven. Si ella hubiese sido varón el padre nada más habría pedido. Deseaba que ella comprendiese que había fracasado sólo por su condición de mujer. Y no se trataba de Guillermo; como su padre, él admiraba profundamente al sexo femenino. Pero tenía que considerar la opinión de otros.
Por el momento, ella era la heredera de grandes posesiones. La rica Aquitania podía ser suya, y por eso mismo Leonor estaría al frente de un territorio tan dilatado como el que poseía el rey de Francia. Era cierto que ellos eran los vasallos del rey de Francia, pero sólo formalmente. Los reyes de Francia sabían que los duques de Aquitania tenían tanto poder como ellos, y quizá más. Por mero convencionalismo los duques se sometían al rey.
- El viaje a Compostela es peligroso dijo un día el duque a su hija-. Por eso mismo, a causa de lo arduo del viaje quienes lo realizan están seguros de ver atendidas sus plegarias.
- Eres un tonto si afrontas tales peligros.
- Lo creo mi deber.
- ¡Deber! ¡Bah! En fin, inicia el viaje, si lo deseas. Ya veremos qué sale de eso.
- Quisiera Dios que no fuese necesario, Leonor. Pienso constantemente en ti. No me agrada dejarte.
- Tú lo decidiste replicó la joven con voz fría.
- No yo, sino aquellos con quienes estoy obligado. Llevaré conmigo a unos pocos hombres.
- No sería apropiado viajar con gran pompa en vista del carácter de tu proyecto -dijo ella.
- Y dejaré aquí a mis mejores hombres, con la misión de protegerte.
- Puedo protegerme sola.
- No te perjudicará disponer de una nutrida guardia. Y hablaré con el rey de Francia, pues él se mostrará muy dispuesto a ayudarte si se lo pido.
- ¿Confías en él?
- Sí, si su hijo fuese mi hijo y mi hija también la suya.
- ¡Piensas en el matrimonio!
- Sí. Un matrimonio entre mi heredera y el hijo del rey de Francia.
Ella sonrió serenamente. Bien, no era una perspectiva desagradable, renunciar a Aquitania para ser reina de Francia.
Luis VI era tan corpulento que se lo llamaba Luis el Gordo. No cabía suponer que viviría mucho tiempo más. Habían llegado a Aquitania rumores en el sentido de que estaba confinado a su lecho, y de que a causa de su inmenso volumen nadie podía sacarlo de allí. Había sido siempre un hombre muy aficionado a la comida, y éste era el resultado. Su hijo era un muchacho un año o cosa así mayor que Leonor. A la joven le agradaba lo que había oído decir del joven Luis. Una esposa dominante lo gobernaría fácilmente. Y ella tenía que casarse cuanto antes. Sólo la propia Leonor sabía qué cerca había estado de entregarse a los ardores de algunos de sus admiradores. Algunos miembros de su sexo eran mujeres a los catorce años. Leonor de Aquitania se encontraba entre ellos. Felizmente, era ambiciosa y tenía mucho orgullo; esos rasgos de su carácter evitaban que se entregase a sus intensos deseos físicos.
Leonor sabía mejor que nadie que su matrimonio no podía demorarse mucho.
- Cuando regrese -dijo su padre-, debo casarme; y entonces deberíamos tener una boda doble. Cuando mi prometida llegue a Aquitania, tú irás a la corte de Francia.
- Pero, ¿el rey de Francia aceptará que su hijo se case conmigo si no soy tu heredera?
- El rey de Francia se complacerá en concertar una alianza con la rica Aquitania. Tiene astucia suficiente para conocer su valor. Y no hay alianzas que puedan compararse con las que se forjan gracias a vínculos conyugales.
La joven asintió gravemente.
Era una perspectiva luminosa, pero ella se sentía insegura. Si podía dar Aquitania a su marido, se la recibiría cálidamente. Pero, ¿si no era ése el caso?
Un frío día de enero el duque partió en dirección a Compostela.
Sus hijas estaban en el patio, envueltas en sus abrigos de piel de marta, para desearle buen viaje.
- Adiós -dijo el duque, que abrazó primero a Leonor y después a Petronella-. Que Dios las proteja.
- Más bien pídele que te dispense su protección, padre mío -dijo Leonor.
- Verá con buenos ojos mi misión, de eso puedes estar segura -replicó el duque-, y cuando regrese me habré liberado de mi carga pecaminosa.
Leonor guardó silencio; había propuesto que él postergara su viaje, porque era absurdo partir en invierno. Ella siempre había creído que era bueno posponer lo que uno deseaba que jamás ocurriese. Pero el duque tenía la certeza de que el apremio de la empresa no toleraba demoras.
- Sufrirá por su tontería -dijo Leonor a Petronelle, que estuvo de acuerdo con su hermana. Pues como muchos otros, la muchachita adoraba a su atrevida hermana mayor.
Cuando el grupo salió del patio, Leonor y su hermana subieron a la torre más alta para seguir los progresos del pequeño séquito.
Nadie hubiera podido adivinar que el duque de Aquitania era quien cabalgaba al frente. Estaba vestido humildemente, como correspondía a un peregrino, y lo acompañaban muy pocos de sus hombres.
El castillo estaba bien fortificado, y Leonor era su señora. Si alguien se atrevía a atacarla, disponía de firmes caballeros para protegerla. Y nadie se atrevería a eso, ¿pues acaso no estaba medio prometida al hijo del rey de Francia?
Era el momento del día en que se hace una pausa, el momento en que el gran fuego encendido en el centro de la sala principal enviaba su columna de humo al techo abovedado, y el olor del venado asado saturaba las habitaciones. Hacía demasiado frío para pasearse por los bellos jardines; por lo tanto, no tenían más remedio que permanecer en el salón del castillo; y allí comían y bailaban, entonaban sus baladas; tañían las arpas y en todo el castillo se oían las dulces notas del laúd.
La audaz y bella Leonor presidía los entretenimientos. Muchos caballeros suspiraban por sus favores, y ella a menudo pensaba en la posibilidad de otorgarlos; pero por el momento los hombres debían contentarse cantando acerca del amor.
Así, mientras el duque Guillermo recorría los caminos helados en busca de Compostela, Leonor reinaba suprema, rodeada por sus trovadores. Tal vez su destino consistiera en ser la reina de Francia, pero por el momento era la primera reina de los trovadores.
El duque Guillermo advirtió muy pronto que había sido insensato partir en invierno. Los ásperos caminos estaban helados; el viento mordía las carnes. Los caballos se esforzaban valerosamente, pero la marcha era lenta. Sin embargo, dijo el duque a su pequeño grupo de peregrinos, el hecho mismo de que suframos estas privaciones significa que nuestros pecados serán perdonados más fácilmente. ¿Qué sentido tendría viajar cómodamente? ¿Cómo podríamos tener la esperanza de conseguir el perdón de nuestros pecados si no padeciéramos por nuestra redención?
Descansaban en el lugar en que los sorprendiera la noche. A veces era un castillo y otras el humilde hogar de un campesino.
El duque pensaba mucho en el castillo de l’Ombrière, e imaginaba a Leonor en el gran salón, la luz del fuego iluminando el rostro bello y orgulloso; los jóvenes a sus pies mirándola con ojos anhelosos. La energía que ella manifestaba atraería a los hombres hasta el día de su muerte. Era otro de los legados que adornaban a esta joven tan ricamente dotada. Era muy capaz de cuidarse sola. Ese era el principal confortamiento de su padre. Leonor dirigiría a otros, nadie la obligaría a hacer lo que ella no deseaba. Pensó en la joven… esos grandes ojos que podían mostrar una expresión reflexiva cuando pensaba en su propio futuro, y triste cuando escuchaba las canciones de sus trovadores; esa cabellera espesa que le llegaba a la cintura, y el rostro ovalado y el mentón firme. El principal consuelo del duque era: no importa qué ocurra, Leonor sabrá cuidarse sola.
Cuando él regresara con la bendición de San Santiago, cuando él se casara y naciera su hijo, Leonor continuaría siendo una novia deseable. ¿El rey de Francia la creería digna de su hijo sin la rica herencia de Aquitania?
Era un asunto en el cual convenía pensar cuando llegase el momento. Ante todo, debía tener un hijo. No, pensó en primer lugar tenía que llegar a Compostela.
Había tosido mucho durante la noche, y el viento helado le había afectado las piernas; las sentía rígidas y agarrotadas. Todo eso pasaría cuando regresara a la comodidad de su hogar. No cabía esperar que una peregrinación fuese una agradable vacación. El santo se sentiría satisfecho porque el duque había soportado esas privaciones para rendir homenaje a su santuario. Y cuando cambiase el tiempo y él pudiese recuperar su bienestar desaparecería la tos y podría recuperar la flexibilidad de sus miembros.
El grupo había entrado en España, pero aquí el tiempo fue más desagradable que nunca. La campiña estaba poco poblada, y como era difícil avanzar a menudo no encontraban refugio cuando caía la noche. Ahora, el duque se sentía tan débil que sus acompañantes decidieron aprovechar la primera oportunidad para fabricar una litera en la cual pudiesen transportarlo.
Como deseaba soportar las mayores privaciones, al principio el duque protestó. Sólo si sufría, el santo intercedería con tanto fervor que se perdonarían sus pecados, y él realizaría su propósito. Pero era inútil; estaba demasiado débil para montar; tuvo que someterse.
No lo confortó mucho que lo transportasen por esos caminos accidentados. Pronto comenzó a sufrir intensos dolores y repentinamente pensó que quizá jamás llegase al santuario, que jamás vería ese matrimonio que podría darle un heredero varón para Aquitania.
Entristecido, imaginaba el futuro mientras el grupo avanzaba dificultosamente.
Leonor, la heredera más rica de Europa y una joven de catorce años. Él hubiera debido contentarse con lo que tenía. No un varón, sino una muchacha que era tan eficaz como un hombre, una muchacha cuyo único defecto era su sexo. Y como él no se había contentado con lo que Dios le había dado, había decidido iniciar esa peregrinación; y ahora, comenzaba a preguntarse si jamás vería el fin del camino.
Día tras día sus tristes pensamientos retornaban a l’Ombrière. ¿Qué ocurriría si moría? Apenas se conociese la noticia, los cazadores de fortunas comenzarían a actuar. Una joven deseable y sobre todo rica carecía de protección y estaba madura para el matrimonio. Aparecerían toda clase de aventureros; ya podía imaginar a un hombre audaz y ambicioso tomando por asalto el castillo, capturando a la orgullosa Leonor y obligándola a someterse. ¿Alguien podía forzar a Leonor? Sí, si tenía secuaces que lo ayudasen en sus malvados designios. La idea lo enloqueció.
¿Quién podía protegerla? Raymond, hermano del duque, estaba muy lejos, en Antioquía. Si por lo menos Raymond hubiese estado cerca del castillo. Podía afirmarse que era un héroe, y el duque a menudo había pensado que su propio padre hubiera preferido que Raymond heredase Aquitania. Un hombre muy alto, de apariencia pulcra, dotado de una elegancia natural. Raymond de Poitiers había nacido para mandar. Había sido el cruzado ideal y ahora era príncipe de Antioquía, pues se había casado con Constance, la nieta del gran Bohemond de la primera cruzada. Pero era inútil pensar que Raymond, que estaba en la lejana Antioquía, pudiese representar el papel de protector.
¿Era posible que él estuviese al borde de la muerte? A medida que pasaban los días, su convicción se afirmaba. Cada vez le parecía más difícil respirar; en ocasiones, no sabía muy bien si estaba en camino a Compostela, o luchando por la posesión de Normandía con el duque de Anjou.
En sus momentos de lucidez sabía que tenía que abandonar la esperanza de llegar a Compostela. Se le perdonarían sus pecados pero debía pagar el perdón con la vida. Y tenía que ordenar sus asuntos. Necesitaba asegurar la protección de Leonor.
Había un modo de alcanzar el objetivo. Debía pedir la ayuda del hombre más poderoso de Francia: el rey.
Ofrecería la mano de Leonor al hijo del rey. No dudaba de que el ofrecimiento sería aceptado de buena gana. Hacía mucho que Luis codiciaba los ricos territorios de Aquitania, y ese matrimonio los incorporaría a la corona de Francia.
Convocó a su litera a dos de los hombres en quienes más confiaba.
- Iréis sin perder un minuto a París -dijo-. Explicad que venís de parte del duque de Aquitania. El propio rey os recibirá. Llevadle esta carta. Si la carta se perdiera antes de llegar a sus manos, decidle que deseo concertar el matrimonio de su hijo con mi hija, y sin demora. Pues temo que mis días están contados, y que si no se arregla este matrimonio, otros se nos adelanten.
Después de despachar a los mensajeros el duque se sintió más tranquilo. Si él debía morir, Leonor quedaría en buenas manos, con su futuro asegurado.
El rey Luis VI de Francia, llamado el Gordo, yacía en su cama, y respiraba dificultosamente. Deploraba su propia condición, y no lo reconfortaba la idea de que jamás hubiera debido permitir que su cuerpo alcanzase tales proporciones. Se había complacido en la buena comida, y nunca había moderado su apetito, porque vivía en una época en que se admiraba a los hombres por su corpulencia.
Si uno era rico, podía comer hasta hartarse; solamente los campesinos pasaban hambre. Por lo tanto, correspondía al rey demostrar a sus súbditos que estaba en condiciones de consumir tanto alimento como el cuerpo aceptase. ¡Pero qué precio debía pagar por eso la fuerza de un hombre!
Rememoraba los tiempos de su juventud, cuando sin esfuerzo montaba su caballo; ahora, ningún caballo podía soportarlo.
Era demasiado tarde para arrepentirse. De todos modos, se acercaba el fin.
A menudo decía a sus ministros que si él hubiera poseído saber en su juventud y fuerza en su vejez, habría conquistado muchos reinos y dejado a Francia más rica de lo que era antes de la ascensión al trono del propio Luis.
Pero era una máxima muy conocida: si la juventud supiera; si la vejez pudiera.
Ahora debía pensar en el futuro, y agradecía a Dios porque podía dejar a su país un buen heredero.
Dios se había mostrado bondadoso con él, porque le había dado al joven Luis. En el reino entero se lo llamaba Luis el Joven, así como el propio rey era conocido por el nombre de Luis el Gordo. Por supuesto, no siempre había sido el Gordo, del mismo modo que su hijo no siempre sería el Joven; en todo caso, esos eran los sobrenombres que por entonces les aplicaban.
El joven Luis tenía dieciséis años. Era un muchacho serio, inclinado a la religión. Lo cual, pensó Luis, no era cosa mala en un rey. El joven Luis hubiera sido destinado a la Iglesia, y no a gobernar, si hubiese tenido un hermano mayor. Había pasado sus primeros años en Notre Dame, y se había adaptado bien a ese tipo de vida. Pero no podía ser. El destino había decidido otra cosa.
Bernard, ese abate de Clairvaux bastante incómodo, que tendía a criticar a todos los que no se acomodaban a sus creencias -y nadie mejor que los gobernantes sabían qué irritantes podían ser estos prelados, pues, ¿acaso no había existido siempre cierta fricción entre la Iglesia y el Estado?- había profetizado que el hijo mayor del rey no tomaría la corona, y que ésta correspondería a su hermano Luis el Joven.
El rey se había inquietado, pues Bernard tenía reputación de formular profecías que se realizaban; y en efecto, ésta se había convertido en realidad.
Cierto día el heredero Philippe volvía del bosque donde había estado cazando, y cuando ya entraba en París un cerdo que se cruzó bruscamente en su camino asustó al caballo. Philippe cayó y golpeó la cabeza contra una piedra, y murió casi inmediatamente.
Así, la gente había reverenciado a Bernard, por creer que era un hombre santo que podía adivinar el futuro; y con profundo desagrado el joven Luis tuvo que abandonar Notre Dame para estudiar el oficio del rey.
El joven se había inclinado siempre a la vida religiosa. Quizá no era una cosa mala. Cierta medida de religión era conveniente en un rey, siempre que no estorbase sus obligaciones. De tanto en tanto se vería obligado a defender su reino, y su padre abrigaba la esperanza de que en esos casos no se mostraría remiso para castigar a quienes se alzaban contra él. El joven Luis era demasiado gentil. Además, también él debía tener heredero. Luis nunca se había entretenido con mujeres. Tantos jóvenes de su edad ya tenían algunos bastardos. Pero no era el caso de Luis.
El rey mandó llamar a su hijo.
Suspiró un poco cuando el muchacho compareció ante él.
- Ah -dijo-, me ves postrado. Nunca satisfagas tu apetito como lo hice yo. No vale la pena.
- Comprendo, señor.
- Siéntate, hijo mío. Tengo noticias para ti. Luis se sentó.
- Mi amigo y aliado el duque de Aquitania se encuentra en el mismo estado que a mí me aqueja. Parece que ninguno de los dos vivirá mucho tiempo más.
El rey advirtió el temor reflejado en los ojos de su hijo. No era tanto el sentimiento de temor ante la perspectiva de perder a su padre, como el miedo a la pesada responsabilidad que esa muerte descargaría sobre sus hombros. Un rey nunca debe temer a su corona, pensó Luis el Gordo. En verdad, lástima que se le había criado en la religión. Pero, ¿cómo podía haber sabido su padre que el Cielo ya había dictado el decreto de muerte de Philippe y enviado como verdugo a un cerdo descarriado?
Cuando se viese obligado a afrontar las obligaciones oficiales, Luis olvidaría que se había complacido tanto en las ceremonias de la Iglesia. Lo que lo atemorizaba era simplemente la contemplación de las cumbres del poder.
- Por lo tanto -continuó el rey-, creo conveniente que te cases, y que lo hagas sin demora.
Ahora, el joven estaba realmente atemorizado. La cosa tenía mal aspecto. Lástima que nunca se hubiese entretenido con una muchacha en un lugar discreto de los bosques. Está muy bien que él fuera como era si se trataba del segundo hijo. En fin, cambiaría cuando se casara con una muchacha tan bella como Leonor.
- Hijo mío, es urgente que tengas un heredero. He encontrado una esposa para ti. No podía haber elegido ninguna que me agradara tanto. El duque de Aquitania se muere, según me informan sus mensajeros. Ha sufrido muchas privaciones en el camino a Compostela. Su heredera es su hija mayor. Tiene catorce años, y es una muchacha muy deseable. Concertaremos una unión entre ambos.
- Matrimonio -balbuceó el joven Luis-, tan pronto…
- Sin demora. Es lo que el duque desea. Ha puesto a su hija bajo mi protección. Es lo mejor que hubiera podido ocurrir a Francia. Leonor es heredera de todos los dominios del duque… Poitou, Saintong, Gascuña y el País Vasco. No podría haber elegido una prometida más conveniente para ti.
- Padre, todavía no estoy preparado.
- Tonterías, hijo mío. Se necesita escasa preparación para tener un heredero. Te acostaremos con esta joven tan deseable y rica y sabrás lo que debes hacer. Piensa en el bien que ella dará a Francia. Cuanto más dilatadas las tierras sometidas a nuestra protección, menor la probabilidad de guerra. Cuanto más poderosos somos, más podemos trabajar por el bien de Francia.
- La posesión de tierras a menudo lleva a la lucha. Es necesario protegerlas.
- Por supuesto, hay que protegerlas, y es necesario sancionar leyes apropiadas para su gobierno. Será tu deber procurar una vida feliz para tu pueblo.
El joven Luis cerró los ojos. ¿Por qué tenía que ocurrirle esto? ¿Por qué ese cerdo miserable había arruinado su vida? Philippe habría sido un buen rey; para eso se lo había educado. Y él. Luis, habría pasado su vida en la atmósfera enrarecida de la Iglesia. Habría sido el Príncipe de la Iglesia; cómo le agradaban los sonoros cánticos, la bella música, la atmósfera encantada. Había perdido todo eso porque Dios lo obligaba a cumplir su deber en una esfera diferente de aquella para la cual había sido instruido.
- Enviaré un mensaje al duque de Aquitania diciéndole que con mucho gusto recibiré a su hija, y que no pierdo tiempo en arreglar un matrimonio entre ella y mi hijo.
- Padre, ¿no hay modo de evitarlo?
- No hay modo, hijo mío. Este matrimonio debe celebrarse sin demora.
- ¿A qué distancia estamos del santuario? -murmuró el duque moribundo.
- Mi buen señor, a un kilómetro o dos.
- Gracias a Dios, llegaré a Compostela.
Un poco más de sufrimiento, y la salvación sería suya. Quién habría creído que llegaría hasta aquí y soportaría tanto para tener un heredero varón y en cambio había encontrado la muerte.
- Vienen mensajeros, mi señor duque -dijo uno de los hombres-. Mensajeros del rey de Francia.
- Gracias a Dios. Nuevamente gracias a Dios. ¿Qué noticias?
- Mi señor, el rey envía sus saludos. Cuidará a vuestra hija como lo haría de la suya propia, pues en efecto al recibir este mensaje ya casi lo será. Pues está comprometiendo a su hijo con ella, y el matrimonio de Francia y Aquitania se celebrará sin demora.
- Moriré feliz -dijo el duque.
De modo que ésta era la respuesta. Leonor se salvaría. Sería reina de Francia, ¿y qué más podía pedirse para ella? Había nacido para gobernar… no sólo por su herencia sino a causa de su carácter. Tenía una capacidad innata para inspirar respeto y amor.
Decíase que el hijo del rey era un muchacho serio, destinado a la Iglesia. En ese sentido había sido una gran promesa, y habría llegado a ser una figura importante del clero si un cerdo descarriado no lo hubiese convertido en futuro rey de Francia y marido de Leonor de Aquitania.
- Álcenme -dijo-, para que pueda ver el santuario de San Santiago.
Así lo hicieron, y Guillermo de Aquitania se sintió satisfecho.
Desde que su padre no estaba, Leonor había sido la señora indiscutida del castillo. Durante las frías noches de invierno ella y su corte se reunían alrededor del gran fuego, en el centro del salón; se cantaba y hacía música y ella juzgaba los méritos de las composiciones literarias, y quizá recitaba una de las suyas.
Eso le agradaba; sentarse entre ellos, con su atuendo más elegante que el de las restantes damas, con su ingenio más brillante, mientras a sus pies se sentaban los caballeros que la miraban con adoración. La primera lección de la caballería era adorar a las mujeres. El romance era la principal aventura de la época. No era tanto la culminación como el juego previo lo que importaba, aunque la propia Leonor sabía que más tarde o más temprano había que llegar al clímax. La conmovían las miradas ardientes; se entregaba a los sueños de realización, pero en su corazón sabía que era necesario esperar un poco.
A veces jugaba al ajedrez con un admirador, pues era parte de la educación cortesana que quien aspirase a la vida elegante ante todo debía conocer el juego, ella siempre encontraba un elemento excitante en el conflicto que se desarrollaba en el tablero; pues se trataba de librar una batalla, en la que ella invariablemente vencía.
En la intimidad del dormitorio conversaba con su hermana. Petronelle creía que todo lo que Leonor hacía estaba bien. Imitaba en todo a su hermana mayor. Ahora, su conversación se centraba en el padre. Se preguntaban a menudo cuál habría sido su suerte mientras recorría esos caminos peligrosos.
Petronelle se volvió hacia Leonor y dijo:
- ¿Crees que regresará?
Había una mirada distante en los ojos de Leonor; estaba contemplando el futuro.
- Fue una tontería de su parte -dijo-, intentar ese viaje en esta época del año.
- ¿Por qué no esperó hasta el verano?
- Habría sido un viaje demasiado fácil. Tenía que ser peligroso, de modo que él obtuviese el perdón de sus pecados.
- ¿Cometió tantos?
Leonor se echó a reír.
- Así lo creía. Lo obsesionaban sus pecados, exactamente como a nuestro abuelo.
- ¿Y tú, Leonor? ¿Cometiste pecados?
La joven encogió sus hombros elegantes.
- Soy demasiado joven para que me preocupen los pecados. Sólo cuando uno tiene edad suficiente para temer la muerte es necesario el arrepentimiento.
- Entonces, hermana, no necesitamos preocuparnos por el arrepentimiento. Podemos pecar de acuerdo con nuestros deseos.
- Una agradable perspectiva -comentó Leonor.
- En el castillo todos te respetan -dijo Petronelle con expresión de adoración-. Creo que te aman más que lo que amaban a nuestro padre. Pero si él se casa nuevamente y tenemos un hermano…
Petronelle miró temerosa a Leonor, que había fruncido el ceño.
- Hermana, eso no será -continuó de prisa Petronelle-. Si se casa, no tendrá un varón,
- La perspectiva me irrita -exclamó Leonor-. ¿A qué viene tanta reverencia por el sexo masculino? ¿Acaso las mujeres no son más bellas, más sutiles, a menudo más inteligentes que los hombres?
- Lo eres, Leonor, eres más inteligente que cualquier hombre. Pero como van a la guerra, como tienen más fuerza física se creen tan superiores que un minúsculo hijo es más importante que una bella hija. Pero ningún hijo de nuestro padre jamás será igual a ti.
- Sin embargo, inicia esta peregrinación con la esperanza de que San Santiago ruegue por él, de modo que regrese sano y salvo, se case y tenga un hijo.
- Los santos jamás lo oirán. Lo llamarán ingrato. Dios le dio una hija que eres tú, Leonor, y no se siente satisfecho.
Leonor rió y envió un beso a su hermana.
- Por lo menos, tú me aprecias -dijo sonriendo.
Se acercó a la estrecha ventana y asomó la cabeza para contemplar el camino sombrío.
- Un día -dijo-, veremos venir por ese camino a un grupo de jinetes. Será mi padre que regresa triunfante o…
- ¿O qué, Leonor? -preguntó Petronelle, que se había acercado.
Pero Leonor meneó la cabeza. No quiso decir más.
Pocos días después un mensajero llegó al castillo.
Leonor, que había sido advertida de la aproximación del jinete, descendió al patio para recibirlo; ella misma sostuvo personalmente la copa de vino caliente para el recién llegado.
- Traigo malas noticias, mi señora -dijo el hombre antes de recibir la copa-. El duque ha muerto. El viaje fue excesivo para él. Lamento tener que traer tales nuevas.
- Bebe -dijo Leonor. Y después, entró en el castillo.
Lo llevó al salón y se sentó con él al lado del fuego. Ordenó que le trajesen alimento, porque había cabalgado mucho y estaba agotado. Pero primero quiso oír las noticias.
- Mi señora, sufrió cuando se acercaba al final, pero su propósito jamás vaciló. Lo llevamos hasta el santuario, y eso lo hizo feliz. Murió allí, en su litera, pero no antes de haber recibido la bendición. Fue su deseo que se lo enterrase frente al altar principal de la iglesia de San Santiago.
- ¿Y así se hizo?
- Así se hizo, mi señora.
- Roguemos a Dios que haya muerto en paz.
- Su única preocupación era vuestro bienestar.
- En ese caso, será feliz en el Cielo, porque cuando desde allí me mire sabrá que puedo cuidarme sola.
- Mi señora, antes de morir recibió las seguridades del rey de Francia.
Leonor bajó los ojos.
Habría boda. Su propia boda. Y con el hijo del rey de Francia. Luis el Gordo no se habría mostrado tan deseoso de unir con ella a su hijo si la propia Leonor no hubiera sido la heredera de Aquitania.
¿Acaso podía condenarse? ¿Acaso podía guardar luto? Su padre, que había planeado tener un heredero que vendría a desplazarla, ya no existía. Sus planes habían quedado reducidos a la nada.
Había un solo heredero de Aquitania. Era la duquesa Leonor.
El joven Luis se sentía muy aprensivo. Tenía que viajar a Aquitania, presentarse ante la joven y pedir su mano. Era una formalidad. El padre de Luis y el de Leonor ya habían decidido que los jóvenes se unirían en matrimonio.
¿Cómo sería… esa joven que habían elegido para él? Era por lo menos un año más joven que el propio Luis. Muchos príncipes reales desposaban a mujeres mayores que ellos mismos. Eso lo había aterrorizado.
Cuánto deseaba haber permanecido en Notre Dame. Recordaba las ceremonias en las cuales había participado, el canto sonoro de los sacerdotes, el olor del incienso, el murmullo hipnótico de las plegarias. En cambio, tenía que banquetear y celebrar e iniciarse en los misterios del matrimonio.
Deseaba ser como eran tantos otros jóvenes; vivían para correr aventuras con mujeres; había oído cómo se vanagloriaban de sus lances, y reían, y comparaban sus hazañas. Nunca podría ser igual a ellos. Era demasiado serio; anhelaba una vida de meditación y rezos. Quería ser bueno. Para los gobernantes no era fácil separarse de la vida; tenían que estar en el centro de las cosas. Afirmábase que gobernaban, pero a menudo eran gobernados por los ministros. Tenían que hacer la guerra. La idea de la guerra lo aterrorizaba aún más que el pensamiento del amor.
El rey yacía en Béthizy, y a ese lugar habían acudido sus ministros más influyentes, entre ellos el abate Suger. El matrimonio entre el joven Luis y Leonor de Aquitania había merecido la inmediata aprobación de todos. El país necesariamente se beneficiaba si las ricas tierras del sur se incorporaban a la corona francesa. El rey podía tener la certeza de que sus ministros harían todo lo que pudiesen para asegurar la unión conyugal.
El abate Suger en persona organizaría el viaje, y permanecería al lado del príncipe en su condición de consejero principal.
El rey, que sabía que la muerte no estaba muy lejos, deseaba vivamente que el viaje de Béthizy a Aquitania fuese absolutamente pacífico. Debía evitarse el pillaje de las ciudades y las aldeas a medida que la cabalgata avanzara. El pueblo del reino de Francia y del ducado de Aquitania debían saber que se trataba de una misión pacífica que aportaría beneficios a todos los interesados.
El abate le dijo que podía descansar tranquilo, porque sus deseos se cumplirían.
Mandó llamar a su hijo. ¡Pobre Luis! Un joven evidentemente destinado a la Iglesia. Y el rey había escuchado versiones acerca de Leonor. Aunque joven, era una muchacha voluptuosa, madura para el matrimonio. Sabría conquistar a Luis, de eso estaba seguro. Quizá, cuando él viese a esta joven, que en todo sentido era una de las más deseables del país -y no sólo por sus riquezas- comprendería su buena suerte.
Le dijo precisamente eso cuando el joven se acercó al lecho.
- Buena suerte -dijo-, no sólo para ti, hijo mío, sino para tu país; y la primera obligación del rey es con su país.
- Todavía no soy rey -dijo Luis con voz temblorosa.
- No, pero, hijo mío, todo indica que lo serás antes de que pase mucho tiempo. Gobierna bien. Dicta leyes sabias. Recuerda que adquiriste la corona por voluntad de Dios, y sírvelo bien. Oh, mi querido hijo, que Dios todopoderoso te proteja. Si yo tuviese la desgracia de perderte, y de perder a quienes te acompañan, ya no me importaría ni mi persona ni mi reino.
El joven Luis se arrodilló junto al lecho de su padre y recibió la bendición.
Después, partió con su grupo y tomó el camino a Burdeos.
La ciudad de Burdeos resplandecía a la luz del sol; el río Carona era como una serpiente plateada, y las torres del castillo de l’Ombrière se elevaban hacia un cielo sin nubes.
El príncipe estaba de pie, a orillas del río, contemplando el horizonte. Ya no se demoraría mucho el momento en que vería a su prometida.
Tenía miedo. ¿Qué le diría? Ella lo despreciaría. Si por lo menos pudiera volver la espalda y regresar a París. ¡Oh, la paz de Notre Dame! El abate Suger le demostraba escasa simpatía. En su condición de eclesiástico hubiera podido reclamársele más bondad hacia el joven, pero lo único que pensaba -lo único que todos pensaban- era que el matrimonio beneficiaba a Francia.
- Mi señor, debemos embarcar y cruzar hasta Burdeos. La dama Leonor ya sabrá que estamos aquí. Y no querrá esperar.
Luis trató de reaccionar. Era inútil demorarse. Lo que no hicieran hoy, tendrían que hacerlo mañana.
- Marchemos ya mismo -dijo.
Cabalgaba hacia el castillo al frente del pequeño grupo que había llevado consigo. Su portaestandarte alzaba orgulloso la bandera de los lirios dorados. Luis elevó los ojos hacia la torrecilla, y se preguntó si ella estaba observándolo.
Leonor estaba allí, y contemplaba exultante los lirios dorados, el emblema del poder. Aquitania podía ser rica, pero un rey invariablemente tenía rango más elevado que un duque o una duquesa, e incluso si el reconocimiento de la soberanía era simplemente una formalidad, en realidad existía, y Aquitania era de hecho un vasallo de Francia.
Y yo seré reina de Francia, se dijo Leonor.
Descendió al patio. Había cuidado su apariencia más que de costumbre. Su elegancia natural se veía realzada por el liviano vestido azul que usaba; se lo había sujetado a la fina cintura con un cinturón adornado con joyas. Ahora no usaba la toca de moda, pues deseaba desplegar sus hermosos cabellos, que le caían sobre los hombros; sobre la frente tenía una cinta enjoyada.
Elevó los ojos al joven que se acercó montado en su caballo y le ofreció la copa de la bienvenida.
Joven, pensó; maleable. Y su corazón brincó triunfal.
Él la miraba, seducido. Nunca había imaginado criatura tan bella; los ojos serenos de Leonor lo miraban, sonrientes; la diadema sobre la frente le confería dignidad. Luis pensó que ella era exquisita.
De un salto descendió del caballo, e inclinándose besó la mano de la joven.
- Bienvenido a Aquitania -dijo ella-. Te lo ruego, entra en el castillo.
Entraron uno al lado del otro.
Esa noche, cuando Petronelle fue a la habitación de Leonor, ésta dijo:
- Mi príncipe francés no carece de encanto. Estos francos son elegantes. Comparados con ellos, algunos de nuestros caballeros parecen torpes. Tiene modales perfectos. Pero me pareció que al principio había cierto rechazo.
- Desapareció al verte -dijo Petronelle, que adoraba a su hermana.
- Creo que así fue -replicó sensatamente Leonor-. Parece que tiene un carácter muy tierno. Lo educaron para sacerdote.
- No te imagino con un sacerdote por marido.
- No, el sacerdote muy pronto quedará atrás. Ojalá no fuese necesario esperar la ceremonia. Quisiera que ahora mismo fuese mi amante.
- Siempre quisiste un amante, Leonor. Nuestro padre lo sabía y lo temía.
- Es natural. Lo mismo podría decirse de ti.
Petronelle suspiró y elevó los ojos al cielo.
- Por desgracia, tendré que esperar más que tú.
Después, mantuvieron una conversación íntima acerca de los hombres de la corte, sus virtudes y sus posibilidades como amantes.
Leonor recordó algunas hazañas del abuelo.
- Fue el amante más grande de su tiempo.
- Tú serás mejor incluso que él -dijo Petronelle.
- Eso sería muy chocante en una mujer -observó riendo Leonor.
- Pero tú serás igual a los hombres en todo.
- Me agradaría comenzar cuanto antes -dijo Leonor y volvió a reír.
Al príncipe le agradaba mucho escuchar el canto de Leonor, y observar sus largos dedos blancos que pulsaban el laúd y el arpa; la joven dijo:
- Te cantaré una de mis canciones.
Entonó una canción de amor dolido, en la cual decía que la única y verdadera felicidad del amor era la satisfacción que podía aportar
- ¿Cómo lo sabes? -preguntó él.
- Un instinto me lo dice.
Sus ojos brillantes estaban cargados de promesas; e incluso el joven sentía cierto deseo que se agitaba en su corazón. Ya no pensaba tanto como antes en la atmósfera solemne de la Iglesia; comenzó a preguntarse qué misterios irían a descubrir unidos él y su esposa.
Leonor jugó ajedrez con Luis y lo derrotó. Quizá ella tenía más práctica. Mientras él aprendía el oficio de sacerdote, ella asimilaba las cosas de la corte. Fue como una alegre batalla entre ambos. Cuando Leonor le dio jaque mate, rió muy complacida; para ella era como un símbolo.
Pasearon por los jardines del castillo. Ella le mostró las flores y las hierbas que crecían en el sur. Le explicó el modo de preparar ungüentos y medicinas, lociones que embellecían la piel y hacían brillar los ojos, y un filtro para conmover a un amante que se mostraba poco dispuesto.
- ¿Crees que necesitaré preparar uno para ti?
Él le tomó la mano y la miró en los ojos.
- No -dijo, vehemente-. No será necesario.
- Entonces, señor mío, ¿te parece que mis encantos son suficientes para ti?
- En efecto.
- ¿Y deseas nuestro matrimonio?
- Espero que llegue cuanto antes el día -dijo Luis.
Ella retrocedió riendo.
No está mal por tratarse de un monje, dijo después a su hermana.
El abate Suger, que veía cómo maduraban las relaciones entre los dos jóvenes, pensó que el matrimonio no se demoraría. Era cierto que Leonor guardaba luto por la muerte reciente de su padre, pero se trataba de un matrimonio oficial y cuanto antes se lo solemnizara tanto mejor para todos.
Mencionó el hecho al príncipe, y lo sorprendió la prontitud con que él -otrora tan renuente- aceptaba la propuesta.
- La duquesa de Aquitania es una bruja -dijo el abate.
La boda se celebró en julio.
Las damas de compañía de Leonor le ayudaron a ponerse el deslumbrante vestido de boda, y para la ocasión ella se soltó los largos cabellos. Montada en su caballo de relucientes arreos y gualdrapas cabalgó por las calles de Burdeos en dirección a la iglesia de San Andrés, donde el arzobispo de Burdeos presidiría la ceremonia. ¡Qué día triunfal para la novia! Apenas un año antes se preguntaba si un medio hermano la despojaría de su herencia. Pero el destino había intervenido. Ahora, nadie podía interponerse entre ella y su ambición.
Se sentía exultante, aunque también un poco triste porque había conquistado ese triunfo como resultado de la muerte de un padre a quien, a su modo, ella había amado bastante. En todo caso, su éxito era indudable.
Era la duquesa de Aquitania, y nadie cuestionaría sus pretensiones y pronto -ella creía que muy pronto, y ésa era también la opinión general- sería reina de Francia.
Leonor floreció. Muy sensual, descubrió que el matrimonio le agradaba profundamente. El pobre Luis era un poco menos ardiente, aunque no cabía duda de que la amaba con un sentimiento más profundo que el que ella podía alentar. Leonor amaba el amor; sabía que ése era su destino desde que, siendo muy niña, había entonado canciones alusivas en los jardines. Allí, se había glorificado el amor… el amor romántico. Ella lo anhelaba, pero también deseaba el amor físico. Ella señalaba el camino en los momentos apasionados. Hubiera podido decirse que tenía experiencia en tales artes; pero no era el caso: era su primer amor. Sin embargo, en Leonor se trataba de un conocimiento y una comprensión naturales.
Fueron maravillosos días estivales, consagrados a la celebración de la boda, mientras los jóvenes dedicaban la noche a hacer el amor.
Hacían música y cantaban, y Leonor lo iniciaba en el conocimiento de las canciones y los poemas en que ella se destacaba. Era una existencia deliciosa, pero por supuesto no podía prolongarse indefinidamente. Los concursos y torneos en los terrenos del castillo debían terminar, porque el príncipe necesitaba regresar a París con su esposa.
Gracias a él, Leonor se había convertido en princesa de Francia; gracias a Leonor, él sería duque de Aquitania.
Por donde pasaban recibían el saludo de alegres multitudes. Todos comprendían que esta alianza sería beneficiosa. El pueblo de Aquitania podía refugiarse bajo los lirios dorados de Francia, y el reino de Francia había incorporado a un vecino poderoso.
Esa unión representaba mayores posibilidades de paz, y como la gente humilde a nada temía más que a los ejércitos que invadían sus hogares y los saqueaban y se apoderaban de las mujeres, el matrimonio de Leonor y Luis era cosa muy conveniente.
Habían llegado a Poitiers, y estaban gozando de la cordial acogida de la gente, cuando el abate Suger fue al apartamento que ocupaban en el castillo donde se les había ofrecido hospitalidad; y por su expresión era evidente que traía malas noticias.
No era hombre de comunicar con delicadeza las malas nuevas.
Hizo una profunda reverencia.
- ¡Viva el rey! -dijo.
Y Luis comprendió que sus temores se habían convertido en realidad, y Leonor que su ambición se había realizado.
Su marido ahora era el rey y ella era la reina de Francia.
- De modo que mi padre ha muerto -dijo Luis con voz sorda.
- Falleció con gran incomodidad corporal -dijo el abate-. Pero sus dolores han concluido. Si obedecéis sus deseos, gobernaréis como él lo hubiera querido… es decir, sensatamente y bien.
- Lo intentaré con todo mi corazón y mi mente -replicó fervorosamente Luis.
La despreocupada luna de miel había concluido. En la nación había excesivo número de elementos belicosos, de modo que no podía presumirse que el joven Luis sería aceptado sin oposición.
No era que el pueblo de Francia deseara elevar a otro rey en lugar de Luis. Luis el Gordo había mantenido el orden, pero no siempre había dado a la gente lo que ella consideraba su derecho. Ahora que un muchacho joven y sin experiencia ocupaba el trono, era el momento de reclamar esos derechos.
Pocos días después que los jóvenes esposos recibieron la noticia de la muerte de Luis VI, se conocieron otras novedades. Esta vez fue un alzamiento en Orleáns.
El abate Suger dijo al nuevo rey que había llegado el momento de afirmar su autoridad. La actitud que adoptara ahora tendría la mayor importancia. Debía demostrar a su pueblo que si bien era un gobernante benévolo, también era firme. Debía despedirse de su esposa, y marchar velozmente a Orleáns y de allí a París. Leonor y su corte lo seguirían sin tanta prisa.
Luis, menos perturbado por los hechos que lo que habría creído posible poco antes, marchó con su ejército a Orleáns. Debía adoptar la actitud propia de un rey; no deseaba que Leonor lo despreciara, pues sabía que ella, que era tan fuerte y enérgica, en efecto despreciaría la debilidad. De modo que él no debía mostrarse blando.
Rogó a Dios que le diese sabiduría para adoptar las decisiones justas, y fuerza para aplicarlas.
Llevaría una flor que Leonor le había regalado… una rosa de los jardines de l'Ombrière. Ella misma la había arrancado. Le había dicho que tenía que llevarla cerca del corazón; a Luis lo había seducido la mezcla de romanticismo y sensualidad que caracterizaba a su esposa, así como su insistencia en que se obedeciesen las leyes de la caballería. Lo fascinaba, porque se mostraba tan decidida a que la trataran como una mujer tierna, y al mismo tiempo estaba tan ansiosa de imponer obediencia. Sin duda, esperaba que él afrontase honorablemente la nueva prueba.
De modo que cabalgó a la cabeza de sus tropas, y le complació que los ciudadanos de Orleáns, cuando lo vieron llegar con su ejército, se intimidaron ante su poder, y en lugar de insistir en sus derechos pidieron perdón porque se habían mostrado insolentes formulando exigencias a su propio señor.
Un triunfo fácil y Luis no deseaba mostrarse duro; sus consejeros insistieron en que ejecutase a uno o dos jefes de la rebelión, pero Luis no permitió que se castigara a otros. Incluso concedió algunas de las reformas reclamadas inicialmente.
El pueblo de Orleáns lo vivó. En las mismas calles en las cuales se había agrupado y conspirado contra él, ahora proclamaban. ¡Viva el rey!
El problema estaba resuelto. Luis cabalgó a París, y allí se reunió con Leonor. El encuentro fue muy tierno; cada uno había echado mucho de menos al otro.
- Ahora, debemos pensar en la coronación -declaró Leonor.
La ceremonia estaba planeada para diciembre del mismo año y así se celebró el gran acontecimiento.
Cuánto camino había recorrido en un breve año, pensó satisfecha Leonor.