PETRONELLE Y EL CONDE
Durante un tiempo se sintió satisfecha. Era reina de Francia y cabeza visible de la corte, una mujer adorada por el rey y venerada por quienes se reunían allí con el fin de que ella los instruyese en las reglas de la caballería. Se rodeaba de poetas y trovadores. Para conquistar su favor un hombre debía tener modales exquisitos; debía conocer las reglas de las Cortes de Amor; tenía que expresarse con elegancia, y si cantaba con buena voz, tanto mejor.
Era jueza de los esfuerzos literarios; aplaudía o criticaba. En invierno se sentaba en los jardines del castillo rodeada por jóvenes y mujeres, y explicaba su filosofía de la vida.
Las jóvenes tenían que obedecerle, admirarla y emularla lo mejor posible, de modo que se convertían en pálidas sombras de Leonor, y por eso mismo la soberana brillaba más. Los jóvenes tenían que estar todos enamorados de ella, anhelar sus favores y mostrarse dispuestos a morir por su reina, y ella se mostraba amable o distante; además, los hombres jamás debían permitir que su propia pasión se atenuase. Tenían que dedicar a Leonor sus versos y sus canciones; debían mezclar el talento con el deseo. Ella estaba decidida a conseguir que la corte de Francia fuese la más elegante del mundo.
En esa atmósfera de invernadero, Petronelle crecía muy velozmente. Los hombres también le dedicaban sus versos y sus canciones, porque después de todo era casi tan bella como Leonor, y además era su hermana.
Vivir en la corte de Francia era mucho más interesante que hacerlo en la corte de Aquitania; significaba ser reina y no heredera de un duque; y esto último, si él no tenía un hijo varón.
Todo se había arreglado muy bien.
Petronelle, que imitaba en todo a Leonor, se sentía cada vez más impaciente de su propia juventud.
- Tendríamos que encontrar marido para Petronelle -dijo Leonor al rey.
- Caramba, todavía es una niña -dijo Luis.
Y Leonor pensó: Pobre Luis, qué ciego está. ¡Y qué poco sabe!
- Algunas personas llegan a la madurez antes que otras. Creo que Petronelle ya es mujer.
- ¿De veras piensas eso? Tal vez deberías hablarle, prepararla. Sería necesario que comprenda gradualmente lo que significa tomar marido. El asunto puede ser muy impresionante para una niña inocente.
Leonor sonrió, pero no informó a su marido de las conversaciones que ella y su hermana sostenían, y que habían mantenido durante muchos años. Petronelle no era una joven inocente. Quizá virgen, ¿pero cuánto tiempo conservaría esa condición aún, si no se casaba?
Luis juzgaba a otros por sí mismo. Su inocencia era atractiva para Leonor… por el momento; pero ella había comenzado a preguntarse si más tarde o más temprano ese atractivo se disiparía. A veces, la mirada de Leonor se desviaba hacia hombres de más edad, hombres experimentados, que habían vivido muchas aventuras amorosas; y entonces se impacientaba un poco ante la ingenuidad de su marido. Pero aún la divertía ser la figura principal de la relación entre ambos, inducirlo a extremos de pasión de los que él jamás se habría creído capaz.
Por eso no trataba de explicarle demasiado acerca de Petronelle. Al mismo tiempo, Leonor creía que era hora de encontrar marido para su hermana.
Petronelle no era persona que esperase que otros resolviesen sus problemas.
Como su hermana, le agradaba la música sensual de los instrumentos, y las palabras lánguidas que aludían al amor.
Ser joven era frustrante. Siempre lo había sido. Y tener una hermana fascinante como Leonor no la ayudaba a soportar mejor su suerte.
Leonor le había prometido que encontraría un marido apropiado; pero el rey creía que todavía era demasiado joven.
- Demasiado joven -gemía Petronelle-. El rey cree que todos tienen la sangre tan fría como él mismo.
- Ten paciencia, hermanita -recomendó Leonor-. No comparto la opinión de mi marido. Sé que si no te damos esposo pronto tomarás amante. Pero ten cuidado. Siempre es más sensato tener primero un marido. De ese modo después podrás tomar amantes. Pero un amante primero… creo que eso sería un poco chocante.
- Siempre hablas del amor en tus canciones -exclamó Petronelle-. ¿Para qué sirve eso?
Leonor sólo pudo repetir su advertencia, y agregó: - Ten paciencia.
Ella misma tenía muy escasa medida de tan útil virtud. Deseaba sentir emociones intensas. ¿Quizá estaba cansándose de la corte, y de las noches que pasaba con su joven y serio marido?
Mientras meditaba cuánto tiempo le llevaría encontrar un marido apropiado para su hermana y casarla, en el país se manifestaban signos de inquietud. Leonor siempre se había interesado en aumentar su poder, y la elevación de duquesa a reina la había excitado. Muchos reyes de Francia habían soñado con la perspectiva de extender su territorio al país entero. Por supuesto, Normandía estaba firmemente en manos del rey de Inglaterra… bien, quizá no se trataba de un dominio tan firme, pues el conde de Anjou jamás aceptaría el hecho de que ese territorio no pertenecía a su esposa Matilda; y como ambos tenían un hijo, naturalmente deseaban recuperar esa provincia para legarla a su heredero.
Por entonces Esteban de Blois había ceñido la corona de Inglaterra, y parecía muy probable que la retuviese, pese a que Inglaterra no se encontraba en condiciones muy prósperas. Matilda, de quien muchos creían que era la verdadera heredera, pues se trataba de la hija del finado rey Enrique I, mientras que Esteban no era más que su sobrino, jamás dejaba de exhortar a su marido y a su hijo con el fin de que hiciesen todo lo posible para recuperar lo que les correspondía.
De modo que Leonor y Luis podían excluir de sus cálculos a Normandía. ¿Y Tolosa? El hecho de que los condes de Tolosa afirmaran que eran los auténticos gobernantes de esa provincia siempre había irritado a Leonor. Su abuelo había desposado a Felipa de Tolosa, y Leonor sostenía que a causa de esta unión Tolosa era dominio de Aquitania.
Leonor discutió el asunto con Luis. El comprendió inmediatamente la situación.
- Sin embargo -dijo-, dudo de que el conde concuerde con nosotros.
- No es cuestión de que acepte o rechace. El hecho es que a causa del matrimonio de mi abuelo tengo derecho a Tolosa, y no veo motivo para renunciar a lo que es mío.
- ¿Por qué tu abuelo y tu padre jamás incorporaron ese territorio? -preguntó Luis.
Leonor se encogió de hombros, impaciente. No deseaba recordar que ni su padre ni su abuelo se habían destacado jamás por sus éxitos en la guerra. Su padre se había mostrado bastante inepto en la esfera política y su abuelo había demostrado más interés en la conquista de mujeres que de territorios.
Pero ella era más ambiciosa. En su mente y en su corazón aún alentaba el resentimiento provocado por el deseo de su padre de desplazar a una joven vigorosa, que poseía todos los atributos de un gobernante, en beneficio de un niño nonato, y todo porque él podía ser varón.
- El hecho de que permitieran que otros les arrebatasen posesiones no significa que nosotros debamos hacer lo mismo.
Luis no se sentía seguro. Ella experimentó el deseo de sacudirlo.
- Pero Tolosa ha sido independiente durante muchos años.
- ¡Lo sé, lo sé! Cuando mi abuelo fue a las Cruzadas, la puso al cuidado de Raymond Saint-Gilles. Se trataba de una medida temporaria.
- Pero desde entonces continuó en poder de su familia.
¡Cómo la impacientaba! Leonor frunció el ceño y después esbozó una sonrisa tiernamente exasperante.
- Mi querido, mi queridísimo Luis, siempre eres tan bondadoso, siempre estás dispuesto a defender a tus enemigos. Por supuesto, por eso te amo más; pero te aseguro que no es el modo de gobernar.
Él no podía soportar la decepción de su esposa. Lo había seducido por completo. A veces. Luis se preguntaba si ella le habría administrado una de esas pociones que cierta vez había mencionado. No toleraba que ella no lo admirase. Era cierto que él necesitaba mostrar una actitud más belicosa. Su padre le había advertido que debía ser fuerte, y que esa postura podía ser doblemente difícil en su caso, porque se lo había educado para el sacerdocio.
- ¿Qué sugieres, Leonor?
Ella mostró una sonrisa radiante.
- Ante todo, convoca a la corte a todos tus vasallos. Después, diles que te propones hacer la guerra contra Tolosa, pues le pertenece a la Corona por tu matrimonio y a ella debe incorporarse. Le dirás que esperas -no, exiges- su apoyo. Es tu derecho y el deber de tus vasallos. ¿Acaso no son tus vasallos?
- Leonor, confieso que la idea de hacer la guerra me perturba.
- Rey mío, es un sentimiento que tendrás que dominar.
- Por supuesto, siempre estarás a mi lado.
Ella le tomó la mano y sonrió seductora.
- Siempre -le aseguró- para ayudarte y reconfortarte.
Y en efecto, él se sintió muy reconfortado.
En los jardines se habían reunido alrededor de Leonor las damas y los caballeros de la corte. Ellas eran jóvenes cuyas familias las habían enviado al palacio de la reina para que aprendiesen todos los refinamientos y las gracias que no podían hallar en otro sitio. A Leonor la complacía mucho la presencia de esta gente joven. Por lo menos en pequeña escala satisfacía su gusto por el poder. Estas jóvenes la consideraban su maestra. Bajo la guía de Leonor confeccionaban sus vestidos; cantaban, y componían música y canciones; y aprendían a jugar ajedrez. Leonor no podía soportar a los incultos. Ella misma había aprendido a leer y escribir, y creía que era un aspecto importante de la educación de una joven… y también de los varones. Estaba decidida a impedir que se discriminase en perjuicio de su sexo. Jamás olvidaría que el mundo hubiera podido destruir un futuro muy brillante simplemente porque era mujer.
Esas horas durante las cuales gobernaba a su pequeña corte representaban para ella un descanso. Los que componían poemas o canciones los sometían a su aprobación; entonces, ella pedía que los leyesen en alta voz, o los cantasen, según fuera el caso, y pronunciaba su juicio.
Estaba decidida a apoyar a la caballería y eso significaba la adoración de la mujer. Un hombre debía estar dispuesto a cortejar a la dama elegida; debía agradecer sus sonrisas; debía estar dispuesto a esperar la realización del amor. Debía combatir por su dama, y si era necesario morir por ella. Tal era la esencia del amor romántico.
Leonor era sumamente sensual, pero su sensualidad estaba teñida de romance. Era muy consciente de la presencia de los hombres viriles que se reunían en su pequeña corte, del mismo modo que ellos tenían conciencia de la propia Leonor. A menudo imaginaba que los tenía por amantes. Eso le habría dado una inmensa satisfacción. Qué lamentable que una reina no pudiese entregarse a tan románticas relaciones. El deber de una reina era dar un heredero al trono e incluso Leonor -tan acostumbrada a definir sus propias normas- tenía conciencia de que no podía haber dudas acerca de la paternidad del heredero de Francia.
Había un hombre que la atraía mucho, y era Raoul, conde de Vermandois, y primo de Luis. No era precisamente joven; pero tenía una personalidad vigorosa y se lo conocía por sus conquistas no sólo en la guerra sino en el amor.
A menudo se sentaba a los pies de Leonor y la cortejaba con los ojos, los gestos y el tono de la voz. No cabía duda de que Raoul estaba invitándola a desechar sus escrúpulos. No lo decía formalmente; tenía sensatez suficiente para saber que en las Cortes de Amor de Leonor no se toleraban torpezas. Las sugerencias eran mucho más excitantes que las palabras directas; y gracias a ellas Raoul había manifestado sus sentimientos.
A Leonor le agradaba verlo sentado a sus pies, los ojos ardientes de pasión. La complacía imaginarse entregada al amor con un compañero como él; ¡seguramente era muy distinto de Luis! ¡Pobre Luis!
No era un amante imaginativo; ella siempre debía tomar la iniciativa. Lo cual estaba muy bien a veces; pero en ocasiones sería divertido, e incluso emocionante sentirse dominada.
Por desgracia, tenía que recordar que su obligación era engendrar al heredero de Francia.
Raoul continuaba adorándola con los ojos; su voz grave insistía en provocarla a la indiscreción. Leonor se resistía. Él se mostraba un tanto impaciente. Le agradaba cortejar a la reina. Pero comenzaba a comprender que jamás realizaría sus propósitos… por lo menos tendría que esperar hasta que ella estuviese embarazada de Luis y no corriese riesgos tomando un amante. Por supuesto, un asunto así no podía mencionarse en la atmósfera romántica de la corte de Leonor; aunque estaba en la mente de Raoul, y quizá en el espíritu de la reina, pero de esto último él no se sentía muy seguro.
Pobre Luis, pensó Raoul. Quizá es incapaz de engendrar hijos. Tal vez un día ella esté dispuesta a permitir que se lo reemplace, para cumplir esa función. Leonor era una mujer sagaz; Raoul estaba seguro de que ella tenía escasos escrúpulos, o por lo menos de que si los tenía ahora desaparecerían en las circunstancias apropiadas. Pero él era un hombre impaciente. Aunque continuaba en actitud reverencial a los pies de Leonor, su mirada a menudo se desviaba, e iba a posarse en Petronelle, la hermana menor de Leonor. Raoul pensaba: ¡Qué encantadora criatura! Casi tan bella como la propia Leonor, y él estaba seguro de que igualmente sensual. Cuanto más pensaba en Petronelle más seducido se sentía.
Petronelle podía carecer de experiencia, pero ciertamente no le faltaba conocimiento; conocía el sentido de las miradas ardientes que él le dirigía. Como no era la reina de Francia, no necesitaba demostrar los mismos escrúpulos que la soberana; era muy joven; no estaba casada, y quizá era virgen… Raoul, buen conocedor, creía que tal cosa era muy posible, aunque se trataba de una condición que la joven deseaba perder. Un poco peligroso en vista de su relación con la reina, y por supuesto del hecho de que ella no tenía marido. Pero Raoul era un hombre audaz, la hermana de Petronelle lo había frustrado demasiado tiempo. Ahora vería hasta dónde era posible llegar.
Abordó a Petronelle en los senderos del jardín.
- ¡Qué deliciosa sorpresa! -exclamó al verla.
- ¿Es mucha sorpresa, mi señor? -preguntó ella, la cabeza inclinada a un costado, la actitud alegremente provocativa.
- Bien, reconozco que hubo un poco de táctica.
- Es siempre sensato reconocer lo que ya es sabido.
Petronelle sin duda había aprendido de su hermana esa respuesta.
- Qué alegría veros sola.
- ¿Por qué? ¿Parezco diferente sola que cuando estoy en compañía de otros?
- Sí. ¿Y yo a vos?
- Por supuesto, me alarmo un poco cuando recuerdo vuestra reputación.
- ¡Ah, la reputación! ¡Qué cruel puede ser! ¡Qué falsa! ¡Qué injusta!
- Mi señor, ¿la gente ha sido injusta con vos?
- Eso depende de lo que se diga de mí.
- Afirman que realizasteis muchas conquistas.
- Creo haberme desempeñado honrosamente en el campo de batalla.
- ¿Y en la batalla del amor?
- No creo que el amor sea una batalla.
- Sin embargo, la gente habla de las conquistas.
- ¿Quizá yo mismo corro peligro de ser conquistado?
- Sin duda, por vuestra propia esposa. Y creo que mi hermana la reina produce cierto efecto en vos.
- A veces las cosas no son como parecen.
- No lo entiendo.
Él avanzó un paso y aferró la mano de Petronelle.
- A veces uno no mira en la dirección del sol. Es demasiado deslumbrante. Uno desvía la vista.
- Mi señor conde, ¿ahora estáis mirando el sol?
- Cara a cara.
- Confío en que no os ciegue.
- En que me ciegue hasta la indiscreción. En que me enloquezca. -De pronto la abrazó y la besó.
Ella lanzó una exclamación que pretendía ser de horror, y apartándose del conde Raoul corrió por el sendero hasta un lugar más frecuentado de los jardines.
Era el comienzo.
El conde Theobald de Champagne había llegado a la corte de Francia. Era un hombre que gozaba de la reputación de gobernar sabiamente su provincia; era buen soldado, y Luis había contado con su ayuda para realizar la campaña contra Tolosa.
Leonor acompañaba al rey cuando éste recibió al conde. Ella trataba siempre de asistir a estas reuniones, porque deseaba que el mundo supiera que Francia tenía una reina además de un rey.
- Bienvenido a París -dijo Luis-. Confío en que gocéis de buena salud.
- Sire, nunca ha sido mejor.
- Y que estéis bien dispuesto para el combate.
- Sire, si os referís al asunto de Tolosa, no puedo comprometer mi ayuda. No creo que esa empresa cuente con la bendición de Dios.
Leonor fruncía el ceño.
- Tal vez el conde Theobald se explique -dijo fríamente.
El conde hizo una reverencia.
- En efecto, madame. No me aliaré a esta empresa porque la considero injusta para el conde de Tolosa.
- ¿Injusto quitar a un hombre una posesión a la cual no tiene ningún derecho?
- Mi señora, parece que posee derechos de propiedad.
- ¿Sabéis que Tolosa pasó a manos de mi abuelo por matrimonio, y que él designó a Saint-Giles como custodio durante su ausencia en una cruzada?
- Si así fue, no comprendo por qué esa posesión no fue reclamada antes.
- Porque el asunto no se ha resuelto hasta ahora, pero eso no es motivo para que jamás se lo resuelva.
- Veo muchos motivos, para proceder de ese modo, mi señora.
- Olvidáis la posibilidad de provocar el desagrado del rey y su reina.
El conde se inclinó y solicitó permiso para retirarse. Después que se marchó, estalló la furia de Leonor.
- ¡Perro insolente! ¡Cómo se atreve a decirnos cuál es nuestro deber!
- Tiene derecho de expresar su opinión -le recordó suavemente Luis.
- ¿Eres rey? ¿Soy la reina? ¿Toleraremos insultos en nuestro propio castillo? Te aseguro que mi señor el conde de Champagne lamentará esto.
Luis trató de calmarla, pero ella no atenuó su furia.
Theobald fue a las habitaciones de su hermana. Era la esposa de Raoul, conde de Vermandois, y parecía dominada por la melancolía.
Theobald tampoco se sentía muy animoso. No le había agradado el tono de voz de la reina cuando expresó su decepción ante la negativa del propio Theobald a apoyar la campaña contra Tolosa.
- Bien, Eleonore -dijo-, pareces un poco triste. ¿Raoul de nuevo te es infiel?
Su hermana Eleonore se encogió de hombros.
- No es una situación novedosa.
- Lamento ese matrimonio -dijo el conde-, aunque se trate del primo de Luis. ¿Cuál es el último amorío de Raoul?
- No lo sé. No intenté descubrirlo. A veces creo que es mejor permanecer sumido en la ignorancia.
- No debería tratarte así.
- En efecto, no debería hacerlo, pero eso no es obstáculo para mi marido. Sé que dedica su tiempo a un asunto amoroso que lo complace mucho. Naturalmente, se lo lleva en secreto. No dudo de que es una mujer que engaña a su marido, del mismo modo que Raoul me engaña.
- Jamás modificarás su carácter.
- Me temo que no. Perseguirá a las mujeres mientras las piernas lo sostengan.
- Hablaré con él.
Eleonore meneó la cabeza.
- Es mejor que no lo hagas. Quizá el destino de personas como yo es tener maridos infieles. A veces pienso que sería mejor haber nacido en cuna más humilde. Mira cómo se dispersó nuestra familia. La infancia parece tan breve, y si uno es el más joven de una familia numerosa tiene la sensación de que los mayores se alejaron antes de que uno los conozca. A menudo pienso en Esteban.
- Ah, el rey de Inglaterra -dijo Theobald-. Sí, piensa a menudo en él y ruega por él. En su condición de rey de Inglaterra necesita de tus plegarias.
- Recuerdo cómo se alegró la familia cuando él recibió la corona.
- Sí -murmuró Theobald-. Y las lamentaciones cuando pareció que Matilda se la arrebataría.
- Ojalá pudiésemos verlo más. Por mi parte, se me ofrece la oportunidad sólo cuando visita Normandía.
- Pobre Esteban, quizá la corona tiene sus propios inconvenientes.
- No me extraña que pienses así, Theobald. Tenías más derecho que Esteban a la corona de Inglaterra. Fuiste el hijo mayor de nuestra madre. Y el Conquistador fue tu abuelo, lo mismo que de Esteban.
- Esteban se crió en Inglaterra. Y hubo un momento en que el rey Enrique pensó designarlo heredero.
- No hubiéramos asistido a esas lamentables guerras en Inglaterra si el marido de Matilda no hubiese fallecido, y ella hubiera continuado en Alemania.
- Sin embargo, es la hija del rey, y muchos sostendrán que es la auténtica heredera. Esteban es nuestro hermano, y yo lo apoyaré con todas mis fuerzas; pero Matilda fue realmente la hija del rey, y está en la línea directa de sucesión. Es imposible ignorar tales hechos.
- Pobre Esteban. Quizá sea feliz. ¡Qué carga debe soportar!
- Tiene una buena esposa. Nadie podría tenerla mejor.
- Sin embargo, él no le es fiel. ¿Hay hombres fieles en el mundo?
Theobald le oprimió la mano.
- No te dejes agobiar por la infidelidad de Raoul. Es su modo de ser. La esposa de Esteban inevitablemente debe aceptar la situación. Trata de olvidar todo esto.
- Theobald, es algo que me agobia constantemente; pero no me agrada que hayas molestado a la reina.
- Me temo que también al rey.
- Oh, la reina es quien me importa. Domina a la corte; desea agrandar el reino de Francia, de modo que ella adquiera cada vez mayor poder. Creo que puede ser una mujer vengativa.
- Sabré protegerme y proteger mis posesiones. El rey es joven y carece de experiencia. Es una lástima que lo casaran con una mujer tan enérgica. El abad de Suger es un hombre discreto, y Luis el Gordo dejó a su hijo en buenas manos… separándolo de las de su esposa. Pero quién habría previsto que una joven casi adolescente se interesaría tanto por los asuntos públicos.
- La reina es una mujer dispuesta a gobernar, ¿Regresarás ahora a Champagne?
- Sí. Consideré que mi obligación era venir y formular mi opinión ante el rey. Cuando uno discrepa siempre conviene formular personalmente las razones del desacuerdo.
- En ese caso, hermano, me despido de ti. Me ha reconfortado verte. Ojalá pudiese hablar con Esteban.
- No lo desees. Si viniese a Normandía, tendríamos dificultades.
- Siempre hay dificultades en Normandía.
- Y así ocurrirá durante muchos años. Por el momento Anjou no se mueve, pero su hijo está creciendo. Dicen que el joven Enrique Plantagenet ya es buen guerrero, y que desea no sólo a Normandía, sino también a Inglaterra.
- ¡Más guerras… más problemas!
- Es inevitable cuando hay tantos pretendientes a un trono. Mira este asunto que determinó mi visita. Tolosa. Pero no temas. Estoy convencido de que el rey no desea la guerra. Es indudable que este plan acerca de Tolosa quedará en nada. No creo que yo sea el único que no desea seguirlo a la guerra.
Los dos hermanos se despidieron.
La reina observó la partida del conde Champagne a la cabeza de su séquito.
- Maldito sea -dijo-. ¿Cómo se atreve a ofender a la reina?
Sufrirá por esto.
Las sombras habían caído sobre el castillo. Petronelle se puso una capa y salió al fresco aire nocturno.
Quien la viese no podría reconocerla. Creería que era una dama de la casa a quien se había encomendado cierta misión, lo cual era cierto, pero en todo caso nadie sospecharía que se trataba de la hermana menor de la reina.
Sabía que su actitud era audaz y desordenada; estaba provocando su propia deshonra. Pero, ¿qué podía hacer? Cuando Raoul la había abrazado, sintió el cuerpo débil y sumiso; ya había formulado una promesa a medias, y luego la había retirado. Había exclamado: “No puedo y no me atrevo.”
Y él le había mordido tiernamente la oreja, mientras murmuraba: “Pero no, puedes y te atreves.”
Ella sabía que acabaría rindiéndose. ¿Acaso las canciones no hablaban precisamente de eso? Se referían al galanteo, los romances, y los caballeros que morían por su dama; pero era mucho más interesante amar que morir. La muerte era horrible, con su sangre y sus sufrimientos. El amor era bello; había deseo, y pasión, y la satisfacción intensa de la realización, algo que ella aún tenía que saborear.
Y lo haría antes de que pasara mucho tiempo. Muy pronto la casarían. Quizá la unieran a un viejo impotente, sólo porque convenía a la razón de Estado. Habían casado a Leonor con Luis. Sí, él era el rey, pero no se trataba de un hombre muy atractivo. En todo lo que importaba era lo que llamaban un remolón. Era lo que Leonor había dado a entender. Si la casaban con una persona que no le interesaba, estaba dispuesta a tener un amante. Elegiría a un hombre como Raoul…
¡Raoul! Ahora iba al encuentro de este hombre, y ya no había modo de retroceder. Él no lo permitiría. La última vez había dicho, medio irritado: “Esperé demasiado tiempo.” Y ella se había conmovido al percibir la nota colérica en su voz.
Esta vez no habría retirada.
Él estaba esperándola entre los matorrales.
Sus brazos la rodearon, sosteniéndola firmemente.
- Raoul, no me atrevo…
- Conozco el lugar. Ven.
- Debo regresar.
Pero él se reía de la joven.
Ella dijo: -Mi hermana se enojará. ¿No te importa la cólera de la reina?
- Esta noche sólo esto me importa -contestó.
Ella fingió resistirse, pero ella sabía y él sabía que era mera apariencia.
Hallaron un lugar escondido entre los matorrales.
- Otros pueden venir aquí -protestó ella.
- No, nadie nos molestará.
- Debo regresar.
- Debes quedarte aquí.
Él estaba acostándola en el suelo.
Petronelle dijo: -No tengo más remedio que someterme.
Leonor advirtió prontamente el cambio sobrevenido en su hermana, y adivinó la causa.
La llamó a su dormitorio, y después de asegurarse de que estaban solas, dijo: -Será mejor que me lo digas.
Petronelle abrió muy grandes los ojos, fingiendo inocencia.
Leonor la tomó por los hombros y la sacudió.
- Niña, no te hagas la inocente conmigo. ¿Quién es el hombre?
- Leonor, yo…
- Lo sé -dijo Leonor-. No puedes ocultármelo. Es evidente. Si gritaras desde la torre: tengo un amante… no podría verse con mayor claridad.
- No veo por qué…
- No, eres una niña. Y también eres tonta. Debiste esperar el matrimonio.
- Como tú hiciste…
- Como yo hice. Sabes que yo era virgen cuando me casé con Luis. Era necesario que así fuese. Ahora tendremos que buscarte marido. ¿Quién es tu amante? Quizá podamos casarte con él sin demora. Hablaré con el rey.
Petronelle balbuceó:
- Es imposible.
- ¿Por qué?
- Está… ya está casado.
- ¡Estúpida!
- No pude evitarlo, Leonor. Yo no quería. Al principio no fue nada más que un poco de teatro… como entonar las canciones y hablar de amor… y después…
- Ya lo sé. No puedes revelarme nada que yo no conozca acerca de tus asuntos. Debiste consultarme antes de dar ese paso. Debiste decirme que él te hacía proposiciones. ¿Quién es?
- Raoul…
- ¡El conde de Vermandois!
Petronelle asintió.
Leonor se sintió dominada por la furia. Raoul, que había fingido admirarla, que había dado a entender que sólo ella podía satisfacerlo, que todas las restantes mujeres carecían de importancia para él. Y mientras tanto, ¡hacía el amor a su hermana!
- No lo creo. Caramba, es un hombre mayor…
- Tiene casi diez años más que tú. Eso no es mucho en un hombre.
- Y te entregaste a él.
Petronelle irguió la cabeza.
- Lo hice, y no me importa. Lo haría de nuevo. Lo mismo harías tú si no estuvieras casada con el rey.
Leonor sacudió irritada a su hermana.
- No olvides que hablas con la reina. Trato de cumplir con mi deber. Te has comportado como una trotona, como una criada.
- Pues muchas damas de la corte hacen lo mismo. Se sientan contigo y hablan del amor con frases hinchadas, y por la noche se acuestan con sus amantes. La poesía y las canciones no pueden reemplazar al amor, y tú lo sabes.
- ¡De modo que estás enseñándonos! Pero no perdamos tiempo en recriminaciones. No pudiste esperar el matrimonio. Eso es lo que tenemos que contemplar.
- Amo a Raoul -dijo con firmeza Petronelle.
- E imagino que me dirás que él te ama.
- Oh, sí. Oh, sí.
- Pero no tanto que el amor te protegiese de su deseo.
- Fue amor -dijo Petronelle con voz extática.
- Y él sabía a qué desastre te empujaba. Sabía que estaba casado, y también tú lo sabías. Está casado…
Se interrumpió bruscamente, y una lenta sonrisa se dibujó en su rostro.
… está casado -continuó con voz grave-, con la hermana de nuestro altivo Theobald de Champagne.
- Él no la ama -se apresuró a decir Petronelle-. Es un matrimonio que en el fondo no es tal. Han pasado años desde la última vez que hicieron el amor. Ella no lo comprende.
- Hermana, eso dijo él. Una actitud usual en el marido extraviado. Lo único que ella no puede comprender es por qué tiene que ser fiel mientras él mariposea a su gusto. Es algo que tampoco yo entiendo. Pero por el momento, es suficiente saber que tú ya no eres virgen. Y eso es deplorable. Hablaré con el rey. Tenemos que conseguir que te cases sin demora.
- Si me casas con otro, jamás renunciaré a Raoul.
- ¿Y qué dirías si fuese posible casarte con Raoul?
Petronelle unió las manos, en actitud extática.
- ¡Oh, ojalá pudiéramos!
- Exploraré el asunto.
La reina recibió muy fríamente a Raoul, conde de Vermandois. No le concedió permiso para sentarse.
- Me siento desagradada -dijo.
- Confío en que no conmigo, mi señora.
- ¿Con quién, sino con vos? Conozco la relación que os une con mi hermana. Ella me confesó que la habéis seducido. ¿Qué tenéis que decir?
- Que un hombre deslumbrado por el sol busca su consuelo en la luna.
- Ya he oído un número excesivo de metáforas acerca del sol y la luna. Basta de eso. ¿Sugerís que después de ver que yo era inalcanzable acudisteis a mi hermana?
El conde inclinó la cabeza.
- Mi hermana no se sentirá complacida si le digo eso.
- La magnanimidad y la discreción de la reina permitirán que su hermana no lo sepa.
- Jamás permito que nada ni nadie me impida hacer lo que deseo.
- Sois la ley, y a vuestra voluntad obedecemos. Mi reina, ¿qué deseáis que yo haga? Decidlo, y lo haré o moriré en el intento.
- No es exactamente uno de los trabajos de Hércules.
- Ojalá lo fuera, para demostrar mi devoción.
- Os recomiendo cuidado. Quizá un día os proponga una tarea imposible.
- Nada me inquietaría tanto como estar cerca de mi reina y no poder amarla.
- No habláis como el futuro prometido de otra mujer.
- ¡Prometido! -Ahora se mostraba alerta-. Mi señora, lamentablemente estoy casado.
- Con una dama, de la cual, según entiendo, no estáis desesperadamente enamorado.
- Es mi esposa. Cuando estoy en presencia de lo irresistible, no tengo más remedio que sucumbir.
- ¿Os referís a mí o a mi hermana?
- Conocéis mis sentimientos. Y no soy el único que os adora.
- ¿Y Petronelle? ¿La amáis?
- Se parece a vos. ¿Qué más puedo decir?
- Que si fueseis libre aceptaríais desposarla.
- Con todo mi corazón.
- No pregunto si seréis para ella un marido fiel. Sé que esa pregunta es inútil. Ella se siente atraída por vos.
- Sería un marido fiel si pudiese considerarme libre.
- Podríais ser libre si hubiese un vínculo de sangre entre vos y vuestra esposa.
- No sé…
- Conde, sois obtuso. Siempre hay vínculos de sangre entre familias de nuestra estirpe. Tantos casamientos entre familias a lo largo de siglos significa que si buscamos un poco hallaremos el vínculo.
- Si eso fuese posible…
- ¡Sí! Podemos hallarlo. Debemos hallarlo. Habéis seducido a mi hermana. De acuerdo con lo que sé, ella bien podría estar embarazada. Sois un hombre responsable. Y no olvidéis que ella es hermana de la reina. ¿Estaríais dispuesto a desposarla?
- Si pudiese descubrirse una causa apropiada para demostrar que ya no estoy casado.
- Pues la encontraremos -dijo con firmeza la reina. Sonreía para sus adentros. Ciertamente, Petronelle tenía que desposar a su seductor; y qué divertido que la esposa de Raoul fuese la hermana de su enemigo Theobald. Así, esa familia aprendería que no podía despreciar al rey y a la reina.
Era desconcertante. El conde Theobald no fue el único barón que no hizo caso de la convocatoria del rey. Parecía evidente que el país no estaba de humor para ir a la guerra contra Tolosa. La única persona que demostró entusiasmo fue la reina, y ella consiguió contagiar ese sentimiento a su dócil marido. Salió de París al lado de su marido, dispuesta a iniciar el sitio que forzaría la rendición de Tolosa. Leonor estaba muy atareada con diferentes planes; ya había establecido la relación entre Raoul y su esposa. Si uno se remontaba bastante lejos, siempre era posible hallar vínculos de sangre. Había puesto a los obispos a trabajar en la tarea, y ellos sabían que si no hallaban lo que la soberana deseaba, incurrirían en su desagrado.
En realidad, Luis había demostrado una escasa inclinación a hacer la guerra. Odiaba la muerte, y tampoco deseaba castigar a su pueblo. Después de su victoria en Orleans, había concedido a sus rebeldes súbditos lo que ellos pedían, y había suspendido lo que a su juicio era una ley cruel: la que imponía cortar los dedos de las personas que no pagaban sus deudas. ¿Para qué servía eso, había preguntado, si los individuos necesitaban tener intactas las manos para trabajar y así saldar sus deudas?
La idea de que personas inocentes pudieran sufrir lo inquietaba pero, ¿qué podía hacer? Leonor insistía en que Tolosa era suya, y por lo tanto de su marido, y además ella no podía olvidar la insolencia de Theobald de Champagne.
- ¿Permitiremos que nuestros súbditos nos traten así? -había preguntado-. En ese caso, no somos gobernantes.
Luis había tenido que concordar con ella.
Siempre se veía obligado a coincidir con ella. De modo que ahora estaba marchando sobre Tolosa.
Entraron en el rico país. Luis se sintió más reanimado. Sin duda, deseaba incorporar a su reino esas fértiles provincias. Los ojos de Leonor brillaban. Luis se preguntaba si era el espectáculo de la región lo que los excitaba así, o si se trataba de la satisfacción de la venganza. Ella estaba tan segura de que en poco tiempo Tolosa sería de ambos. Estaba dispuesta a someter no sólo al conde de Tolosa, que había rehusado devolver algo a lo cual no tenía derecho, sino también al insolente Theobald. Y cuando él supiera que su hermana tendría que divorciarse del conde de Vermandois, se sentiría doblemente humillado.
Ya vería qué significaba desafiar a la reina de Francia… y la lección sería aprovechada por otros. Una auténtica lección. Lamentablemente para Luis y Leonor, Tolosa estaba bien defendida, y Luis pronto percibió claramente que incluso los que se habían unido a su estandarte no tenían muchas ganas de luchar.
Mientras acampaban frente al castillo ocupado por Raymond Saint-Gilles, un grupo tras otro de sus seguidores le recordó que habían aceptado luchar a su lado sólo durante cierto lapso. El tiempo se acababa, y ellos debían regresar a sus posesiones.
Luis se sentía muy inquieto.
- ¡Ordénales que permanezcan aquí! -exclamó Leonor.
Pero Luis había empeñado su palabra. No era hombre capaz de faltar a ella. Debía enfrentarse con Leonor por el bien de su propio honor.
Por lo tanto, el rey se encontró frente al castillo casi sin partidarios, y se vio en la alternativa de ordenar la retirada o afrontar una derrota ignominiosa. En esas condiciones, no tenía más remedio que retirarse humillado.
Fue inevitable regresar a París y archivar la conquista de Tolosa, hasta que el rey y la reina pudiesen hallar un medio de reincorporarla a la Corona.
Una situación así era irritante para la reina. Se imaginaba a Saint-Gilles y Theobald de Champagne burlándose de la incapacidad de los reyes.
Tenía que vengarse, y el primer golpe lo descargaría a través de la hermana de Theobald. Sus obispos habían descubierto que existía un vínculo de sangre entre Raoul y su esposa. Por lo tanto, el matrimonio carecía de validez, y Raoul quedaba en libertad de casarse otra vez.
- Excelente -dijo la reina al rey-, porque de ese modo tu primo podrá casarse con mi hermana.
Cierto día, el conde de Champagne vio asombrado que su hermana y algunos servidores entraban a caballo en el patio del castillo. Descendió de prisa para recibirla.
- Caramba, Eleonore -exclamó-, ¿qué te trae aquí?
Durante un momento ella no pudo contestar. Se arrojó a sus brazos y se apretó estrechamente contra el cuerpo de su hermano.
- No sabía adónde ir.
- ¿Dónde está tu marido?
- No tengo marido.
- Entra en el castillo -dijo Theobald-. Explícame qué significa eso. ¿Raoul ha muerto?
- No -contestó ella-, ocurre sencillamente que ya no es mi marido.
- Pero eso es una tontería. Te casaste con él. Yo mismo asistí a la ceremonia. Vamos, hermana, tienes que calmarte.
La llevó a su habitación privada, y ella relató su historia. Se había descubierto un vínculo de sangre, y eso significaba que su matrimonio con Raoul ya no era válido. No estaba casada con Raoul; jamás se habían casado, y la ceremonia durante la cual se había unido con él ya no era auténtica. Más aún, Raoul se había casado con otra mujer. Se había celebrado una boda grandiosa, y el rey y la reina habían asistido.
- ¿Quién fue la novia? -preguntó con voz grave Theobald.
- La señora Petronelle.
- ¿Qué? ¿La hermana de la reina?
- En efecto, la hermana de la reina.
- Es monstruoso. Una verdadera conspiración.
Eleonore asintió tristemente.
Theobald estaba furioso. Lo encolerizaba no sólo la deshonra de su hermana; además, era un insulto a su familia. Comprendió que todo era obra de las maquinaciones de la reina. Había insistido en que los obispos declarasen nulo el matrimonio, y ellos habían acatado la voluntad real por temor al desagrado de la reina. ¿Y por qué la soberana había preparado esta maniobra? Para vengarse de él. Porque él se había negado a apoyarla, y a ayudar al rey en su empresa enderezada a la anexión de Tolosa; por eso la reina había buscado la deshonra de la hermana del conde Champagne.
- No lo toleraré -dijo-. Ahora mismo enviaré un mensajero a Roma. Presentaré mi caso ante el Papa, y se demostrará que todo fue un complot para desacreditarme a través de tu persona.
- ¿Y crees que el Papa no aceptará la disolución del matrimonio?
- ¿Cómo podría hacerlo? Las razones formuladas carecen de fundamento. Obligaré a Raoul a aceptarte otra vez. Demostraré que su matrimonio con Petronelle es nulo. Ella será la deshonrada, y no tú, hermana mía.
- Sé que Raoul estaba ansioso de unirse con su nueva esposa.
- Cuando yo tenga la bendición papal, rogará volver a ti.
Theobald no era hombre de demorarse cuando se requería acción. Pidió el consejo de Bernard de Clairvaux, que le sugirió que presentase inmediatamente su caso en Roma, acompañándolo con una reseña de los agravios infligidos a su hermana.
Petronelle estaba satisfecha con su matrimonio. A decir verdad, resplandecía de satisfacción. Cuando la observaba, Leonor sentía cierto descontento ante su propia situación. Sí, su matrimonio con Luis le había aportado la corona de Francia, y ella no lo hubiera rechazado por nada del mundo; pero también deseaba que le hubiera aportado un hombre como Raoul, en lugar de un monje como Luis.
Necesitaba un heredero. El país lo necesitaba, y también ella. El propósito del matrimonio para una persona como Leonor era la procreación. Ella no podía soportar la idea de que fracasaba en nada de lo que se proponía hacer.
Se sentía malhumorada cuando llegó el mensajero de Roma.
Traía cartas para el rey y el conde de Vermandois.
Leonor hizo todo lo posible para estar al lado de Luis cuando él leyó su carta. Eran muy concretas. El Papa consideraba que se había cometido una injusticia. El conde de Vermandois había repudiado a su verdadera esposa a instigación de la reina y los obispos, y había desposado a la hermana de la reina. El Papa no veía una razón que justificara la ilegalidad del matrimonio del conde de Vermandois con la hermana del conde de Champagne. Se excomulgaba al conde de Vermandois, y se le ordenaba que repudiase a la mujer con la cual ahora vivía; además, debía regresar con su esposa.
Leonor estaba furiosa.
- Es un insulto a mi hermana -exclamó-. ¿Su Santidad entiende eso? La hermana de la reina de Francia…
Luis dijo amablemente:
- Queridísima, nunca debimos permitir que Raoul repudiara a su esposa.
- ¡Su esposa! No fue un matrimonio legal. Son parientes muy cercanos.
El rey la miró con tristeza.
- Te has dejado cegar por el amor a tu hermana -dijo-. Petronelle debió buscar otro marido.
- Él es su marido. Ha vivido públicamente con él. ¿Comprendes lo que esto significa? ¿Quién querrá desposarla ahora?
- Creo que muchos desearían unirse con la hermana de la reina de Francia.
- No soportaré esta insolencia.
- Amor mío, es un decreto papal.
- Sabes quién hizo esto. Theobald. Estaba decidido a insultarnos. No descansaré hasta que lo expulse de Champagne.
- Champagne es suya, querida. Es independiente de Francia.
La reina entrecerró los ojos.
- Luis, a veces creo que no me amas.
- No puedes dudar de ello.
- Sin embargo, permites que me insulten.
- Theobald hizo únicamente lo que cualquier hermano hubiera hecho. Trató de defender el honor de su hermana.
- ¿Y qué me dices del honor de mi hermana?
- Fue poco discreto casarla con mi primo.
- ¡Poco discreto! No tenía esposa, porque el matrimonio con la hermana de Theobald carecía de validez. ¿Por qué ellos, que habían sido amantes, no podían santificar su unión?
- Porque él ya tenía esposa.
- Te digo que no la tenía. El matrimonio fue ilegal. Él está casado con Petronelle, y nosotros daremos una lección a Theobald.
- ¿Cómo?
- Invadiremos sus tierras. Arrasaremos sus castillos. Te digo que tenemos que vengarnos de Theobald.
- No tendremos apoyo.
- Entonces, lo haremos sin apoyo. Cuento con mis leales súbditos de Aquitania. Me seguirán dondequiera yo desee ir.
- Leonor, no provoquemos temerariamente una guerra.
Los ojos de Leonor lo miraron, encolerizados y chispeantes. ¡Era un flojo, un monje, y lo habían casado con ella! A decir verdad, excepto la corona poco había podido darle.
Y él tenía que obedecerla.
Ella estaba decidida a hacer la guerra. Arrasarían Champagne y darían una lección a su desobediente conde. Leonor se sentía frustrada, porque estaba casada con un hombre que no podía satisfacer sus intensos anhelos. Él le había dado la corona, pero ahora Leonor se había acostumbrado a eso, y deseaba un hombre fuerte, de modo que someterlo significara cierto placer. Luis se dejaba manejar muy fácilmente, aunque en este asunto de la guerra estaba demostrando cierta obstinación. Eso no duraría mucho; Leonor lograría en poco tiempo que él aceptara, y apremiarlo en cierto modo la estimulaba. Le agradaba batallar con él, pero al mismo tiempo el sentimiento de repulsión a la guerra que demostraba Luis la enfurecía.
Petronelle y Raoul se sentían felices y satisfechos uno con el otro; y Leonor estaba decidida a que continuasen juntos. No tenía la más mínima intención de ceder.
Entretanto, asediaba a Luis. ¿Acaso era un cobarde? ¿Permitiría que los pequeños gobernantes de pequeñas provincias lo dominasen? ¿Se quedaría sin hacer nada, y vería deshonrada a la hermana de su mujer? Eso equivalía a deshonrar a su propia esposa.
Luis imploraba paciencia; y de pronto, se suscitó otro problema que exigió la atención del rey.
El arzobispado de Bourges había quedado vacante, y Leonor y Luis habían elegido al hombre que ocuparía el cargo. Era una figura ideal, pues se trataba de un amigo de los monarcas.
De pronto, para consternación de los soberanos, llegó un mensaje del Papa, y en él se decía que el pontífice había designado en el cargo a Pierre de la Châtre.
- ¿Cómo se atreve a interferir en asuntos que son de nuestro exclusivo resorte? -preguntó la reina.
Luis la apoyó. Era el rey. A él le correspondía determinar quién sería su arzobispo.
“No es así”, replicó el Papa. “He decidido elegir a Pierre de la Châtre y nadie lo sustituirá”.
Luis, acicateado por Leonor, replicó que mientras él viviese, de la Châtre no entraría en Bourges.
Aquí, el Papa formuló una observación que comunicada a Luis, provocó su cólera.
- El rey de Francia es un niño -dijo el Papa-. Debe educarse, y apartarse de los malos hábitos.
- Ya lo ves -exclamó Leonor cuando conoció el comentario papal-, no te respeta. La razón es que tú permites que la gente te insulte. Te has mostrado excesivamente benévolo. Mira a Theobald de Champagne. Si hubieses entrado en su país y lo hubieras arrasado, el Papa no te hablaría como si fueses un niñito.
Luis guardó silencio unos instantes, y después explotó.
- Eso sería la guerra. La matanza acarrea muchos sufrimientos a personas inocentes.
- Vaya modo de hablar para un rey -comentó desdeñosamente Leonor.
Theobald les hizo el juego, porque apoyó la decisión del Papa, y lo hizo saber a todo el mundo. Leonor estaba furiosa.
- ¿Y ahora qué? -exclamó-. ¿Tolerarás semejante actitud?
Luis sabía que no era posible tolerarla, y cuando el Papa lo excomulgó comprendió que debía adoptar medidas.
Preparó la marcha sobre Champagne para someter al conde que se había atrevido a tomar partido contra su rey.
Leonor salió de París a caballo, al lado de su renuente marido. Comenzaba la guerra contra Champagne y Luis sabía que esos conflictos enriquecían únicamente a los soldados que saqueaban y pillaban, mientras personas inocentes sufrían.
Pero la reina se mostraba inflexible, y después de muchas discusiones su esposo aceptó que era necesario dar una lección a Theobald.
El ejército que marchó contra Champagne no era muy impresionante. Se unieron a él muchos aventureros errabundos, y como su ejército no era muy numeroso el rey recibió de buena gana a todos los que quisieron seguirlo, pese a que bien sabía que los animaba únicamente el propósito de aprovechar los despojos de la guerra.
Mientras se internaba en el territorio del hombre a quien la reina detestaba, los elementos más díscolos del ejército saquearon las aldeas, contraviniendo las órdenes del rey. Luis oía los gritos de los aldeanos que trataban de proteger sus cosechas, sus casas y sus familias. Vio a los rudos soldados ordenando a los aldeanos abandonar sus casas, maltratando a las mujeres, violando, banqueteando, bebiendo y actuando del modo que él bien conocía y que lo había llevado a odiar la idea misma de la guerra.
Trató de detener las crueldades; no le hicieron caso.
Leonor lo miraba con desprecio. ¿Qué clase de rey era éste, a quien los hombres no obedecían, y que temblaba ante la perspectiva de la guerra? Ella recordaba únicamente que éste era territorio enemigo. La complacía ver la tierra incendiada. Así Theobald entendería lo que significaba insultar al rey, porque si el rey era débil su reina no lo era.
Llegaron a la ciudad amurallada de Vitry.
La defensa fue débil, y poco después los hombres del rey recorrían las calles matando, pillando y derramando la sangre de sus habitantes. Los viejos, los tullidos, las mujeres y los niños corrieron gritando delante de los soldados, y se atrincheraron en la iglesia de madera.
- Basta, basta -exclamaba Luis. Pero sus órdenes no eran oídas.
Sus partidarios habían venido a saquear y a asesinar, y no era posible contenerlos. De pronto, ocurrió un incidente terrible que habría de perseguir al rey por el resto de sus días.
En la iglesia, los niños se aferraban a sus madres, y éstas rogaban por la seguridad de sus pequeños. Los hombres del rey no demostraron piedad. No intentaron irrumpir en la iglesia. Se limitaron a incendiarla.
Cuando las llamas la envolvieron y el espeso humo negro llenó el aire, fue posible oír los gritos de los inocentes que proferían maldiciones contra sus asesinos y clamaban piedad.
- Basta, basta -rogaba Luis, pero no lo escuchaban. En todo caso, era demasiado tarde. En esa iglesia en llamas había mil trescientas personas inocentes, y todas murieron quemadas.
En su tienda, Luis yacía, en los ojos una extraña fijeza. Leonor estaba acostada al lado.
- Puedo oír los gritos -dijo él.
Leonor contestó:
- Ahora no se oye nada. Todos están muertos.
- ¡Todos muertos! -exclamó el rey-. Esas personas inocentes. ¡Santa Madre de Dios, ayúdame! Nunca podré olvidar esos gritos.
- Debieron haberse rebelado contra su señor. Tenían que haber jurado fidelidad a tu persona.
- Eran inocentes. ¿Qué sabían de nuestra disputa?
- Trata de dormir.
- Dormir. Cuando duermo sueño. Huelo el humo. Jamás lo olvidaré. ¡Cómo crepitaba la madera!
- Era vieja y estaba seca -dijo ella.
- Y los niños… nos maldecían. Imagina a las madres… con sus pequeños.
- Es la guerra -dijo Leonor-. No está bien cavilar acerca de estas cosas.
Pero Luis no podía dejar de cavilar. Declaró que no podía continuar.
- Ceder ahora sería la victoria para Theobald -le recordó Leonor.
- No puedo evitarlo -exclamó Luis-. Estoy enfermo de la guerra y la matanza.
- Nunca debiste ser rey.
- Es cierto. Mi corazón está en la Iglesia.
- No es el lugar apropiado para el corazón de un rey.
- A veces, creo que debía rehusar la corona.
- ¿Cómo hubieras podido hacer tal cosa, tú, hijo del rey?
- A veces creo que Dios no me mira con buenos ojos. Llevamos seis años de casados y no tenemos hijos.
- Es mucho tiempo -convino Leonor.
- ¿Hay algo que hicimos… o no hicimos? ¿Quizá desagradé a Dios? -El rey se estremeció.- Siento en mi corazón que lo que hicimos antes del incendio de Vitry no fue nada comparado con ese gran pecado.
- No pienses más en eso.
- No puedo, no puedo -gimió el rey.
Ella comprendió que en su estado actual el monarca no podía mandar un ejército.
- Regresaremos a París -dijo.
Él aceptó de buena gana.
- Sí -contestó-. Dispersa el ejército. Regresemos. Basta de guerra.
- Es una locura. El ejército permanecerá aquí. Nosotros regresaremos. Las obligaciones oficiales imponen tu regreso a París. Allí descansarás y te olvidarás de Vitry. Comprenderás que lo que ocurrió allí es perfectamente natural en la guerra.
La guerra continuó. Luis estaba hastiado del asunto, pero Leonor no estaba dispuesta a permitir que Theobald pudiese afirmar que el rey había tenido que retirarse del campo.
Los ministros del rey le rogaron considerase de qué servía continuar la empresa. Luis concordaba en ello, pero no se atrevía a enfrentar la ira de Leonor.
El propio rey no podía comprender su actitud hacia ella. Era como si estuviese embrujado. No importaba lo que él prometía; cuando ella le mostraba tanto desprecio a causa de su debilidad él siempre se sometía a la voluntad de su esposa.
El abate de Clairvaux, que había profetizado la muerte de Philippe, hermano de Luis, tenía fama de hacedor de milagros. Se había enfrentado con Luis y Leonor, y había acudido a la corte para pedir al rey que concertase la paz.
Leonor no quería saber nada.
Habló con el abate, y le explicó que aceptar la paz equivalía a deshonrar a su propia hermana; y aunque ésa no era más que una de las causas que habían obligado a Luis a declarar la guerra, por cierto tenía su importancia.
- Esta guerra -le dijo el abate-, desagrada a Dios. ¿Acaso no es muy evidente? Dios no apoya la empresa real. El rey padece profundos remordimientos. Es así desde la quema de Vitry.
- Y aún antes -dijo amargamente Leonor-. No tenemos hijos. Vos, que según dicen tenéis poder para hacer milagros, quizá podríais realizar ése si lo desearais.
El abate adoptó una actitud reflexiva.
- La bendición de un hijo depende de Dios.
- ¿Y eso es todo? Sin embargo, vos hicisteis un milagro, o por lo menos eso dicen. ¿Por qué no producís uno ahora mismo?
- En este asunto nada puedo hacer.
- Entonces, ¿no queréis ayudarme?
- Si tuvieseis un hijo, es indudable que vuestra vida cambiaría. Quizá necesitáis un niño.
- Necesito un niño -dijo Leonor-. No sólo porque mi hijo será el heredero de Francia, sino porque anhelo tener mi propio hijo.
El abate asintió.
Ella le aferró un brazo.
- ¿Lo haréis por mí?
- Mi señora, no puedo. Está en las manos de Dios,
- Si yo persuadiera al rey de que detuviese la guerra, de que declarase una tregua…
- Si hicierais eso, tal vez Dios se mostrase más dispuesto a escuchar vuestras plegarias.
- Haría lo que fuese para tener un hijo.
- Entonces, rezad conmigo; pero ante todo inclinaos ante Dios. Y no podéis hacerlo si sobre vos recae el pecado de la guerra.
- Si hubiese paz, ¿haríais el milagro?
- Si hubiese paz, podría pedir a Dios que otorgase el pedido.
- Hablaré con el rey -dijo ella.
Así lo hizo, y el resultado fue la paz entre Theobald y Luis.
Leonor comprendió con profunda alegría que estaba embarazada. Estaba segura de que Bernard había hecho el milagro. Tantos años sin el menor signo de que tendría un hijo; y ahora, la unión sería fecunda.
Se había suavizado un poco. Concebía proyectos relacionados con el niño, exactamente como podía hacerlo una madre de humilde origen. Las canciones que ella entonaba tenían ahora un carácter diferente.
Los miembros de la corte se maravillaban.
A su debido tiempo nació un hijo. Era una niña.
No se sintió decepcionada. Como todos los gobernantes, Luis había abrigado la esperanza de tener un hijo; pero ella preguntaba a sus damas de compañía: ¿Por qué había que aceptar esa abrumadora adoración del varón?
- Fui la heredera de mi padre, pese a mi condición de mujer -les recordaba-. ¿Por qué el rey y yo debemos entristecernos a causa del nacimiento de una hija?
La ley sálica prevalecía en Francia. Es decir, que una mujer no podía gobernar. La corona pasaba al heredero varón. Esta ley contravenía los principios de Leonor, y ella se prometió que no permitiría su aplicación. Su hija no era más que una niña muy pequeña, y había tiempo suficiente para pensar en su futuro.
La bautizaron Marie, y durante más de un año después del nacimiento, Leonor se satisfizo representando el papel de la madre cariñosa.
La vida era monótona. La pequeña Marie tenía más de dos años. Leonor la atendía con mucho afecto, pero por supuesto la pequeña a menudo estaba en compañía de sus niñeras. Leonor continuaba presidiendo la corte. De nuevo las canciones habían cobrado un sesgo voluptuoso, destacaban las penas de la pasión insatisfecha y las alegrías del amor compartido.
Petronelle era su permanente compañera; Leonor contemplaba con ojos ardientes a su hermana y el marido. ¡Qué relación apasionada! Y suspiraba y se decía que eso era algo que a ella se le había negado.
Al principio, Leonor había demostrado simpatía a Luis. Él se sentía tan abrumado por la belleza de su mujer y le demostraba tanta devoción que al cabo Leonor había concebido un afecto bastante profundo por su marido. Pero no correspondía a su carácter apasionado contentarse con eso. Luis podía ser su esclavo, y a ella la complacía ese estado de cosas; pero su piedad la aburría, y para ella era muy difícil soportar los remordimientos del monarca.
Luis se interesaba mucho en la Iglesia, y a cada momento estaba participando en algún rito. En tales ocasiones regresaba al castillo desbordante de satisfacción; pero no pasaba mucho tiempo sin que volviese a caer en la melancolía.
No lograba olvidar el sonido de las llamas crepitantes y los gritos de los ancianos y los inocentes que morían quemados. Ahora, la ciudad misma era conocida con el nombre de Vitry-La-Incendiada.
Se paseaba de un extremo al otro del dormitorio, mientras Leonor lo contemplaba desde su cama.
Ella sabía que el rey no la veía, pese a que lo incitaba seductoramente con los largos cabellos sueltos sobre los hombros desnudos. Luis veía los rostros implacables de los hombres dispuestos a matar; y cuando ella le hablaba, Luis oía en cambio los gritos pidiendo compasión.
Cuantas veces ella le había dicho: “Fue un hecho de guerra, y es mejor olvidarlo”, él contestaba: “Hasta el día de mi muerte jamás olvidaré. Recuerda, Leonor, todo lo que se hizo fue hecho en mi nombre.”
Los labios de Leonor se curvaban en una expresión despectiva. ¡Qué flojo era este hombre! Sus soldados habían matado porque estaban decididos a ello, no en obediencia al rey. Y él había permitido esa situación.
Hubiera debido ser monje.
Estaba fatigada de Luis. Deseaba que la hubiesen desposado con un hombre.
Sin embargo, él era el rey de Francia, y el matrimonio había convertido a Leonor en reina. Pero era también Leonor de Aquitania. Jamás olvidaría eso.
De modo que lo veía caminando, quejoso y angustiado, y sabía que no podría soportar vivir eternamente como ahora. El espíritu aventurero de Leonor comenzaba a rebelarse.
Había hecho un matrimonio brillante; era madre. Pero para ella eso no era suficiente. Necesitaba la aventura.
La oportunidad llegó inesperadamente.
Durante muchos años los hombres habían tratado de expiar sus pecados mediante peregrinaciones a Jerusalén. Habían creído que la realización de un viaje peligroso, que a menudo terminaba en la muerte, demostraba la aceptación integral de la fe cristiana y el deseo de arrepentimiento. Creían que de este modo podían obtener el perdón después de llevar una vida perversa. Se conocían muchos ejemplos de hombres que habían iniciado esa peregrinación. Roberto el Magnífico, padre de Guillermo el Conquistador, había sido uno de ellos. Había fallecido durante el viaje, y por entonces su hijo era un niño, a merced de sus enemigos; pero todos creían que con ese gesto había expiado una vida entera de pecados.
Pero si se consideraba que la peregrinación era un acto cristiano, por supuesto se obtenía una gracia mucho mayor participando en una Guerra Santa destinada a expulsar de Jerusalén a los infieles.
Desde el siglo VII Jerusalén había estado en manos de los musulmanes, los califas de Egipto o Persia. Había conflictos entre el cristianismo y el islamismo, y al comienzo del siglo X la persecución de los cristianos en Tierra Santa cobró particular intensidad. Todos los cristianos que vivían en Jerusalén se tuvieron que colgar del cuello una cruz de madera. Como pesaba dos kilogramos y medio, representaba una molestia considerable. Los cristianos no podían montar a caballo; podían viajar únicamente en mulas y asnos. La más mínima desobediencia se castigaba con la muerte, a menudo muy cruel. Su jefe había sufrido la crucifixión; por lo tanto, ella parecía un castigo apropiado para sus partidarios.
Los peregrinos que viajaban a Jerusalén, al regreso traían relatos de la terrible degradación que se imponía a los cristianos. La indignación culminó cuando cierto monje francés regresó de una visita a Jerusalén. Llegó a conocérselo con el nombre de Pedro el Ermitaño. Era un hombre de reducida estatura y cuerpo casi frágil, pero su espíritu decidido era evidente para todos los que lo veían. Creía que su misión era recuperar la Ciudad Santa para los cristianos. Viajaba por Europa entera, descalzo, ataviado con una vieja túnica de lana y una capa de sarga; vivía de lo que podía encontrar en el camino y de lo que le daban; y excitaba la indignación de Europa cuando explicaba la necesidad de liberar del infiel a Jerusalén.
El año 1095 el Papa Urbano II estaba en Clermont Auvergne, presidiendo una asamblea de arzobispos, obispos, abates y otros miembros del clero. De diferentes países de Europa habían llegado muchos para oír su palabra; Urbano se había sentido muy impresionado por la misión que cumplía Pedro el Ermitaño, y así le pidió que viniese a verlo. Sobre los peldaños de la iglesia, en presencia del Papa, Pedro explicó a la asamblea el destino que sufrían los cristianos en Tierra Santa, a manos de los implacables infieles ansiosos de destruir el cristianismo.
Pero, más exaltado que nunca, porque ahora veía la posibilidad de realizar su sueño, habló de los insultos que se acumulaban sobre los cristianos, de la horrible muerte que padecían, y dijo que creía que Dios lo había inspirado para que cumpliese la misión de devolver Jerusalén a la cristiandad.
La multitud guardó silencio unos segundos después que el monje dejó de hablar, y de pronto prorrumpió en estridentes gritos: -¡Salvemos a Jerusalén! ¡Salvemos Tierra Santa!
Entonces, el papa Urbano alzó una mano pidiendo silencio.
- Esa ciudad real -dijo-, honrada por el Redentor de la raza humana, ilustre por su advenimiento y su pasión, exige ser liberada. Os mira, hombres de Francia, hombres de las montañas, naciones elegidas y amadas por Dios, herederos de Carlo Magno; sobre todo de vosotros Jerusalén pide ayuda. Dios conferirá gloria a vuestras armas. Tomad el camino a Jerusalén para obtener el perdón de vuestros pecados y para conquistar la gloria imperecedera que os espera en el Reino del Cielo.
De nuevo ese terrible silencio; y de pronto, de mil gargantas brotó el grito: -¡Dios lo quiere!
- Sí -dijo el Papa-. Dios lo quiere. Si Dios no estuviera en vuestras almas, no habríais contestado como un solo hombre. Que este sea vuestro grito de batalla cuando marchéis contra el infiel. Dios lo quiere.
El aire se pobló con los gritos de la gente, los gritos que se reunían en una sola voz: -Dios lo quiere.
El Papa alzó las manos, pidiendo silencio.
- Quien desee iniciar esta peregrinación, debe usar sobre su corona o sobre su pecho la cruz del Señor.
Pero el Ermitaño miraba con ojos brillantes. Su misión estaba cumplida. Habían comenzado las Cruzadas.
Después de tan memorable ocasión, se libraron muchas batallas entre cristianos y musulmanes; y precisamente entonces, cuando Luis se sentía tan agobiado por su conciencia y no podía olvidar los gritos de Vitry-La-Incendiada, y la reina había comprendido que esa vida frustraba su propia vitalidad, sobrevino un renovado impulso de cólera contra los musulmanes, y el deseo de conquistar Jerusalén para la cristiandad.
Bernard de Clairvaux estaba profundamente preocupado por lo que ocurría en Jerusalén. Se acercó al rey y le habló.
- Es una situación lamentable -dijo-. Dios sin duda siente simultáneamente pesar y cólera. Han transcurrido muchos años desde la primera cruzada, y no estamos mejor que antes. Nuestros peregrinos sufren atrocidades. Es hora de que el mundo cristiano luche contra sus enemigos.
El asunto interesó inmediatamente a Luis. Lo agobiaban sus pecados; anhelaba expiarlos y tener la oportunidad de demostrar su arrepentimiento.
Bernard asintió.
- Vitry-La-Incendiada pesa sobre tu conciencia, señor mío. Eso nunca debió ocurrir. Nunca debió hacerse la guerra contra Theobald de Champagne.
- Ahora lo sé.
- En primer lugar -dijo Bernard, que estaba decidido a evitar que el rey esquivase fácilmente su responsabilidad-, no debiste oponerte a Pierre de la Châtre. Debiste reconocer la autoridad del Papa.
Como tantas otras cosas, Leonor había sido la promotora del asunto. Bernard lo sabía, pero no mencionó el hecho. El rey tenía achaques de culpabilidad. Que asumiese la responsabilidad de todo el asunto.
- Fue un error insistir en que el conde de Vermandois repudiara a su esposa y se casara con la hermana de la reina. Fue un error hacer la guerra a Champagne. Esos son los pecados por los que fuiste castigado, pues nunca podrás olvidar la quema de la iglesia de Vitry.
- Es cierto -dijo el rey.
- Necesitas pedir piedad. Es necesario un gran gesto. ¿Por qué no encabezas una campaña para reconquistar la Ciudad Santa?
- ¿Yo? ¿Y mi reino?
- Hay quienes pueden gobernar en tu ausencia.
- ¡Abandonar mi reino! ¡Dirigir una cruzada!
- Otros lo hicieron antes que tú. Y así conquistaron el favor de Dios y el perdón.
El rey meditó profundamente. ¡Más guerra! Detestaba la guerra. Y sin embargo, sus pecados lo agobiaban.
Bernard elevó al cielo sus ojos de fanático.
- Yo, mi señor, no volveré la espalda a mi deber. Ojalá fuese joven y pudiera dirigir la cruzada. Dios no quiere concederme ese honor. Mi obligación es señalar a otros cuáles son sus deberes. Deseo que se organicen tres grandes reuniones, una en Bourges, otra en Vézelai y otra en Estampes. Todas necesitan el apoyo del rey. Piensa seriamente en este asunto. Sólo si complaces así a Dios Él te perdonará lo que ocurrió en Vitry-La-Incendiada.
Luis no habló inmediatamente con Leonor. Temía sus burlas. Apeló a su buen amigo y consejero, el abate Suger. El abate lo miró asombrado.
- Salir de Francia, salir del reino. E1 deber del rey está aquí!
- No según veo las cosas. He pecado.
- ¿A causa de Vitry? La culpa de ese episodio no recaerá del todo sobre vos. Los soldados carecían de disciplina. Se hicieron esfuerzos para obligarlos a desistir.
- Sin embargo, fracasé. No tuve energía suficiente para detenerlos.
- El rey puede apoyar la cruzada. Ayudar a quienes desean ir. Pero. Majestad, el deber del rey está aquí, en el gobierno de su reino.
- Bernard desea que vaya.
- Bernard es un fanático. Mi señor, un rey no puede hacer eso. Dios no desea que vos faltéis a vuestro deber.
Como de costumbre, Luis vacilaba entre dos cursos de acción. Sabía que su obligación estaba en Francia; pero la idea de expiar sus pecados apelando a ese recurso tan dramático lo atraía sobremanera.
No pasó mucho tiempo antes de que Leonor advirtiese el conflicto que agobiaba a su esposo.
- Te encierras a menudo con Bernard -dijo-, y con Suger. ¿Qué te dicen estos hombres?
Luis vaciló. Finalmente dijo:
- Bernard desea que encabece una cruzada. Suger se opone.
- ¡Encabezar una cruzada! ¡Tú! ¿Y Francia?
- Eso es lo que digo a Bernard. Aquí está mi deber.
- ¡Encabezar una cruzada! -murmuró Leonor. Y al mismo tiempo pensaba que ella sería la regente de Francia. ¿O no? Quizá designaran a Bernard, o a Suger, o a otra persona que gobernaría con ella. Se le exigiría que llevase una vida retirada en ausencia del rey.
¡Pero salir en una cruzada! Viajar a Tierra Santa. ¡Cuántas aventuras! Si ella participaba, la vida ya no le parecería aburrida y monótona.
De pronto, comprendió que allí estaba la solución. Era exactamente lo que ella había deseado.
- Tienes que ir -dijo con firmeza-. De ese modo se aliviará tu culpa. Es el único modo en que podremos olvidar lo que ocurrió en Vitry. Y otra cosa, Luis; iré contigo.
Él la miró, desconcertado; pero ella no lo veía; se veía cabalgando al frente de las mujeres que ella misma elegiría como acompañantes.
No veía el momento de partir.
En la plaza del mercado de Vézelai, Bernard convocaba a los hombres bajo su estandarte. Al lado estaban el rey y la reina.
- Si os dijeran -tronó-, que un enemigo atacó nuestros castillos, nuestras ciudades y nuestras tierras, y que deshonró a nuestras esposas e hijas, y profanó los templos, ¿no acudiríais todos a las armas? Todos estos males y otros aún más graves se han abatido sobre nuestros hermanos de la familia cristiana. ¿Qué esperamos, guerreros cristianos, para vengar estas fechorías? Quién dio la vida por nosotros, ahora exige la nuestra.
De nuevo de miles de gargantas brotó el grito: -Dios lo quiere.
Y nadie se mostró más entusiasta que la reina de Francia.
Después, el rey se arrodilló y Bernard depositó en sus manos la cruz. Luis la besó. Un momento después, la reina se arrodilló e hizo otro tanto.
Se sentía transportada de alegría. Ya comenzaba la gran aventura.